L
ady Callista Taillefaire era una experta en pasar inadvertida en los bailes. A sus veintisiete años, había perfeccionado el arte de fundirse con las molduras y las paredes tapizadas de tela con tal habilidad que jamás se veía obligada a bailar y tan solo sus amigos más íntimos la saludaban. Podía sentarse frente al damasco rosado del salón de baile o la seda verde de la sala de refrigerios… ni siquiera tenía que ir vestida a juego para pasar desapercibida.
—¿Se ha enterado de que llegó un carruaje a la casa de madame de Monceaux? —La pluma escarlata que adornaba la diadema de la señora Adam se agitó de modo alarmante cuando la mujer se inclinó para hablar al oído de Callie—. Creo que se trata de… —comenzó, pero de pronto interrumpió la confidencia y tomó la mano de Callie—. ¡Oh, baje la mirada! Ese hombre vuelve hacia aquí.
Callie obedeció, mostrando de repente un profundo interés por el cierre de su pulsera. No había logrado volverse del todo invisible en esas situaciones. Siempre había caballeros de cierta posición que solicitaban su mano… por si acaso, suponía Callie, guardaba allí las ochenta mil libras de su fortuna, lo cual les evitaría la molestia de tener que hacer una parada en el banco cuando se la llevaran a la fuerza.
—Ya está, ha pasado el peligro —anunció exaltada la señora Adam, como si Callie siguiera viva de milagro—. Que le suelte sus lisonjas a la señorita Harper, si es que la muchacha es lo bastante insensata para escucharlas.
Callie dejó de entretenerse con la pulsera. Había descubierto que bajar la mirada y prestar atención a un volante que se había descosido del dobladillo, o a la piedrecita que se le había metido en el zapato eran una estratagema eficaz para disuadir a sus esperanzados raptores. Ni siquiera las ochenta mil libras hacían que persistieran. Al fin y al cabo, era lady Callista Taillefaire, a la que habían dejado plantada tres veces. Incluso un caballero con propósitos deshonestos se preguntaría qué sucedía con aquella joven.
Callie misma se había enfrentado a esa pregunta en más de una ocasión. En realidad, ella, su padre, su hermana, sus conocidos, todos los chismosos de la zona y, muy probablemente, incluso dos o tres cabras viejas del pueblo habían dedicado un tiempo considerable a analizar el asunto. Sin embargo, no se habían puesto de acuerdo en una respuesta satisfactoria. Su padre lo atribuía a la decadencia generalizada de los varones del Imperio Británico, presa del desenfreno y de la vileza. Su hermana Hermione opinaba que Callie mostraba una deplorable falta de respeto por los dictados de la moda en lo que atañía a los sombreros. La mayoría de los chismosos culpaban de ello a Napoleón. Le habían culpado de todo durante las guerras napoleónicas e, incluso cinco años después de la batalla de Waterloo, Bonaparte les era muy útil en ese aspecto. En cuanto a las cabras, por ser del vulgo, hacían bien en reservarse sus opiniones.
Por su parte, Callie había llegado a la conclusión de que era poco agraciada, además de pelirroja, y muy reservada y tímida con los hombres, aun después de haberse prometido con ellos. Puede que incluso más después de haberse comprometido con ellos. Sus ojos no eran castaños ni azules, sino de un tono gris verdoso; siendo benevolentes, podía describirse su nariz como «griega» (ya que se libraba, aunque por poco, del horror de ser calificada de «romana»), y su tez pálida se cubría de manchas rosáceas nada favorecedoras a la que se levantaba algo de viento.
También era cierto que tenía la costumbre de arrastrar terneros recién nacidos hasta su cocina, lo cual podía considerarse una excentricidad en la hija de un conde. Sin embargo, como su familia se había ocupado de que los rumores sobre esa peculiaridad de la joven no salieran de Shelford, Callie sentía que nadie la consideraba realmente peligrosa.
