1986

 

 

Pese a ser el más robusto y el jefe de nuestra panda, Gav el Gordo era en realidad el más joven.

Cumplía años a principios de agosto, justo cuando empezaban las vacaciones escolares. Esto nos daba bastante envidia a los demás. Sobre todo a mí. Yo era el mayor. Mi cumpleaños también caía en vacaciones, tres días antes de Navidad. Lo que significaba que, en vez de recibir dos regalos como Dios manda, por lo general me daban uno solo «grande», o dos no muy buenos.

A Gav el Gordo siempre le compraban montones de regalos. No solo porque sus padres estaban forrados, sino también porque tenía como un millón de parientes, entre tíos, primos, abuelos y bisabuelos.

Esto también me daba un poco de envidia. Yo solo tenía a mis padres y a mi abuela, que no veíamos a menudo porque vivía lejos, y porque se le iba «un poco la olla», como decía mi padre. La verdad es que no me gustaba mucho visitarla. Siempre hacía calor en su salón, que además olía mal, y ella siempre tenía puesta la misma estúpida peli en la tele.

—¿Verdad que era hermosa Julie Andrews? —Suspiraba con los ojos llorosos, y todos teníamos que asentir y comer galletas integrales que guardaba en una vieja caja de hojalata con figuras de renos bailarines en los costados.

Los padres de Gav el Gordo le organizaban cada año una fiesta por todo lo alto. En esta ocasión, iban a preparar una barbacoa. Habría un mago y, más tarde, montarían incluso una disco en el jardín.

Mi madre puso los ojos en blanco al ver la invitación. Yo sabía que en el fondo no le caían bien los padres de Gav el Gordo. Una vez la oí comentarle a papá que eran «la hostia de tontos». Cuando me hice mayor, caí en la cuenta de que lo que había dicho era «ostentosos», pero durante años creí que los consideraba idiotas perdidos.

—¿Una disco, Geoff? —le preguntó a mi padre en un tono extraño que no supe si interpretar como buena o mala señal—. ¿Qué opinas de eso?

Mi padre dejó de fregar platos, se acercó y echó una ojeada a la tarjeta.

—Parece divertido —dijo.

—Tú no puedes ir, papá —dije—. Es una fiesta para chavales. A ti no te han invitado.

—En realidad, sí —repuso mi madre, señalando la invitación—. «Las mamás y los papás serán bienvenidos. Traed una salchicha.»

La leí de nuevo y fruncí el ceño. ¿Mamás y papás en una fiesta de críos? No me parecía una buena idea. Para nada.

 

 

—Bueno, ¿qué le vas a regalar a Gav el Gordo por su cumpleaños? —preguntó Hoppo.

Estábamos en el parque, sentados en la torre de escalada, balanceando las piernas y chupando polos de cola. En el suelo, debajo de nosotros, Murphy, el viejo labrador negro de Hoppo, dormitaba a la sombra.

Era un día de finales de julio, casi dos meses después de que acaeciera aquel terrible suceso en la feria, y una semana antes del cumpleaños de Gav el Gordo. Las cosas empezaban a volver a la normalidad, y me alegraba de ello. No era uno de esos chicos a los que les gustaran las emociones fuertes o los dramas imprevistos. Lo mío era —y sigue siendo— la rutina. Aunque solo tenía doce años, mantenía mi cajón de los calcetines siempre bien ordenado, y guardaba mis libros y cintas en orden alfabético.

Quizá era porque en el resto de la casa casi siempre reinaba cierto caos. Para empezar, estaba a medio construir. Esta era otra de las características que diferenciaban a mamá y papá de los otros padres que conocía. Aparte de Hoppo, que vivía con su madre en una vieja casa adosada, casi todos los chicos del colegio residían en edificios bonitos y modernos con jardines bien cuidados y rectangulares que se asemejaban todos entre sí.

Nosotros habitábamos una antigua y fea casa victoriana que parecía estar siempre rodeada de andamios. Por la parte de atrás se extendía un jardín grande y cubierto de una maleza por la que nunca había conseguido abrirme paso del todo, y en la planta de arriba había al menos dos habitaciones desde las que se divisaba el cielo a través del techo.

