OIGO UN MUNDO NUEVO: LOS PIONEROS DE LA MÚSICA ELECTRÓNICA (1910-1968)
ORIOL ROSELL
El último cuarto del siglo XIX empieza a desarrollar en el arte una serie de situaciones, de progresiones, de aperturas, unas veces interrelacionadas y otras albergando reactivos polémicos cuyo activismo ha llegado hasta nuestros días. Las vanguardias han venido funcionando dentro de un principio de libertad, buscando nuevas operaciones espirituales de acuerdo con invenciones y descubrimientos científicos, con realidades o apetencias sociales, acusando, también, la situación conflictiva de nuestro tiempo.
Diccionario del Arte Moderno, bajo dirección de
Vicente Aguilera Cerni, Fernando Torres Editor, 1979
A finales del siglo XIX, Europa era un hervidero social, político, económico y cultural. La progresiva pérdida de las colonias redundó en una erosión de los imperios que culminó con su total desintegración a raíz de la Primera Guerra Mundial. La burguesía se impuso como clase dominante en un entorno industrializado que concentró la actividad en las ciudades, y dio pie a nuevos conflictos de naturaleza urbana desconocidos hasta entonces. El anarquismo y el comunismo fueron la gran respuesta ideológica a la problemática de un cuerpo social, el proletariado, que exigía su participación en la vida política y, sobre todo, económica del momento. El desarrollo de la tecnología, en progresión geométrica, planteaba la necesidad de nuevas formas de arte no figurativas, en tanto que la fotografia y el cine se asentaban como los vehículos más fidedignos para aprehender la realidad.
A consecuencia de todo ello, en los albores del siglo XX nacieron las primeras vanguardias artísticas, alimentadas por un espíritu radicalmente nuevo. Una sensibilidad que, como recuerdan Ramón Buckley y John Crispin en el prólogo de la antología Los vanguardistas españoles (Alianza, 1973), «no se conforma con negar y destruir el pasado, sino que busca una nueva concepción vital». Tras el período de transición marcado por el impresionismo y el posimpresionismo, la ruptura definitiva con el pasado tomó forma en el fauvismo, el cubismo y el futurismo, a los que siguieron el surrealismo, el dadaísmo, el ultraísmo, el expresionismo y el constructivismo. Movimientos que fundamentaban esta «nueva concepción vital» en el desgarro de las formas clásicas, en su condena y sistemática eliminación. Matisse, Braque, Picasso, Apollinaire, Kandinsky, Chagall, Nolde, Duchamp, Kokoschka, Munch o Brancusi son solo algunos de los responsables del definitivo adiós al arte clásico. Arte viejo. Caduco.
La música no fue ajena al alboroto vanguardista. Al igual que en la poesía y las artes plásticas, los músicos se contagiaron de esta percepción del arte como investigación abierta, exploración y al mismo tiempo reflejo de su tiempo y su sociedad. A consecuencia de ello, el mismo lenguaje de la música mutó hasta ser completamente reinventado.
Tras la resaca poswagneriana (Strauss, Mahler, Scriabin), Debussy y Ravel vistieron musicalmente el impresionismo, y Erik Satie apuntó las formas del minimalismo con su música esquelética, repetitiva y funcional. La inflexión definitiva, sin embargo, la protagonizaron Stravinsky, víctima de uno de los más sonoros abucheos del nuevo siglo a raíz del estreno de su rompedora La consagración de la primavera, y muy especialmente Arnold Schónberg, que revolucionó la música occidental con su osada revisión del sistema armónico, el dodecafonismo, y sentó junto a Antón von Webern y Alban Berg las bases del serialismo que, tras la Segunda Guerra Mundial, difundieron Olivier Messiaen, Luciano Berio y Dallapiccola, entre otros.
La tecnología, eléctrica primero y electrónica después, también desempeñó un papel importante en la evolución musical de las vanguardias. La institución de su uso y, aún más importante, la creación de códigos expresivos concretos a partir del mismo, sirvió de punto de partida para la música electrónica. La primera en la historia que rompió con el tabú del ruido, con la subjetividad del intérprete, con la partitura y con el sentido mismo del arte musical.
La primera vanguardia que incorporó la presencia tecnológica a su imaginario fue el futurismo. El pistoletazo de salida lo dio el poeta, novelista, dramaturgo y agitador italiano Filippo Tommaso Marínetti el 20 de febrero de 1909 con la publicación del manifiesto fundacional de un movimiento que, si en algo sería rico, fue en manifiestos. Marinetti, exaltado, exigió un cambio radical en la sensibilidad de los artistas italianos. Cargó contra los museos —«tumbas del arte»— y las instituciones, contra los restos del romanticismo y contra el neoclasicismo. Glorificó la guerra y la juventud, exigió velocidad y máquinas, violencia y energía. Apostó por las políticas populistas —más tarde se convirtió al fascismo, como muchos otros futuristas— y por una cultura propia de la sociedad industrial, mecanizada. Observó en la tecnología el signo de progreso que necesitaba una sociedad profundamente enquistada en los valores éticos y estéticos de la tradición.
Aunque en un principio se trataba de una corriente literaria, el futurismo rápidamente polucionó a las más diversas disciplinas del arte. De este modo, en 1910 Balilla Pratella, autor de la ópera El aviador Dro, firmó el Manifiesto de la música futurista, al que seguirían el Manifiesto de la pintura futurista (1910), el Manifiesto de la dramaturgia futurista (1911), el Manifiesto de la escultura futurista (1912), el Manifiesto de la cinematografía futurista (1916), el Manifiesto de la fotografía futurista (1930) y un largo e inacabable etcétera.
En su proclama, Balilla Pratella hacía un llamamiento a los jóvenes «porque solo ellos escucharán y solo ellos entenderán lo que tengo que decir. Hago un llamamiento a los jóvenes, a esos que están sedientos de lo nuevo, lo actual, lo vital». Sin embargo, esos sedientos de lo nuevo, lo actual y lo vital difícilmente vieron saciada su sed con la obra del mismo Balilla Pratella, incendiario sobre el papel pero bastante más contenido a la hora de componer sus piezas, atropellada síntesis de formas nuevas y viejas que sucumbieron a su ambición y, más concretamente, a su falta de sustancia vanguardista.