La señora Adam levantó su generosa figura de la silla mientras tomaba cariñosamente la mano de Callie y le daba una palmadita.
—Vaya por Dios, ahí está el señor Hartman a punto de irse a tomar té. Tengo que hablar con él sobre la sabanilla del altar, pero volveré enseguida. No la molestará nadie, las parejas ya se están formando.
Callie asintió. Tras haber eludido el amenazante peligro de ser arrastrada por el pelo y forzada, o cuando menos de que le pidieran un baile, dirigió una mirada a la señorita Harper mientras esta ocupaba el que podría haber sido su lugar. La muchacha parecía disfrutar de las lisonjas. Callie observó a la pareja y se imaginó a sí misma (convenientemente embellecida con una cabellera dorada, unos ojos de un azul intenso y unas pestañas que serían la envidia de toda Inglaterra) bailando con gracilidad entre las parejas. Su conversación sería ágil e ingeniosa. Su sonrisa derretiría el corazón del caballero cazafortunas. Él estaría tan prendado de ella que ya no le importaría la cuantiosa dote de la joven y se enamoraría perdidamente por primera vez en su vida, hasta entonces cínica y disoluta. Le prometería que dejaría el juego y la bebida por ella, y se batiría en duelo con varios hombres de conducta vagamente escandalosa en defensa de su honor. Al final, cuando ella lo rechazase, tras haber elegido de entre una multitud de pretendientes a un caballero de carácter más formal, él se arrojaría desde un acantilado, no sin antes haberle dejado un poema en el que expresaría su amor incondicional por Callie, a quien identificaría con una diosa mitológica de largo nombre —de por lo menos ocho sílabas—, poema que más tarde ella leería. Se publicaría en todos los periódicos y las damas sentadas frente a sus tocadores, se desharían en llanto al leerlo.
Callie parpadeó y se dio cuenta de que había cesado la música. El caballero que, en su desesperación, se había arrojado desde un acantilado conversaba con la señorita Harper sobre el número de días soleados de los que habían disfrutado ese otoño en Shelford.
Callie nunca sabía de qué hablar con los hombres. Cuando lo intentaba, notaba que se le encendían las mejillas. En una ocasión, había conocido a uno con quien le había resultado tan fácil conversar que había perdido la cabeza por él, pero la historia no había acabado bien. Lo tenía asumido: había nacido para quedarse soltera. Los caballeros tendrían que declarar su amor eterno a otras damas. Callie estaría demasiado ocupada en desarrollar una constitución delicada y en procurarse una receta fiable de gelatina de tapioca.
Su padre, por supuesto, no lo había entendido así, porque la quería. La creía bonita y se negaba con obstinación a que lo convencieran de lo contrario pese a la abundancia de pruebas. Durante toda su vida había insistido en acompañarla a la temporada en Londres, en concertar compromisos matrimoniales y firmar los acuerdos, y montaba en cólera y casi se le saltaban las lágrimas cada vez que los caballeros rompían el compromiso. La tercera vez que eso había sucedido, Callie se había sentido más afligida por su padre que por ella misma. No era una persona de carácter violento, pero había considerado seriamente coser una cardencha en las prendas íntimas del que fuera su prometido, o incluso meter una cucaracha viva en su lugar, pero al final decidió que sería demasiado cruel para el bicho.
En cualquier caso, Callie no había encontrado la ocasión de manipular la ropa interior de aquel hombre; sin embargo, los abogados de ella se habían mostrado más que dispuestos a asaltar la cuenta bancaria del caballero, que accedió a retirar diez mil libras a fin de evitar un pleito por incumplimiento de promesa. Él se había marchado en barco a Italia con su recién estrenada esposa, bellísima y sin un céntimo, mientras Callie se sentaba junto a su alicaído padre en el estudio y lo tomaba de la mano.
