INTRODUCCIÓN

LOS ÉXTASIS INDECIBLES

 

 

 

«Nadie puede aconsejarle ni ayudarle, nadie»,[1] escribió Rilke en Cartas a un joven poeta hace ya más de un siglo. «Hay sólo un único medio: entre en usted.»

Rilke, cómo no, tenía razón: nadie aparte de ti puede ayudarte. Al final todo se reduce al impacto de la palabra sobre la página, por no hablar del impacto sucesivo, ni del inmediatamente posterior. Aun así, Rilke se quedó encandilado con la petición del joven escritor Franz Xaver Kappus, con quien intercambiaría diez cartas redactadas a lo largo de seis años. Rilke lo aconsejó en materia de religión, amor, feminismo, sexo, arte, soledad y paciencia; claro que también lo instruiría de manera determinante respecto a la vida del poeta, y sobre cómo esas cosas pueden acabar moldeando las palabras sobre la página.

«Sobre todo —escribe Rilke— pregúntese en la hora más silenciosa de la noche: ¿debo escribir?»

Quienquiera que haya sentido alguna vez la pulsión de escribir conoce la hora silenciosa. Yo me he cruzado con muchas personas que la conocen —y también, de hecho, con muchas horas silenciosas— a lo largo de mis años de escritura y de docencia. Cada curso arranco la primera clase del Máster en Escritura Creativa que imparto en el Hunter College confesando a mis estudiantes que no seré capaz de enseñarles nada en absoluto. Y tal declaración resulta ligeramente desconcertante para los doce jovencitos y jovencitas que han decidido consagrarse a tan escurridizo y taciturno arte. Éstos se cuentan entre los jóvenes escritores más inteligentes de Estados Unidos, seis de primer curso y seis de segundo, que han sido seleccionados entre una legión de varios centenares. Yo no pretendo convertir mi declaración de apertura de cada semestre en una maniobra de desaliento: se trata, espero, exactamente de lo contrario. «Yo no os puedo enseñar nada. Ahora que ya lo sabéis, id y aprended.» Al final les estoy señalando el camino hacia el fuego con la esperanza de que reconozcan los lugares en los que, con toda seguridad, se quemarán. Aunque también se les da el consejo con la esperanza de que aprendan cómo gestionar y repartirse el fuego.

Uno de los mejores lugares en donde podrá encontrarse el joven escritor será delante de una pared en llamas, sólo provisto de las virtudes del vigor, el deseo y la perseverancia para catapultarse hasta el otro lado. Y es que atravesar el muro es algo que todo joven escritor conseguirá: algunos lo excavarán, otros lo treparán y habrá hasta quienes lo derribarán. No lo harán con mi ayuda, sino entrando adecuadamente en sí mismos, à la Rilke. Llevo dando clases casi veinte años. Y eso equivale a un montón de tiza y de bolígrafos rojos. No he amado cada minuto, pero sí la mayoría, y no cambiaría la experiencia por nada en el mundo. Ha habido un estudiante galardonado con un National Book Award. Otro con un Booker Prize. Ha habido Guggenheims. Pushcarts. Tutorías. Amistades. Pero seamos sinceros: también ha habido desgaste. Ha habido llantos y rechinamientos de dientes. Ha habido deserciones. Desmoronamientos. Arrepentimiento.

Pero la cuestión es que yo estoy únicamente allí como un complemento. El ejercicio y el tiempo no confieren necesariamente el decanato. Puede que un estudiante, nada más empezar, sepa mucho más de lo que sé yo. Aun así, mi única esperanza es llegar a decir una o dos cosas durante el transcurso de un par de semestres que lo mismo le ahorren un poco de tiempo y de sufrimiento.

Todos esos estudiantes, sin excepción, están buscando, en palabras de Rilke, «expresar éxtasis que son indecibles». Lo indecible, de hecho. El trabajo es suyo. La capacidad para confiar en lo dificultoso. La tenacidad para comprender que se precisa de tiempo y de paciencia para tener éxito.