Sustancia que, por otra parte, derrocharon las creaciones de Luigi Russolo (1885-1947), pintor y poeta futurista que, alrededor de 1910, sin ninguna formación previa en el campo de la acústica, la composición o la ingeniería, empezó a construir sus máquinas de generar ruidos, los intonarumori, en colaboración con el también pintor Ugo Piatti. Los objetivos de Russolo, expuestos en su manifiesto Harte dei rumori (1913), eran ampliar e incluso sustituir la gama tonal y textural en la música —«es preciso reemplazar la restringida variedad de timbres de los instrumentos orquestales por la variedad infinita de timbres obtenidos a través de mecanismos especiales»— y conferir al sonido no articulado, vulgo ruido, la misma categoría estética que al sonido articulado, sea este orgánico, el canto, o inorgánico, los instrumentos: «Nosotros, los futuristas —escribió—, hemos amado y disfrutado profundamente las armonías de los grandes maestros. Durante años, Beethoven y Wagner han agitado nuestros nervios y corazones. Ahora estamos saciados y encontramos mucha más fruición en la combinación de ruidos de los raíles, el motor de explosión, los carruajes y las masas aullantes que en la enésima escucha de la Heroica o la Pastoral».
La primera máquina producida por el binomio Russolo-Piatti fue el Explosionador (explosionatore), un dispositivo que, con la sucesión automática de diez notas completas, emulaba el sonido de un motor. Le siguieron artefactos como el Ululador (ululatoré), el Gluglulador (gorgogliatore), el Silbador (sibilatoré), el Crepitador (crepitatoré), el Ronroneador (ronzatoré), el Rascador igmádatore), y así hasta completar una formación orquestal completa de intonarumori.
Si bien los intonarumori fueron esencialmente empleados como complemento a desarrollos instrumentales más o menos tradicionales firmados por otros futuristas como Balilla Pratella, Casavola o Baila, Russolo compuso algunas piezas destinadas a ser exclusivamente interpretadas con —o, mejor, por— sus máquinas. Desgraciadamente, todas las grabaciones existentes desaparecieron durante la Segunda Guerra Mundial, así como la práctica totalidad de intonarumori y casi todas las partituras de Russolo, inexplicablemente destruidas por su hermano Antonio. Sin embargo, la reconstrucción a partir de ilustraciones de la época de algunos intonarumori a manos de Mario Abate y Pietro Verardo en 1977, en ocasión de la Bienal de Venecia, permite disfrutar hoy de una de las contadas ejecuciones en vivo de Risveglio di una cittá, obra paradigmática de la música ejecutada por intonarumori.
La pieza, compuesta en 1913, reproduce el despertar de la moderna ciudad industrial: maquinaria desperezándose, tráfico creciente, la masa obrera dirigiéndose a la fábrica... Un crescendo ruidoso que, al igual que los intonarumori, es ante todo una celebración de la capacidad tecnológica del ser humano. Esta misma idea, íntimamente ligada a los conceptos de progreso y futuro, marcó por siempre la iconografía de la música electrónica: una disciplina que, salvo contadas excepciones, es una apología de la inteligencia del hombre, traducida en visiones ultratecnificadas, simétricas y muchas veces fantacien tíficas. «La evolución musical —anticipaba Russolo— es paralela a la multiplicación de las máquinas, que colaboran con el hombre en todos los frentes.» Cuarenta años antes de la presentación del primer ordenador, el italiano ya anunciaba la íntima relación entre creación y tecnología que definió el devenir de esta música.
Los hallazgos de los futuristas difícilmente soportan una comparación objetiva con los de sus coetáneos surrealistas y dadaístas. A diferencia de los italianos, estos subvirtieron preceptos conceptuales mucho más profundos que la mera iconoclastia estética de Marinetti y su estéril asomo de revolución, que aun así marcó la pauta de muchas y muy distintas expresiones artísticas posteriores, del cyberpunk al techno de Detroit. Pese a todo, la obra de Luigi Russolo trascendió a su tiempo: a partir de la validación musical del ruido que desarrolló, en la que ulteriormente ahondó la escuela concreta francesa, este se convirtió en una apreciación estrictamente subjetiva. Es ruido lo que se escucha como tal. Es música lo que se mide desde una perspectiva estética. Un precepto que guió los pasos y dio entente formal a la música electrónica hasta nuestros días.
Esto, sumado a las convicciones antifascistas del creador de los intonarumori, que le obligaron a alejarse del grupúsculo liderado por Marinetti y, con el ascenso al poder de Mussolini, a exiliarse en París, hizo de Luigi Russolo una figura singular que se impone por derecho propio como básica en la música electrónica. Incluso con su exigencia del uso musical de «todos los ruidos que pueden producirse con la boca sin hablar ni cantar», que incluye en el sexto bloque de su catalogación de los ruidos en Harte dei rumori, contribuyó sobremanera al desarrollo de la poesía fonética, que en boca del dadaísta Kurt Schwitters y su paradigmática Die Sonate in Urlauten, o Ursonate, sentó en 1932 los cimientos de la audiopoética moderna.
Luigi Russolo inició con sus intonarumori una tradición exclusivamente relacionada con la música ligada a la tecnología: la del músico inventor. A partir de sus máquinas de hacer ruido, la labor del compositor y la del ingeniero tendieron a confundirse en favor de una suerte de creador total de universos sonoros que ha tenido no pocos representantes a lo largo de la historia. Algo inevitable si se tiene en cuenta la particular naturaleza de una música sometida a los designios del progreso técnico, cuyas necesidades no siempre quedan cubiertas por la maquinaria disponible y que muchas veces obliga al artista a construirse sus propios recursos. En relación directa con este fenómeno, se da también la figura inversa. Esto es, la del luthier que protagoniza una aventura musical para testar o sencillamente exhibir las virtudes de su invención. A consecuencia de ello, la música electrónica contó, especialmente en sus primeros tiempos, con un colorista ramilllete de personajes cuyos nombres quedarán por siempre ligados a sus muchas veces estrafalarios cacharros.