Mis padres la habían comprado cuando yo era muy pequeño, con la intención de reformarla de arriba abajo. Ya habían pasado ocho años y, por lo que yo veía, todavía quedaba mucho por reformar, tanto arriba como abajo. Los dormitorios principales eran más o menos habitables, pero en las paredes del vestíbulo y la cocina el yeso estaba a la vista, y no había moqueta en ningún sitio.

En el piso superior, aún conservamos el baño original. Una bañera prehistórica esmaltada con su propia araña doméstica residente, un lavabo con un grifo que goteaba y un retrete antediluviano provisto de una larga cadena. Y sin ducha.

Para un chico de doce años, todo ello resultaba tan embarazoso que daban ganas de morirse. Ni siquiera teníamos estufa eléctrica. Papá tenía que partir troncos fuera, entrar con ellos en casa y encender la chimenea. Era como vivir en la maldita Edad de Piedra.

—¿Cuándo quedará terminada la casa? —preguntaba yo a veces.

—Bueno, las obras requieren tiempo y dinero —respondía papá.

—¿Es que no tenemos dinero? Mamá es médico. Gav el Gordo dice que los médicos ganan mucha pasta.

Mi padre suspiró.

—Ya hemos hablado de esto, Eddie. Gav el Gor... Gavin no lo sabe todo. Y no olvides que mi trabajo no está tan bien pagado como otros, ni es tan regular.

En más de una ocasión, estuve a punto de mascullar «entonces ¿por qué no vas y te buscas un trabajo decente?». Pero eso habría disgustado a mi padre, y no me gustaba disgustarlo.

Sabía que él a menudo se sentía culpable por no ganar tanto dinero como mamá. Cuando no estaba redactando algún artículo para una revista, intentaba escribir un libro.

—Todo cambiará cuando sea un autor de éxito —solía comentar con un guiño y una carcajada. Aunque fingía decirlo en broma, sospecho que en el fondo creía que ese día llegaría tarde o temprano.

Pero nunca llegó. Aunque estuvo cerca. Sé que envió manuscritos a agentes literarios e incluso logró captar el interés de uno durante un tiempo. Pero, por alguna razón, todo quedó en nada. Tal vez, de no ser por sus problemas de salud, lo habría conseguido al final. Cuando la enfermedad empezó a corroerle la mente, lo primero que le borró fue lo que más amaba: las palabras.

Chupé el polo con más fuerza.

—La verdad es que aún no he pensado qué le voy a regalar —le contesté a Hoppo.

Era una mentira. Sí que había pensado en ello; me había devanado los sesos. Ese era el problema con Gav el Gordo. Como tenía casi de todo, comprarle algo que le gustara resultaba de lo más complicado.

—¿Y tú? —pregunté.

Se encogió de hombros.

—Aún no lo sé.

Decidí cambiar de tema.

—¿Irá tu madre a la fiesta?

Torció el gesto.

—No estoy seguro. A lo mejor tiene que trabajar.

La madre de Hoppo se ganaba la vida como encargada de la limpieza. A menudo la veíamos circular por la calle a paso de tortuga en su viejo y herrumbroso Reliant Robin, con el maletero a reventar de cubos y fregonas.

Metal Mickey la llamaba «gitana» a espaldas de Hoppo. Me parecía un poco cruel, aunque es verdad que tenía un aspecto algo agitanado con su desgreñada cabellera cana y sus vestidos sin forma.

No sé muy bien dónde estaba el padre de Hoppo. Aunque este apenas hablaba de él, tengo la impresión de que el hombre se había marchado cuando su hijo era pequeño. Hoppo tenía también un hermano mayor, pero se había alistado en el ejército o algo por el estilo. En retrospectiva, supongo que una de las razones por las que la panda se mantenía unida era que ninguno de nosotros procedía de una familia lo que se dice «normal».

—¿Irán tus padres? —inquirió Hoppo.

—Creo que sí. Solo espero que la fiesta no sea un rollo.

Volvió a encogerse de hombros.

—Estará bien. Además, habrá un mago y todo.

—Eso sí.

Los dos sonreímos de oreja a oreja.

—Podemos ir de tiendas, si quieres, y buscar algo para Gav el Gordo —propuso entonces Hoppo.

Vacilé por unos instantes. Me gustaba andar con Hoppo. No tenía que hacerme el ingenioso todo el rato, ni permanecer en guardia. Podía estar más relajado.

Aunque Hoppo no destacaba por su inteligencia, era un chico que sabía estar. No intentaba caerle bien a todo el mundo, como Gav el Gordo, ni ponía buena cara para encajar, como Metal Mickey, y en cierto modo yo lo respetaba por ello.