El recuerdo hizo que arrugara la nariz y parpadeara para contener la punzada de dolor. Añoraba muchísimo a su padre, pero no permitiría que los ojos se le llenaran de lágrimas en medio de ese baile rural. Agachó la cabeza, ocultando así parte del rostro tras las plumas de su abanico, y se concentró en el rumor y en el ruido sordo que producían los pasos de los bailarines sobre el suelo de madera y las notas desafinadas del piano, intentando serenarse.
Era tan solo una pequeña fiesta local, en nada parecida a los fastuosos bailes de Londres, pero, aun así, Callie prefería no hacer una escena. Durante el año que siguió a la muerte del conde de Shelford, se había librado de la agonía que le suponían los acontecimientos sociales, pero ahora que habían dejado atrás el luto, era su obligación acompañar a Hermione.
Callie observaba con atención a los pretendientes de su hermana. Debía asegurarse ella misma de que ningún cazafortunas se comprometiera con Hermey, ya que no podía contar con la ayuda de su primo Jasper. Este no era precisamente el más listo de la familia, y desde que había recibido el título de conde, su esposa se mostraba ansiosa por ver a Callista y a Hermione colocadas y fuera de Shelford Hall. Deseaba que Hermey se casara pronto, sin importarle demasiado quién fuera el novio. Cualquiera valdría, siempre que se tratase de un hombre y prometiera llevarse a Callie junto a su hermana.
Así pues, Callie se puso los guantes grises, escondió su cabellera pelirroja tan bien como pudo bajo un turbante de color lavanda y se sentó en su puesto de guardia en la hilera de sillas tapizadas en raso que había junto a la pared, mientras observaba a su hermana bailar con un barón que reunía los requisitos más exigentes. Este había abandonado un cargo prometedor de subsecretario en el Ministerio del Interior y se había desplazado desde Londres con el único propósito de prodigar atenciones a lady Hermione. Y de hacerle la corte, era de esperar, aunque eso aún no había sucedido.
La posición privilegiada que ocupaba Callie en el salón de actos de Shelford le permitía dominar la pista de baile y la entrada. Solo tenía que levantar la vista para ver a quienes llegaban, sin necesidad de volver la cabeza de manera evidente. Se había hecho tarde. La multitud de gente que se agolpaba en el arco de la entrada se había disipado hacía rato, de modo que Callie tan solo levantó ligeramente la mirada cuando hizo aparición una figura solitaria.
Apartó la vista sin darle más importancia, pues se trataba de otro elegante caballero que se había detenido a observar a los bailarines. Sin embargo, al cabo de un instante se dio cuenta de que lo conocía. Una oleada de calor le recorrió el rostro y se le formó un nudo en la garganta. Incluso le costaba respirar.
Era él.
Aterrada, lo observó de nuevo para asegurarse, y entonces no supo adónde mirar y se percató de que no tenía un lugar al que huir. Estaba sola en la hilera de sillas. La señora Adam se había marchado a la sala de refrigerios y el resto de los presentes estaba bailando. Callie inclinó la cabeza y se concentró desesperada en sus pies, deseando con todas sus fuerzas que no la reconociese.
Tal vez no lo hiciera. Ella no le había reconocido en el primer momento. Se le veía más mayor. Por supuesto que era mayor, ¿acaso iba a creer que ella misma había alcanzado la avanzada edad de veintisiete… sin que los años pasaran también por él? Cuando lo miró fugazmente la primera vez, había visto a un caballero atractivo de pelo oscuro; fue solo tras el segundo aterrado vistazo cuando reconoció su rostro: moreno por el sol y de expresión más severa, con la sonriente promesa de la juventud convertida en un gesto maduro y atractivo.
El hombre permaneció de pie con aire de serena confianza, como si no le importara haber llegado tarde y sin compañía, ni que nadie se acercara a recibirlo. Varios de los allí presentes lo conocían, pero no lo habían visto todavía excepto Callie o, por lo menos, no habían reparado en él. Se había marchado del pueblo hacía nueve años.
