Andaba un monstruo suelto en Chicago y el asunto me tenía intrigado. Corría el año 1946 y yo tenía nueve años. Mi padre trabajaba en el departamento de seguridad y mantenimiento del periódico Chicago Tribune, con lo que siempre teníamos ese periódico en casa. El verano anterior había leído en el Tribune que una mujer casada de mediana edad había sido asesinada en un bloque de apartamentos. No fue más que un caso aislado hasta que una antigua miembro del cuerpo auxiliar de la marina fue asesinada en un apartahotel en diciembre del mismo año. En la pared, el asesino había escrito con el pintalabios de la víctima el texto: «Por el amor de Dios cogedme Antes de que vuelva a matar No puedo controlarme.» Basándose en pruebas que eran demasiado atroces para publicar (y que yo no podía ni imaginar), la policía pensó que los dos asesinatos podían estar relacionados entre sí.
El Tribune participó de lleno en la caza del asesino, enviando a sus periodistas por todas partes en busca de pistas. Poco después de Año Nuevo, se produjo otro crimen que, al principio, no parecía guardar relación con los otros dos. Una chica de seis años, Suzanne Degnan, fue secuestrada en casa, en su mismo cuarto, y asesinada; las partes de su cuerpo fueron esparcidas por las cloacas de la zona Chicago-Evanston. Toda la ciudad de Chicago estaba horrorizada ante este espantoso crimen y muchos padres se preocuparon por la seguridad de sus hijos. Me pregunté: «¿Qué clase de persona mataría y descuartizaría a una niña pequeña? ¿Un monstruo? ¿Un ser humano?» Como el niño de nueve años que era, no podía imaginar qué tipo de persona podría ser capaz de cometer un crimen tan atroz, pero sí podía tener fantasías en las que atrapaba al asesino de Suzanne. Supongo que tenía un poco de miedo y que mis fantasías eran un modo de afrontarlo, pero creo que, en realidad, sentía más fascinación que miedo.
En los cines, los sábados, vi un modelo que quería imitar. Había una serie —no recuerdo a estas alturas si era Our Gang o The Little Rascals—1 en la que salía una agencia de detectives, y en el verano de 1946 formé una agencia con tres amigos. Nuestra «Agencia RKPK» tenía su oficina en un garaje y disponía de un «coche de guerra», una estructura de madera sobre ruedas que llamábamos el RKPK Express. Cuando no estábamos investigando, solíamos usar el Express para transportar compras, cobrando 25 centavos por cada entrega. El negocio de reparto sólo era una empresa subsidiaria que manteníamos para cubrir gastos generales. Como la mayoría de los detectives ficticios de las películas, no teníamos suficientes casos para poder pagar el alquiler. Nuestra principal actividad aquel verano del 46 fue llevar ropa de «detective» —sombreros y gabardinas— y escondernos cerca de la parada del autobús, esperando a que apareciera algún sospechoso para seguirlo. Intentábamos parecernos a los agentes del FBI, a los que por aquel entonces se consideraba héroes, o a Sam Spade.2 Cuando uno de los padres o hermanos mayores de algún vecino del barrio bajaba del autobús con su fiambrera o maleta, suponíamos que era un sospechoso del asesinato de Suzanne Degnan, lo seguíamos hasta su casa y nos quedábamos vigilando hasta que llegaba la hora de cambiar de turno y comparar las notas. La gente se preguntaba qué hacían esos niños bobos de las gabardinas y la verdad es que nunca llegaron a saberlo.
William Heirens fue detenido aquel verano y me sorprendió mucho que, además de matar a las dos mujeres, también hubiera asesinado a la niña. El motivo que alegó fue que le habían sorprendido en el acto de cometer unos robos que, según se relataba, eran de naturaleza sexual. De acuerdo con la costumbre de aquella época, no hubo más detalles y, como yo, con mis nueve años, no sabía gran cosa sobre el sexo, no di mucha importancia a esa parte de la descripción. Años más tarde aprendería mucho más sobre lo que, en efecto, eran robos fetichistas de lo que una persona corriente llega a saber. Lo que más me sorprendió de Heirens en aquel entonces fue que no era mucho mayor que yo: sólo tenía 17 años y estudiaba en la Universidad de Chicago. Más tarde, se supo que Heirens había estado lo bastante cuerdo como para volver a su habitación en el campus de la universidad después de cada asesinato y actuar de tal modo que nadie sospechara de él. Fue detenido casi por accidente. Un policía fuera de servicio fue reclamado para que detuviera a Heirens cuando éste huía tras un fallido robo. Se produjo una feroz lucha entre los dos y Heirens intentó dispararle dos veces, pero el policía tuvo la grandísima suerte de que la pistola fallara en ambas ocasiones. Finalmente llegó otro policía, que dejó inconsciente a Heirens golpeándole en la cabeza con una maceta. En el dormitorio de Heirens, la policía encontró recuerdos de sus robos fetichistas. La revista Time calificó el caso Heirens de «la historia criminal del siglo» y se maravilló del gran número de periodistas que habían acudido a Chicago desde todo el país para aprender más sobre el caso y asistir al juicio. Una vez que Heirens fue detenido, nosotros, los niños de nueve años, vigilábamos la parada del autobús, esperando a Heirens, el asesino peligroso, y jugábamos a seguirle hasta su guarida.
Tanto nuestro juego fantástico como nuestra agencia de detectives concluyeron aquel verano, pero en cierto modo, incluso a esa edad, continué fascinándome por Heirens y muchos otros criminales como él. A medida que iba creciendo, entré de forma natural en lo que sería una parte importante de la obra de mi vida: atrapar y comprender a criminales.
En el colegio era un estudiante regular y no estaba interesado en ningún tema en particular, actitud que mantuve durante los dos años que estudié, sin gran entusiasmo, en una universidad pública en Chicago. Luego me alisté en el Ejército de Tierra, me casé y fui destinado a Okinawa. Mientras estaba allí, seguía recibiendo el Chicago Tribune y en un suplemento dominical leí algo sobre la facultad de criminología y administración de policía de la Universidad Estatal de Michigan. Sonaba bien. Mandé una solicitud, la aceptaron y, tras terminar mis dos años en el Ejército, empecé a estudiar allí. Tenía mucho interés por el trabajo policial y, por consiguiente, mis notas mejoraban constantemente. Después de sacar la licenciatura, me aceptaron para un curso de postgrado. Sin embargo, sólo cursé un semestre porque volví al Ejército, esta vez como oficial, ya que durante mis estudios había estado en el ROTC, el Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales de la Reserva.
Había intentado trabajar en la policía de Chicago pero me dijeron que no les interesaban los reclutas con demasiada formación porque «podrían causar demasiados problemas». Aunque el director de mi facultad tenía algo de influencia, mi cuñado policía, Frank Graszer, me dijo que lo mejor que Chicago me podía ofrecer era un puesto en una patrulla, algo que habría podido obtener con tan sólo un diploma de secundaria. Frank continuó fomentando mi interés por temas relacionados con la policía, pero el Ejército me ofreció un puesto de teniente en la Policía Militar y otro en Alemania. Esta última oferta me intrigó, ya que tanto mi mujer como yo somos de origen alemán, y aprovechamos la oportunidad de ir al país de nuestros antepasados.