Las cronologías más completas sitúan el origen de la instrumentación automática en algún momento del siglo n a.C, en el seno de la cultura griega. El arpa eólica, supuestamente un objeto ritualístico para mayor gloria de Eolo, dios de los vientos, consistía en dos puentes que tensaban un número variable de cuerdas. Debidamente montada en el alféizar de una ventana, el viento hacía vibrar las cuerdas —todas de la misma longitud—, y estas emitían una nota continua. Este tipo de dispositivos se repitieron bajo las más diversas apariencias a lo largo de todo el medievo y el Renacimiento. En el siglo XVI Athanasius Kircher narraba las asombrosas habilidades de un artefacto mecánico capaz de componer música en su Musurgia Universalis (1600). Cuarenta y un años después, Blaise Pascal inventó la primera calculadora, y en 1738 se construyeron pájaros metálicos capaces de reproducir distintas melodías para divertimento de la corte. A finales del siglo XVIII aparecieron los primeros carillones, y David Hughes inventó el telégrafo con teclado siguiendo el modelo de un piano en 1859.
Pero la fecha más importante de este muy abreviado repaso es 1876. Ese año, Elisha Gray, inventora del teléfono junto con Bell, patentó el electroarmonio, o piano electroniusical, capaz de mandar notas a través del cableado telefónico. Con él arrancó un periplo que llega hasta nuestros días y que conjuga la progresión tecnológica de naturaleza eléctrica y los continuos cambios de sensibilidad en la estética musical. Entre el electroarmonio de Gray y la comercialización del primer sintetizador Moog (1965) dista casi un siglo de imaginación desbordante, nombres trabalenguas y mucha, muchísima circuitería hoy sumida en el olvido.
De entre las decenas de máquinas para hacer música aparecidas con anterioridad a los sintetizadores vale la pena detenerse en algunas dignas de análisis. Por ejemplo, el telarmonio, o dinamófono. Diseñado por Thaddeus Cahill en 1906, el telarmonio era un impresionante mamotreto de nada menos que doscientas toneladas de peso. Pensado para transmitir sonido a través de la red telefónica, cuenta con el mérito de ser el primer generador de síntesis aditiva del que se tiene noticia y el primer intento serio de crear un hilo musical, un muzak: la idea de Cahill era enviar música a hoteles y restaurantes para hacer más agradable la estancia de los clientes. Por desgracia, los cables de la época apenas pudieron resistir una señal tan ancha y el asunto acabó en un molesto zumbido que causaba interferencias en toda la red telefónica local. Básicamente, el telarmonio consistía en un sinfín de dinamos que mandaban impulsos alternos que se convertían en señales acústicas de distinta frecuencia e intensidad. Poco argumento para el hombre de negocios que, como rememoraba Mark Singer en su artículo «Singing the Body Electric», publicado en la revista The Wire de septiembre de 1995, «estaba tan enfadado con las interferencias producidas por el invento de Cahill que un día lo rompió en mil pedazos y los echó al fondo del río Hudson. Al menos, eso dice la leyenda».
Bastante más manejable, y con un calado popular mucho mayor —de hecho todavía se utiliza en determinados ámbitos—, el eterófono, también conocido como tereminovox o teremín, apareció en 1920 de la mano del ruso Lev Sergeyvich Termen, o Léon Theremin. Con su estrambótico aspecto, similar a una radio destripada, el teremín es uno de los mecanismos más ingeniosos de la historia, principalmente porque suena sin que el intérprete tenga contacto físico con el instrumento. Es decir, que se toca sin ser tocado, entre otras cosas porque puede provocar una electrocución. Semejante prodigio ocurre gracias a la inventiva de su autor, que construyó un emisor de campos magnéticos capaz de convertir en señal acústica la alteración de los mismos. Así, su manejo quedó reservado a un reducido grupo de virtuosos —entre los que destaca la estadounidense de origen soviético Clara Rockmore— capaces de controlar con el ajustado movimiento de las manos el manejo «espacial» del aparato. De sonido muy característico, agudo y ululante, el teremín fue rápidamente asimilado por Hollywood, que lo convirtió en el santo y seña del cine de terror de los años treinta —generalmente anunciando o acompañando el movimiento de una presencia fantasmagórica—, y más tarde por la música pop y el easy listening: baste recordar la melodía conductora del «Good Vibrations» de Beach Boys (en realidad interpretada con una imitación del teremín: el tanerín), la tosca intervención electrónica de Jimmy Page en «Whole Lotta Love», de Led Zeppelin, o las majaradas futuristas de Les Baxter. Otros insignes usuarios del teremín fueron compositores como Bernard Herrmann o el mismísimo Edgar Varèse.
También Varèse, junto con Messiaen, Honegger y Milhaud, aparece entre los músicos más reputados que utilizaron, desde 1928 y hasta bien entrada la década de los cincuenta, las ondas Martenot. Bautizadas con el apellido de su creador —el violonchelista francés Maurice Martenot—, las ondas ídem se convirtieron en un instrumento de uso esencialmente local, puesto que su importación fuera de Francia era precaria y muy puntual. Sin embargo, dentro del país galo gozaban de mucha popularidad entre los abanderados de la vanguardia, que recurrían insistentemente a este teclado capaz de producir una gama bastante amplia de sonidos y que se basa en la síntesis sustractiva. Este mismo principio sirvió de modelo para otros precursores del sintetizador moderno que se inspiraron directamente en las ondas Martenot, tales como el claviolín o el ondiolín, instrumento este último que se erigió en fetiche de compositores adscritos al easy listening como Juan García Esquivel o Martin Denny, audaces exploradores de las posibilidades del estéreo y de un sonido tan cómodo a la vez que misterioso. No solo era música de cócteles de sociedad. El primer lounge quiso ser medio de exploración del nuevo espacio —exterior (el primer satélite Sputnik fue puesto en órbita en 1957) y sonoro—: no en vano, también se hablaba de «space age bachelor pad music».