Callie se abanicó sin apartar la vista de su regazo. Sin duda, a eso se refería la señora Adam: había llegado un carruaje para madame de Monceaux; el hijo pródigo había regresado a casa.
Eran buenas noticias. Callie se alegraba por la madre de él. La pobre duquesa llevaba mucho tiempo esperando ese momento, sobre todo después de que su salud se debilitara a lo largo del año anterior. Se había aferrado a las infrecuentes cartas que le llegaban desde Francia, que leía en alto una y otra vez a Callie y con las que tanto se reían, hasta que madame sufría un acceso de tos que le impedía continuar. Entonces Callie se marchaba a su casa.
En cuanto a Callie, estaba aterrorizada. El contenido de esas cartas la habían hecho reír; sin embargo, la extraña y mareante sensación que le había provocado su presencia apenas le permitía respirar.
Tal vez no se acordara de ella. Jamás la había mencionado en la correspondencia que mantenía con su madre. Nunca había preguntado por ella, aunque siempre se había preocupado por saber cómo estaban las gentes de Shelford, a quienes mencionaba en sus largas listas de nombres y de recuerdos que demostraban que no se había olvidado de sus insignificantes existencias mientras él se relacionaba con reyes y nobles en París.
Un par de elegantes zapatos negros aparecieron en su limitado campo de visión. Callie mantuvo el rostro oculto tras el abanico de plumas mientras jugueteaba, presa de un gran nerviosismo, con el cierre de su pulsera, pero los zapatos negros no captaron el sutil mensaje y prosiguieron su avance. Pantalones blancos ajustados, el faldón de una magnífica levita azul… Callie estaba tan mareada que temió desmayarse.
—¿Lady Callista? —preguntó el hombre en un tono de cierta sorpresa.
Callie, en su desesperación, fingió que no lo había oído a causa de la música. Pero recordaba su voz. Tenía el mismo timbre rebosante de calidez. Era evidente que seguía ejerciendo el mismo poder nefasto sobre sus sentidos.
—Vamos, sé que eres tú —dijo con gentileza. Se sentó junto a ella—. Veo un mechón suelto que se ha escapado de ese enorme y precioso turbante que llevas.
Callie soltó un profundo suspiro.
—¿Ah, sí? Y yo que esperaba que me tomaran por una sarracena. —Se ajustó el turbante a la nuca sin mirarlo.
—Uno tiene la impresión de que no sabes dónde has dejado el camello. ¿Cómo estás, Callie? A decir verdad, no esperaba encontrarte en Shelford.
Callie reunió el valor suficiente para levantar la cabeza.
—Has venido a ver a tu madre —respondió—. Me alegro mucho.
Él le devolvió una mirada seria, la mirada de un hombre adulto y un desconocido que había dejado atrás al joven insensato y despreocupado. Sus ojos oscuros no le sonrieron. A Callie le bastó una mirada fugaz para darse cuenta de que tenía una cicatriz en el pómulo izquierdo y una pequeña protuberancia en la nariz que no recordaba. Esas marcas le hacían parecer más que nunca un gitano indómito, aunque se le viera adusto y estirado con aquella indumentaria tan formal.
—He venido a verla, sí —convino. Hizo una pausa y ladeó levemente la cabeza—. Pero tú… creía que te habías marchado de Shelford hacía mucho tiempo.
—Oh, no, no hay quien me despegue de aquí. —Abrió el abanico y volvió a cerrarlo.
Se produjo un breve silencio entre ellos, tan solo interrumpido por la música de los violines y los pasos y las conversaciones de los bailarines.
—¿No te has casado? —preguntó él en voz baja.
Por alguna razón, Callie había imaginado que la noticia de que la habían dejado plantada tres veces habría llegado a los rincones más lejanos del planeta. Desde luego, dondequiera que ella fuese, lo sabía todo el mundo. Sin embargo, parecía ser que hasta Francia no habían llegado las nuevas.
