La llegada de Albert von Filek a Madrid se produjo a finales de febrero o principios de marzo de 1931. En esos momentos, España estaba atravesando una época de fuertes convulsiones políticas. La dictadura de Primo de Rivera había liquidado el prestigio de la monarquía de Alfonso XIII, y la dictablanda de Berenguer no se había demostrado capaz de devolvérselo. El rey acababa de nombrar presidente al almirante Juan Bautista Aznar, que convocó elecciones municipales para el 12 de abril. Ese domingo, los partidarios de la república vencieron en las ciudades y los de la monarquía en el campo. La sociedad española interpretó las elecciones como un plebiscito sobre la monarquía, y el martes 14 de abril, en medio de un ambiente festivo, la gente se echó a la calle para proclamar la Segunda República.
Madrid se convirtió de golpe en una gran verbena republicana. Josep Pla, que esa misma mañana había llegado en tren desde Barcelona, recreó esa jornada histórica en El advenimiento de la República: el ondear de las primeras banderas tricolores, el gentío subiendo por Alcalá en dirección a la Puerta del Sol, los comercios apresurándose a ocultar los símbolos monárquicos, los ciudadanos que sin saberse la letra se arrancaban con La Marsellesa y el Himno de Riego... También Rafael Cansinos-Assens andaba por allí, y en La novela de un literato nos dejó una descripción del ambiente: las regias estatuas de la plaza de Oriente adornadas con banderines rojos, unos alborotadores cambiando el rótulo de la plaza de Isabel II por el de Fermín Galán, otros derribando en esa misma plaza la estatua de la Reina Castiza e intentando hacer lo mismo con la de Felipe III en la plaza Mayor, viejos republicanos con sus gorros frigios como crestas de gallo mezclándose con la multitud, los camiones desde los que unas prostitutas cantaban «¡cinco, seis, siete, ocho..., el rey estaba pocho!» mientras «un hombre de facha soez» exhibía un conejo muerto y gritaba «¡el conejo de la reina!», jóvenes con escarapelas y brazaletes rojos colocando carteles de PUEBLO, RESPETA ESTE EDIFICIO QUE ES TUYO para evitar posibles desmanes, los pequeños altarcitos como mesas petitorias con los retratos de Galán y García Hernández, los edictos en las paredes en los que el alcalde Pedro Rico anunciaba la instauración del nuevo régimen, las largas colas de gente impaciente por comprar los periódicos vespertinos... La juerga continuaba cuando, ya de madrugada, se acercó Pla a la plaza de Oriente y vio «grupos de aspecto suburbial, con alguna mujer, ligeramente bebidos, con banderas, latas de petróleo, trozos de estatuas mutiladas o derribadas, que seguían gritando y cantando pero con aire de estar ya un poco cansados».
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Derechos reservados: Albert von Filek. Fuente: El Día de Palencia, 12 de marzo de 1940 |
Aquel día pocos se quedaron en casa. No resulta inverosímil que el recién llegado Filek se asomara, aunque fuera brevemente, a ese Madrid desinhibido y bullanguero. No conozco fotos suyas de esa época pero sí de unos pocos años después, y puedo imaginármelo: un cuarentón vestido con más atildamiento que elegancia, el cuello recio, la mandíbula ancha, los ojos caedizos, el abundante pelo moreno aplastado por la brillantina. Ese hombre, capaz de desenvolverse con soltura en cuatro o cinco idiomas pero aún no en español, tal vez no acabara de entender las cosas que veía. ¿Se dejaría arrastrar por el ambiente festivo y bullicioso o más bien se mostraría reticente ante lo que tal vez le pareciera una algarada del populacho? Resulta más verosímil la segunda hipótesis. El aristócrata venido a menos y antiguo capitán de artillería Albert Eduard Wladimir Fülek Edler von Wittinghausen, un caballero que había perdido su posición por haber jurado fidelidad a un imperio ya inexistente, no debía de ver con buenos ojos un espectáculo que en realidad se parecía mucho al que había visto en Viena trece años antes, cuando el emperador Carlos cedió el poder a un gobierno de corte revolucionario. Filek llegó a Madrid a tiempo de presenciar cómo la historia se repetía: si en 1918 había visto nacer la república en Austria, ahora la estaba viendo nacer en España. ¿También en España se iba a abolir la nobleza, como había ocurrido en Austria al aprobarse el Adelsaufhebungsgesetz, la ley de abril de 1919 que no sólo suprimía los privilegios de la aristocracia sino que ilegalizaba los títulos nobiliarios y hasta la partícula von de los apellidos? ¿También ahora iban a prohibir su clase social? ¿También ahora le iban a perseguir sólo por haber nacido en su familia?
Parece seguro que Filek no era hombre de muchas veleidades revolucionarias. En una de las pocas cartas suyas que se conservan se declararía leal a «nuestro gran héroe, el gran Dollfuss», canciller austriaco de tendencia socialcristiana asesinado en 1934 por los nazis. La carta, escrita en plena Guerra Civil en una cárcel republicana (y que por tanto tenía que pasar la censura interna), tiene un tono general solapado e insincero, y sin embargo la afinidad política que sugiere resulta verosímil: un reaccionario, un conservador que añoraba antiguos esplendores, pero no un hitleriano.
Entre las pocas personas que alguna vez han escrito en torno a la figura de Filek sólo hay una que lo conoció brevemente y tuvo algún trato con él. Me refiero al norteamericano Charles Foltz Jr., un joven reportero que durante la Guerra Civil escribió despachos para la agencia Associated Press y que luego volvió a España para dirigir durante cinco años la delegación madrileña de esa misma agencia. De esas experiencias surgió su libro The Masquerade in Spain. En él atribuye a Filek amistad con ciertos aristócratas monárquicos que en agosto de 1932 fueron encarcelados por apoyar el levantamiento militar del general Sanjurjo. Foltz, que en aquella época aún no vivía en España, está hablando de oídas, pero lo que dice parece razonable. La prueba de que Filek cultivó esa clase de relaciones es que poco después, en cuanto se le presentó la ocasión, intentó hacer negocios con algún militar próximo a Sanjurjo. ¿Qué tendría de extraño, por otro lado, que se moviera en esos círculos? A nadie puede sorprender que Filek, nostálgico de un imperio extinguido y antiguo capitán licenciado por la fuerza de unos tratados, se relacionara con sus iguales: militares que se mantenían leales a la fenecida monarquía, muchos de ellos apartados del ejército por la llamada Ley Azaña, que había enviado a la reserva a casi nueve mil oficiales.