Tuve la suerte de que me ofrecieran una posición de primera, la de capitán preboste de un pelotón de Policía Militar en Aschaffenburg. La ciudad tenía una población de unas 45.000 personas y nuestra guarnición estaba formada por unos 8.000 soldados, de modo que me convertí, en efecto, en jefe de policía de una pequeña ciudad donde se produjeron homicidios, robos y allanamientos, incendios, vamos, todos los problemas típicos a los que se tiene que enfrentar un jefe de policía. Tras cuatro años, cuando estaba otra vez a punto de salir del Ejército, me ofrecieron otro puesto atractivo, el de comandante de una unidad de la CID (División de Investigación Criminal) destinada en Fort Sheridan, justo a las afueras de Chicago. Era una unidad de investigadores no uniformados que operaba en las jurisdicciones militares de cinco estados colindantes. Tenía bajo mi supervisión a detectives en Chicago, Detroit, Milwaukee, Minneapolis-St. Paul, etc. Al contrario de lo que la gente suele pensar sobre el Ejército —que en una organización de esta índole el talento y el impulso se pierden— esta institución ha desarrollado maneras para despertar la curiosidad en las personas y retenerlas, observándolas de cerca y ofreciéndoles buenos puestos; ya se habían fijado en mí dos veces.
Como descubriría más tarde, ser el jefe de la CID de Fort Sheridan era similar a dirigir una de las grandes secciones locales del FBI: todos mis agentes iban vestidos de paisano, llevaban credenciales, una insignia y un revólver del calibre 38. De hecho, a menudo colaborábamos con la policía local y el FBI. Como alférez en Aschaffenburg, había sustituido a un capitán; en Fort Sheridan, era teniente (todavía un oficial de bajo rango) y sustituía a un mayor.
En uno de nuestros casos de mayor importancia, agentes de la Oficina Federal de Narcóticos (la FBN o Federal Bureau of Narcotics, que más tarde se convertiría en la DEA, la Drug Enforcement Agency o Agencia Antidroga) vinieron a Fort Sheridan para infiltrarse en una red de narcotraficantes. Los agentes se hicieron pasar por reclutas conflictivos que habían sido destinados a Fort Sheridan a la espera de ser licenciados con deshonor. Lograron infiltrarse, pero la operación no fue sin peligro. De hecho, los criminales habían preparado un montaje en el que iban a asesinar a los agentes pero, afortunadamente, nos enteramos del plan a tiempo. El final de la historia fue como de película. Mientras todas las unidades de la guarnición estaban formadas en las calles para una inspección final antes de salir con un permiso de tres días, mis unidades y las de la FBN y el FBI rodearon el área con coches, camiones y ametralladoras. Luego, los agentes infiltrados salieron de las filas, se pusieron la insignia y fueron pasando por las filas con el comandante de la guarnición, señalando a los traficantes, que fueron llevados al calabozo.
Esta historia me dio la sensación de que me gustaría seguir haciendo el mismo trabajo para el Gobierno, pero como civil, es decir, para el FBI. Como parte de mis funciones como comandante de la unidad de investigación criminal, organizaba frecuentes reuniones de enlace para las diversas agencias policiales con las que interactuábamos rutinariamente, entre ellas el FBI.
En aquella época, a mediados de los sesenta, se producían muchos casos de los que suelen ser competencia del FBI. En los campus universitarios estaban empezando a producirse disturbios y otras actividades subversivas, algunas de las cuales se expandieron entre los jóvenes militares que tenían la misma edad que los estudiantes de universidad. Mis agentes se introducían en grupos que planeaban actividades disruptivas e informaban de lo que habían encontrado, no solamente a mí, sino también al FBI. Para que el lector no piense que todo esto era mucho ruido y pocas nueces, quisiera señalar que uno de esos grupos había robado explosivos en Fort Sheridan y fue desarticulado cuando estaba planeando atentar contra objetivos militares. Después de varios años, cuando estaba en el FBI, tuve la ocasión de estudiar esos antiguos casos y me enteré de que los agentes del FBI de la sección de Chicago se habían atribuido el mérito del trabajo de mis investigadores. Fue mi primera y bastante cruda revelación de cómo funcionan las cosas en el FBI. En aquel entonces operaba lo que los iniciados llamaban una calle de sentido único: el FBI se beneficiaba del trabajo de las otras agencias policiales pero no devolvía nada —nunca—.
Cuando estaba a punto de salir del Ejército y andaba buscando el modo de seguir en el trabajo policial, mi situación se quedó congelada a raíz de la escalada de la guerra de Vietnam. No se permitió a nadie de mi rango en la rama del Ejército a la que yo pertenecía licenciarse en aquel momento. El Ejército me hizo una propuesta interesante: algún alto mando había revisado mi expediente y había visto que había cursado un semestre de un curso de postgrado. Ahora me ofrecieron costear mis estudios de postgrado en administración de policía y seguir pagando mi sueldo durante los estudios, a cambio de que después hiciera otro turno de dos años.
Esta vez estaba acompañado de mi mujer y mis dos hijos y tenía, además de mis estudios, una misión secreta del Ejército: infiltrarme en los grupos que se oponían activamente a la guerra de Vietnam. Me dejé crecer el pelo y asistí a las reuniones de los Estudiantes para una Sociedad Democrática (SDS, o Students for a Democratic Society) y la Nueva Izquierda (New Left), incluso a algunas marchas y cosas así. Me hacía pasar por un veterano descontento y acudía a reuniones de organización y otras sesiones. Incluso salgo en una foto en algún periódico del campus, con el pelo largo y mi hija pequeña en el hombro como refuerzo. Estábamos protestando contra las actividades de reclutamiento de la CIA en el campus; me pregunto si aquella foto acabó en los archivos de la CIA.
En mi opinión, esos activistas «radicales» no sabían de lo que estaban hablando: no habían estado en las fuerzas armadas ni sabían lo que se hacía en ellas, pero, aun así, habían decidido que el ejército era el enemigo. Muchas veces parecía que querían ponerlo todo patas arriba simplemente por el gusto de hacerlo. Había un profesor adjunto de psicología que frecuentaba las mismas reuniones que yo e intentaba motivar a los estudiantes para que protestaran contra la guerra, sugiriendo incluso que se enrolaran masivamente en el programa de ROTC para colapsarlo. Aconsejó a los estudiantes que hicieran muchas preguntas estúpidas en clase para hacerles la vida difícil a los instructores y que luego, cuando se suponía que se tenían que graduar, se negaran a servir en las fuerzas armadas. Al poco tiempo este profesor adjunto recibió la notificación de que podía buscarse otro trabajo.
Mis estudios transcurrieron rápido y bien. Entre mis compañeros del curso de postgrado estaba Ken Joseph, el entonces jefe de la oficina de Lansing, en Michigan. Ken se quedó para sacarse el doctorado, mientras yo volvía al Ejército para cumplir con mis obligaciones.
