Durante el entierro me sorprendí pensando que, finalmente, ya no tenía la obligación de preocuparme por ella. Después advertí un flujo tibio y me sentí mojada entre las piernas.
Estaba a la cabeza del cortejo de parientes, amigos y conocidos. Mis dos hermanas se apretaban a mis lados. Sostenía a una del brazo porque temía que se desvaneciera. La otra se aferraba a mí como si los ojos, demasiado hinchados, le impidieran ver. Aquel flujo involuntario del cuerpo me espantó como la amenaza de un castigo. No había logrado verter una lágrima: no habían aflorado o tal vez no había querido que afloraran. Además, había sido la única en desperdiciar algunas palabras para justificar a mi padre, que no había mandado flores ni asistido al entierro. Mis hermanas no me habían ocultado su desaprobación y parecían empeñadas en demostrar públicamente que tenían lágrimas suficientes para llorar también las que ni yo ni mi padre vertíamos. Me sentía acusada. Cuando, durante un trecho, flanqueó el cortejo un hombre de color que llevaba al hombro ciertas pinturas montadas en un bastidor, la primera de las cuales (visible sobre su espalda) representaba toscamente a una gitana poco vestida, esperé que ni ellas ni los parientes se dieran cuenta. El autor de aquellos cuadros era mi padre. Tal vez en aquel momento estaba trabajando en sus telas. Seguía haciendo copia tras copia de aquella gitana odiosa, vendida por las calles y las ferias de provincia durante años, obedeciendo, como siempre, por algunas liras, al encargo de feos cuadritos de vacaciones pequeñoburguesas. La ironía de las líneas que enlazan tanto los encuentros como las separaciones y los viejos rencores, había enviado al entierro de mi madre, no a él, sino su pintura elemental, detestada por nosotras, sus hijas, más de lo que detestábamos a su autor.
Me sentía cansada de todo. Desde que había llegado a la ciudad no había parado. Durante días había acompañado a mi tío Filippo, el hermano de mi madre, a través del caos de los despachos, entre pequeños mediadores capaces de agilizar el procedimiento burocrático de los expedientes o comprobando por nosotros mismos, después de largas colas en las ventanillas, la buena disposición de los empleados para superar obstáculos insalvables a cambio de sustanciosas propinas. A veces mi tío había logrado obtener algún efecto ostentando la manga vacía de la chaqueta. Había perdido el brazo derecho en edad avanzada, a los cincuenta y seis años, trabajando en el torno en un taller de la periferia, y desde entonces usaba aquella invalidez para pedir favores, o para augurar a quien se los negaba su misma desgracia. Pero los mejores resultados los había obtenido desembolsando mucho dinero extra. De ese modo nos habíamos procurado los documentos necesarios, las autorizaciones de no sé cuántas autoridades competentes verdaderas o inventadas, un entierro de primera clase y, lo más difícil, un lugar en el cementerio.
Mientras tanto, el cuerpo muerto de Amalia, mi madre, descuartizado por la autopsia, se había vuelto cada vez más pesado a fuerza de arrastrarlo con nombre y apellido, fecha de nacimiento y fecha de defunción, delante de empleados a veces descorteses y a veces insinuantes. Sentía la urgencia de desembarazarme de él y, sin embargo, aún no suficientemente agotada, había querido llevar el ataúd a hombros. Me lo concedieron con renuencia: las mujeres no llevan ataúdes a hombros. Fue una pésima idea. Como los que transportaban el cajón conmigo (un primo y mis dos cuñados) eran más altos, durante todo el recorrido temí que la madera se me clavase entre la clavícula y el cuello junto con el cuerpo que contenía. Cuando depositamos el ataúd en el coche y este se puso en marcha, habían bastado algunos pasos y un alivio culpable para que la tensión se precipitase en aquel borbotón secreto del vientre.