Si bien el inventario es inacabable —mencionemos, aunque sea a modo testimonial, la existencia del trautonio, el melocordio (codiseñado por Robert Beyer, más tarde colaborador de Herbert Eimert), el electrófono, el ritmicón, el novacordio, el tutivox o el electronio pi—, dos hallazgos tecnológicos destacan por derecho propio por su incalculable influencia en el rumbo de la música electrónica. Por una parte, la cinta magnética, que cambió definitivamente la forma de grabar música y de entender el papel del estudio, convertido en elemento creativo desde los experimentos de Pierre Schaeffer y el GRM. Por otro, el sintetizador, inventado en 1955 por Olson y Belar para RCA y convertido en objeto de consumo masivo por Robert Moog diez años después. En sus distintas encarnaciones, el sintetizador, un generador de sonidos artificiales, es decir, no emitidos por una fuente natural, se convirtió en la base de la electrónica producida hasta la aparición del software y los sistemas digitales. Pero esa, como suele decirse, es otra historia.
Ninguno de estos inventos hubiera servido de mucho de no haber sido por la intervención de un surtido grupo de personajes, unas veces iluminados, otras geniales y a veces hasta ambas cosas, cuyas exploraciones de los nuevos mundos desvelados por la tecnología redundaron sustancialmente en la normalización popular del sonido electrónico. De los muchos y muchas que fueron, cabe destacar a Joe Meek, Oskar Sala, la pareja formada por Louis y Bebe Barron, Morton Subotnick y Raymond Scott, casi todos ellos estadounidenses y con una visión mucho menos intelectualizada que sus homólogos europeos.
La excepción que confirma esta regla es el inglés Joe Meek —un cruce entre Buddy Holly y las primeras aportaciones del home studio a la música popular: con una cámara de eco casera, sonidos inusuales como agua grabada al tirar de la cadena del inodoro (y reproducida al revés) y todo tipo de manipulaciones sonoras presámplicas, Meek fusionó surf, rock’n’roll, pop y precedentes del ambient en «I Hear a New World» y el single de éxito «Telstar», al frente de The Tornados— y, sobre todo, el alemán Oskar Sala (1910). Alumno de Paul Hindemith, Sala participó a los veinte años en la construcción del primer trautonium, obra del doctor Friedrich Trautwein, y se especializó en su uso: es uno de los contados intérpretes de trautonium que se recuerdan. Su relación con este artefacto le llevó a diseñar por su cuenta versiones ampliadas y mejoradas, con lo que empezó a labrarse un nombre en el mundo de la ingeniería musical. Así, entre 1935 y 1952 dio a luz al radio-trautonium y al mixtur-trautonium, de los que posee la patente en Estados Unidos y media Europa. En 1958 fundó el primer estudio especializado en música electrónica de Berlín, que se convirtió en su cuartel general y el lugar donde creó numerosos jingles publicitarios para la radio y la televisión e investigó las posibilidades del sonido sintético como elemento dramático en la narrativa cinematográfica. Su logro más famoso son los efectos de sonido de Los pájaros, de Alfred Hitchcock.
También el cine es el vehículo escogido por Louis (1920-1989) y Bebe Barron (1927-2008) para dar a conocer sus angulosos sonidos. El matrimonio de compositores estadounidenses, que se inició en la labor investigadora en 1948 tras hacerse con un magnetófono, se convirtió en algo así como las primeras estrellas de la música electrónica popular gracias a la imaginativa banda sonora de Planeta prohibido (1956), film de ciencia ficción que musicaron únicamente con sonidos electrónicos y que gozó de gran éxito, hasta el punto de que se les nominó a un Oscar a lamejor banda sonora.
Quien también gozó del favor del público, aunque a una escala considerablemente mas reducida, fue Morton Subotnick. Gracias, por supuesto, a Silver Apples of the Moon (1967), una entretenida composición que supuso la consagración popular del sintetizador modular Buchla, obra de Don Buchla, miembro del San Francisco Tape Center fundado por Subotnick y Ramón Sender. «El sintetizador modular —explica hoy Subotnick— no pretendía ser un instrumento musical, sino una paleta de controles para crear música, algo parecido a un ordenador analógico. La diferencia esencial respecto al sintetizador Moog es que este estaba pensado para un uso distinto, más clásico, de ahí que tuviera un teclado tradicional con blancas y negras.» Silver Apples of the Moon cuenta con el mérito añadido de ser la primera obra electrónica especialmente pensada para ser publicada en formato disco, lo que le confirió una naturaleza más funcional, menos diletante de la habitual en los tiempos de exploración y descubrimiento en que fue compuesta. Actualmente, Subotnick es el codirector del Programa de Composición y el Centro de Experimentos en Arte del California Institute Of The Arts. Aún realiza giras puntuales como ponente y compositor e intérprete de música electrónica.
A Raymond Scott, en cambio, se le sumió en el ostracismo hasta hace muy pocos años, cuando la reedición de algunos de sus trabajos permitió descubrir a un músico de imaginación desbordante y gran sentido del humor. Proveniente del jazz y productor muy solicitado a mediados de los cincuenta, Scott fue responsable de algunos de los momentos más innovadores del sonido Motown, productora de soul donde estuvo empleado entre 1972 y 1977. Años antes, sus alocadas composiciones fueron adaptadas en más de mil episodios de las series de dibujos animados Looney Toones y Merry Melodies, de Warner Brothers, e interpretadas en la pequeña y la gran pantalla por Bugs Bunny y el Pato Lucas. A él se deben inventos como el electronio y el clavivox, una suerte de sintetizador avant la lettre que utilizó recurrentemente en sus hermosas y divertidísimas miniaturas musicales.
Nada estaba listo y todo estaba por hacer, y tuvimos el privilegio de no hallar nada delante de nosotros.