Tras obtener mi diploma, serví un año como capitán preboste en Tailandia y otro año como subcapitán preboste en Fort Sheridan. Para entonces, ya tenía el rango de mayor y me planteaba seriamente seguir en el Ejército y hacer carrera, pero mis amigos en el FBI me convencieron de que volviera a presentar la solicitud de antes, la que se había quedado paralizada porque no pude salir del Ejército. En 1970, con 32 años, la alternativa no me pareció tan atractiva como en 1967, aunque me gustaba mucho la clase de investigaciones que sabía que el FBI llevaba a cabo, así que me presenté en serio y me aceptaron. Varios de mis comandantes en el Ejército intentaron convencerme de que no me fuera y me dijeron que tenía buenas perspectivas de ascenso en la CID, pero yo estaba embelesado por la idea de ser agente especial del FBI y no atendía a razones.
Tuve problemas en el FBI desde el primer momento. Había recibido una carta en la que se me decía que me presentara en un local del antiguo edificio de correos a las ocho de la mañana de un lunes de febrero de 1970. Llegué a las 7:50, dispuesto y ansioso, pero encontré una nota anunciando que la clase había sido trasladada a otro local en el edificio del Departamento de Justicia, a unas manzanas de distancia. Acudí pitando y en los pasillos me crucé con monitores que, cuando les dije mi nombre, me decían que se iba a organizar una buena y que tenía motivos de sobra para estar preocupado. Llegué a la clase y el instructor estaba soltando un rollo monótono sobre los seguros y la jubilación en el FBI. Paró la clase para decirme que llegaba tarde, pero me mantuve firme y le dije que había llegado con la suficiente antelación pero que no sabía que se había cambiado el local. El hombre no sabía cómo reaccionar, así que me mandó a ver a un alto cargo.
En aquellos tiempos, J. Edgar Hoover seguía con vida y dirigía el FBI con mano firme, y Joe Casper, subdirector adjunto de la División de Formación, era de la vieja guardia de Hoover. Aunque le habían puesto el apodo de El Fantasma (por el personaje de «Casper, el pequeño fantasma»), era todo menos amigable. Le repetí mi argumento de que había llegado a tiempo pero que habían cambiado el local. El Fantasma intentó decirme que todos habían recibido una carta en la que se les avisaba del cambio de local y a eso contesté que lo único que yo tenía era la carta que me decía que fuera al antiguo edificio de correos. Quería que admitiera que estaba equivocado y que no había obedecido las órdenes, pero yo no iba a hacer eso; le informé de que había estado en el Ejército durante un buen número de años y que sabía todo lo que había que saber sobre las órdenes, tanto darlas como recibirlas. Entonces Casper empezó a amenazarme con tirarme del FBI allí mismo e incluso parecía que le iba a salir humo de las orejas. Sin embargo, le dije que, si el FBI era una entidad tan criticona que no sabía apreciar a nuevos agentes que habían sido tan activamente reclutados, quizá aquello sería lo mejor para todos. El Ejército, en cambio, me readmitiría en sus filas en seguida, sin hacer preguntas.
«Levanta la maldita mano derecha», me dijo Casper y me tomó juramento. Me dijo también que cerrara el pico y me avisó de que «te estaremos vigilando» desde aquel momento. Fue un intento típico de intimidar a un nuevo agente pero, como yo ya era un poquito mayor, un poquito más sabio y un poquito más acostumbrado a la burocracia militar o semimilitar que el recluta medio, lo tomé relativamente bien. No obstante, esa experiencia me dejó con mal sabor de boca respecto a la pesadez e inflexibilidad del FBI, esa actitud de «hacerlo todo según las reglas» que yo combatiría desde aquel día hasta mi jubilación 20 años más tarde.
Mi clase, la 70-2, fue asesorada por dos veteranos agentes de unos 45 años que aspiraban a subir en la jerarquía. Como parte del proceso de ascenso, tenían que asesorar a una clase de nuevos agentes y asegurarse de que terminaran con éxito las 16 semanas de formación. Me enteré de que era una proposición de «alto riesgo por alto beneficio», porque si los nuevos agentes no salían bien, a los asesores les esperaba el olvido en vez de un puesto de oficina en las altas esferas de la administración. Joe «O. C. Joe» O’Connell era conocido por sus investigaciones sobre el crimen organizado; de hecho, tenía pendiente una denuncia por millones de dólares por haber colocado escuchas a miembros de la mafia (la denuncia terminó archivándose). Joe no parecía preocuparse por ello, pero sí estaba obsesionado con los «camisas blancas», el apelativo no cariñoso con el que se refería a los supervisores del cuartel general. Estos supervisores solían venir a impartir clases sobre diversas violaciones de las leyes que los agentes del FBI tenían que aplicar y, después de esas clases, O. C. Joe nos solía decir que tiráramos los apuntes que acabábamos de tomar y que él nos ayudaría a prepararnos para el examen sobre la ley en cuestión. También dijo que cualquiera que necesitara ayuda extra fuera a verle en el pasillo. Hoy, miro atrás y tengo que reconocer que aquellos agentes que fueron a ver a O. C. Joe en el pasillo —los que realmente necesitaban más ayuda— fueron los que ascendieron mucho en la jerarquía burocrática, mientras que muchos agentes que eran más listos trabajaron duro sobre el terreno y nunca llegaron a ser supervisores.
El otro asesor era Bud Abbott, apodado Shakey («Tembloroso») por su nerviosismo. Lo que le ponía nervioso era la actitud poco ortodoxa de O. C. Joe. Al compartir los dos la misma clase de agentes, sus destinos estaban conectados y Shakey, un burócrata bastante estándar, temía que las payasadas de O. C. Joe sabotearan sus propios intentos de conseguir un puesto en el cuartel general. Al final, los dos acabaron trabajando allí, así que parece que nuestros resultados dejaron satisfechos a los que habitaban en las altas esferas.
Después de este periodo de formación, trabajé varios años sobre el terreno como agente especial en las secciones de Chicago, Nueva Orleans y Cleveland. Por aquel entonces, a mediados de los setenta, el FBI había inaugurado la nueva academia de Quantico, Virginia, el último legado positivo de J. Edgar Hoover, quien había abogado por la construcción de lo que se convertiría en el mejor centro de formación para policías en todo el mundo. El FBI le pidió a Ken Joseph que fuera al cuartel general para ayudar a montar los programas de Quantico y, en 1974, él me hizo acudir desde Cleveland. Empecé a trabajar en la Academia Nacional del FBI (la FBINA) como asesor de policías visitantes. Cada instructor era responsable de unos 50 estudiantes y los guiaba durante los meses que duraba el programa. En junio de 1974 ya tenía claro que en mi currículo no podía faltar una estancia en Quantico; el ambiente académico era atractivo, el paisaje rural de Virginia era muy bonito y también pensé que, si quería ascender hasta los puestos superiores del FBI, tenía que pasar un tiempo trabajando allí. Otro factor que me atraía de Quantico era la nueva Unidad de Ciencias de la Conducta (UCC), formada principalmente por dos hombres de rango superior, Howard Teten y Pat Mullany, un equipo compuesto por «el gordo y el flaco». Siempre daban las clases juntos y eran una pareja muy particular: Teten era muy alto, medía dos metros y era delgado y serio, mientras que Mullany medía uno setenta y ocho y era gracioso y ligeramente rechoncho. Teten, callado, tranquilo y metódico, y Mullany, rápido y enérgico, dedicaban la mayor parte de su tiempo a la enseñanza, pero de vez en cuando analizaban un crimen violento y «perfilaban» la apariencia y conducta de posibles sospechosos. Fueron mis mentores en el campo del perfil criminal y cuando se jubilaron años más tarde me convertí en la máxima autoridad en el tema de los perfiles criminales.