El líquido caliente que salía de mí sin que yo lo quisiese me dio la impresión de una señal convenida entre extraños dentro de mi cuerpo. El cortejo fúnebre avanzaba hacia la plaza Carlo III. La fachada amarillenta del asilo me parecía contener con dificultad la presión del barrio Incis que pesaba sobre ella. Los caminos de la memoria topográfica me parecieron inestables como una bebida efervescente que, si se agita, se desborda en espuma. Sentía la ciudad disuelta por el calor, bajo una luz gris y polvorienta, y repasaba mentalmente el relato de la infancia y de la adolescencia, que me empujaba a vagar por la Escuela de Veterinaria hasta el Jardín Botánico, o por las piedras, siempre húmedas, cubiertas por verdura marchita del mercado de San Antonio Abad. Tenía la impresión de que mi madre se estaba llevando también los lugares, incluso los nombres de las calles. Miraba mi imagen y la de mis hermanas en el cristal, entre las coronas de flores, como una foto tomada con poca luz, inútil en el futuro para la memoria. Me anclaba con la suela de los zapatos al adoquinado de la plaza, aislaba el olor de las flores acomodadas en el coche, que llegaba ya viciado. En cierto momento temí que la sangre empezase a correrme a lo largo de los tobillos y traté de alejarme de mis hermanas. Fue imposible. Debía esperar que el cortejo doblase la plaza, subiera por la calle Don Bosco y se disolviese finalmente en un atasco de coches y gente. Tíos, tíos abuelos, cuñados y primos empezaron a abrazarnos por turno: gente vagamente conocida, cambiada por los años, frecuentada solo durante la infancia, tal vez nunca vista. Las pocas personas que recordaba nítidamente no habían asistido. O tal vez estaban allí, pero no las reconocía porque desde la época de la infancia me habían quedado de ellas solo detalles: un ojo bizco, una pierna coja, el tinte levantino de una piel. En compensación, personas de las que ignoraba hasta el nombre me llevaron aparte recordándome viejas ofensas recibidas de mi padre. Jovenzuelos desconocidos pero muy afectuosos, hábiles en la conversación de circunstancias, me preguntaron cómo estaba, cómo me iba, qué trabajo hacía. Respondí: bien, me va bien, dibujo tebeos, y ellos ¿cómo estaban? Muchas mujeres arrugadas, completamente de negro salvo en la palidez de sus rostros, alabaron la extraordinaria belleza y bondad de Amalia. Algunos me estrecharon con tal fuerza y vertieron lágrimas tan copiosas, que vacilé entre una impresión de ahogo y una insoportable sensación de humedad que se extendía desde sus sudores y sus lágrimas hasta la ingle, a la altura de los muslos. Me sentí contenta por primera vez con el traje negro que me había puesto. Estaba a punto de marcharme cuando el tío Filippo hizo una de las suyas. En su cabeza de setentón que a menudo confundía pasado y presente, algún detalle debió de derribar unas barreras ya poco sólidas. Empezó a maldecir en dialecto en voz muy alta, ante el estupor de todos, agitando frenéticamente el único brazo que tenía.
«¿Has visto a Caserta?», preguntó dirigiéndose a mí y a mis hermanas, con el aliento cortado. Y repitió varias veces ese nombre conocido, un sonido amenazador de la infancia que me produjo una sensación de malestar. Luego agregó, morado: «Sin recato. En el entierro de Amalia. Si hubiera estado tu padre lo mataba».
No quería oír hablar de Caserta, puros estremecimientos infantiles. Fingí que no pasaba nada y traté de calmarlo, pero ni siquiera me oyó. Más bien me estrechó agitado, con su único brazo, como si quisiese consolarme por la afrenta de aquel nombre. Entonces me separé torpemente, prometí a mis hermanas que llegaría al cementerio a tiempo para la sepultura y volví a la plaza. Busqué con paso rápido un bar. Pregunté por el lavabo y entré en la trastienda, en un cuchitril hediondo con la taza asquerosa y un lavamanos amarillento.
El flujo de sangre era copioso. Tuve una sensación de náusea y un leve mareo. En la penumbra vi a mi madre con las piernas abiertas que desenganchaba un imperdible, se sacaba del sexo, como si estuvieran pegados, unos paños de lino ensangrentados, se volvía sin sorpresa y me decía con calma: «Sal, ¿qué haces aquí?». Estallé en llanto, por primera vez después de muchos años. Lloré golpeando con una mano casi a intervalos fijos en el lavamanos, como para imponer un ritmo a las lágrimas. Cuando me di cuenta, paré, me limpié lo mejor que pude con un clínex y salí en busca de una farmacia.
Fue entonces cuando lo vi por primera vez.
—¿Puedo serle útil? —me preguntó cuando choqué con él: pocos segundos, el tiempo de sentir contra la cara la tela de su camisa, ver el capuchón azul de la estilográfica que sobresalía del bolsillo de la chaqueta, y mientras tanto registrar el tono incierto de la voz, un olor agradable, la piel caída del cuello, una masa tupida de cabellos blancos en perfecto orden.
—¿Sabe dónde hay una farmacia? —pregunté sin siquiera mirarlo, empeñada como estaba en una rápida separación que quería evitar el contacto.
—En la avenida Garibaldi —me respondió mientras restablecía un mínimo de distancia entre la masa compacta de su cuerpo huesudo y yo. Estaba como pegado, con su camisa blanca y la chaqueta oscura, a la fachada del Albergue de los Pobres. Lo vi pálido, bien afeitado, sin asombro en la mirada, no me gustó. Le di las gracias casi en un murmullo y me fui en la dirección que me había indicado.
Él me siguió con la voz, que pasó de cortés a un silbido apremiante y cada vez más atrevido. Me alcanzó un borbotón de obscenidades en dialecto, un mórbido reguero de sonidos que envolvió en un batido de semen, saliva, heces, orina, dentro de orificios de todo tipo a mí, a mis hermanas y a mi madre.
Me volví de golpe, tanto más estupefacta por cuanto los insultos carecían de motivo. Pero el hombre ya no estaba. Tal vez había cruzado la calle y se había perdido entre los coches, tal vez había doblado la esquina hacia San Antonio Abad. Lentamente dejé que los latidos del corazón se regularizasen y se evaporase una desagradable pulsión homicida. Entré en la farmacia, compré un paquete de tampones y volví al bar.