PIERRE BOULEZ, Puntos de referencia
La irrupción de la música concreta supuso la mayor revolución sonora acontecida en Occidente desde el dodecafonismo de Schónberg y las serenatas industriales de Luigi Russolo, y su impacto en el panorama artístico posterior resultó aún mayor, puesto que descubrió el potencial creativo del estudio de grabación hasta el punto de convertirlo en un elemento determinante, muchas veces el único, del proceso compositivo. Por primera vez en la historia, nacía un género inconcebible sin la presencia de los dispositivos eléctricos. Pero no es su naturaleza sistémica —depende por entero de un sistema tecnológico— la única novedad que aportó a la música contemporánea: tanto o más relevante resultaba su utilización estética de sonidos no emitidos por instrumentos o personas. Si Russolo construyó los intonarumori para emular el rugido de las fábricas y el traqueteo de los motores, los músicos concretos «toman» esos sonidos directamente de la realidad gracias al desarrollo de la microfonía y las técnicas de grabación. Con ellos nacieron conceptos como «poesía sonora», «paisaje sonoro», «radio-arte» o «arte sonoro».
El término «música concreta», acuñado por Pierre Schaeffer, su inventor, principal ideólogo y autor de A la recherche A’une musique concrete (1952), ensayo donde se exponen los principios básicos del género, se significa en oposición a la música abstracta. Como tal hay que entender la música tradicional, que se basa en la composición —escritura de la partitura— y su posterior interpretación. La música concreta, por el contrario, utiliza la cinta magnética como soporte y al mismo tiempo obra. El compositor graba sonidos concretos —es decir, no marca una directriz tonal o tímbrica, sino que trabaja con «objetos sonoros», ya existentes—, que graba, manipula y yuxtapone. La obra, por tanto, es intransitiva en tanto que única: no puede ser interpretada, sino únicamente escuchada. Permanece inalterable y puede ser disfrutada infinitas veces sin que se dé variación alguna, puesto que su ejecución no depende de la subjetividad de un intérprete humano, sino de la eficacia y calidad del dispositivo reproductor.
En los preliminares de Tratado de los objetos musicales (1966), Schaeffer lo expone así:
Cuando en 1948 propuse el término de «música concreta», creía marcar con este adjetivo una inversión en el sentido del trabajo musical. En lugar de anotar las ideas musicales con los símbolos del solfeo, y confiar su realización concreta a instrumentos conocidos, se trataba de recoger el concreto sonoro de dondequiera que procediera y abstraer de él los valores musicales que contenía en potencia. Esta expectativa justificaba la elección del término y marcaba la apertura de direcciones muy diversas para el pensamiento y la acción. Pero primeramente hubo que ajustar el precio de la ganga. Era aún la época de los tocadiscos y únicamente el surco cerrado permitía tallar en los sonidos los recortes que nos llevaban a los collages. Pensábamos en los precedentes de la pintura, y el paralelismo con una pintura no figurativa, llamada «abstracta», nos llevaba directamente a las antípodas de lo concreto: pero no íbamos a llamar «abstracta» a una música que se privaba de los símbolos del solfeo y trabajaba en el propio sonido vivo. De ahí a imaginar una reciprocidad entre pintura y música no había más que un paso, que enseguida franquearon algunas gentes de espíritu simétrico. Decían: la pintura figurativa toma sus modelos del mundo exterior, en lo visible, mientras que la pintura no figurativa se apoya en valores pictóricos forzosamente abstractos; a la inversa, la música se ha elaborado sin modelo exterior, y solo remitía a «valores» musicales abstractos, y ahora se hace «concreta», «figurativa» podríamos decir, cuando utiliza «objetos sonoros» extraídos directamente del «mundo exterior» de los sonidos naturales y de los ruidos.
Ateniéndonos a esta definición, es de ley resaltar la figura de Walter Ruttmann (1887-1941) a modo de insigne pionero de la música concreta y, quizá, inspirador de Schaeffer. Arquitecto, pintor y cineasta, Ruttmann fue también el primer autor de cine abstracto, con sus cinco Opus de lo que él llamaba «música óptica». Precisamente su ocurrencia de invertir el orden de la fórmula, es decir, de crear una película que no se ve, solo se escucha, dio lugar al primer episodio «concreto» que se conoce: Wochende, o Weekend, un montaje de once minutos realizado con retales de sonidos relativos a un fin de semana berlinés —voces, músicas, ambientes— realizado sobre celuloide en 1930. Pese a todo, la puntual incursión audioartística de Ruttmann es, comparada con la obra sonora y teórica de Pierre Schaeffer, una anécdota sin mayor trascendencia histórica.
Pierre Schaeffer nació en Nancy el 15 de agosto de 1910. Hijo de un violinista y una cantante, ingresó a muy pronta edad en el conservatorio de su ciudad natal para estudiar chelo. Sin embargo, el joven Pierre renunció a su carrera como instrumentista para, tras permanecer en la escuela politécnica entre 1928 y 1931, matricularse en electricidad y telecomunicaciones. Acabada la carrera, fue contratado en 1934 por el servicio de telecomunicaciones de Estrasburgo. Dos años después, su traslado a la radio pública de París —a partir de 1940 bajo control de las fuerzas de ocupación nazis, aunque Schaeffer fuera colaborador de la resistencia— marcó el punto de partida de su particular odisea en el mundo de la electroacústica.
Fascinado por las posibilidades del estudio de grabación y los elementos que lo integran —fonógrafos, mezcladores, etcétera—, Schaeffer inició su obra teórica centrándose, no en el sonido, sino en su escucha. Sus primeras conclusiones, publicadas en Revue Musicale, establecieron la diferencia entre lo que él acuñó como la «escucha binaural ordinaria», natural y orgánica, y la «escucha de radio», abierta a las infinitas posibilidades que of rece el medio. Entroncando con esta tesis, circunscribió al cine y la radio en la categoría de las «artes transmisoras» y ahondó en la dualidad de su rol en tanto que fuentes de sonido: en sus propias palabras, «retransmiten lo que vemos y lo que oímos, pero también lo que no vemos ni oímos». Es decir, permiten escuchar la voz de los personajes y los sonidos incidentales de la escena, los sonidos «concretos», pero también introducen músicas que no vemos ejecutar y voces que no vemos articular, sonidos «abstractos». Esta primera diferenciación entre sonidos concretos y abstractos fue determinante en la obra de Pierre Schaeffer y, por extensión, de lo que posteriormente se conoció como música concreta.