La documentación le identificaba como Alberto von Filek, hijo de Vladimiro y de María, soltero, de profesión químico, de nacionalidad austriaca, nacido el 27 de marzo de 1889 en Tschöran, una pequeña población en la región de Carintia. Y él se presentaba a sí mismo como antiguo capitán de artillería hasta el forzado licenciamiento general tras la derrota de 1918, miembro de una familia ilustre entre cuyos parientes había generales y mariscales del ejército imperial. Para alguien como Filek, que tan orgulloso se mostraba de sus orígenes aristocráticos, el bullicioso Madrid republicano tal vez no fuera el sitio ideal. La aristocracia, precisamente, gozaba entonces de escasas simpatías. Corpus Barga, que en Paseos por Madrid dejó un testimonio cabal de las transformaciones experimentadas por la ciudad, observó cómo los viejos palacios retiraban sus blasones para ocultar todo rastro de hidalguía y quedaban convertidos en meras «casonas manchegas». Propiedades que habían sido exclusivas del ejército o la monarquía pasaban a engrosar el patrimonio municipal, y las clases bajas se apresuraban a ocupar los nuevos espacios públicos. La Casa de Campo, reservada hasta poco antes a la familia real, se estaba convirtiendo «en un parque popular y vulgar» y, al término de la jornada laboral, el «pueblo paleto» se hacía el señorito por el centro de la ciudad. La plaza Mayor era ahora el lugar de reunión de los soldados libres de servicio y, con la nueva moda del nudismo, en la playa del Manzanares los «desnudistas» se tendían al sol junto a sus meriendas. En el achulapado Madrid de los teatros y los cines, de los casinos, cafés y cervecerías, de los estancos ambulantes de tabaco y los hornos móviles de patatas asadas, se estaba formando, según Barga, «una nueva sociedad salida del pueblo, una mesocracia», y el viejo patriciado, que había encadenado su destino al de la monarquía, perdía lustre y pujanza a pasos agigantados.
En la carta que ya he mencionado, Filek dejó claro que su sistema de valores seguía anclado en los tiempos del Imperio. En ella, escrita en circunstancias más que complicadas, afirmaba que, cuando le llegara el momento, no moriría como un conejo sino que lo haría como un capitán condecorado y un aristócrata: los «mil años» de antigüedad de su apellido le imponían un estricto código de conducta que sabría respetar hasta el último instante de su vida. En ese orden antiguo percibía una legitimidad y una coherencia que ninguna sociedad nacida al calor de las últimas revoluciones había sido capaz de emular. Le ocurría lo mismo que al conde Franz Xaver Morstin, protagonista de El busto del emperador de Joseph Roth y arquetipo de la vieja aristocracia que quedó desclasada tras la derrota en la Gran Guerra. Para el conde y para la gente de su localidad, el título nobiliario era más bien un cargo que le confería la autoridad necesaria para comportarse como un benefactor. Gracias a ese título podía reducir impuestos, eximir del servicio militar, promover recursos de gracia, suavizar condenas, imponer castigos, conseguir becas... Pero eso no era fruto de la bondad de su corazón sino de una ley tácita de las familias nobles, una antigua benevolencia que con el paso del tiempo había quedado congelada «en forma de obligación y tradición». Ese entramado de relaciones existía desde antes de la fundación del propio Imperio, y varios siglos de historia lo habían sancionado como sólido e inmutable. Pero, como escribió Stefan Zweig en El mundo de ayer, la gente vivía en un castillo de naipes como si fuera una casa de piedra. Con la fulminante desintegración de Austria-Hungría todo eso se vino abajo, lo que no debió de ser fácil de asimilar para quienes jamás habían dudado de la perdurabilidad de las instituciones. Joseph Roth, que hizo de la desaparición del Imperio uno de sus grandes temas literarios, habla por boca del conde Morstin cuando afirma que la vieja monarquía austrohúngara no murió por culpa de los revolucionarios sino «por culpa del escepticismo irónico de quienes deberían haber constituido su fiel apoyo». Y añade con melancolía: «Mi vieja patria, la monarquía, era una gran casa con muchas puertas y muchas habitaciones, para muchos tipos de personas. Esa casa se la han repartido, dividido, la han hecho pedazos. Allí ya no se me ha perdido nada. Estoy acostumbrado a vivir en una casa, no en múltiples compartimentos». El tema reaparece en otra de las principales obras de Roth, La Cripta de los Capuchinos, en la que el protagonista resume su situación familiar diciendo que lo habían perdido todo: «posición, nombre y rango, casa, dinero y valores, pasado, presente y futuro».
Albert von Filek era otro que sentía que le habían dejado sin casa y que lo había perdido todo. La derrota militar, de hecho, le había despojado de su dignidad y de su empleo. En virtud del tratado de Saint-Germain-en-Laye, la recién nacida República de Austria se había comprometido a tener un ejército de no más de treinta mil efectivos, y las ciudades se llenaron de exmilitares que, de regreso del frente, no tenían oficio ni beneficio. En los artículos recogidos en Primavera de café, Joseph Roth ofrece un vigoroso retrato de la Viena de la primerísima posguerra: las terrazas del Ring en las que los vencedores se sientan a jugar a las cartas a la azulada luz de las lámparas de acetileno, las chicas para todo que pasean por la Praterstrasse con sombreros del año anterior, los pícaros que venden postales pornográficas a los oficiales de las fuerzas de ocupación, el Gran Café con su iluminación de bombillas rojizas y el techo literalmente untado de humo de cigarros, los establecimientos baratos próximos a la Schulerstrasse en los que se puede tomar sopa por unas pocas monedas, el pequeño café de la Bankgasse convertido en clandestina oficina de cambio, la Estación del Oeste y su trasiego de especuladores que ofrecen cigarros y pañuelos a cambio de huevos y mantequilla, las casas con las ventanas remendadas con tiras de papel marrón y las chimeneas agrietadas por cuyas rendijas escapa el humo, los viejos vagones de la Estación del Norte convertidos en viviendas, las primitivas chozas de madera y cartón surgidas en las orillas del Danubio... Por esa geografía de miseria pululan indigentes que visten su antiguo uniforme del ejército imperial y real (kaiserlich und königlich) o exhiben sobre los harapos sus viejas medallas: son algunos de esos militares desmovilizados que lo han perdido todo con la derrota. Al comienzo de la novela de Alexander Lernet-Holenia El estandarte, el protagonista practica su costumbre de repartir limosnas entre esos mendigos condecorados. El propio protagonista, Herbert Menis, es también un veterano de guerra y, aunque no tiene problemas económicos porque se ha casado con una rica heredera, se siente como ellos: «En cierto sentido, cada soldado que ya no puede seguir siéndolo se ha convertido en un mendigo, sea pobre o rico». Uno de esos oficiales desmovilizados protagoniza la novela de Roth La tela de araña. Del prestigio y los privilegios anteriores a la derrota ya no le queda nada a Theodor Lohse, y su única asignación es ahora la ración semanal de legumbres que le proporciona una asociación asistencial. Pero peor que la pobreza es la humillación. Hasta sus parientes más cercanos le desdeñan porque no ha cumplido con el deber de ganar la guerra o al menos de caer en combate: mientras un hijo muerto siempre habría sido el orgullo de la familia, un teniente desmovilizado no es más que un lastre... Filek fue víctima del mismo revés del destino. ¿Experimentó también él el desprecio y la indigencia? ¿Se sintió un lastre para su familia? ¿Se dio cuenta de que, pobre o rico, se había convertido definitivamente en un mendigo?