—Por supuesto que no —respondió, mirándolo a la cara por primera vez—. No tengo intención de casarme.
No tardaría en descubrir la verdad, pero en ese momento Callie no se sentía capaz de afrontarla ante él. Sin embargo, por el modo en que él arqueó las cejas, temió de repente que creyera que su decisión obedecía a que todavía seguía enamorada de él… lo cual era aún peor.
—Verás, he tenido varios pretendientes —dijo, agitando su abanico—. He conseguido nada menos que tres caballeros huyeran aterrados del altar, sin contarte a ti. Tu nombre no consta en mi libro de registros, pero si quisieras hacerme el honor de comprometerte conmigo y después abandonarme, mi prestigio crecería enormemente. Cuatro es un cifra redonda y bonita.
Daba la impresión de que a él le costaba entender sus palabras.
—¿Cuatro? —preguntó atónito.
—Es la suma de tres y uno —aclaró Callie, abanicándose con un brío nervioso—. A no ser que se haya producido algún cambio reciente en el ámbito matemático.
—¿Me estás diciendo que has estado prometida tres veces desde que me marché?
—Un logro notable, ¿no te parece?
—Y que todos ellos…
—Sí —zanjó ella, cerrando de golpe el abanico—. Eso es lo que he estado haciendo, ya ves. Comprometiéndome y viendo cómo me dejaban. Y usted, ¿qué ha hecho durante estos últimos años, milord Duc? ¿Ha recuperado su fortuna y propiedades familiares? Espero que así sea; haría a su madre muy feliz.
Él se quedó mirándola durante unos segundos, como si no entendiera el idioma en que Callie le hablaba, pero enseguida se recuperó.
—Me ha ido bien, sí —respondió, sin entrar en más detalles—. Creo que eso le devolverá las fuerzas a mi madre.
—¿Y volverás con ella a Francia? —preguntó Callie.
—Sería imposible. No está lo bastante bien de salud.
—Espero que no vuelvas a dejarla sola tan pronto.
—No. No tengo pensado marcharme hasta… —Vaciló—. No tengo intención de marcharme.
—Estará encantada con la noticia. Por favor, házselo saber cuanto antes. Debe de estar preocupada.
—Lo haré. Bueno, ya lo he hecho. Pero insistiré de nuevo en ello para que se sienta más segura.
Callie se atrevió a dirigirle otra mirada. Él estaba vuelto hacia ella y la miraba fijamente. Esbozó una sonrisa que le resultaba tan familiar que Callie apenas se acordó de respirar.
—¿Crees que ya me has atacado lo suficiente? Yo no soy uno de los que te dejó plantada, Callie.
Callie notaba sus mejillas encendidas.
—¡Lo siento! ¡No sé por qué te he hablado de ese modo! —Él era el único caballero que no pertenecía a su familia con el que se sentía capaz de mantener una conversación.
—Tienes la punta de la nariz sonrosada.
Callie la ocultó de inmediato detrás del abanico.
—Bonita imitación de una avestruz —comentó él—, pero me temo que te asfixiarás entre tanta pluma. Será mejor que bailemos, así podrás azotarme la cabeza con ellas.
Callie advirtió con inquietud que la música había cesado y que los bailarines se agrupaban en parejas.
—¡Oh, no! Es un vals…
Pero él estaba allí de pie, ofreciéndole una mano enguantada. Callie se sintió alzada con la fuerza de sus dedos y, en contra de su voluntad, arrastrada de manera irresistible, como había sido siempre, hacia cualquier aventura que Trevelyan Davis d’Augustin, duque de Monceaux, conde de Montjoie y señor de no se sabía cuántas villes de nombre exótico situadas en algún lugar de Francia, pudiera proponerle.