El aprender a hacer perfiles era un proceso continuo y formaba parte de nuestros intentos por comprender la mente criminal violenta, a lo que también me dedicaba, aunque de otra forma, en mis clases en Quantico sobre la psicología anormal y criminal. Las personas que cometen crímenes contra otras personas, crímenes que no tienen nada que ver con el dinero, son diferentes de los delincuentes normales cuya motivación es el lucro. Los asesinos, violadores y pederastas no buscan beneficiarse económicamente de sus crímenes; lo que buscan, de una manera perversa pero a veces comprensible, es la satisfacción emocional. Esto les hace diferentes y, para mí, interesantes.
Los temas que enseñé en Quantico iban desde la psicología anormal hasta técnicas de entrevista. Descubrí que era bastante buen profesor y también que me gustaba ser instructor. Viajábamos para dar clases, tanto dentro como fuera del país y, aunque viajar puede ser cansado, pudimos ver lugares interesantes en el extranjero y conocimos a un montón de policías.
Fue en una de esas clases en el extranjero donde acuñé el término «asesino en serie», que ahora es de uso generalizado. En aquel entonces, asesinatos como los de David Berkowitz, el «Hijo de Sam» en Nueva York, se denominaban invariablemente «asesinatos de extraños». Dicho término no me pareció apropiado, sin embargo, porque a veces los asesinos sí conocían a sus víctimas. Hasta la fecha se habían empleado otros términos, pero ninguno estuvo realmente acertado. Me habían invitado, pues, a participar durante una semana en un ciclo de conferencias en Bramshill, la academia de policía británica y, durante mi estancia allí, aproveché la oportunidad para asistir a los otros seminarios y conferencias. En una de las conferencias, un señor hablaba sobre lo que los británicos denominaban crímenes en serie —una serie de violaciones, robos con allanamiento, incendios o asesinatos—. Ese término me pareció una manera muy acertada de caracterizar los asesinatos de las personas que matan una y otra vez y lo hacen de un modo bastante repetitivo, así que empecé a referirme a «asesinatos en serie» en mis clases en Quantico y en otras partes. La nomenclatura no nos pareció un asunto trascendental en aquella época; era simplemente parte de nuestro esfuerzo general por entender estos crímenes monstruosos, por buscar maneras de comprenderlos y, de ese modo, detener más rápidamente al siguiente asesino en serie.
Ahora, echando la vista atrás, creo que cuando acuñé el término de «asesinato en serie», también tenía en mente los seriales de aventuras que solíamos ver los sábados en el cine (el que más me gustaba era The Phantom —el Fantasma—). Cada sábado volvíamos ansiosos al cine porque el episodio de la semana anterior terminaba con una escena de gran suspense, que dejaba al espectador en vilo. En términos dramáticos, no era un final satisfactorio porque no disminuía la tensión, sino que la aumentaba. La misma insatisfacción tiene lugar en la mente de los asesinos en serie. El acto mismo de matar deja al asesino en vilo, porque el crimen no ha sido tan perfecto como en su fantasía. Cuando el Fantasma se queda hundiéndose en la arena movidiza, el espectador tiene que volver a la semana siguiente para ver cómo el héroe sale del embrollo. Tras cada crimen, el asesino en serie piensa en cosas que podía haber hecho para que el asesinato hubiera sido más satisfactorio. «Dios mío, la maté demasiado rápido. No me tomé el tiempo necesario para divertirme, para torturarla debidamente. Tenía que haberme acercado a ella de otra forma, haber pensado en otra manera de agredirla sexualmente.» Cuando el asesino tiene este tipo de pensamientos, su mente se adelanta y piensa en cómo puede aproximarse más a la perfección la próxima vez; hay una mejora continua.
Sin embargo, no es así como el público se imagina a los asesinos en serie. La mayoría de las personas creen que el asesino en serie es como el Dr. Jekyll y Mr. Hyde: un día es normal y al día siguiente algún impulso fisiológico se apodera de él, su pelo empieza a crecer, sus dientes se alargan y, cuando hay luna llena, tiene que cazar otra víctima. Los asesinos en serie no son así. Están obsesionados con una fantasía y tienen lo que llamaríamos «experiencias por satisfacer», que pasan a formar parte de la fantasía y les empujan a cometer el próximo asesinato. Éste es el verdadero significado del término «asesino en serie».
Entre 1975 y 1977 impartí clases de técnicas de negociación de rehenes. El FBI se había quedado muy atrás del líder en el área, el departamento de policía de Nueva York, que era el mejor en comprender y manejar situaciones con rehenes. Aun así, el FBI había logrado obtener mucha información de los expertos de Nueva York, el capitán Frank Bolz y el detective Harvey Schlossberg. Nosotros ampliamos las técnicas y las enseñamos a los cuerpos de seguridad por todo lo largo y ancho del país. En mi calidad de oficial de la reserva del Ejército, enseñé estas técnicas a contingentes de la Policía Militar y de la División de Investigación Criminal. Estimo que durante aproximadamente 15 años enseñé técnicas de negociación de rehenes al 90 % de todos los miembros del Ejército de Tierra estadounidense que han sido formados en este campo.
Eran tiempos interesantes para los que trabajaban en la policía y las áreas relacionadas. A finales de los sesenta y principios de los setenta, muchos de los que salieron del Ejército —ex boinas verdes y otros hombres formados en la jungla de Vietnam— entraron en los cuerpos de seguridad. Sus habilidades y experiencia con el armamento y las tácticas de asalto formaron la base de los equipos SWAT (Special Weapons and Training), un concepto totalmente nuevo en Estados Unidos. Un equipo SWAT es, esencialmente, una fuerza paramilitar, y nunca habíamos tenido nada parecido. Incluso en el FBI, donde los agentes aprendían —además de con pistolas— a disparar con fusiles y ametralladoras, hasta entonces se había prestado poca atención a los aspectos paramilitares de un asalto. Los equipos SWAT, sin embargo, eran sexy y gustaban a los medios de comunicación. Tenían francotiradores para matar a los criminales y usaban armamento pesado, como rifles de asalto y lanzagranadas, en los asaltos a escondrijos o en las operaciones de rescate de rehenes. Pero había un problema: sus tácticas causaban muchos daños. Morían muchos criminales, pero también había un número inaudito de bajas entre los policías y bastantes rehenes heridos. La policía de Nueva York había creado su unidad de negociación de rehenes con el fin de evitar tantas muertes y el FBI tardó poco en adoptar la idea de buscar una salida menos drástica a las situaciones con rehenes.
