
De camino a la plaza, Miguel saluda a una señora que silba mientras barre su acera. Luego pasa junto a un guitarrista solitario que está tocando una melodía clásica con mucho trémolo. Miguel asiente, apreciando la tonada, y el hombre le contesta con otro movimiento de cabeza. Entre más se acerca a la plaza, más música escucha y más feliz se siente. Unas niñas cantan mientras saltan la cuerda, y los golpes en el suelo marcan el ritmo de su canción. Las campanas de la iglesia repican en armonía con una canción que toca una banda callejera, y cuando en una radio suena una cumbia, Miguel sigue el ritmo con algunos pasos de baile.
Va tarareando cuando llega a un puesto de pan dulce y toma su pieza favorita, el cochinito, una galleta de jengibre con la forma de un cerdo.
—¡Muchas gracias! —dice Miguel mientras le lanza una moneda al vendedor.
—¡De nada, Miguel!
Mientras camina, siente algo entre sus pies, y al bajar la mirada se encuentra con que es la gata desaliñada que estaba en la ventana de Mamá Coco. El animal se echa a correr, y luego voltea a ver si Miguel lo sigue. «¿Adónde quiere esa gata que vaya?», se pregunta.
Se encoge de hombros y avanza hacia el vendedor de un puesto lleno de alebrijes, coloridas esculturas de criaturas fantásticas, como lagartos con plumas, conejos con cuernos y jirafas con manchas multicolores. Miguel se detiene un momento, tamborileando rítmicamente con sus dedos sobre la mesa. Está por darle una mordida a su pan dulce cuando un perro callejero al que conoce muy bien pasa junto a él a toda prisa. El perro está casi pelón y sólo tiene unos cuantos pelos parados por aquí y por allá, como las espinas de un nopal. Se lame el hocico socarronamente porque tiene hambre.
Miguel corta el hocico del cochinito y lo acerca a la nariz del perro.
—¿Quieres un poco de esto? —pregunta riéndose.
—¡Guau, guau! —responde el perro.
Miguel repasa los trucos que le enseñó.
—Siéntate, gira, saluda. —El perro hace perfectamente cada uno de los trucos, y Miguel termina con su favorito—: Chócalas. —Cuando el perro lanza su lengua contra su puño cerrado, el niño se ríe—. ¡Muy bien, Dante!
Miguel le lanza el pan dulce y Dante lo devora.
Hay algo festivo en el ambiente porque es la víspera del Día de los Muertos, cuando la comunidad le rinde un homenaje a sus seres queridos que fallecieron. Las calles están llenas de tiras de papel picado, cuadros de papel con diseños recortados que iluminan el espacio con sus colores verdes, rosas, dorados y azules. Los niños toman calaveras de azúcar decoradas. Algunas personas mayores, viejitos y viejitas, llevan velas y floreros llenos de cempasúchiles y crisantemos para sus ofrendas, mientras que otras van a toda prisa a comprar refrescos, dulces, frutas, cigarros o juguetes para dejarlos en las tumbas.
Mientras tanto, Miguel avanza de prisa hacia la Plaza del Mariachi con Dante a su lado. Finalmente llegan a su destino. La plaza le hace honor a su nombre, pues está llena de músicos. «Qué afortunados son —piensa Miguel—, tocan sus guitarras y trompetas sin que nadie los regañe».
—Sé que no debería gustarme la música —le dice Miguel a Dante—, pero ¡no es mi culpa! —El niño levanta la mirada y observa la estatua de un guapo mariachi—. Es él: Ernesto de la Cruz, el mejor músico de todos los tiempos. —En la base de la estatua hay una placa con la cita más famosa del músico: APROVECHA TU MOMENTO.
Un grupo de turistas llega a la estatua y Miguel escucha cómo el guía del tour les cuenta sobre el famoso músico:
—Y justo aquí, en esta misma plaza, el joven Ernesto de la Cruz dio sus primeros pasos para convertirse en el cantante más amado en la historia de México.
Mientras el guía habla, Miguel se imagina a De la Cruz en su mejor momento: un joven rodeado de fans mientras toca sus canciones en la plaza.