Claro que a lo mejor el Filek que se presentaba como antiguo capitán del ejército imperial no decía toda la verdad... Su partida de nacimiento confirma que, tal como consta en su documentación española, vino al mundo el 27 de marzo de 1889 en Tschöran, Carintia. Pero esa partida también revela algo que Filek se esforzaba en ocultar. Si en la documentación española figuran Vladimiro y María como nombres de sus padres, en ese certificado la casilla correspondiente al progenitor está en blanco. Filek era hijo ilegítimo. Su padre, quizás por estar ya casado, no había accedido ni a reconocerlo ni a contraer matrimonio con su madre. ¿Sabemos algo de ese padre desconocido? No, pero es probable que ese caballero, quienquiera que fuese, se llamara realmente Vladimiro. A los dos días de nacer, el pequeño fue bautizado en la parroquia de St. Josef am Ossiacher See y recibió los nombres Albert Eduard y Wladimir. De acuerdo con las tradiciones de la época, con frecuencia se elegían los nombres a modo de homenaje o recordatorio. El primer nombre, Albert, era el del padrino, un militar llamado Albert Edler von Wölfel. El segundo, Eduard, el de un tío muerto con sólo dieciséis años en 1881 cuando era alumno de una escuela militar en la localidad morava de Mährisch Weisskirchen (la actual Hranice, en la República Checa). Y el tercer nombre, ¿de quién? ¿Quién era ese Wladimir? ¿Tal vez el padre que se había negado a reconocer al bebé? Que muchos años después, en sus datos de filiación españoles, Filek diera a su hipotético padre el nombre de Vladimiro tal vez quiera decir algo. Invocando de ese modo al padre desconocido estaría formalizando indirectamente una paternidad que le había sido esquiva.
El nombre completo del recién nacido era Albert Eduard Wladimir Fülek Edler von Wittinghausen (las grafías Filek y Fülek se usaban indistintamente). La madre, Maria Wilhelmine Fülek Edle von Wittinghausen, conocida en la familia como Vilma, estaba a punto de cumplir veintisiete años y era hija del matrimonio formado por Heinrich Fülek Edler von Wittinghausen y Beatrice von Litzelhofen. Sus padrinos fueron la propia abuela del niño y el ya mencionado Albert Edler von Wölfel. Éste era capitán de las tropas imperiales con plaza en la capital de Carintia, Klagenfurt. Por su parte, el abuelo, con antepasados en la región húngara de Szatmár, era coronel del Honvédség, el ejército húngaro al servicio del Imperio. Albert nacía pues en el seno de una familia de tradición militar, perteneciente a esa pequeña nobleza caracterizada por su lealtad a la figura del emperador. Que estaban orgullosos de sus orígenes y su estirpe lo certifica el profuso empleo del epíteto Edler (Edle en las mujeres) como distintivo de alcurnia.
Los Fülek, como la mayoría de los austriacos, eran católicos, pero no parece que destacaran por su puritanismo en materia de costumbres ni por una observancia estricta de los preceptos. Al menos no el abuelo Heinrich. Éste y Beatrice, que se habían casado en Klagenfurt en 1860 y habían tenido cuatro hijos entre 1862 y 1866 (Wilhelmine, su hermano gemelo Alois, el desdichado Eduard, muerto a los dieciséis años, y Marie), se divorciaron en 1875. El divorcio, legal en Austria desde el Código Civil General de 1811, estaba restringido a unos supuestos muy concretos, entre ellos el adulterio. Ése podría ser el caso. Para 1875 hacía casi una década que Heinrich andaba en tratos con Magdalena Němeček, esposa de un próspero hombre de negocios llamado Johann Karl Porges Edler von Portheim. Al año siguiente de su divorcio, Heinrich se casó con Magdalena, ya viuda. Ésta aportó al matrimonio dos hijas (Klara y Luise) y un hijo, Wilhelm, al que Heinrich había reconocido como propio. El hijo, prueba viviente del adulterio paterno, adoptaría como apellidos los de sus dos padres, el legal y el biológico, y firmaría como Wilhelm Fülek Edler von Portheim. Había nacido en 1867, sólo un año después que Marie, la menor de las hijas tenidas con Beatrice, lo que quiere decir que durante algún tiempo el coronel Heinrich Fülek podría haber simultaneado sus relaciones con las dos mujeres: con su primera esposa y con la que acabaría siendo la segunda.
Los lugares de nacimiento de los Fülek indican que la vida familiar se desarrolló sobre todo en Klagenfurt, ciudad natal de Beatrice. También lo indican los lugares de fallecimiento: Eduard fue enterrado en el cementerio de St. Ruprecht de la capital de Carintia. En cambio, el abuelo Heinrich, que murió el 21 de enero de 1901, está enterrado en el cementerio central de la capital austriaca, en la que había nacido en 1834. Probablemente fue en 1876, año de su boda con Magdalena, cuando Heinrich se mudó definitivamente a Viena, esa ciudad en la que, según Claudio Magris, se tiene la impresión de vivir siempre en el pasado. La dirección de Heinrich y Magdalena aparece en el directorio Allgemeiner Wohnungsanzeiger de Adolph Lehmann: vivían en el número 19 de la Sieveringerstrasse, en una zona residencial de las afueras. Heinrich Edler von Fülek Wittinghausen und Szatmárvár debía de ser una persona de cierta relevancia social. Coronel varias veces condecorado, descendiente de la antigua nobleza húngara, era autor de varios libros, incluidos uno de 1883 sobre la geografía del reino de Serbia y otro de 1885 con episodios de historia militar. A su muerte, algunos periódicos de la capital le dedicaron breves necrológicas, que ayudan a seguir la pista de Wilhelmine y su hijo. En la necrológica del Wiener Salonblatt se menciona, tras la viuda de Heinrich, a sus hijos e hijastras con sus respectivos cónyuges. Wilhelmine, la madre del pequeño Albert, figura como soltera. Tenía entonces treinta y nueve años, lo que quiere decir que seguramente ya nunca se casó. Por una referencia que aparece en un manual de genealogía sabemos que vivía en Viena, previsiblemente protegida por sus familiares más próximos, y cabe suponer que Albert, que cuando murió su abuelo no había cumplido los doce años, no andaría muy lejos.