Por eso me sentí un poco culpable cuando le respondí:

—Lo siento, no puedo. Tengo que volver para ayudar a mi padre con cosas de la casa.

Esa era mi excusa habitual para escaquearme. Nadie dudaba que hubiera un montón de «cosas» que arreglar en nuestra casa.

Hoppo asintió, se terminó su polo y tiró el envoltorio al suelo.

—Vale. Bueno, me voy a pasear a Murphy.

—Vale. Hasta luego.

—Hasta luego.

Se alejó con paso tranquilo, con mechones del flequillo oscilando frente a su cara, y Murphy trotando a su lado. Dejé caer mi envoltorio del polo en una papelera y eché a andar en dirección contraria, hacia casa. Luego, cuando estaba seguro de que él no me vería, giré sobre los talones y me encaminé de vuelta hacia el centro.

No me hacía gracia mentirle a Hoppo, pero hay cosas que más vale no compartir, ni siquiera con tus mejores amigos. Los chicos también tienen secretos. En ocasiones, más que los adultos.

Sabía que me consideraban el empollón de la panda: estudioso, un poco cabeza cuadrada. Era uno de esos chavales a los que les gustaba coleccionar cosas: sellos, monedas, coches a escala. Y no solo eso, también conchas de mar, cráneos de pájaros que encontraba en el bosque, llaves. Era sorprendente la frecuencia con que topaba con llaves perdidas. Me gustaba imaginar que me colaba en casas ajenas, aunque no sabía a quién pertenecían las llaves ni a qué direcciones correspondían.

Era bastante cuidadoso con mis colecciones. Las escondía bien para mantenerlas a buen recaudo. Supongo que, en cierto modo, me gustaba la sensación de control. Los niños controlan muy pocos aspectos de su vida, pero solo yo sabía qué contenían mis cajas, y solo yo podía añadir o sacar cosas.

Desde el suceso de la feria, me había dado por coleccionar cada vez más objetos. Cosas que encontraba, cosas que la gente dejaba por ahí (empecé a tomar conciencia de lo descuidadas que eran algunas personas; como si no se dieran cuenta de la importancia de aferrarse a las cosas a fin de no perderlas para siempre).

Y a veces —cuando veía algo y sentía la necesidad imperiosa de poseerlo—, me llevaba cosas por las que habría debido pagar.

 

 

Aunque Anderbury no era una población grande, en verano llegaba una gran cantidad de autocares repletos de turistas, casi todos estadounidenses. Se paseaban por ahí, bamboleándose por las angostas aceras con sus floreados vestidos sin mangas y sus anchos pantalones cortos, estudiando los planos de la ciudad con los ojos entornados y señalando edificios.

Además de la catedral, estaba la plaza del mercado con unos grandes almacenes Debenhams, montones de salones de té y un hotel pijo. En la calle principal había sobre todo comercios anodinos como un supermercado, una farmacia y una librería. Por otro lado, también tenía un Woolworths gigantesco.

Cuando éramos niños, Woolworths —o «Woolies», como la llamaba todo el mundo— era nuestra tienda favorita con diferencia. Allí vendían todo lo que podíamos desear. Pasillos y pasillos abarrotados de juguetes, desde los grandes y caros hasta las baratijas de plástico que podíamos comprar a carretadas y luego gastar el cambio en el autoservicio de chuches.

También tenía un guardia de seguridad sádico llamado Jimbo que nos daba bastante miedo. Era un cabeza rapada y se rumoreaba que debajo del uniforme estaba cubierto de tatuajes, incluida una esvástica enorme en la espalda.

Por fortuna, Jimbo era una nulidad en su trabajo. Se pasaba casi todo el rato holgazaneando fuera de la tienda, fumando y lanzando miradas lascivas a las chicas. Por tanto, si eras lo bastante listo y rápido, podías eludir la atención de Jimbo con gran facilidad esperando a que se distrajera.

Ese día yo estaba de suerte. Había un grupo de chicas adolescentes arracimadas alrededor de la cabina de teléfonos situada cerca de la puerta, en la misma calle. Hacía tanto calor que todas iban en minifalda o pantalón corto. Jimbo, reclinado contra la esquina de la tienda y con un cigarrillo colgando entre los dedos, las contemplaba babeando como un perro, a pesar de que las chicas apenas eran un par de años mayores que yo, y él tenía la friolera de treinta o algo así.