Me gustaba el nuevo enfoque porque ponía el énfasis en la necesidad de comprender la mente del criminal —lo que era también mi caballo de batalla y, por supuesto, la base de los perfiles criminales—. Los policías de la época no estaban preparados para este enfoque comprensivo. La mayoría de ellos no había recibido ninguna formación en psicología y tendían a pensar más en el uso de la fuerza que en el uso de la persuasión. Sin embargo, a medida que el FBI empezó a enseñar su versión de las técnicas de negociación de rehenes, cambió la tendencia a utilizar equipos SWAT y bajó el número de muertos en situaciones con rehenes. Se generalizó el procedimiento de hablar primero y evitar el recurso a las armas siempre que fuera posible. El hecho de que varios departamentos de policía fueran denunciados por uso indebido de la fuerza, ocasionando juicios que terminaron con indemnizaciones multimillonarias, también ayudó a que se adoptara este enfoque. De ahí a que se exigiera que se agotaran todos los medios no violentos antes de dejar intervenir a un equipo SWAT no había más que un paso.
En menos de diez años, el enfoque conductual iría más allá de la negociación de rehenes y los perfiles, culminando en la creación del National Center for the Analysis of Violent Crime (CNACV o Centro Nacional para el Análisis del Crimen Violento) del FBI y del Violent Criminal Apprehension Program (PDCV o Programa para la Detención de Criminales Violentos). Tuve un papel determinante en el proceso de creación de ambos programas, pero me estoy adelantando, así que dejaré esto para otro capítulo.
Una vez, estando en Cleveland con nuestra escuela itinerante —la llamábamos el espectáculo ambulante— me vi envuelto en una crisis con rehenes. Un hombre negro armado retenía a un capitán de la policía y a una chica de 17 años como rehenes en el interior de la comisaría de Warrensville Heights y estábamos intentando solucionar la situación a través del diálogo para evitar que hubiera derramamiento de sangre. De algún modo, se habían difundido las demandas del hombre. Quería, entre otras cosas, que todos los hombres blancos se fueran inmediatamente de la faz de la tierra y deseaba hablar con el presidente Carter sobre este asunto. Como estas demandas eran claramente irracionales, no hice ningún amago de acceder a ellas. En un momento dado, en el puesto de mando, me pasaron un teléfono porque alguien importante quería hablar conmigo. Era Jody Powell, el secretario de prensa del presidente, quien me informó de que la Casa Blanca se había enterado de lo que estaba pasando y que el presidente estaba preparado para hablar con «el terrorista». Asombrado, le dije a Powell que no teníamos terroristas en Cleveland. No me podía creer que la Casa Blanca considerara ni tan siquiera la posibilidad de intervenir en una situación tan delicada. Intenté ser cortés y le mentí a Powell, diciéndole que no podíamos hablar con el hombre en ese preciso instante, pero que si necesitábamos al presidente, le llamaríamos. La situación se resolvió sin derramamiento de sangre y sin intervención presidencial.
Dirigí el programa de formación para situaciones con rehenes del FBI durante sólo dos años, pero seguí implicado en el área durante muchos años después de 1977, haciendo sobre todo el papel de terrorista en jefe de la casa. En unas instalaciones nucleares en medio del desierto en 1978, en el Lago Placid, a principios de los ochenta y en otros lugares a lo largo de aquella década, los grandes cuerpos de seguridad de Estados Unidos y de algunos otros países participaron en ejercicios a gran escala que duraban una semana y en los que se simulaban ataques terroristas y las negociaciones resultantes. Yo hice de jefe terrorista en varios de esos simulacros. Secuestrábamos un autobús con voluntarios que hacían de personalidades importantes —científicos o dignatarios visitantes, por ejemplo— y los llevábamos a una granja aislada o un refugio de montaña, donde los reteníamos como rehenes. Usábamos fusiles, granadas, dinamita y otras armas reales y, cuando pedía un avión para llevarnos fuera del país, las autoridades requisaban uno y lo dejaban en el aeropuerto más cercano. Una vez iniciado el ejercicio, lo tomábamos muy en serio y nos metíamos completamente en el papel. En el Lago Placid, yo era «10», mientras un experto en ametralladoras del FBI era «20» y los señores «30», «40», «50» y «60» eran hombres de la CIA, el Servicio Secreto, la Fuerza Delta del Ejército y el equivalente británico de la Fuerza Delta, el SAS (Special Air Service). Los simulacros eran tan reales que algunos rehenes sufrieron el «Síndrome de Estocolmo», en el que el rehén se identifica tanto con sus secuestradores que está dispuesto a actuar con ellos para sobrevivir. Mis oponentes al otro lado del teléfono, los negociadores del FBI, eran antiguos estudiantes míos que a veces se quejaban de que era un adversario demasiado difícil, porque me sabía todos los trucos y los contrarrestaba. No obstante, los «buenos» lograron liberar a los rehenes y detener a los terroristas en todos los ejercicios, aunque no siempre sin que hubiera derramamiento —simulado— de sangre.
El mero hecho de que a mediados de los setenta me metiera en el área de las técnicas de negociación con rehenes denota que estaba inquieto. No me sentía muy a gusto repitiendo siempre las mismas clases y ansiaba nuevos retos. Muchos de mis colegas instructores en Quantico no estaban interesados en buscar algo nuevo que hacer; la burocracia suele oponerse a la innovación y, por mucho que la dirección supuestamente animara a los instructores a mejorar sus técnicas y presentación, el FBI no era una excepción. Muchos se quedaban perfectamente contentos enseñando los mismos casos de siempre, la mayoría de los cuales provenían de la generación de instructores anterior. Mi colega John Minderman llamaba a esta clase de instructores «manchas de aceite», porque cubrían una gran superficie pero sólo hasta una profundidad de un milímetro más o menos. Minderman era un antiguo policía motorizado de San Francisco y me enseñó mucho sobre cómo relacionarme con los policías, quienes constituían la mayor parte de nuestros estudiantes.
La mayoría de los casos que yo enseñaba no eran los clásicos de siempre, sino casos muy conocidos, sobre los que había información de fácil acceso para el público. Empleábamos libros y artículos sobre Charles Manson, Sirhan Sirhan, David Berkowitz, Charles Whitman, el francotirador de la Texas Tower, y otros parecidos. Al estudiar detenidamente estos casos me fui dando cuenta de que nuestras clases no aportaban información original o inédita sobre estos asesinos, principalmente porque no la había disponible. Los libros sobre Manson estaban escritos desde el punto de vista del fiscal o basados en la cobertura mediática del caso y en las entrevistas con miembros secundarios del entorno de Manson. ¿Dónde estaba el análisis revelador de la mente de Manson que todo policía esperaría encontrar en un curso sobre psicología criminal en la mejor academia policial del mundo? La mayoría de las personas, viendo el caso de Manson desde fuera, había decidido hacía mucho tiempo que el hombre estaba «loco» y que nada podía ganarse estudiando lo que había hecho. Pero, ¿y si no estaba exactamente «loco»? ¿Significaría eso que se podían aprender cosas nuevas sobre los asesinatos que él inspiró? Desgraciadamente, aquella pregunta no tenía respuesta porque sólo disponíamos de la información que todo el mundo ya tenía. Sí teníamos, en cambio, datos más reveladores sobre Richard Speck, quien mató a ocho enfermeras en Chicago: un psiquiatra que le había entrevistado extensamente había escrito un libro. Pero, incluso esas entrevistas no eran adecuadas porque quien las había realizado no tenía la experiencia con criminales que nuestros estudiantes necesitaban, ni la necesidad de comprender las cosas desde una perspectiva policial. Yo quería entender mejor la mente del criminal violento, primero, para satisfacer mi propia curiosidad y, segundo, para ser mejor profesor, para que nuestras clases en la academia del FBI fueran más valoradas por los policías que asistían a ellas.