La radio era, para el ingeniero francés, el medio idóneo para experimentar con el sonido. En primera instancia, acomodó sus pruebas en la narrativa más o menos ortodoxa del serial. Pero a partir de 1944, fecha en que se retransmite por primera vez la serie La Coquille a Planétes, se zambulló por completo en el cosmos de nuevas sensaciones sonoras que descubre en su Studio d’Essai de la Radiodiffusion Nationale, laboratorio de investigación sonora que él mismo fundó en 1943 y que posteriormente fue rebautizado como Club d’Essai.
El hecho que precipitó definitivamente el nacimiento de la música concreta fue el inicio, en enero de 1948, de su estudio y catalogación de los sonidos alterados mediante la manipulación de su soporte y su medio de reproducción; esto es, el disco y el fonógrafo. Son en total cinco trabajos —Eludes de Bruits— donde Schaeffer conjuga distintas velocidades de reproducción, construye bucles (loops) y crea efectos diversos (reverberaciones, delays, distorsiones) con la ayuda del fonógeno, una suerte de sampler seminal inventado por él mismo. Las conclusiones prácticas de los Études de Bruits se retransmitieron vía Radio Nationale el 5 de octubre de ese mismo año en el legendario Coticen de Bruits.
Schaeffer estableció una primera catalogación del acontecimiento sonoro, el objet sonore, en dos grupos básicos: los de origen humano (voces, respiración, gritos, silbidos) y los no humanos (instrumentos orquestales, ambientes, percusiones). Más adelante depuró este orden en su Soljege des objets sonores, división que entroncaba con la elaborada por Luigi Russolo en su L’arte dei rumori y que establecía cuatro bloques esenciales: los elementos vivos, los instrumentos preparados, los instrumentos convencionales y los ruidos (esto es, todos los sonidos que no encajan en ninguno de los tres grupos anteriores). Cada acontecimiento acústico clasificado se mide, además, por veinticinco parámetros distintos —longitud, complejidad...—, así como por la manipulación a la que es sometido por el músico concreto: reverberación, modulación, transmisión, etcétera.
A raíz de la asignación en 1949 del joven compositor Pierre Henry como ayudante, se forjó una alianza musical que dio como fruto algunas de las piezas paradigmáticas de la música concreta —Symphonie pour un homme seul (1959), Orphée (1953)— y se configuró el binomio fundacional del Groupe de Recherches de Musique Concrete, al que en 1951 se sumó el ingeniero Jacques Poullin. El trío entró a trabajar en el primer estudio de música electroacústica de la historia, enteramente financiado por la RTF (Radiodiffusion Televisión Francaises). Al cabo de cuatro años, contaban con un grabador de cinta de tres pistas, una máquina con diez cabezales lectores capaces de generar loops con eco (el morfófono), un lector de cinta con veinticuatro velocidades de reproducción y otros artefactos de confección propia que sirvieron, no solo a Schaeffer y Henry en su tarea creativa, sino también a ilustres invitados y colaboradores como Messiaen, Boulez, Stockhausen, Varèse o Honegger.
Si la obra en solitario de Pierre Schaeffer quedaba muchas veces condicionada por sus objetivos eminentemente técnicos, la de su mano derecha, Pierre Henry (1927-2017) cuenta con un mayor sentido de la musicalidad, dada su ambivalencia como ingeniero y compositor. Alumno de Messiaen, Passerone y Boulanger, él fue quien por primera vez asumió la música concreta como escuela artística. Fundador de los estudios Apsomé tras los años de colaboración con Schaeffer, la primera entidad privada dedicada a la música experimental, Henry cargó de emotividad el manejo de la cinta magnética. Una emotividad que pasaba inexorablemente por la instauración de un nuevo orden estético —el aprecio de la modulación, la sensualidad hipnótica del loop, el misticismo de la reverberación— y que desarrolló en convergencia con otras artes como el cine o la danza. Autor de ballets como Le voyage (1962) o Messe pour le temps present (1967), compuesto para Maurice Béjart, Pierre Henry es también responsable de episodios tan hermosos como Variations pour une porte et un soupir (1963), obras monumentales como Messe de Liverpool (1968) o Dixieme Symphonie (1979) e incluso una simpática incursión «concreta» en la música pop: la célebre «Psyché Rock».
También involucrado en el Groupe de Recherches de Musique Concrete, en el que entró en 1958 como ayudante de Schaeffer —entre 1966 y 1997 permaneció como director artístico—, Francois Bayle (Madagascar, 1932) fue uno de los principales responsables de introducir la música concreta en los dominios de la informática. Su inmersión en la composición concreta digital se dio desde dos perspectivas bien distintas: como usuario, al protagonizar los primeros acercamientos musicales al software, y como programador, creando el GRM Tools, cuyo uso está hoy extendido en todo el mundo. Esta faceta como inventor de tecnología —es también padre del espectacular acusmonio, una orquesta compuesta por ochenta altavoces— iguala en sus logros a la tarea teórica y composicional de Bayle, cuyas obras imitaron continuamente con el paso de los años y el descubrimiento de nuevas tecnologías para convertirse en un perpetuo work inprogress. L’Expérience Acoustique (1972), Cycle Acousmatique (1978) o Érosphère (1980), algunas de sus piezas más celebradas, que Bayle tilda de «utopías», son apuntes sujetos a una transformación constante, metáforas que cambian de sentido, narraciones que incorporan nuevos significados hipertextuales con cada nueva interpretación. Y son también la base angular de lo que hoy conocemos como música acusmática, término acuñado por Bayle en 1974 por el que se entiende el flujo sonoro de una manera funcional, casi como un objeto de tres dimensiones que se adapta al entorno físico donde se reproduce. El músico y ensayista francés Michel Chion define la acusmática como «una música que se genera, se desarrolla en un estudio y se proyecta en una sala, como el cine». Sobra señalar la decisiva relevancia que tiene en la música acusmática el desarrollo de los diseños de amplificación, la ubicación física de los altavoces y la fidelidad de reproducción. «A través de la escucha acusmática —concluye Carlos Palombini en La música concreta revisada—, el magnetófono se convierte en componente de un renacimiento global de la cultura.»