Crucé la calzada a toda prisa y entré tan campante por la puerta. La tienda se extendía ante mí. A mi izquierda, hileras de golosinas y el mostrador del autoservicio de chuches. A mi derecha, cintas y discos. Justo enfrente, los pasillos de juguetes. El corazón se me aceleró de la emoción. Pero no podía saborearla ni entretenerme mucho rato allí, pues algún empleado podría fijarse en mí.

Tras dirigirme con paso decidido hacia los juguetes, escudriñé las estanterías, sopesando las opciones. Demasiado caro. Demasiado grande. Demasiado cutre. Y entonces lo vi. Una bola ocho mágica. Steven Gemmel tenía una. Un día la había llevado al cole y recuerdo que me había parecido bárbara. Además, estaba casi seguro de que Gav el Gordo no tenía ninguna. Eso por sí solo la convertía en algo especial. Pero además era la última que quedaba en el estante.

La cogí y miré alrededor. Con un movimiento rápido, la metí en mi mochila.

Me encaminé de nuevo hacia las golosinas con aire despreocupado. El siguiente paso requeriría agallas. Notaba el peso de mi botín ilícito golpeándome la espalda. Agarré una bolsa del autoservicio de chucherías y, obligándome a tomarme mi tiempo, elegí un surtido de botellitas de cola, ratoncitos de chocolate blanco y platillos volantes. Luego me acerqué a la caja.

Una mujer gorda con una permanente voluminosa y muy rizada pesó los dulces y me sonrió.

—Son cuarenta y tres peniques, cariño.

—Gracias.

Me saqué unas monedas del bolsillo, las conté y se las entregué.

Ella comenzó a distribuirlas en la caja registradora, pero de pronto arrugó el entrecejo.

—Falta un penique, cielo.

—Ah.

Mierda. Me hurgué en el bolsillo de nuevo. No me quedaba nada.

—Eh... Vaya... Será mejor que devuelva algo —dije con las mejillas encendidas, las manos sudorosas y la sensación de que la bolsa que llevaba a la espalda pesaba más que nunca.

Doña Permanente se quedó mirándome un momento antes de inclinarse hacia delante y guiñarme el ojo. Tenía los párpados marchitos, como papeles arrugados.

—No pasa nada, cariño. Fingiremos que me he equivocado al contar.

Cogí la bolsa con las golosinas.

—Gracias.

—Vete. Largo de aquí.

No hizo falta que me lo dijera dos veces. Salí disparado al soleado exterior y pasé junto a Jimbo, que estaba apurando el cigarrillo y apenas se volvió para mirarme. Avancé a paso veloz por la calle, cada vez más deprisa mientras me invadían una emoción, una euforia y una sensación de logro crecientes, hasta que arranqué a correr y esprinté casi hasta mi casa, con una sonrisa demencial pintada en la cara.

Lo había conseguido, y no por primera vez. Prefiero pensar que, por lo demás, no era un mal chico. Intentaba ser amable, no chivarme de mis amigos ni ponerlos a parir a sus espaldas. Incluso intentaba escuchar a mis padres. Además, puedo alegar en mi defensa que nunca mangué dinero. Si encontraba una cartera en el suelo, la devolvía con toda la pasta intacta (aunque tal vez faltara alguna foto familiar).

Sabía que obraba mal, pero, como ya he dicho, todo el mundo tiene secretos, cosas que sabe que no debería hacer pero hace de todos modos. En mi caso era llevarme cosas..., coleccionarlas. Por desgracia, la única vez que la cagué de lleno fue cuando intenté devolver algo.

 

 

El día de la fiesta hacía calor. Tengo la impresión de que ese verano todos los días fueron calurosos. Estoy seguro de que no fue así. Sin duda un hombre del tiempo —uno competente, no como mi padre— me diría que también hubo días lluviosos, nublados y directamente horribles. Pero la memoria funciona de un modo extraño, y la percepción del tiempo cambia con la edad. Tres días sofocantes seguidos para un crío son como un mes entero de sofoco para un adulto.

El día del cumpleaños de Gav el Gordo hacía calor, de eso no me cabe la menor duda. La ropa se te pegaba al cuerpo, los asientos de los coches te quemaban las piernas, el asfalto de las calles se derretía.