Él la condujo hasta la pista y le dedicó una reverencia. Callie le devolvió la cortesía con una inclinación de cabeza y enseguida miró hacia un lado, temerosa de enfrentarse a los ojos de él mientras la tomaba de la cintura. Tan solo había bailado el vals en público en tres ocasiones, una por cada compromiso. La gente estaba mirándolos fijamente. La señora Adam acababa de salir de la sala de refrigerios y permaneció inmóvil en la puerta, observándolos con expresión aterrada. Callie se dio cuenta de que la mujer avanzaba hacia ella con paso decidido, como si quisiera arrancarla de esa cercanía indecente, pero la música empezó a sonar y el firme abrazo de Trevelyan la puso en movimiento.
Callie se mantenía tan alejada del cuerpo de él como le resultaba posible, apoyando levemente las puntas de los dedos sobre su hombro, intentando en vano que el abanico se mantuviera hacia abajo en lugar de acariciar el rostro de su pareja de baile. Apenas recordaba dónde debía colocar los pies, pero él la guiaba con gran seguridad, mirándola mientras giraban y dedicándole una media sonrisa que denotaba cierta intimidad.
—No creí que tuviera la suerte de encontrarte aquí —dijo él en un tono afectuoso.
La sala parecía girar a toda velocidad al ritmo de la música; todo a su alrededor se había convertido en una imagen borrosa excepto él.
A Callie le costaba asimilar que estuviera bailando con Trevelyan. Levantaba la vista para mirarlo y luego volvía a apartarla. Se sentía extrañamente ingrávida, como si él la desplazara por el aire con el simple contacto de su palma enguantada.
—Tengo que pedirte un favor —añadió él mientras le apretaba la mano con suavidad.
Callie asintió sin apartar la vista del hombro de él. Estaba cubierto por un elegante abrigo entallado, y era más ancho y más alto de lo que ella recordaba. Trevelyan le resultaba conocido y a la vez extraño: mucho más intimidatorio que el joven sonriente e indisciplinado de sus recuerdos. Callie se sentía como si el corazón y el aliento la hubieran abandonado, como si le hubieran comunicado que la dejaban para unirse a la Armada y que, con suerte, volverían a visitarla al cabo de algunos años.
—¿Puedes recomendarme a una cocinera decente?
La trivial pregunta la despertó de un sueño momentáneo de… de algo. Callie se saltó un paso y se sonrojó mientras él levantaba el mentón para evitar que las plumas del abanico le cubrieran el rostro por completo.
—¡Oh! —exclamó Callie, controlando el indómito abanico—. No me digas que la señora Easley se ha dado de nuevo a la bebida.
—Eso me temo. He venido con la esperanza de robar una o dos tortas de semillas para no morir de hambre.
—¡Esa mujer! —exclamó Callie al tiempo que le soltaba la mano. Se quedó casi inmóvil en medio de la pista de baile, pero él le tomó de nuevo la mano enguantada y la puso en movimiento—. No tiene remedio —dijo en un tono severo—. Pero ¿acaso tu madre no tiene víveres? ¡Hace dos días le mandé una pierna de ternera!
—Gracias. —Sonrió—. No sé qué se ha hecho de ella, soy muy torpe en los asuntos domésticos. Había un poco de caldo, que es lo único que parece dispuesta a tomar.
—¡Tiene que comer algo más que caldo! —Callie se detuvo en seco, provocando con ello un breve atropello mientras las otras parejas intentaban seguir bailando a su alrededor—. Hablaré con ella.
—No, no te molestes…
—No es molestia —aseguró Callie, apartándose de él—. Déjame que hable con la señora Adam. Acompañará a mi hermana a casa en el carruaje. Es demasiado tarde para hacer la compra, pero estoy segura de que encontraré algo de sustancia en vuestra cocina; eso si la señora Easley no se lo ha vendido todo al travieso muchacho de la carnicería.
Él negó con la cabeza.
—No es necesario. Te pido disculpas, no pretendía interrumpir tu diversión.
Callie agitó el abanico con un gesto de rechazo.