Pocos escritores han escrito sobre esa Viena del cambio de siglo páginas tan hermosas como las que le dedicó Stefan Zweig en El mundo de ayer. «La gente vivía bien, la vida era fácil y despreocupada en aquella vieja Viena», se lee en el primer capítulo, todo él una evocación de esa idealizada metrópoli de dos millones de habitantes en la que los ciudadanos eran educados en el cosmopolitismo, la tolerancia y el refinamiento cultural. La armonía reinaba en esa Viena a la que el Zweig exiliado sabía que nunca regresaría, y las clases sociales, aunque repartidas por los diferentes distritos, «formaban una misma comunidad en el teatro y en las grandes fiestas». La infancia vienesa de Filek, nacido ocho años después que Zweig, tal vez no fuera muy distinta de la de éste, y quién sabe si no coincidieron en algún espectáculo público, como los muy habituales desfiles, las batallas de flores en el Prater o los conciertos de bandas militares. ¿Por qué no creer, por ejemplo, que en 1897, uno con dieciséis años, el otro con ocho, formaron parte de la multitud que asistió a la inauguración de la Wiener Riesenrad, la famosa noria de Viena, con la que se conmemoraban los cincuenta años de la coronación del emperador Francisco José?
Al pequeño Albert von Filek le pierdo la pista en el frío invierno vienés de 1901. ¿Puede ser que, ya entonces, con sólo once años, sintiera la vocación de la milicia y soñara con convertirse algún día en oficial del ejército imperial? Recordemos su entorno familiar. El abuelo, militar de carrera. El padrino, también. El tío Eduard, fallecido cuando se preparaba para ingresar en la Escuela de Guerra o Kriegsschule. El tío Wilhelm, oficial en un regimiento de húsares... Hasta el marido de la tía Marie, Peter Keki, paisano y no militar, trabajaba para el ejército, ya que dirigía una fábrica de suministros para artillería. ¿Qué tendría de extraño que Filek hubiera acabado siendo capitán, como afirmaría años después? Pero es casi seguro que mintió. En los fondos del Kriegsministerium o Ministerio de la Guerra austriaco que se conservan en el Kriegsarchiv o Archivo de Defensa vienés no hay rastro de su hoja de servicios, en la que debería constar su expediente militar, con referencia expresa a ascensos, destinos, campañas, sanciones, condecoraciones, etcétera. Tampoco en la Qualifikationslisten für Offiziere, un exhaustivo listado de la oficialidad austrohúngara, aparece su nombre. ¿El insigne pasado militar de Filek no era más que una fabulación, como ese padre que no había querido saber nada de él y al que, sin embargo, había puesto nombre en el Registro Civil español? Si había mentido sobre su padre, podía ser que también hubiera mentido sobre sí mismo. De hecho, entre ambas mentiras existiría una conexión profunda porque, en una institución tan elitista como el ejército imperial, precisamente su condición de bastardo le habría cerrado muchas puertas. ¿Cómo no concluir que las falacias acerca de esa improbable carrera militar se alimentaban de la misma frustración que sus fantasías de hijo no reconocido?
Filek sólo empezaría a invocar su pasado como exoficial del ejército tras su llegada a España, cuando la distancia y el paso del tiempo hacían muy difícil cualquier verificación. En otras ocasiones se presentó como ingeniero y como químico, pero en los archivos de la Universidad de Viena no aparece ninguna mención a él. Tampoco hay rastro de Filek en el Archiv der Republik, en el que se conservan algunos datos policiales de la época. He dicho que su pista se pierde en el frío invierno vienés de 1901, pero ¿puede ser que esa pista no esté en Viena sino en algún remoto rincón del Imperio? El territorio de Austria-Hungría era un inmenso patchwork que abarcaba las actuales Austria, Hungría, República Checa, Eslovaquia, Eslovenia, Croacia y Bosnia-Herzegovina, más algunas regiones fronterizas que ahora están bajo soberanía de Serbia, Montenegro, Italia, Rumanía, Polonia y Ucrania. No descarto que haya huellas documentales de Filek en archivos de otras ciudades del antiguo Imperio. ¿Pero en cuáles? Teniendo en cuenta que muchos archivos se fragmentaron, se desperdigaron y en buena medida se destruyeron con la desintegración del Imperio, dar con su pista no parece tarea sencilla. Si a ello añadimos que Filek no se distinguía por el apego a la verdad y que sus informaciones sobre su propio pasado parecen pensadas para confundir, sería directamente como encontrar una aguja en un pajar.
Es ésta una historia de claroscuros en la que con frecuencia hay menos claros que oscuros. En El reino dividido, el húngaro Miklós Bánffy cuenta cómo su alter ego, el conde Bálint Abády, se enteró en Salzburgo del estallido de la Gran Guerra: «Los repartidores de prensa corrían por la calzada. Sus gritos lo desvelaron. “Extraausgabe! ¡Edición especial!”, gritaban. “Ultimatum zurückgewiesen! ¡El ultimátum ha sido rechazado!” Y una palabra más: “Mobilisierung! ¡Movilización!” Los peatones se detenían, compraban los periódicos y se agrupaban juntando las cabezas sobre las noticias. ¿Qué había pasado? ¿Qué pasaba? [...] Serbia había rechazado el ultimátum de la Monarquía. El embajador Giessl había abandonado Belgrado. ¡Guerra! ¡Aquello era la guerra!». Filek, cumplidos los veinticinco años, estaba en plena edad militar cuando el asesinato del heredero de la corona condujo al estallido de ese devastador conflicto, que se cobraría más de diez millones de vidas, alteraría drásticamente la faz del continente y acabaría para siempre con el sueño del progreso indefinido. El 28 de julio de 1914, justo un mes después del magnicidio de Sarajevo, las tropas austrohúngaras atacaron Serbia. «¡Ahora meteremos a los serbios en cintura!» era la frase que se escuchaba en todas partes. El protagonista de El reino dividido se apresuró a regresar de Salzburgo a Budapest y fue testigo de las masivas manifestaciones de apoyo a la guerra: «La amplia avenida hasta la plaza Deák, en la que desembocaba la calle Emperador Guillermo, estaba oscurecida por la multitud, abarrotada de gente, veinte o treinta mil personas, tal vez más, ¿quién sería capaz de contarlas?». Las banderas «parecían flotar sobre el negro río de las masas» y un grito ensordecedor impedía escuchar las intervenciones de los oradores: «¡Viva la guerra! El grito resonó hasta la plaza Deák y volvió. Pasaron unos minutos hasta que desde lejos llegó la voz de miles y miles de gargantas». Zweig, por su parte, habla en sus memorias de la inquietante embriaguez que de golpe se apoderó de la población, una embriaguez en la que se mezclaban «espíritu de sacrificio y alcohol, espíritu de aventura y pura credulidad, la vieja magia de las banderas y los discursos patrióticos». Las paredes se llenaron de carteles que anunciaban la movilización general, los estandartes negros y amarillos con el águila bicéfala de los Habsburgo ondeaban por doquier, las multitudes vitoreaban a los reclutas recién alistados, y en los andenes de las estaciones los jóvenes se despedían de sus madres y sus novias asegurándoles que en Navidades estarían de regreso. «¿Quién en los pueblos y ciudades recordaba la guerra de verdad? —se pregunta Zweig—. A lo sumo, cuatro viejos que en 1866 habían combatido contra Prusia... Por eso gritaban y cantaban en los trenes que los llevaban al matadero.»