En el momento en que llegué a esa conclusión, el FBI no tenía casi ningún interés por los asesinos, violadores, pederastas y demás criminales que acechan al prójimo. La mayoría de estos comportamientos criminales violentos caían bajo la jurisdicción de las policías locales y no constituían violaciones de las leyes federales que el FBI tenía que hacer cumplir. En la academia sí enseñábamos criminología a los policías visitantes, por lo que el estudio de la mente criminal era una actividad relevante para mí, pero para la mayoría de mis colegas y superiores carecía casi de relevancia. No querían tener nada que ver con el tema. Yo, en cambio, estaba profundamente intrigado.
Mi interés por este tema fue estimulado por las personas que conocí en los congresos y convenciones a los que empezaba a asistir, y en los encuentros de profesionales de la salud mental y otros campos relacionados. Esta curiosidad me llevó a hacerme miembro de la Asociación Americana de Psiquiatría, la Academia Americana de Ciencias Forenses y la Academia Americana de Psiquiatría y la Ley, entre otras. Ninguno de mis colegas vio mérito alguno en ese tipo de asociaciones y para el FBI tampoco valía la pena. De hecho, durante muchos años tuve que pagar mis cuotas de miembro de estas y otras organizaciones, aunque de vez en cuando me reembolsaban el importe por asistir a congresos profesionales. La costumbre del FBI de evitar a los profesionales de la salud mental estaba a la par con su creencia de que, si había algo que valía la pena saber sobre los criminales, el FBI ya lo sabía.
Sin embargo, yo tenía otra visión, una sensación de que quedaba mucho por aprender y que numerosos expertos fuera de los círculos policiales podían enseñarnos muchas cosas que desconocíamos. Ciertamente, mi perspectiva y mis horizontes se expandieron como consecuencia de mi asistencia a los congresos profesionales y también después, cuando se me invitaba a hablar en ellos y a compartir mi trabajo con gente que no pertenecía a la policía. El contacto con psiquiatras, psicólogos, personas activas en la ayuda a víctimas de crímenes violentos y otros profesionales de la salud mental me impulsó a profundizar en la clase de investigación para la que estaba en una posición única.
Durante mis viajes por todo el país en el marco de nuestra escuela itinerante empecé a pasarme por las comisarías locales para pedirles copias de los expedientes sobre agresores particularmente violentos, como violadores, pederastas y asesinos. Como había trabajado durante años como enlace con los diferentes cuerpos de seguridad, era fácil para mí hablar con las diversas autoridades y obtener información. Si un caso me interesaba, aprovechaba cuando alguien de la jurisdicción responsable venía a Quantico para encargarle que reuniera los expedientes de su departamento y elaborara un informe escueto del que, por supuesto, aceptaba agradecido una copia para mis propios archivos en desarrollo. La gente cooperaba tanto y estaba tan interesada en ayudar a poner orden en lo que sabíamos y lo que no sabíamos sobre los criminales violentos, que me mandaban montones de material. En cierta manera, su ayuda ponía de manifiesto que hacían falta más información y conocimientos en este área.
Fue por aquel entonces cuando encontré una cita de Nietzsche que me causó una honda impresión. Parecía hablar tanto de la fascinación que sentía por esta investigación como de los peligros que entrañaba. Posteriormente, la puse en una diapositiva que siempre proyectaba en mis clases y ponencias. La cita reza así:
«El que lucha con monstruos debería evitar convertirse en uno de ellos en el proceso. Y cuando miras al abismo, él también mira dentro de ti.»
Era importante para mí tener esta clase de reflexiones serias cuando me adentraba en las profundidades de la criminalidad humana. Como resultado de mis indagaciones y peticiones de información, pronto dispuse de más datos sobre criminales violentos que los medios de comunicación o cualquier departamento de policía local, y también tenía más material que cualquier otra persona, quizá porque muy poca gente pedía esta clase de información. Como la cita sugiere, el trato con monstruos conlleva ciertas complicaciones. Además, los otros investigadores se topaban con un problema de procedimiento que yo no tenía: los académicos no podían obtener expedientes policiales con tanta facilidad como un agente del FBI y, a menudo, se les disuadía de intentarlo. Así pues, yo estaba en una posición privilegiada para realizar esta investigación.
Me volqué en el estudio de todo este material, tanto en la oficina como en casa, analizándolo sistemáticamente y aprendiendo algo nuevo de vez en cuando, y empecé a intuir las muchas posibilidades que ofrecía para la investigación y la ampliación de los conocimientos sobre los criminales violentos. Al final, llegué a un punto en el que tenía muchas ganas de hablar con las personas mismas sobre las que había estado dando clases, con los asesinos en persona. Le comenté mi idea a John Minderman y decidimos intentarlo. Queríamos saber más sobre los factores ambientales, de la infancia y los antecedentes de los asesinos que les llevaban a cometer sus crímenes. También queríamos saber más detalles sobre los crímenes mismos —qué ocurrió durante la agresión, qué pasó inmediatamente después de que el asesino se hubiera asegurado de que la víctima estaba muerta, cómo había elegido el lugar en el que dejar el cadáver, etc.—. Si conseguíamos suficiente información de suficientes criminales, podríamos elaborar listas útiles: tantos criminales se llevan recuerdos; tantos leen o visionan material pornográfico, etc. También queríamos poner a prueba algunas antiguas ideas referentes a los asesinatos como, por ejemplo, si los asesinos realmente vuelven a la escena del crimen o no.
Grace Hopper, almirante de la marina y experta en ordenadores, había venido a Quantico para presentar una ponencia y describió muy elocuentemente las estrategias que utilizaba para manejar la burocracia naval y conseguir hacer algo innovador. Dijo que su éxito en neutralizar la burocracia se basaba en el axioma «Es mejor pedir perdón que pedir permiso». Una vez que queda constancia por escrito de un proyecto, si es denegado, está muerto. Pero si no se pone por escrito... bueno, captas la idea, ¿no? Para evitar que me pararan los pies antes de empezar, pensé que lo mejor era seguir adelante con mi querido proyecto y hacerlo sin informar previamente a ningún supervisor.
A principios de 1978 tenía que ir al norte de California a dar unas clases con la escuela itinerante y ésa era mi gran oportunidad. El agente John Conway, que había asistido a una de mis clases en Quantico, estaba destinado en San Rafael y era el oficial de enlace entre el FBI y el sistema penitenciario de California. Le pedí que me localizara a determinados presos en las cárceles de California y, cuando llegué para dar mi semana de clases, tenía toda la información preparada. Como agentes del FBI, podíamos entrar en cualquier prisión de todo el país mostrando simplemente nuestra insignia a las autoridades penitenciarias y, una vez dentro, no teníamos que explicar por qué queríamos entrevistar a una persona en particular. Así que, un viernes, después de dar clases durante cuatro días, Conway y yo emprendimos una gira relámpago por cárceles y presos que duró todo el fin de semana y parte de la semana siguiente. De un tirón, entrevistamos a siete de los asesinos más peligrosos y notorios jamás detenidos en Estados Unidos: Sirhan Sirhan, Charles Manson, Tex Watson (un cómplice de Manson), Juan Corona (que asesinó a muchos trabajadores inmigrantes), Herbert Mullin (con 14 víctimas mortales), John Frazier (autor de cinco asesinatos) y Edmund Kemper. Nunca antes se había entrevistado a asesinos convictos de esta manera y fue un avance extraordinario.