No hace mucho, thestoryprize.org me pidió que redactara un breve artículo sobre el oficio de escribir. Puse en común algunas de mis ideas y las mezclé con un pequeño credo, y con cualesquiera que sean las gotas de sabiduría que le haya podido exprimir a la bayeta de mi docencia. Lo titulé «Cartas a un joven escritor», y es la primera entrada de este libro. A lo largo de un año, a esta entrada le sucedieron otras. En algunas ocasiones me sirvieron para mis clases. En otras, fueron más como señales de alarma. Así pues, esto no es un manual de escritura. Ni tampoco es, espero, una bronca. Es más como un susurro mientras camino por el parque, que es otra cosa que me gusta hacer con mis alumnos de vez en cuando. Yo me lo imaginé como una palabra en el oído de un joven escritor, por mucho que podría ser también, supongo, una serie de cartas dirigidas a cualquier escritor, por no decir que una serie de cartas dirigidas a mí mismo.

Y, cómo no, esto me recuerda a la frase de Cyril Connolly: «¿Cuántos libros escribió Renoir sobre el arte de pintar?». No se me escapa que intentar diseccionar lo que es, en esencia, un proceso misterioso podría ser un disparate; pero a pesar de ello, aquí estoy haciéndolo, plenamente consciente de que abrir la cajita mágica podría sentenciar a los lectores al desconsuelo. No obstante, la verdad es que disfruto sinceramente observando a los jóvenes escritores cuando empiezan a dar forma a los elementos de su universo. Soy de los que aprietan bien las tuercas a sus alumnos. A veces se sublevan. De hecho, uno de los dogmas de apertura de mis talleres advierte que durante el transcurso del semestre la sangre llegará inevitablemente al río; y parte de esa sangre será, invariablemente, mía.

Debo reconocer que, al haber escrito lo que acabo de escribir, he fracasado miserablemente —lo cual, como ya veréis, es como infligirme un pequeño revés a mí mismo—. Anhelo el fracaso. Y aquí lo he consumado. Este consejo se queda corto respecto a cualquiera de los que desearía recibir yo mismo. Lo suministro, espero, con una modesta reverencia, y con el deseo de apartarme de su trayectoria.

Sólo unas palabras a modo de advertencia. Una vez, mientras escribía una novela llamada El bailarín, una ficción inspirada en la vida de Rudolf Nureyev, le mandé el manuscrito a uno de mis héroes. Era un escritor de quien anhelaba absolutamente todas sus palabras. Fue amable de una manera desmesurada y me respondió con seis páginas manuscritas de observaciones. Yo me apliqué prácticamente cada una de sus sugerencias, pero hubo una que me perturbó. Me dijo que debía cortar el comienzo, el soliloquio de guerra que arranca diciendo: «Cuatro inviernos…». Yo me había pasado cerca de seis meses trabajando en aquella parte, y se contaba entre mis favoritas del libro. Mi héroe hilvanó un buen argumento en contra de que lo mantuviera, pero me quedé igualmente abatido. Me pasé varios días seguidos dando vueltas sin parar, siempre con su voz incrustada en mi cabeza. «Córtalo, córtalo, córtalo.» ¿Cómo podía oponerme yo al consejo de uno de los mejores escritores del mundo?

Al final no seguí su recomendación. Entré en mí mismo y me escuché. Cuando el libro fue finalmente publicado me escribió para decirme que había tomado la decisión correcta, y para reconocer, humildemente, que se había equivocado. Se trata de una de las cartas más hermosas que haya recibido nunca. John Berger. Le menciono porque fue mi maestro, no en un sentido literal, pero sí de una manera textual, al igual que un amigo. He tenido también otros varios maestros: Jim Kells; Pat O’Connell; el hermano Gerard Kelly; mi padre, Sean McCann; Benedict Kiely; Jim Harrison; Frank McCourt; Edna O’Brien; Peter Carey; además de, prácticamente, todos y cada uno de los escritores a los que he leído. Y también estoy en deuda con Dana Czapnik, Cindy Wu, Ellis Maxwell, y con mi hijo John Michael, por su ayuda para este libro. La voz que obtenemos no es sólo una mera voz. La recibimos de infinidad de lugares distintos. Ésta es su chispa.

Espero que todo joven escritor —o, para el caso, todo escritor mayor— que ande buscando un maestro para tomar impulso, un maestro que, al final, no pueda enseñarle realmente nada más que el fuego, encuentre algo de provecho en estas páginas.