El niño baja la vista hacia Dante y lo acaricia.
—De la Cruz —dice Miguel— era simplemente…, era el mejor, ¿sabes? Comenzó siendo un don nadie de Santa Cecilia, como yo. Pero cuando tocaba, hacía que la gente se enamorara de él. —Dante mueve la cola. Miguel le ha contado esa historia una docena de veces, pero el perro siempre parece feliz de escucharla—. Viajó por el mundo. Protagonizó películas. Ah, además tenía la guitarra más cool. ¡Y escribió las mejores canciones! Pero ¿mi favorita de todos los tiempos? Es…
Miguel cierra los ojos y recuerda un viejo video de De la Cruz tocando en un elegante club nocturno. Puede escuchar su voz con claridad, cantando su canción más famosa, «Recuérdame». Es una canción sobre ser recordado por siempre, aun después de que uno se ha ido. Y tiene una tonada muy pegajosa.
Miguel tararea al ritmo de su recuerdo. Luego levanta la vista hacia la estatua de Ernesto de la Cruz, fascinado por su magnificencia.
—Vivió la clase de vida con la que uno sueña —continúa— hasta 1942… —No puede terminar su frase porque le rompe el corazón repetir lo que pasó, pero luego oye que Dante jadea y nota que el perrito está esperando el final de la historia—. Hasta 1942, cuando fue aplastado por una campana gigante.
Dante ladra como diciendo «fin». Luego sale corriendo y Miguel recuerda por qué está en la plaza. Debe lustrar zapatos, así que se busca un lugar cerca de la estatua y saca su kit de bolero, acomodando la caja como banquillo para que sus clientes apoyen el pie. Unos minutos después, un mariachi le pide que le lustre los zapatos y Miguel se pone a trabajar, repitiendo todo el tiempo la historia de Ernesto de la Cruz.
—A veces miro a De la Cruz —dice— y siento como si…, como si estuviéramos conectados de alguna manera. Siento que si él pudo tocar, quizá algún día yo también podría hacerlo. —Luego, con una voz llena de tristeza, agrega—: Si no fuera por mi familia.
—¡Ay, ay, ay, muchacho! —exclama el mariachi.
—¿Qué? —pregunta Miguel, confundido, porque por un momento ha olvidado dónde está.
—Yo quería una boleada, no la historia de tu vida —responde el mariachi.
—Ah, claro. Lo siento.
Miguel vuelve a sacarle brillo al zapato del hombre, quien, mientras tanto, toca las cuerdas de su guitarra.
—Es sólo que no puedo hablar de esto en casa —explica Miguel.
—Mira —replica el mariachi—, si yo fuera tú, iría con mi familia y les diría: «¡Oigan! Soy músico y háganle como quieran».
Miguel niega con la cabeza.
—Jamás podría decir eso.
—Eres músico, ¿no?
Miguel quiere decir que sí con todo su corazón, pero luego recuerda la historia de su familia y que la música los separó.
—No lo sé —reconoce—. O sea…, la verdad sólo toco para mí mismo…
—¡Aaah! —El mariachi parece frustrado por la falta de confianza de Miguel—. ¿Acaso De la Cruz se convirtió en el mejor músico del mundo escondiendo su increíble talento? —No deja que Miguel responda—. ¡No! —asegura golpeando su guitarra para dar énfasis—. ¡Salió a la plaza y tocó con orgullo! —Señala el kiosco, donde algunos hombres están acomodando unas bocinas y colgando un enorme cartel que anuncia un concurso de talentos—. ¡Ah! ¡Mira, mira! Están preparándose para esta noche. La competencia de música del Día de los Muertos. ¿Quieres ser como tu héroe? ¡Deberías inscribirte!
En vez de emocionarse, Miguel se agobia ante la idea.
—Ay, ¡mi familia se volvería loca!