La primera entrevista fue con Sirhan Sirhan, en Soledad. Las autoridades penitenciarias nos habían preparado un cuarto bastante grande, al parecer, una sala de reuniones. No tenía realmente el carácter íntimo que yo quería, pero nos apañamos. Sirhan entró con la mirada salvaje, asustado y temeroso. Se puso contra la pared con los puños cerrados y se negó a estrecharnos la mano. Exigió saber qué queríamos de él; creía que, si realmente éramos agentes del FBI, estábamos probablemente asociados con el Servicio Secreto, que entrevistaba regularmente a asesinos. Sin embargo, nuestras entrevistas tenían un motivo completamente diferente. Cuando fue condenado por el asesinato del senador Robert F. Kennedy, Sirhan había sido diagnosticado con esquizofrenia paranoide. Ahora veíamos por qué. No nos dejaba usar grabadora y quería hablar con un abogado. Le dije que sólo era una entrevista informal y preliminar y que únicamente queríamos hablar.
Para calmar sus temores, le pregunté sobre el sistema penitenciario y con eso arrancó. Estaba irritado con un antiguo compañero de celda que le había «traicionado» al hablar con un periodista de Playboy. Lentamente, empezó a relajar los puños, se fue acercando a nuestra mesa y, finalmente, se sentó y se puso un poco más cómodo.
Me dijo, por ejemplo, que había oído voces que le dijeron que asesinara al senador y que, en una ocasión, mientras estaba mirándose en un espejo, había sentido cómo su cara se rompía en pedazos y caía al suelo; ambas afirmaciones eran compatibles con un diagnóstico de esquizofrenia paranoide. Cuando se soltaba a hablar, Sirhan siempre se refería a sí mismo en tercera persona: Sirhan hizo esto, Sirhan sintió lo otro. Dijo que estaba en detención preventiva no porque las autoridades temieran por su vida —la verdadera razón—, sino porque lo estaban tratando con más respeto que el que dispensaban a los ladrones y pederastas corrientes.
Sirhan es un árabe que creció en una zona en guerra y sus motivaciones y orientación tenían mucho que ver con eso. Por ejemplo, me preguntó inesperadamente si Mark Felt era judío. Felt era un director adjunto del FBI que tenía un alto rango y aparecía mucho en los medios de comunicación. La pregunta de Sirhan reflejaba su modo de ver el mundo, sus creencias. Dijo que se había enterado de que el senador Kennedy había apoyado la venta de más aviones de guerra a Israel y que, asesinándolo, había evitado que llegase a la presidencia un hombre que habría sido amigo de Israel. Por lo tanto, él, Sirhan, había cambiado la historia del mundo y ayudado a los países árabes. Creía que no le dejaban salir en libertad condicional porque temían su magnetismo personal. Si lo dejaban salir, prefería volver a Jordania, donde estaba seguro de que la gente lo llevaría en hombros por la calle, como a un héroe. Simplemente había hecho algo que no fue correctamente comprendido en su día y que sólo quedaría claro desde una perspectiva histórica.
Sirhan había estudiado ciencias políticas en la universidad y me dijo que quería haber sido diplomático, trabajar en el Departamento de Estado y terminar como embajador. Admiraba a los Kennedy —aunque mató a un miembro del clan—. El deseo psicótico de fusionarse con un personaje conocido a través del asesinato es común entre los hombres como Sirhan, John Hinckley, Mark Chapman y Arthur Bremer. Sirhan sabía que en Estados Unidos un crimen como el suyo solía conllevar una condena media de unos diez años en prisión, por lo que opinaba que, en aquel momento, en 1978, ya iba siendo hora de que le soltaran; creía que sus perspectivas de rehabilitarse eran buenas, a no ser que lo retuvieran demasiado tiempo en la cárcel.
Al término de la entrevista, de pie en la puerta, Sirhan sacó el pecho, flexionó los músculos y se me presentó de perfil en toda su magnificencia. Había estado practicando bastante con pesas y se le notaba algo. Dijo: «Bueno, Sr. Ressler, ¿qué opina de Sirhan ahora?»
No contesté a la pregunta y entonces se lo llevaron. Era obvio que, en su opinión, si conoces a Sirhan, amas a Sirhan: los aspectos esquizoides de su comportamiento habían remitido en la cárcel, pero la paranoia no. No aceptó que le entrevistáramos más para el programa.
Frazier, Mullin y Corona encajaban completamente en la categoría de asesinos «desorganizados» y tenían mentes tan extrañas que realmente no llegamos a ninguna parte con ellos. Corona era totalmente incomunicativo y Frazier estaba preso de sus propias ilusiones. Mullin era dócil y cortés pero no tenía gran cosa que contar.
Tuve más suerte con Charles Manson, Tex Watson y los otros. Ellos sí eran auténticos asesinos «organizados», aunque Manson y sus colegas se habían esforzado en conseguir que los asesinatos parecieran ser obra de alguien con una personalidad desorganizada.
Por supuesto, antes de visitar a estos asesinos, les había investigado a fondo y estudiado sus crímenes. De este modo, sabía mucho sobre todos ellos y estos conocimientos me sirvieron de mucho, especialmente en el caso de Manson. Ya desde el principio de la entrevista, cuando se acercó a nosotros, quiso saber qué era lo que el FBI quería de él y por qué habría de hablar con nosotros. Una vez que le convencí de que estábamos interesados en él como ser humano, obtuve una respuesta muy positiva porque Manson sabe hablar muy bien y su tema favorito es él mismo. Descubrí que tenía una personalidad compleja y maravillosamente manipuladora; aprendí mucho sobre su modo de percibirse a sí mismo en relación con el mundo exterior y sobre cómo había manipulado a los que cometieron los asesinatos por él. No estaba loco en absoluto; comprendía muy bien sus crímenes, así como la personalidad y motivaciones de los que habían caído bajo la atracción fatal de su carismática presencia. Obtuve más información en la entrevista preliminar con Manson de lo que había esperado y comprobé que esta clase de entrevistas eran una forma excelente de aprender cosas completamente nuevas sobre estos asesinos. No había nada en la bibliografía que pudiera compararse con lo que me estaba contando el asesino mismo. Antes, tanto yo como el resto estudiábamos el tema observando desde fuera el interior de la mente del asesino; ahora estábamos consiguiendo una perspectiva única, mirando desde el interior de la mente del asesino hacia fuera.
En los siguientes capítulos comentaré los detalles de la entrevista que mantuve con Manson y las entrevistas posteriores con otros asesinos. De momento, quiero contar la historia de cómo las entrevistas con asesinos fueron incorporadas a la estructura bastante rígida del FBI.