Aunque cercano a las experiencias del GRM, en tanto que experimentador con sonidos concretos, Edgard Varèse supuso, pese a todo, un caso muy particular. Tangencialmente se le puede considerar un músico concreto, sobre todo gracias a sus clásicos Déserts (1954) y Poéme Electronique (1958), pero en su obra alterna los acercamientos a la electrónica con una muy personal relectura del serialismo y, fruto de la influencia surrealista, un cierto sentido de lo performántico.
Nacido el 22 de diciembre de 1883 en París, Varèse pertenece a una generación anterior a la de Schaeffer y Henry, lo que no le impidió sintonizar con estos pero sí le distanció, en cierto modo, de muchos de sus coetáneos a causa de su base dodecafónica y su exilio voluntario en Estados Unidos, donde entró en contacto con una realidad artística bien distinta a la europea en la que permaneció hasta su muerte, en 1965. Hijo de madre francesa y padre italiano, Edgard Varèse pasó su infancia y adolescencia a medio camino de París y Turín, hasta establecerse definitivamente en la capital gala en 1903, para empezar sus estudios bajo la tutela de Indy, Roussel y Widor. Aconsejado por Debussy y Busoni, en los años diez entró en contacto con la obra de Schónberg y Stravinsky, por una parte, y con las primeras andanadas futuristas, por otra. Dos estéticas bien distintas que, sin embargo, confluyeron en su obra posterior, singular híbrido entre el serialismo y la vanguardia.
Instalado en Estados Unidos a raíz del estallido de la Primera Guerra Mundial, Varèse conjugó en tierras americanas una progresiva radicalización de sus formas musicales, cada vez más complejas y asimétricas, con la dirección orquestal (concretamente de la New Symphony Orchestra, desde 1919) y la fundación de la International Composers Guild en 1921 y la Pan-American Association of Composers en 1926, ambas entidades consagradas a la difusión transatlántica de los trabajos de Bartók, Berg, Webern o Ravel. Años después, en 1937, en un gesto de inflexión que habla mucho y bien de su amplitud de miras, creó la Schola Cantorum de Santa Fe (Nuevo México) y el Greater New York Chorus en 1941, dedicados a la música de los siglos XVIII y XIX. Esta búsqueda incansable de nuevos horizontes, ya sea desde el gesto vanguardista o la revisión del pasado, fue la principal característica de la carrera del mismo artista que un día expresó un deseo que supone la culminación de todos los anhelos de la música electrónica: «Sueño con instrumentos que obedezcan a mi pensamiento, y que con la ayuda de un sinfín de timbres inimaginables se presten a cualquier combinación que yo desee imponerles, rindiéndose a las exigencias de mi ritmo interno».
Simultáneamente a la música concreta, la música electroacústica nació en los albores de los años cincuenta en el círculo de colaboradores del GRM. Bautizada por Pierre Henry e igualmente ligada de forma intrínseca al desarrollo tecnológico, también de naturaleza sistémica, la electroacústica sustituyó los sonidos «concretos» obtenidos de fuentes naturales por otros sintetizados electrónicamente. Pierre Schaeffer la explica en su Tratado de los objetos musicales: «La música concreta pretendía componer obras con sonidos de cualquier origen (especialmente los que se llaman ruidos) juiciosamente escogidos y reunidos después mediante técnicas electroacústicas de montaje y mezcla de las grabaciones».
Inversamente, la música electroacústica pretendía efectuar la síntesis de cualquier sonido sin pasar por la fase acústica, combinando, gracias a la electrónica, sus componentes analíticos que, según los físicos, se reducen a frecuencias puras dosificadas en intensidad que evolucionan en función del tiempo. Así se afirmaba con fuerza la idea de que todo sonido era reducible a tres parámetros físicos —la frecuencia medida en hercios (hz); la intensidad medida en decibelios (db); el tiempo, medido en segundos (s) o milisegundos (ms)— en cuya síntesis, posible a partir de entonces gracias al ordenador, podría hacer inútil, en un plazo de tiempo más o menos largo, cualquier otro recurso instrumental, ya fuera tradicional o «concreto». Con una mayor carga lírica y afrontando la ambigüedad que rodea a sus resortes identificativos, el compositor Eduardo Polonio afirmaba que la música electroacústica «no sería sin la electricidad. Sin Henry, que acuñó el término, y que junto a Schaeffer siguió trazando la línea que venía desde el intonarumori. No sería sin la otra línea (la electrónica) que, partiendo de la rueda de Delezenne, pasa por el arco de Duddell, el telarmonio de Cahill, el eterófono de Theremin, el electrófono de Mager, las ondas de Martenot, el trautonio de Sala. No sería sin Edison, sin Bell, sin Lee de Forest, sin Meyer-Eppler. No sería sin Varèse, sin Eimert, sin Ommaggio AJoyce (Berio), sin Cartridge Music (Cage), sin Gesang Der Jüngline (Stockhausen). No sería sin Moog, Chowning, el postserialismo (Boulez), el azar (Xenakis); sin el altavoz, el micrófono, la cinta magnética, el bit. No sería sin todos los que estamos intentando definiría».
La electroacústica y la música concreta son parte intrínseca de lo que hoy entendemos por música electrónica. No solo por el medio donde se realizan (los sistemas tecnológicos electrónicos), sino por sus dinámicas particulares, que fueron recicladas una y otra vez en décadas posteriores bajo los más distintos signos. Estas dinámicas y sus muy sutiles diferencias son las que distinguen muchas veces a uno y otro género.
Oficialmente, la música electrónica nace en 1951 de la mano de los germanos Robert Beyer y Herbert Eimert, quienes produjeron la primera composición de la historia únicamente interpretada con tonos generados electrónicamente. Pero la gloria se la llevó el alumno directo de Eimert, Karlheinz Stockhausen. Juntos facturaron el término elektronische Musik. Stockhausen, con su innato sentido de la promoción, ha sido el responsable de difundirlo por los cinco continentes y de plasmarlo discográficamente antes que nadie.