—A este ritmo, no nos hará falta una barbacoa —bromeó mi padre cuando salimos de casa.

—Me sorprende que no nos aconsejaras que cogiéramos el impermeable —dijo mi madre, cerrando la puerta con llave y dándole unos tirones fuertes para asegurarse.

Ese día estaba guapa. Llevaba un vestido de tirantes azul liso y unas sandalias romanas. El azul la favorecía, y se había sujetado el flequillo negro a un lado con un prendedor reluciente para despejarse el rostro.

En cuanto a mi padre..., bueno, era el mismo de siempre pero con unos vaqueros recortados, una camiseta de los Grateful Dead y sandalias de cuero. Por lo menos mamá le había arreglado un poco la barba.

La casa de Gav el Gordo estaba en una de las urbanizaciones más nuevas de Anderbury. Se habían mudado allí apenas el año anterior. Antes vivían encima del pub. Aunque la casa era casi nueva, el padre de Gav la había ampliado, de modo que había partes añadidas que no acababan de encajar con la construcción original y unas grandes columnas blancas frente a la puerta principal, como las que aparecen en ilustraciones de la antigua Grecia.

Ese día había atados a ellas numerosos globos con el número doce, y una pancarta grande y centelleante encima de la entrada rezaba «Feliz cumpleaños, Gavin».

Antes de que mi madre pudiera hacer algún comentario, soltar un bufido o incluso tocar el timbre, la puerta se abrió de golpe. Al otro lado se encontraba Gav el Gordo, resplandeciente con su pantalón corto hawaiano, una camiseta verde fosforescente y un sombrero de pirata.

—Hola, señor y señora Adams. Hola, Eddie.

—Feliz cumpleaños, Gavin —le deseamos a coro, aunque tuve que contenerme para no decir «Gav el Gordo».

—La barbacoa está en el patio de atrás —les dijo Gav a mis padres y me cogió del brazo—. Ven a ver al mago. Es una pasada.

Gav el Gordo tenía razón. El mago era una pasada. Y la barbacoa no estaba nada mal. Además, había montones de juegos y dos cubos grandes llenos de agua y pistolas de agua. Una vez que Gav abrió sus regalos (y dijo que la bola ocho mágica era «bárbara»), entablamos una gran batalla de agua con otros chicos del cole. Hacía tanto calor que nos secábamos casi en el mismo instante en que quedábamos empapados.

A media partida, me di cuenta de que tenía que ir al baño. Crucé el jardín descalzo, goteando un poco y serpenteando entre los adultos, que estaban de pie, repartidos en grupos pequeños, sujetando sus platos, botellas de cerveza o vasos de plástico con vino.

Para sorpresa de todos, el padre de Nicky se había presentado. Yo creía que los párrocos no hacían cosas como asistir a fiestas o divertirse. Su alzacuellos blanco relucía tanto bajo el sol que se lo veía venir a un kilómetro. Recuerdo que pensé que debía de estar asándose vivo. A lo mejor por eso bebía tanto vino.

También me sorprendió que se pusiera a hablar con mis padres, que no eran muy de ir a la iglesia. Mi madre reparó en mí y sonrió.

—¿Todo bien, Eddie?

—Sí, mamá. Todo fenomenal.

Ella asintió, pero no parecía muy contenta. Cuando pasé junto a ellos oí a mi padre decir:

—No sé si es un tema adecuado para tratarlo en una fiesta para niños.

—Pero estamos hablando precisamente de la vida de los niños —replicó el reverendo Martin, cuya voz se apagó en mis oídos conforme me alejaba.

No le di mayor importancia; para mí eran cosas de adultos. Además, otra cosa había captado mi atención. Otra figura conocida. Alta y delgada, vestida con ropa oscura, a pesar del calor abrasador, y con un sombrero grande y flexible. El señor Halloran. Se hallaba al fondo del jardín, cerca de la estatua de un chiquillo que orinaba en una pila para pájaros, charlando con algunos padres.

Se me antojó un poco extraño que los padres de Gav el Gordo hubieran invitado a un profesor a su fiesta, sobre todo uno que aún no había dado clases, pero quizá solo pretendían dispensarle una acogida amable. Ellos eran así. Por otro lado, Gav me había dicho una vez: «Mi madre se empeña en conocer a todo el mundo. De ese modo se entera también de todos sus asuntos».