El día 29 la artillería austrohúngara inició el bombardeo sobre Belgrado. Ese mismo día, periódicos de todos los territorios del Imperio insertaban listas de reservistas que eran llamados a filas con urgencia. Uno de esos periódicos, el Szamos, publicaba en su tercera página una lista de ciento cincuenta jóvenes obligados a incorporarse de inmediato a sus regimientos. Entre ellos aparece un Albert Filek que no puede ser otro que nuestro Albert von Filek. El Szamos, escrito en lengua magiar, era uno de los periódicos locales del condado de Szatmár, región del antiguo Reino de Hungría actualmente dividida entre Hungría y Rumanía. Así pues, era en Szatmár donde Filek vivía cuando en 1909 llegó a la edad militar. Recordemos que los Fülek-Szatmárvár eran originarios de esa región, de modo que cabe conjeturar que en algún momento entre 1901 y 1909 habían decidido alejar al bastardo de la familia enviándolo con alguien de confianza en la tierra de sus ancestros. ¿Creció el joven Filek en una de las granjas de la zona o tal vez en un internado en la capital del condado, la pequeña y provinciana Nagykároly, la actual Carei rumana?
La nota del periódico no da ninguna pista sobre la unidad militar a la que Filek debía incorporarse, pero al menos sabemos que formaba parte del Honvédség, el ejército húngaro en el que su abuelo Heinrich había alcanzado el grado de coronel. Por desgracia, casi toda la documentación militar húngara relativa a la Primera Guerra Mundial fue destruida durante la Segunda. No podemos saber cuáles eran su cuartel y su regimiento, a qué rincones de Europa le llevó la guerra, si fue o no un buen soldado, si resultó herido en alguna batalla. En el Hadtörténelmi Levéltár o Archivo de Historia Militar de Budapest sólo conservan la lista de propuestas de medallas para militares del ejército húngaro, y en esas listas no aparece ningún Albert Filek o Von Filek. Eso es todo lo que he conseguido averiguar sobre la vida de Filek durante esos cuatro años de guerra: que vistió el uniforme del ejército húngaro y que no reunió méritos suficientes para ser condecorado. Años después, ya en España, se presentaría como antiguo capitán del arma de artillería, lo que puede que encerrara una fracción de verdad. Capitán no, pero de artillería probablemente sí: ¿por qué molestarse en mentir en eso? Aun dando por buena la conjetura, tampoco es que hayamos avanzado demasiado: lo que sabemos de Filek es que fue un soldado de artillería del ejército húngaro que no destacó por su heroísmo... Bien poca cosa, la verdad.
El Honvédség era un ejército multiétnico en el que se hablaba predominantemente en magiar y croata. Su participación en la Gran Guerra se concentró sobre todo en los frentes ruso e italiano. Aunque sólo sea porque las peripecias posteriores de Filek no le llevaron nunca a territorios de los antiguos zares y sí del norte de Italia, me resulta más plausible que su regimiento combatiera en ese segundo frente, el italiano. ¿Participó en la larga y sangrienta campaña del Isonzo, las doce batallas que entre junio de 1915 y noviembre de 1917 sembraron de cadáveres las orillas del río que en la actualidad señala la frontera entre Italia y Eslovenia? Aunque las tropas italianas las superaban en efectivos, la escarpada orografía facilitó a las austrohúngaras el mantenimiento de sus líneas defensivas. En esa zona, de hecho, se concentran algunas de las principales victorias del ejército imperial y real. Pasados esos dos años y medio y ya con ayuda alemana, los austrohúngaros lanzaron una ofensiva que obligó a los italianos a retroceder y les causó unas trescientas mil bajas. Fue la batalla de Caporetto, que Hemingway recrearía en Adiós a las armas. ¿Combatió la unidad de Filek en mitad de la niebla y la lluvia de Caporetto? Imposible saberlo y, de todos modos, quien dice Caporetto dice cualquier otra batalla... Me habría gustado tener alguna pequeña certeza sobre las vicisitudes del soldado Filek, ser capaz de situarlo en un paisaje determinado, saber al menos si de verdad tuvo ocasión de celebrar algún triunfo. Observo fotografías de la época, pero esa inconcreción me impide imaginarlo entre los soldados sucios de barro que dormitan en una trinchera o entre los que posan envarados junto a un cañón de campaña o entre los que cruzan un puente dirigiendo a la cámara miradas de desconfianza. Algunas de las fotos están hechas cuando todavía las Potencias Centrales parecían capaces de ganar la guerra y, a pesar de todo, en los rostros de esos militares sólo se vislumbra derrota. Supongo que el desenlace de una guerra es lo que retrospectivamente confirma o no las victorias y las derrotas parciales. Todos esos soldados del Honvédség, como el propio Filek, acabaron perdiendo la guerra y, si esto fuera una novela, las convenciones narrativas descartarían representarlo en plena celebración de una victoria. Pero ocurre que, por falta de datos, el Filek de esos años es más ficticio que real, de modo que podría precisamente tomarme ciertas libertades de novelista y situarlo donde y como me apeteciera: por ejemplo, festejando en el otoño de 1917 la victoria de Caporetto o, por ejemplo, lamentando un año después la derrota de Vittorio Veneto.
Hubo pocas derrotas tan contundentes como esta última, la de Vittorio Veneto, pequeña ciudad próxima al río Piave en la que se consumó la debacle de los austrohúngaros. De los seiscientos cincuenta mil combatientes austrohúngaros desplegados en julio en el frente italiano, en octubre sólo quedaban cuatrocientos mil. Mal pertrechados y peor alimentados, buena parte de esas bajas se debió a enfermedades como la malaria, la disentería y la gripe. Otra parte se debió a la deserción de soldados pertenecientes a diferentes minorías étnicas. Éstas habían sido objeto de una dura represión interna durante los años 1915 y 1916, y la figura del emperador, que no era ya el venerable Franciso José sino su inexperto sobrino nieto Carlos, estaba lejos de concitar las lealtades de antes. Polacos, checos y eslavos meridionales que hasta entonces sólo habían reclamado más autogobierno y mayores derechos lingüísticos exigían ahora la independencia. Las baterías italianas abrieron fuego el 23 de octubre. Los soldados eslavos que no habían desertado antes de esa fecha tardaron muy poco en revolverse contra sus mandos. Antes de concluir el mes, cuando todavía la batalla no había terminado, comités nacionales checos, eslovacos, serbios, croatas y eslovenos se apresuraban a declarar sus respectivas independencias. El colapso militar no era sino un reflejo de la súbita desintegración de la monarquía dual. El 31 de octubre, el propio Reino de Hungría pidió separarse de Austria, y sólo once días después el emperador Carlos I abdicó. Los Habsburgo formaban ya parte del pasado. En poco más que un soplo, un imperio fulminado y varios siglos de historia sepultados. ¿Cómo se lo tomaría alguien como Filek, austriaco crecido en Hungría, miembro de una clase social y una familia devotas de las instituciones imperiales? Tiendo a creer que vivió aquello como una amputación traumática: el que había sido su mundo durante sus veintinueve años de vida se había volatilizado en el aire. Pero quién sabe. A la luz de su trayectoria posterior, también puede ser que el Imperio y los Habsburgo le importaran un comino.