—No me supone molestia alguna. Me gusta ir a casa de tu madre.
Él vaciló y frunció el ceño. Durante un momento Callie pensó que se opondría de nuevo, pero entonces sus ojos oscuros adoptaron una expresión irónica.
—A decir verdad, sería estupendo. He encontrado la casa desordenada y soy incapaz de colocar las cosas en el sitio que les corresponde.
—Yo sí —repuso Callie—. Te ruego que vayas a ver a tu madre y le comuniques que saldré hacia allí enseguida.
Algo acarició el rostro de Trev en la oscuridad mientras buscaba a tientas la cerradura de la puerta. Masculló una maldición y apartó la rama de una hiedra mientras intentaba introducir la llave, no sin cierta dificultad. No se molestó en llamar al timbre, puesto que no había doncella que pudiera ir a abrirle. La maleza había invadido el lugar y la verja del jardín se estaba cayendo a pedazos. Por fin entró y se quitó los guantes, que se guardó en los bolsillos en lugar de dejarlos sobre una mesita que, sospechaba, estaría cubierta de polvo.
Si se hubiera tratado de equilibrar la rueda de una ruleta o de contener la herida sangrante de la cabeza de un boxeador, Trev se habría desenvuelto bastante bien, pero los entresijos de la casa y del hogar le resultaban desconcertantes. Su madre y sus hermanas se habían ocupado siempre de todo, como supervisar la ropa blanca y dar órdenes a los sirvientes. Se habrían mostrado horrorizadas si él o su majestuoso abuelo hubieran interferido o se hubieran preocupado por el adecuado funcionamiento del hogar. De hecho, Trev nunca se había sentido inclinado a hacerlo. Pero incluso él se daba cuenta de que la vieja casona de Shelford se estaba sumiendo en un desorden sin igual, y el delicado estado de salud de su madre le había consternado.
Ella siempre se lo había ocultado. En sus cartas, ni una sola vez le pidió o insinuó que deseaba que regresara a casa, ni siquiera tras la muerte de Hélène. Ahora se daba cuenta de que debía haber vuelto entonces; y habría deseado hacerlo, pero también él tenía cosas que ocultar, y en aquel momento le había sido imposible.
Era evidente que las cuantiosas sumas de dinero que había enviado a Shelford durante los últimos años se habían extraviado por el camino. Algo sorprendente, aunque no inconcebible, teniendo en cuenta la tortuosa ruta que había dispuesto que siguieran sus fondos. Trev entornó los ojos. Esperaba que, en algún lugar de Francia, cierto corresponsal bancario disfrutase, mientras pudiera, de una buena salud.
Se dirigió a la escalera. No había velas ni teas, ni una simple mecha de cañas. Sin embargo, recordaba a la perfección el techo bajo y la gruesa barandilla. Subió hasta la estancia de su madre. El candil que esta le había dejado encendido aún ardía con luz tenue.
Estaba dormida. Él se quedó a su lado, observándola: respiraba con dificultad. Su traviesa maman, de rostro tan dulce… a la que apenas había reconocido cuando volvió a verla. Estaba demacrada, tenía las mejillas hundidas y los labios separados, aún más delgados por el esfuerzo que le suponía tomar aire. Aunque se intuía en ellos una sonrisa, como si su madre estuviera teniendo un sueño agradable.
Trev frunció el entrecejo. No le importaba admitir el enorme alivio que había sentido cuando lady Callie se había ofrecido a ir a su casa. Él no se lo habría pedido jamás. Ahora no eran más que dos desconocidos. Aun así, en el momento en que la reconoció tuvo la sensación de que el tiempo no había transcurrido; deseó sentarse a su lado y confesárselo todo, el horror y el miedo ante la enfermedad de su madre, su consternación por el estado de la casa, su sorpresa por el hecho de descubrir que ella, lady Callista Taillefaire, todavía seguía en Shelford.
Soltera.