Con esa sensación tan rara que te invade cuando alguien te mira, noté que el señor Halloran se volvía, me veía y alzaba la mano. Yo respondí a su saludo levantando la mano a medias. Me sentí un poco incómodo. Tal vez habíamos salvado juntos a la Chica de la Ola, pero él seguía siendo un profesor, y no estaba bien visto saludar a un profesor en público.

Casi como si me hubiera leído el pensamiento, el señor Halloran asintió levemente con la cabeza y miró en otra dirección. Agradecido —y no solo porque tenía la vejiga a punto de reventar—, atravesé el patio a toda prisa y entré por la puerta cristalera.

El salón estaba fresco y en penumbra. Esperé a que se me acostumbrara la vista. Había regalos desparramados por todas partes. Decenas y decenas de juguetes. Juguetes que yo había incluido en mi lista de deseos para mi cumpleaños, aunque sabía que nunca los recibiría. Paseé la vista alrededor, lleno de envidia..., y entonces la vi. Una caja mediana justo en el centro de la sala, envuelta en papel de regalo de los Transformers. Aún por abrir. Debía de haberla dejado allí alguien que había llegado tarde. Habría sido inconcebible que Gav el Gordo dejara un obsequio sin abrir por algún otro motivo.

Después de hacer lo que tenía que hacer en el baño, contemplé de nuevo el regalo mientras cruzaba el salón para regresar al jardín. Tras vacilar por unos instantes, lo recogí y salí con él entre las manos.

Los niños se habían dispersado en grupos. Gav el Gordo, Nicky, Metal Mickey y Hoppo estaban sentados sobre la hierba formando un semicírculo, bebiendo refrescos, enrojecidos, sudorosos y alegres. Nicky aún tenía el pelo un poco húmedo y enmarañado. Gotas de agua le brillaban en los brazos. Ese día se había puesto un vestido. Le sentaba bien. Era largo, con un estampado de flores. Le tapaba algunos de los moretones de las piernas. Nicky siempre tenía moretones. No recuerdo haberla visto una sola vez sin una marca parduzca o violácea en alguna parte. En cierta ocasión incluso tenía un ojo morado.

—¡Qué pasa, Munster! —dijo Gav el Gordo.

—Oye, ¿sabes una cosa?

—¿Que ya no eres maricón?

—Ja, ja. He encontrado un regalo que no habías abierto todavía.

—De eso, nada. Los he abierto todos.

Le tendí la caja. Gav la agarró con avidez.

—¡Qué guay!

—¿Quién te lo ha regalado? —preguntó Nicky. Gav el Gordo lo agitó y estudió el papel de envolver. No había etiqueta.

—¿Qué más da? —Rasgó el envoltorio y de pronto se le borró la sonrisa—. ¿Qué narices...?

Todos nos quedamos mirando el obsequio. Un gran cubo repleto de tizas de colores.

—¿Tizas? —se mofó Metal Mickey con una risita—. ¿Quién te ha comprado tizas?

—Ni idea. No lleva etiqueta, genio —repuso Gav el Gordo. Destapó el cubo y sacó un par de tizas—. ¿Y ahora qué hago yo con esta mierda?

—No está tan mal —empezó a decir Hoppo.

—Es un zurullo como el estado de Texas, muchacho.

Esto me pareció un poco cruel. Al fin y al cabo, alguien se había tomado la molestia de comprar el regalo, envolverlo y demás. Pero en aquel momento Gav el Gordo estaba bajo los efectos de un subidón de sol y azúcar. Como todos.

Tiró las tizas al suelo, indignado.

—A la porra. Vayamos a por otras pistolas de agua.

Nos pusimos de pie. Dejé que los otros se adelantaran y cuando se hubieron alejado me agaché rápidamente, recogí un trozo de tiza y me lo guardé en el bolsillo.

Apenas me había enderezado cuando oí un estrépito y un grito. Me volví enseguida. No estoy seguro de qué esperaba ver. Tal vez se le había caído algo a alguien, o alguien había tropezado.

Tardé unos momentos en asimilar lo que vi. El reverendo Martin yacía boca arriba entre un caos de vasos, platos y frascos rotos de salsa y pepinillos. Se sujetaba la nariz mientras emitía un extraño gemido. Una figura alta y despeinada con pantalón corto y una camiseta desgarrada se alzaba ante él, con la mano cerrada en un puño. Mi padre.