Milán, 1919. Un día del mes de febrero, dos individuos que se presentaban como «hombres de negocios» defraudaron un millón de liras y doscientos mil marcos a una institución bancaria y lograron darse a la fuga. Lo embarullado de las crónicas periodísticas no ayuda a aclarar las cosas: algunos medios mencionan una entidad que nunca existió como tal (la Banca Centrale di Cambio), otros convierten el millón de liras en un millón de coronas, alguno hasta confunde las fechas... Los dos pájaros se llamaban Alberto Samengo y Carlo Guffanti. Las informaciones subrayan que Samengo y Guffanti se daban la gran vida en Milán: vivían en hoteles de lujo y poseían un automóvil con el que hacían frecuentes viajes a Budapest y Graz. El 10 de noviembre, Guffanti fue detenido por la policía vienesa y puesto a disposición del Tribunal Regional bajo la acusación de fraude. No tardó en descubrirse que tenía otra causa pendiente con la justicia austriaca. Un tal Arthur Weiss había interpuesto en el Juzgado de lo Mercantil un pleito en el que le reclamaba treinta y cuatro mil quinientas coronas. Conocemos la identidad del abogado defensor de Guffanti, Gottlieb Fernando Altschul, pero no el desenlace del juicio. Cabe conjeturar que acabó condenado y pasó una temporada entre rejas, porque su nombre no volvió a ser mencionado en los periódicos durante algunos años.
Su reaparición se produjo en 1926. Para entonces, con Benito Mussolini ya en el gobierno, Guffanti se había convertido en un cabecilla del fascismo milanés y junto a un tal Gino Gallarini dirigía una banda de matones. Hay constancia de que la banda dejó al menos dos víctimas mortales. Un día golpearon hasta la muerte a un guardia de tráfico llamado Dante Rossi, y pronto se supo que habían hecho exactamente lo mismo con un tranviario apellidado Oldani. En ambos casos actuaron en pleno centro de la ciudad y a la vista de todo el mundo, porque la intimidación era a la vez un método y un objetivo. Con dos muertos a sus espaldas, Gallarini tuvo que darse a la fuga. Su socio, en cambio, quedó en libertad por falta de pruebas y no tardó en volver a las andadas. En septiembre, en una localidad cercana llamada Malnate, Guffanti y sus hombres, con la aparente complicidad de los carabineros, la emprendieron a porrazos contra las trabajadoras de una fábrica textil que se habían negado a adherirse «voluntariamente» a una organización sindical fascista. «¿Dónde quieren llegar los fascistas, y con ellos el señor Guffanti, conocido cabecilla de los bastonatori?», se preguntaba el redactor de L’Unità, órgano oficial del Partido Comunista Italiano. Fundado por Antonio Gramsci en 1924, L’Unità era de los pocos medios que se atrevían a denunciar la impunidad de la violencia fascista. Fue clausurado por Mussolini a finales de 1926. En ese punto se pierde la pista de las posteriores fechorías de Guffanti.
Pero el que nos interesa no es Carlo Guffanti sino su cómplice, Alberto Samengo, que no es otro que nuestro Albert von Filek. La policía vienesa lo detuvo en noviembre de 1919, muy poco después que a Guffanti, lo que da a entender que éste cantó en los interrogatorios. Las notas de prensa, tras desvelar que bajo el alias Alberto Samengo se escondía el «ingeniero Alberto de Fülek Samengo», concretan que la detención se produjo en la carretera y que en ese momento sólo llevaba consigo trescientas coronas. Su buena racha había durado ocho meses, desde febrero hasta noviembre de 1919, y parece que, acostumbrado a vivir a cuerpo de rey, le había dado tiempo de dilapidar su parte del botín. Llama la atención que permaneció detenido muy poco tiempo. ¿Tenía motivos el juez para ser más benévolo con Filek que con su compinche? ¿Tal vez no apreció en él el mismo grado de responsabilidad que en Guffanti? ¿Consideró que, al carecer de otros antecedentes, merecía una última oportunidad para rehabilitarse? ¿Se dejó convencer por un eventual propósito de enmienda? Debía de ser Filek un hombre especialmente persuasivo: en crónicas posteriores se insiste en que cada vez que era llevado ante un tribunal de justicia conseguía liberarse con sus mentiras. ¿Fue eso lo que ocurrió: que engañó al juez? ¿O simplemente, como se sugiere en otras fuentes, logró escapar burlando la vigilancia policial? El caso es que, mientras su amigo Guffanti fue a parar a la cárcel, Filek siguió en libertad y no tardaremos en reencontrárnoslo.
Estamos en noviembre de 1919. La desintegración del Imperio había alterado los viejos límites nacionales y creado nuevos conflictos fronterizos. El mapa de Europa se había llenado de territorios por cuya soberanía se enfrentaban diferentes países. Uno de esos enclaves, acaso el más ilustre de la llamada «Italia irredenta», era Fiume, la actual ciudad croata de Rijeka, entonces una amalgama de lenguas y culturas en la que la comunidad italiana constituía la minoría mayoritaria.
Dos meses antes de la fuga de Filek, una pequeña columna de voluntarios había partido hacia Fiume con el propósito de ocuparla y anexionarla a Italia. El episodio merecería un capítulo propio en una hipotética historia militar de la literatura, porque al frente de la columna iba el escritor Gabriele D’Annunzio. Tal como nos recuerda en su biografía Lucy Hughes-Hallett, estaba éste por entonces en la cumbre de su carrera y no podía desaprovechar, ególatra como era, la ocasión de añadir más gloria a su leyenda. Bajito, estrecho de hombros, con una apostura que tenía muy poco de marcial, el cincuentón y achacoso D’Annunzio seguía embebido en la embriaguez belicista de la Gran Guerra. Así se explica que un hombre que odiaba la vida de soldado y en su juventud se había afanado en esquivar sus obligaciones militares se hubiera acabado especializando en celebrar la sangre derramada y aspirara a ser recordado él mismo como un heroico guerrero. La que estaba llamada a ser su mayor hazaña se saldó sin una sola arruga en su impecable uniforme de oficial. Las tropas italianas que debían detener el avance de su columna, lejos de hacerlo, se le fueron sumando por el camino, y al final eran más de dos mil los soldados que le acompañaron en la toma de Fiume, donde entró sin encontrar resistencia y fue recibido con entusiasmo por la comunidad italiana.