Como afirmaba Barry Witherden en su completa revisión «Stockhausen for Beginners», publicada en la revista The Wire de diciembre de 1996, «Karlheinz Stockhausen ha jugado un papel seminal en la música del siglo XX, y no hay duda de que será igualmente reverenciado y vilipendiado en el siglo XXI y en todos los que le sigan ... Se ha mantenido durante cinco décadas en el centro de la música europea, estudiando con Messiaen y Schaeffer, enseñando a Cornelius Cardew, Tim Souster y Kevin Volans, influenciando a Miles Davis, John Lennon y Philip Glass, fascinando y/o exasperando a Berio, Boulez, Cage, Copland, Globokar, Kagel, Ligeti, Maderna, Nono, Penderecki, Pousseur...».
En efecto, pocos músicos disfrutaron en el siglo XX de una presencia artística y mediática comparable a la de Karlheinz Stockhausen. Prolífico, polifacético y polémico, el alemán ha sido, para muchos aún es, un eje básico en la historia de la música contemporánea. A él se deben las primeras obras puramente electrónicas jamás publicadas, Studien I Und II y Gesang Der Jüngline, ambas de 1953, así como la paternidad de la música espacial gracias a Kontakte (1958) y, en cierto modo, de la world music gracias a sus mezclas de sonidos étnicos y sintéticos en Kurzwellen (1964) e Hymnen (1967). Incluso se le atribuye la autoría del primer fanzine industrial, Die Reihe, del que fue coeditor entre 1954 y 1959. Amigo de las más vistosas etiquetas, entre sus hallazgos teóricos se encuentran marbetes como la música puntual, la música intuitiva, la música cósmica, la música estadística, la música mántrica, la nueva música percutiva, la telemúsica, la composición en grupo, la composición momentánea, la composición multifórmula...
Karlheinz Stockhausen nació el 22 de agosto de 1928 en Módrath, cerca de Colonia. Tras licenciarse en el Conservatorio Nacional de Música y en la Universidad de Colonia, donde cursó estudios de filología germana, filosofía y musicología, compuso un buen número de piezas fuertemente influenciadas por el serialismo, hasta que en 1952 acudió a un curso de rítmica y estética impartido por Olivier Messiaen en París. A través del compositor francés entró en contacto con el Groupe de Recherches de Musique Concrete que dirigían Schaeffer, Henry y Poullin, y allí grabó uno de los famosos Études auspiciados por el GRM y, lo más importante, descubrió las infinitas posibilidades que le brindaba la tecnología electrónica. Al año siguiente ya colaboraba permanentemente con el Estudio de Música Electrónica de la Nordwestdeutscher Rundfunk en Colonia, bajo dirección de Herbert Eimert, donde produjo la famosa serie radiofónica Música de nuestro tiempo, y adiestró a un impresionante número de discípulos —entre ellos Holger Czukay e Irmin Schmidt, futuros fundadores de Can— e inició su imparable carrera al estrellato.
Desde 1950 ha compuesto casi trescientas obras, un opus creativo que contiene nada menos que treinta y cuatro piezas para orquesta, trece para coro y orquesta, más de dos docenas de partituras para instrumentos solos, música de cámara y no menos de ciento sesenta piezas electrónicas y electroacústicas. En sus últimos años en activo, seguía aseverando que, antes que músico o compositor, era un canalizador de música, una suerte de médium entre el sonido y su escucha que se limita a formalizar lo que ya preexiste en alguna dimensión cósmica a la que solo él parece tener acceso: «Yo hablo directamente con los sonidos —explica en Stockhausen on Music—. El sonido es el aire que respiro. Siempre que trato con sonidos, estos se organizan solos para hablarme. Conversamos. Cuando un sonido llega a mis manos, en el estudio o donde sea, inmediatamente puedo situarlo en un espacio sonoro adecuado. Tengo visiones intuitivas de mundos sonoros, de música, y siento un gran placer al sentarme a escribir música. Muchos de mis colegas no pueden permanecer sentados más que unas pocas horas sin levantarse a tomar un café o a hacer cualquier otra cosa. Mi mayor placer es componer o trabajar en el estudio durante diez o doce horas ininterrumpidamente. Es maravilloso».
Si no el primero, Stockhausen es el compositor electrónico más conocido de su época y el que antes editó sus obras en formato discográfico, lo que le convierte en una especie de gurú transicional entre la música experimental y su posterior reescritura en formato popular, también impulsada desde Alemania Federal vía Kraftwerk y los devaneos galácticos de Kluster y los correos cósmicos.
La historia de la música electrónica no es lineal, muchas veces ni siquiera coherente. Es confusa, compleja y plagada de inflexiones a veces inexplicables. Se trata, en realidad, de una extensión mínima de otra narración mucho más amplia y apasionante: la del progreso y la asimilación de la tecnología por parte del ser humano, en su vida y en su arte. De ahí la dificultad de establecer una cronología donde confluyan modos y sentires tan distintos y variopintos como los de la música concreta, el futurismo o las bandas sonoras para dibujos animados. Y de ahí también la necesidad de mentar, aunque sea a vuelapluma, la contribución de artistas que, si no estrictamente circunscritos a la música electrónica «pura», sí han sido determinantes en la evolución de esta. Conste en acta, pues, la existencia, por ejemplo, de John Cage, padre de la música aleatoria y de una concepción radical, única, del hacer y escuchar música, que en ocasiones recurrió al empleo de la cinta magnética y al que hasta cierto punto se debe el llamado paisaje sonoro, asimilación contemplativa, profundamente poética de la música concreta. Tampoco puede obviarse al griego Iannis Xenakis, arquitecto y compositor responsable de la música estocástica, basada en complejos sistemas matemáticos. Y vale la pena recordar igualmente a Charles Ivés, Richard Maxfield, Pauline Oliveros, Luc Ferrari, David Tudor, Terry Riley, LaMonte Young, Vladimir Alexei Ussachevsky, Steve Reich, Bernard Parmegiani, Robert Ashley, Alvin Lucier, Hugh Le Caine, Milton Babbit, Vittorio Gelmetti, Max Mathews y tantos otros y otras que, como recuerda Brian Eno en las notas interiores de OHM: The Early Gurus of Electronic Music (Ellipsis Arts, 2000), «ayudaron a desarrollar un vocabulario de nuevas perspectivas para la música de este siglo y que, quizá sorprendentemente, se han convertido en parte de un muy fructífero intercambio con la música popular».