La hostia en vinagre. Mi padre había noqueado al reverendo Martin. Me quedé de piedra, paralizado por la impresión.

—Si vuelves a dirigirle la palabra a mi esposa, te juro que te... —dijo con voz áspera y gutural.

Pero no llegué a enterarme de qué iba a jurar, porque el padre de Gav el Gordo lo apartó de allí. Alguien ayudó al reverendo Martin a levantarse. Estaba rojo como un tomate y sangraba por la nariz. Tenía manchas de sangre en el alzacuellos blanco.

—Y Dios te juzgará —dijo, señalando a mis padres.

Papá se abalanzó de nuevo hacia él, pero el padre de Gav lo tenía agarrado con firmeza.

—Déjalo correr, Geoff.

Capté un destello amarillo y me percaté de que Nicky había pasado corriendo junto a mí en dirección al reverendo Martin. Lo cogió del brazo.

—Venga, papá. Vámonos a casa.

Él se soltó con un gesto tan brusco del hombro que ella se tambaleó un poco. Luego sacó un pañuelo de papel y se lo llevó a la nariz.

—Gracias por invitarme —le dijo a la madre de Gav el Gordo y, envarándose, entró en la casa.

Nicky dirigió la mirada hacia el jardín. Me gusta imaginar que sus ojos verdes se posaron en los míos, que una corriente de comprensión fluyó entre nosotros, pero en realidad creo que solo quería comprobar quién había presenciado el incidente —todos, por supuesto— antes de volverse y seguirlo.

Por un momento, fue como si todo se hubiera detenido. El movimiento, la conversación. Entonces el padre de Gav el Gordo dio una palmada.

—Bueno —dijo con un vozarrón campechano—. ¿A quién le apetecen más salchichas gigantes?

Dudo que a nadie le apetecieran de verdad, pero la gente asintió, sonriente, y la madre de Gav subió una pizca el volumen de la música.

Alguien me asestó un manotazo en la espalda. Di un brinco. Era Metal Mickey.

—Caray. No puedo creer que tu padre le haya pegado un puñetazo a un párroco.

Yo tampoco. Noté que la cara se me ponía de un rojo subido. Me volví hacia Gav el Gordo.

—Lo siento mucho.

Desplegó una gran sonrisa.

—No lo dirás en serio. Ha sido bárbaro. ¡Es la mejor fiesta de cumpleaños de mi vida!

—Eddie. —Mi madre se me acercó, sonriendo de un modo extraño y tenso—. Tu padre y yo nos vamos a casa.

—Vale.

—Puedes quedarte, si quieres.

Sí quería, pero no tenía ganas de que los otros chicos me miraran como a un bicho raro, ni de aguantar las incesantes bromas de Metal Mickey sobre el tema.

—No, no hay problema —respondí, aunque en realidad sí lo había—. Me voy con vosotros.

—De acuerdo. —Movió la cabeza afirmativamente.

Yo nunca había oído a mis padres disculparse. No era lo habitual. De niño, eres tú quien pide perdón a todas horas. Pero esa tarde los dos se deshicieron en disculpas hacia los padres de Gav el Gordo. Estos se mostraron amables y les respondieron que no se preocuparan, pero se notaba que estaban un pelín cabreados. Aun así, la madre de Gav me dio una bolsa con un pedazo de pastel, chicles Hubba Bubba y otras chucherías.

En cuanto la puerta principal se cerró a nuestras espaldas, me volví hacia mi padre.

—¿Qué ha pasado, papá? ¿Por qué le has pegado? ¿Qué le ha dicho a mamá?

Mi padre me rodeó los hombros con el brazo.

—Ya hablaremos de eso, Eddie.

Me entraron ganas de discutir, de gritarle. Al fin y al cabo, había fastidiado la fiesta de mi amigo. Pero me reprimí porque, en el fondo, quería a mis padres y algo en sus expresiones me indicó que no era el mejor momento.

Así que dejé que papá me abrazara, mamá me tomó del otro brazo, y echamos a andar juntos por la calle. Y cuando ella preguntó: «¿Te apetecen unas patatas fritas para cenar?», forcé una sonrisa y dije: «Sí, genial».

Papá nunca me lo contó, pero acabé por averiguarlo. Después de que la policía se presentara para detenerlo por intento de homicidio.