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Derechos reservados: Gabriele D’Annunzio. Fuente: Fiume. L’ultima impresa di D’Annunzio, de Mimmo Franzinelli y Paolo Cavassini |
Las páginas que la biógrafa e historiadores como Mimmo Franzinelli y Paolo Cavassini han dedicado al episodio son apasionantes. Mientras las potencias seguían negociando las nuevas fronteras europeas, la pequeña ciudad-Estado se mantuvo ajena a la legalidad de los tratados internacionales. D’Annunzio, que en su breve y más bien negligente experiencia como parlamentario había prometido una «política de la poesía», se erigió en gobernador omnímodo y durante quince meses dispuso de total libertad para llevar a la práctica sus utopías particulares. Empezó por establecer un régimen dictatorial en el que lo importante era la adhesión a su persona. Siempre megalómano y circense, mantenía entretenidos a los ciudadanos con constantes desfiles y celebraciones. Si por las mañanas buscaba la aclamación popular con paradas militares, exhibiciones aéreas y exaltadas arengas desde el balcón de su palacio, por las noches la buscaba con procesiones a la luz de las antorchas y espectáculos de fuegos artificiales. La profusión de banderas y estandartes, las pancartas que rezaban «Italia o muerte» y las guirnaldas y faroles que decoraban los barcos del puerto convirtieron la ciudad en el decorado perfecto para sus escenificaciones, en las que la multitud le lanzaba flores a su paso y contestaba con un unánime «¡nuestra!» a su pregunta «¿de quién es la victoria?». Pero lo que comenzó como un laboratorio político no tardó en degenerar. Un bloqueo económico ni siquiera demasiado estricto bastó para provocar la escasez de bienes de primera necesidad, y la tradicional prosperidad de la ciudad portuaria y manufacturera dio paso a una ruina fulminante. Mientras tanto, la violencia se extendía y la población eslava era objeto de una brutal persecución. La etérea «política de la poesía» estaba provocando un auténtico desastre, y hasta los más fervientes seguidores de D’Annunzio empezaron a darle la espalda. La aventura concluiría como tenía que concluir: de una manera un poco bufa. Un breve bombardeo bastó para desalojar a D’Annunzio del palacio y forzarle a entregar la ciudad.
Pero esto aún tardaría en ocurrir. Entretanto, Fiume, que en un primer momento había atraído a poetas y revolucionarios, se había convertido en un refugio de prófugos y proscritos: gente que, como el propio Filek, buscaba aprovechar los privilegios de la extraterritorialidad. ¿Qué mayor atractivo para un delincuente que esa garantía de impunidad? Fiume, además, tenía la ventaja de encontrarse a escasa distancia de algunos núcleos importantes del antiguo territorio imperial. Menos de ochenta kilómetros la separaban, por ejemplo, de Trieste. Para alguien como Filek, la tentación debía de ser fuerte: acercarse a Trieste, dar el golpe y correr a refugiarse en Fiume.
El 28 de julio de 1921, un suelto del diario La Stampa informaba de que una señora llamada Margherita Littmann Seba, domiciliada en el número 26 de la calle Commerciale, había denunciado un robo de joyas y dinero por un valor superior a las cuatrocientas mil liras. A las diez de la mañana del día anterior, la buena señora había descubierto con consternación que un «ladrón audacísimo», aprovechando una breve ausencia suya, había entrado en la casa con una llave falsa y, tras rebuscar por todas partes, se había hecho con el botín. La mujer sospechó rápidamente de un caballero al que pocos días antes había conocido en un hotel triestino. Sus sospechas se confirmaron cuando en el hotel le dijeron que el individuo había desaparecido a primeras horas de la mañana dejando la cuenta sin pagar. La noticia concluía con una frase tranquilizadora: «La policía ha iniciado activas pesquisas para localizar al ladrón».
El ladrón, por supuesto, era Filek. Las activas pesquisas no tardaron en dar fruto y la detención se produjo de inmediato, probablemente ese mismo día 28 de julio. A principios de septiembre, los periódicos Deutsches Volksblatt, Neues Wiener Journal y Reichspost informaron de que la policía de Viena, a solicitud de la de Trieste, lo había identificado «como un viejo conocido». Ahora Filek ya no se presentaba como Alberto Samengo. Henchido de unos delirios de grandeza que no tenían límite, se adornaba con los más linajudos apellidos familiares: el Alberto Samengo que había resultado ser Alberto de Fülek Samengo se convirtió de repente en Albert Samengo de Fülek-Wittinghausen y, por si la exhibición de abolengo no fuera suficiente, en Fiume se hacía llamar nada menos que Albert Nobile de Samengo de Wittinghausen-Szatmárvár... Ahí es nada.
Las tres crónicas, al igual que la que pocos días después aparecería en el Pester Lloyd, están redactadas de un modo muy semejante, como si hubieran sido escritas al dictado de algún portavoz policial. Pese a esas similitudes, cada una de ellas proporciona algún detalle que falta en las otras, y sólo las cuatro juntas ofrecen un completo resumen de las andanzas de Filek durante esos dos años y medio. El resumen, por desgracia demasiado sintético, confirma algunas cosas ya mencionadas: que en febrero de 1919 participó con Guffanti en el fraude al banco milanés y que luego, tras ser detenido y puesto en libertad, se estableció en Fiume. Las novedades vienen después, cuando por ejemplo se nos dice que era bígamo.
En los archivos parroquiales de St. Josef am Ossiacher See, en los que se conserva la partida bautismal de Filek, no figura ninguna referencia a un matrimonio suyo entre 1900 y 1936. Pero eso no excluye que se hubiera casado en algún lugar del lejano condado de Szatmár y que la información no hubiera llegado a su ciudad natal. Si se celebró esa boda, la identidad de su primera mujer no se menciona en ninguna de las crónicas periodísticas, que informan de que durante el año 1920 mantuvo en Graz una relación amorosa que acabó en boda. Sin embargo, consultados los archivos de las diecisiete parroquias de Graz, tampoco parece haber rastro de esa boda. ¿Llegó a producirse el enlace? Lo más probable es que Filek dejara a la novia plantada ante el altar. La joven era hija de un próspero tratante de ganado. Filek, al igual que haría multitud de veces a lo largo de su vida, se ganó la confianza de la familia con el propósito de robar. Y, en efecto, les robó una valiosa colección de joyas. Lo disparatado es que por un lado trató de vender algunas de las piezas en el propio Graz y, por otro, intentó imprudentemente conquistar el corazón de la chica regalándole otras. Como no podía ser de otra manera, fue descubierto con rapidez. Las crónicas coinciden en subrayar que la familia no interpuso ninguna denuncia, y yo sospecho que entre eso y la promesa de matrimonio hay alguna relación. ¿Improvisó Filek una convincente declaración de amor (con petición de mano incluida) sólo para salir del embrollo? El hecho de que, como parece probable, desapareciera sin dejar rastro poco antes de celebrarse la boda avalaría esta hipótesis. En el mes de diciembre y tras una breve indagación, alguien informó a la desconsolada novia de que existía un matrimonio anterior y de que, por tanto, el suyo ni siquiera habría sido válido...