Apartó ese pensamiento de su mente, pues aún no estaba listo para que lo invadiera la ira, para sentir de nuevo el dolor de la herida que había tras ese sentimiento. Incluso eso lo sorprendió: creía haber superado esa relación de juventud hacía ya mucho tiempo. Sin embargo, al parecer podían seguir siendo amigos, de lo cual se alegraba. Le gustaba Callie. La admiraba. ¿Qué otra dama de su posición se habría parado en seco en mitad de un vals y habría insistido en ir en ese mismo instante en ayuda de una dama francesa a la que nada debía?
Trev esbozó una leve sonrisa. Un turbante de color lavanda, con ese pelo. Solo Callie llevaría algo así: del todo ajena a las modas, dulce y tímida como una gacela. Meneó la cabeza, se sentó en el borde de la cama y acarició con suavidad la mano de su madre.
—¿Me haría el favor de concederme este baile, mademoiselle? —susurró en francés.
Su madre batió sus largas pestañas oscuras, que contrastaban con la palidez de su rostro. Abrió los ojos.
—Trevelyan —murmuró, y rodeó las manos de su hijo entre las suyas—. Mon amour.
Él se llevó una mano a los labios y le besó los fríos dedos.
—No puedo permitirme estos aires de indolencia. Pretendes animar a mis rivales, lo sé. Tendré que acabar con todos ellos.
Ella le sonrió.
—¿Te lo has pasado bien en el salón de actos?
—¡Por supuesto! Me he prometido con dos hermosas jóvenes y luego he tenido que escapar por la ventana de atrás. He venido corriendo hasta ti en busca de ayuda. ¿Me harás el favor de esconderme en tu armario?
Ella soltó una risa áspera apenas perceptible.
—Deja que las muchachas lo arreglen… en el campo del honor —respondió con voz débil—. No hay de qué preocuparse.
—¡Pero sus madres me perseguirán!
—Alors, yo misma me ocuparé de sus madres, pero con veneno.
Trev le estrechó la mano.
—Ahora sé de dónde procede mi carácter inseguro.
Su madre le apretó los dedos.
—Trevelyan —dijo de pronto con voz ronca—, estoy tan orgullosa de ti…
Él mantuvo la sonrisa y siguió mirándola, sin saber qué decir.
—Has triunfado en lo que incluso tu abuelo fracasó. Ojalá él y tu padre estuvieran vivos para verlo.
Trev se encogió de hombros.
—He tenido suerte.
—¡Lo has recuperado todo! ¡Incluso Monceaux! —exclamó, e intentó incorporarse en la cama, pero comenzó a toser.
—No te dejes llevar por la emoción, te lo ruego —dijo Trev. Se levantó y le arregló las almohadas—. Resérvate para cuando te lleve de nuevo a Monceaux en un carruaje dorado, con media docena de escoltas a caballo y tres lacayos cerrando la comitiva.
Ella entornó los párpados y recostó la cabeza. Sonrió; respiraba aún con dificultad. Le temblaron los dedos al apoyar la mano en el brazo de su hijo.
—Sabes que eso no sucederá.
—Solo dos escoltas, entonces. ¡Un ahorro elegante!
—Trevelyan…
—Vamos, no discutas conmigo. He cruzado el mar para venir a verte y te niegas a acompañarme al baile, no quieres comer… Me he visto obligado a buscar refuerzos. Lady Callista me pide que te diga que llegará enseguida.
—Ah, es tan bondadosa…
—Desde luego, es un ángel. Si es capaz de prepararnos algo para cenar, me casaré con ella sin vacilar.
—Estoy segura de que lo hará. —Respiró hondo—. Pero… ¿tres compromisos en una noche, amor mío?
—¿Acaso te parece excesivo? —preguntó sorprendido.
—Trevelyan —comenzó a decir con una sonrisa—, soy tan feliz… —Y a continuación le agarró con fuerza la mano mientras la risa daba paso a una tos ahogada.