—Mira, si te da miedo, pues… diviértete haciendo zapatos. —El mariachi hace un rápido rasgueo en la guitarra, y Miguel admira la forma en que sus dedos parecen volar sobre las cuerdas—. Pero el mundo les pertenece a los que se atreven, m’hijo. —Miguel repite las palabras en silencio, moviendo los labios, mientras reflexiona sobre ello—. Vamos —lo apura el mariachi—, ¿qué decía siempre De la Cruz?
—¿Aprovecha tu momento? —Miguel lo dice en forma de pregunta, aunque se sabe la respuesta de memoria.
El mariachi asiente. Luego le ofrece la guitarra a Miguel.
—Muéstrame lo que sabes hacer, muchacho. Seré tu primer público.
Miguel abre los ojos de par en par y levanta sus cejas por la sorpresa ante la oferta del mariachi. Se muere por tomar la guitarra, pero luego escucha a Abuelita proclamando la regla familiar: «¡Nada de música!». Siempre que se atreve a tocar algo, la advertencia resuena en su cabeza. Pero ¿cómo puede resistirse a la oportunidad de tocar una hermosa guitarra?
Echa un vistazo a su alrededor para asegurarse de que no haya moros en la cosa. Luego estira los brazos hacia el instrumento y lo toma con mucho respeto, como si fuera una reliquia sagrada. Cuando lo tiene entre sus brazos, pisa las cuerdas y está por tocar un do mayor cuando escucha: «¡Miguel!».
Es la voz de Abuelita, y Miguel se ríe de sí mismo. «Debo de estar paranoico», piensa. Pero luego vuelve a escucharla, esta vez mucho más cerca. Miguel ahoga un grito y le avienta la guitarra al mariachi, pero es demasiado tarde. Abuelita, Tío Berto y Rosa, la prima de Miguel, lo encontraron y van directo hacia él con los brazos llenos de bolsas y otras compras.
—¡Abuelita! —dice Miguel.
—¿Qué estás haciendo aquí? —pregunta ella.
—Ehm…, eh… —Rápidamente, Miguel recoge su equipo de bolero con la esperanza de que su abuela ignore al mariachi.
Pero la señora no lo ignora y, en vez de eso, saca una chancla de su bolsa. Hace muchos años que a la sandalia se le cayó la correa, pero como Abuelita odia tirar los zapatos, sin importar qué tan maltratados estén, lo guarda como matamoscas. Al parecer también es un matamariachis, porque se lanza contra el hombre y lo ahuyenta igual que hace con las moscas.
—¡Deje en paz a mi nieto! —grita.
—Doña, por favor. ¡Sólo me estaba boleando los zapatos!
—¡Ya me sé todos sus trucos, mariachi! —Luego, volviéndose hacia Miguel, pregunta—: ¿Qué te dijo?
Miguel se encoge de hombros.
—Sólo me estaba mostrando su guitarra.
Abuelita se espanta, Prima Rosa se espanta y Tío Berto también se espanta.
—Pero ¡qué vergüenza! —le dice el tío al mariachi.
Abuelita se acerca al músico apuntando la chancla directo entre sus ojos.
—Mi nieto es un dulce angelito, querido cielito. ¡No quiere tener nada que ver con tu música, mariachi! ¡No te acerques a él!
Como es una mujer imponente, el mariachi toma su sombrero y se va corriendo. Miguel sólo puede observarlo todo muy apenado y con el corazón compungido. Adiós al hombre que lo dejó hablar sobre música sin sentir vergüenza.
—¡Ay, pobrecito! —dice Abuelita abrazando a Miguel con tanta fuerza que apenas lo deja respirar—. ¿Estás bien, m’hijo? —Cuando lo suelta, Miguel inhala aire con todas sus fuerzas—. ¡Ya sabes que no debes estar en este lugar! Te regresas a casa ahora mismo.
Miguel suspira y, mientras recoge su caja de bolero, ve una hoja de papel. Es un volante del concurso de talentos… ¡del que le habló el mariachi! Rápidamente, antes de que Abuelita se dé vuelta, guarda el volante al bolsillo.
Mientras caminan por la plaza, Abuelita no puede dejar de comentar los zapatos de todos. Cuando ve al señor Maldonado, dice:
—Ese sí que es un hombre respetable. ¿Ves cómo el charol de sus zapatos brilla con la luz del sol?
