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Mamá Coco es la única que realmente entiende a Miguel, por eso a él le encanta pasar tiempo con ella.

—Hola, Mamá Coco —saluda Miguel al entrar en el cuarto de su bisabuela.

La anciana está sentada en una silla de ruedas de mimbre, con su chal y sus pantuflas peludas. Su piel parece una bolsa de papel arrugada, y su rostro está enmarcado por dos trenzas blancas.

—¿Cómo estás, Julio? —pregunta. Es muy vieja y a veces se confunde.

—En realidad me llamo Miguel. —Se acerca para poder verlo bien. Hace mucho que perdió sus dientes, pero no por eso dejó de sonreír—. Je, je. —Suelta unas risillas al mismo tiempo que lleva una mano a la mejilla de su bisnieto.

Miguel le cuenta todo: que le gusta correr con las manos abiertas y las palmas estiradas porque así va más rápido, que tiene un hoyuelo en un lado de la cara pero en el otro no, quién es su luchador favorito. Mamá Coco asiente y sonríe mientras una gata desaliñada bosteza y se despereza en la ventana.

Cuando Miguel se queda sin nada más que decir, comienza a tararear distraídamente mientras acomoda algunas cosas en la habitación. Nota que Mamá Coco mueve los pies, pero no sabe si intenta seguir el ritmo o sólo se está rascando el talón.

Sin darse cuenta, deja de tararear y comienza a cantar en voz alta. No lo puede evitar. La música se apodera de él. Está por alcanzar una nota alta cuando su abuelita lo interrumpe de golpe:

—¿Cuántas veces te lo tengo que decir? —pregunta señalándolo—. ¡Nada de música!

Su grito asusta a la gata que está en la ventana, la cual sale corriendo. También asusta a Mamá Coco y a Miguel. Al notarlo, Abuelita se suaviza un poco y se acerca para darle un beso en la frente a su madre.

—Perdón por gritar —se disculpa y, volteándose hacia Miguel, agrega—: pero ya sabes cuál es la regla: nada de música.

Claro que Miguel sabe cuál es la regla. Se la recuerdan todos los días. Una vez sopló en una botella de refresco y cuando Abuelita escuchó el silbido, se la quitó. En otra ocasión corrió a la ventana al escuchar un camión con el radio a todo volumen, pero antes de que pudiera agarrar el ritmo, Abuelita cerró la ventana con un golpe enojado. Unas noches antes, un trío pasó por la hacienda familiar tocando y cantando y, en vez de dejar que llenaran el aire con sus hermosas canciones, Abuelita salió corriendo y los persiguió hasta que se fueron.

—¡Nada de música! —les gritó.

Y ahí está de nuevo, recordándole que la música está prohibida.

—Ya sé cuál es la regla —concede Miguel—, pero…

Abuelita hace un sonido para callarlo, luego se sienta en la orilla de la cama de Mamá Coco y da unos golpecitos en el espacio que queda junto a ella para que también se siente Miguel.

—Déjame contarte por qué tenemos esta regla —comienza. Miguel suspira. Ya escuchó esa historia un millón de veces. Podría recitarla de memoria. En su mente va repitiendo las palabras mientras Abuelita habla—: Hace mucho tiempo había una familia: una mamá, un papá y su niñita. El hombre era músico. Le encantaba tocar la guitarra mientras su esposa y su hija bailaban. Todos los días él y su esposa cantaban, bailaban y agradecían todo lo que tenían. —Abuelita hace una pausa e inhala profundamente antes de continuar—: Pero ese hombre tenía un sueño: quería tocar música para el mundo. Y un día se fue con su guitarra… y nunca regresó. —Niega con la cabeza, apenada, y su voz se endurece un poco—. Ahora imagina al hombre, que se aleja cargando una guitarra mientras su pobre esposa e hija se quedan en la puerta mirándolo. Pero ¿crees que esa mujer desperdició una sola lágrima por ese músico que la abandonó? Tch…, ¡claro que no!

Miguel decide terminar la historia:

—La mujer desterró la música de su vida porque tenía una hija de la cual encargarse —recuerda, y Abuelita asiente—. Así que se enrolló las mangas y aprendió a hacer zapatos. Luego le enseñó a su hija a hacerlos. Y después a su yerno. Luego también a sus nietos. Y conforme el negocio crecía, también creció su familia.

Abuelita pone una mano sobre el hombro de Miguel.

—¿Y quién era esa mujer?

—Mi tatarabuela, Mamá Imelda.

—¿Y la niñita?

—Mamá Coco —responde Miguel indicando con una mirada a su bisabuela, que sigue sentada en la silla de ruedas, casi dormida.

Abuelita se levanta y le acomoda el chal sobre los hombros a Mamá Coco. Le hace una señal a Miguel para que la siga, y ambos salen de puntitas hacia el cuarto de la ofrenda. Está arreglado como un homenaje a sus ancestros, y unas velas iluminan retratos de los familiares que murieron. Bajo la luz danzarina, las fotografías parecen moverse como si los ancestros siguieran vivos. Con amor, Abuelita acomoda una foto sepia de Mamá Imelda con Coco, cuando era bebé, en su regazo. De pie junto a ella, hay un hombre, pero su rostro fue arrancado. La única pista de que ése es el misterioso músico es un saco de charro con elegantes bordados, de los que les encanta usar a los mariachis.

—Sígueme —dice Abuelita, y conduce a Miguel hacia la zapatería a través del patio. Los armarios de las paredes tienen bandejas con hebillas, agujetas, soportes, hilos y cinceles. De los tendederos cuelgan zapatos a medio terminar, y por todos lados hay mazos de distintos tamaños. El suelo está rayado tras los muchos años de trabajo duro de la familia Rivera. Aun ahora están muy ocupados haciendo zapatos. El papá de Miguel y la Tía Gloria usan pistolas de remaches para abrir ojales para las agujetas. Su madre y su abuelo pasan la tela por las máquinas de coser. Tío Berto trabaja el cuero con un cuchillo giratorio, y Tía Carmen traza diseños en una tabla de cortar. Hay mucho ruido en la zapatería, pero a Miguel el golpeteo y el sonido de las perforaciones y de la máquina de coser no le suenan nada musicales.

Abuelita recorre el cuarto con un movimiento de la mano como si le estuviera mostrando a Miguel un magnífico reino.

—La música separó a nuestra familia, pero los zapatos la han mantenido unida. —Luego suelta una risita para sí misma—. De hecho, me gané el corazón de tu abuelo cuando se dio cuenta de que yo hacía las botas vaqueras más hermosas y cómodas de todo México.

—Nunca me han salido ampollas —dice Papá Franco.

—A nadie le salen ampollas cuando usan mis zapatos —afirma Abuelita con orgullo.

—Bueno, bueno —concluye Miguel—. Zapatos. Lo entiendo. —Se pone una sudadera con capucha sobre su camiseta, toma una caja de bolero y va hacia la puerta—. ¿Por qué no hago algo de utilidad y voy a lustrar algunas botas en el pueblo?

—Vuelve para el almuerzo, m’hijo —le pide su mamá.

—Y no olvides usar el cepillo para la gamuza y la tela para el cuero —le recuerda Abuelita.

—¡Entendido! —exclama Miguel mientras corre a lustrar zapatos como todo un chico Rivera. Pero, y esta es la parte que no menciona, ¡planea lustrar zapatos cerca de los músicos en la Plaza del Mariachi!