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Derechos reservados: Hotel Kaiser von Oesterreich en interior. Fuente: www.woerthersee-architektur.at |
Entretanto, Filek no perdía el tiempo. Sólo un mes después, en enero, robó en Klagenfurt, en su Carintia natal, un abrigo de piel valorado en sesenta mil coronas y dejó una cuenta de catorce mil en un hotel. No era un hotel cualquiera. Era el Kaiser von Oesterreich, el más suntuoso de la ciudad, que ocupaba un imponente edificio de estilo ecléctico en el número 1 de la Heuplatz. En ese hotel se había dado durante doce días a la vida regalada, para luego escapar llevándose el abrigo de otro huésped. En febrero, los dueños de una empresa de Viena llamada Schäfer und Fröhlich comparecieron para acusarle de estafa. Por lo visto, les había convencido de que tenía en Alemania importantes contactos que les asegurarían negocios millonarios y, antes de que se descubriera el pastel, había hecho varios viajes a costa de la empresa, que ahora le reclamaba veinticinco mil marcos y doce mil coronas. Más tarde, un oficial italiano le denunció por el robo de quince mil coronas que le había confiado para que se las cambiara...
El rastro de los delitos permite intuir algunos de sus itinerarios. Entre Fiume y Graz hay más de trescientos kilómetros, entre Graz y Klagenfurt unos cien, entre Klagenfurt y Viena otros trescientos... ¿Regresaba Filek al refugio de Fiume después de cada golpe o seguía adelante hasta completar la vuelta como en una especie de interminable tiovivo? Su radio de acción y su movilidad son más que notables para la época. ¿Conservaba todavía el automóvil de dos años antes, cuando Guffanti y él viajaban a sitios tan lejanos como Budapest gastando dinero a manos llenas?
Entre Viena e Innsbruck, donde Filek fue detenido en mayo de 1921, hay más de cuatrocientos kilómetros. A esas alturas, el cúmulo de denuncias era abrumador. Y, sin embargo, también después de esa detención en Innsbruck consiguió seguir en libertad. El cronista del Reichspost sugiere que aprovechó la libertad provisional para escapar, pero la pregunta es cómo se las arreglaría para disuadir al juez de que dictara la orden de ingreso en prisión. Volvió Filek a la carretera. El carrusel seguía dando vueltas y sólo se paró cuando a finales de julio le detuvieron en Trieste por el robo de las joyas de la señora Littmann.
El siguiente delito del que tengo noticia aparece mencionado en un documento muy posterior, de la época en que Filek estaba ya en España. Se trata de una nota del 30 de septiembre de 1936 que resume una conversación entre un representante de la embajada de Austria en Madrid y otro del Ministerio de Estado. Por esa nota sabemos que la policía austriaca había informado a la española de un hurto con fraude cometido en Viena antes de instalarse en Madrid. No consta la fecha pero no parece aventurado afirmar que, si ése fue el delito que le llevó a abandonar Austria, debió de cometerlo a finales de 1930 o comienzos de 1931, justo antes de establecerse en España.
Lo más interesante de esa nota es que allí aparecen reunidos algunos de los alias que utilizó para delinquir. Aunque el nombre que se da por bueno es Alberto von Filek, constan una denuncia por estafa en la que aparece como Alberto von Tulek y otra, también por estafa, en la que figura como Alberto von Culek. En ningún caso se trata de despistes involuntarios o errores de transcripción. Como ese alias Alberto Samengo con el que había iniciado su carrera delictiva, cada nueva identidad era una máscara, un disfraz, una pista falsa con la que confundir a eventuales perseguidores. La escueta nota ministerial fue el eslabón que me permitió unir las dos cadenas de delitos (los cometidos en España a partir de 1931 y los cometidos en otros países antes de esa fecha), porque en la reclamación de la policía vienesa se le menciona como Albert Fülek-Samengo. Sin ese Samengo, que había formado parte de sus primeras combinaciones de apellidos pero que en España se esforzó en esconder, me habría resultado muy difícil arrojar un poco de luz sobre ese turbio pasado del que andaba huyendo. Samengo era el rastro bueno, el que, a diferencia de otros rastros que sólo buscaban despistar, permitía asociarle con los delitos cometidos en Milán, Graz, Klagenfurt, Viena, Trieste...
Doy por supuesto que, tras su detención de julio de 1921, fue juzgado y condenado. ¿Cuántos años pasó en prisión? Puede que dos o tres, tal vez alguno más. Cuando salió de la cárcel, Fiume, incorporada al territorio italiano, carecía ya de las ventajas de la antigua ciudad-Estado. Filek era ahora un hombre que no tenía adónde volver. La siguiente referencia que he encontrado sobre él lo sitúa en París en febrero de 1928. Pero es seguro que en esas fechas no era un recién llegado. Los periódicos parisinos lo mencionan en su sección de noticias judiciales porque un negocio del que era propietario se había declarado en quiebra. El negocio, situado en el número 92 bis del bulevar de Picpus, se llamaba Garaje Picpus y estaba dedicado a la compraventa y reparación de automóviles.
Ignoro desde cuándo estaba en París al frente de ese establecimiento, y tampoco sé si se trataba de una empresa legal o la utilizaba como tapadera para asuntos menos honorables. Con sus antecedentes, cuesta creer que se hubiera reformado del todo, pero quién sabe. El hecho es que en esa época había renunciado para siempre al Samengo y firmaba como Albert de Fulek. ¿Quiere eso decir algo? ¿Quiere decir que, dejando atrás el alias, pretendía dejar también atrás un pasado de estafador internacional inevitablemente asociado a ese alias? Si el traslado a París y la apertura de un taller de automóviles en el bulevar de Picpus eran las vías por las que confiaba en redimirse, está claro que el destino no tenía la menor intención de ayudarle: lo único que ha trascendido de la existencia de ese negocio ha sido su quiebra. Pero lo cierto es que durante esos años no hay en los periódicos franceses, italianos, austriacos o húngaros nuevas noticias que le impliquen en actividades ilícitas. Desde el robo de joyas de 1921 en Trieste no hay constancia de ningún nuevo delito suyo hasta ese robo con fraude cometido en Viena a finales de 1930 o comienzos de 1931. Aparentemente, allí empezó su segunda y ya irreversible etapa como delincuente.