Cuando ve a la señora Díaz, dice:
—Yo misma teñí esas zapatillas de satín, mira cómo se están despintando.
Y a la señora le grita:
—¡No guarde sus zapatos junto a la ventana! Se supone que son rojos, pero se están volviendo rosas por el sol. —La señora Díaz le hace una señal con los pulgares arriba y se aleja corriendo.
Luego Rosa ve a un niñito y lo señala.
—¡Mira, Abuelita!
Abuelita ahoga un grito.
—¡Sus agujetas! —Resulta que las agujetas de los tenis del chico están deshilachadas y son demasiado cortas para poder atarlas correctamente.
—No me refiero a sus zapatos —aclara Rosa—. ¡Está llorando!
—Claro que está llorando. Yo también lloraría si mis agujetas estuvieran así. —Abuelita se encorva para examinarlas—. ¿Qué pasó? —le pregunta al niño.
—Estoy perdido —le responde, en vez de explicarle lo que le pasó a sus zapatos.
Abuelita chasca los dedos para llamar la atención de Tío Berto.
—Ve a buscar a sus padres —ordena.
—Sí, sí, ya voy —dice Tío Berto y se va corriendo.
—Encontraremos a tus padres —le promete Abuelita al niño—. Mientras tanto, no puedes andar por ahí con las agujetas deshilachadas. Por suerte tengo unas extra en mi bolsa. —Saca tres pares de agujetas y el chico abre los ojos muy grandes, encantado—. ¿Qué color quieres? —pregunta, y el pequeño las estudia como si escoger el color correcto fuera la decisión más importante de su vida.
Mientras Abuelita está ocupada con el niño, Miguel ve un avión de papel. Está arrugado porque lo estuvieron pisando. Miguel lo levanta suponiendo que puede alisar las partes arrugadas y dárselo al niño, pero lo desdobla con poco interés porque no puede dejar de pensar en la música. De verdad quiere tocar. Salvo por Dante y Mamá Coco, nadie lo ha oído cantar. No quieren escucharlo cantar pues va contra las reglas de la familia. Pero ¿y si gana en el concurso de talentos? Quizá… quizá lo aceptarían como un músico de verdad.
Suspira apesadumbrado. Luego vuelve a doblar el papel, convirtiéndolo de nuevo en un avión, y lo lanza al aire. Mientras se aleja volando, Miguel piensa en su sueño. ¿También se irá volando?
Está por volver con Abuelita cuando escucha un repiqueteo que viene de la esquina. Se acerca sigilosamente para investigar y Rosa lo sigue. Cuando llegan al sonido, encuentran a un grupo de bailarinas de ballet folclórico.
—Son tan bonitas —dice Rosa, admirando las largas faldas con vuelos coloridos y los peinados con lazos y trenzas. Las bailarinas se están preparando para una presentación, repiqueteando con puntas y talones en la banqueta. Rosa agrega con tristeza—: Y tienen los zapatos más bonitos.
Es verdad. Los zapatos son muy bonitos, pero Miguel está más interesado en las placas metálicas que tienen porque eso es lo que genera ese agradable sonido. El niño levanta un pie, examina las suelas de sus botas y se pregunta si podría agregarles unas placas de metal. No tiene permitido tocar instrumentos, pero quizá pueda marcar el ritmo con sus pies.
—¿Qué están haciendo? —dice Abuelita con las manos en las caderas.
Miguel baja el pie.
—Sólo estamos escuchando…, digo, viendo los hermosos zapatos de las bailarinas.
Abuelita tiene una expresión escéptica en su rostro, pero no insiste. Mientras se alejan caminando, Miguel le hace una pregunta:
—Abuelita, ¿por qué no hacemos ese tipo de zapatos para las bailarinas del ballet folclórico?
Como la señora no le responde, Miguel se lo pregunta de nuevo… y de nuevo.
—¡Simplemente no lo hacemos! —exclama ella, y Miguel sabe que es mejor dejar de preguntarle.