Cuando íbamos más o menos por la mitad de la semana de entrevistas, y quizá como consecuencia de haber estado tratando con estos hombres extraños y obsesionados, empecé a ponerme un poco paranoico yo mismo. Me di cuenta de que no tenía permiso para realizar las entrevistas y que necesitaba un modo de informar al FBI sobre ellas. Debería haber tenido autorización previa para ir a ver a presos tan conocidos como Manson o Sirhan, pero no la tenía. Pensé que, bueno, sólo eran entrevistas preliminares, ni siquiera tomaba apuntes y sólo estaba pidiendo a estos hombres poder volver más adelante con una grabadora pero, aun así, debería haber tenido algún permiso por escrito. Había violado uno de los principios capitales del FBI: había hecho algo sin autorización. De hecho, los agentes del FBI se dividen en dos grupos por el modo en el que hacen las cosas. Está la mayoría, que piden permiso para todo lo que hacen, porque no quieren tener problemas con la dirección. Tal y como yo veo las cosas, esos agentes son básicamente inseguros. El segundo grupo, mucho más reducido, es el de los que nunca piden permiso para nada porque quieren que las cosas se hagan. Yo estaba firmemente incluido en el segundo grupo y me estaba preparando para pagar las consecuencias de mi impetuosidad. De acuerdo con la regla de la almirante Hopper, esperaba poder diseñar una estrategia adecuada cuando me llamasen al orden.
Cuando volví a Quantico, sin embargo, estaba tan entusiasmado con la nueva información que decidí volver a intentarlo antes de dejar constancia escrita de mis actividades, porque muy posiblemente eso supondría el final definitivo de mi «proyecto». Era la primavera de 1978. No muy lejos de Quantico estaba el reformatorio para mujeres de Alderson, en Virginia del Oeste. Dos de las «chicas» de Manson, Squeaky Fromme y Sandra Good, estaban allí encarceladas, además de Sara Jane Moore, que había intentado asesinar al presidente Gerald Ford. Podía entrevistarlas a todas en un solo día. Minderman no podía venir conmigo porque se estaba divorciando y decidió volver a San Francisco para ocupar un puesto de supervisor. Necesitaba, pues, a otra persona y elegí a John Douglas, un joven y flamante agente por quien había abogado, para que entrara en la UCC después de que terminara su estancia como asesor visitante en Quantico.
Decidí contarle a mi supervisor inmediato, Larry Monroe, lo que iba a hacer. Larry se alteró. «¿Con quién hablaste en California? ¿A quién vas a entrevistar en Virginia del Oeste?» Le dije que no se preocupara, que cuando volviera lo pondría todo en un informe. Entonces Larry tomó una decisión típica de un cuadro medio: accedió a dejarnos ir a condición de que, si hubiera algún resultado burocrático negativo, él pudiera decir que no sabía nada y que todo era culpa mía. Dado que, efectivamente, todo era culpa mía desde el principio hasta el final, no tuve nada que objetar.
Hablamos con las tres mujeres y sacamos información interesante. Básicamente, Fromme y Good reforzaron las ideas que me había formado sobre Manson y su influencia, basadas en mis entrevistas preliminares con Manson y Tex Watson.
Cuando volví a Quantico, mis acciones podían tipificarse acciones «en serie»: quería perfeccionar mis crímenes y hacer todavía más entrevistas antes de tener que enfrentarme al verdugo de papel. Mi estrategia se frenó en seco, sin embargo, a causa de una indiscreción accidental. Un amigo mío, ante el que había alardeado un poco de mis hazañas, estuvo cotilleando un día sobre ellas en la sala de comer y no se dio cuenta de que Ken Joseph estaba lo bastante cerca como para poder escuchar. Ken era ya el director de la academia del FBI y, aunque era mi mentor, era también el administrador en jefe y un admirador del difunto Hoover, con el que compartía la idea de que la dirección tenía que estar informada en todo momento de todo lo que pasaba entre sus filas. Se vio obligado, pues, a actuar como debía actuar todo alto cargo ante el comportamiento claramente no autorizado de su antiguo amigo de la Universidad Estatal de Michigan, Robert Ressler.
Larry Monroe y yo tuvimos que comparecer ante Ken y explicarle por qué no se le había informado de mi iniciativa. Afortunadamente para mí, un mes o dos antes, Ken había hecho circular un memorándum que, por primera vez, animaba a los instructores a hacer investigación. Le dije, pues, que mi proyecto —un proyecto preliminar, subrayé— había sido una respuesta a su memorándum. Ahora bien, esto no era totalmente verdad y creo que los tres lo sabíamos, pero hicimos como que no. Ken atacó, apuntando que entrevistar a personas «significativas» como Sirhan y Manson podría comprometer al FBI. Contesté que había dejado constancia de mis intenciones en un memorándum antes de ir a California. Ken replicó que nunca había visto nada y entonces sugerí alegremente que tendría que ver si podía localizarle alguna copia en los archivos para enseñársela. Larry Monroe se mantuvo serio todo el tiempo (lo mismo que Ken Joseph) y, desde luego, en mi cara no apareció ni rastro de sonrisa. Estábamos bailando un número burocrático muy conocido para todos los que trabajan en oficinas gubernamentales. Cuando salimos de la oficina de Joseph sabía que tenía que escribir el memo en cuestión, ponerle una fecha anterior y hacerlo ¡ya! Escribí un memo apropiado en el que anunciaba que iba a realizar un «trabajo piloto» para preparar un gran programa de entrevistas a asesinos en serie. Con las entrevistas en las cárceles de California sólo pretendía averiguar si los asesinos se prestarían a colaborar en la investigación.
Después arrugué el memo, lo pisé un par de veces, saqué una fotocopia de la que saqué otra, puse esta última en los archivos, la saqué y se la llevé a Ken Joseph con el comentario de que se debió de haber archivado mal, pero que, afortunadamente, había sido localizado. Por supuesto, a Joseph no le costó admitir esa historia porque se pierden cosas continuamente por archivarlos mal. Además, como Joseph estaba básicamente de acuerdo con mi idea, estaba dispuesto a seguirme el juego.
Ahora que habíamos «justificado» el proyecto piloto, Ken quería que le redactara un memo completo con la verdadera dinámica y las dimensiones del proyecto, junto con las reglas básicas para las entrevistas, los enlaces con profesionales e instituciones académicas, etc. Lo hice con agrado y Larry Monroe, Ken Joseph y yo estuvimos intercambiando propuestas hasta que tuvimos en mano un proyecto de primera categoría que identificaba los objetivos a largo plazo, las personas a las que queríamos entrevistar, el modo en que se protegería tanto al FBI como a los presos, etc. Primero, antes de poder realizar una entrevista, había que pasar por un proceso de aprobación que constaba de siete pasos; teníamos que certificar, por ejemplo, que ningún preso al que íbamos a entrevistar tenía algún recurso pendiente de resolución. Otro ejemplo era que nos limitaríamos a hablar de los crímenes de los que el preso en cuestión había sido declarado culpable. Dijimos que no gastaríamos fondos del FBI en el proyecto, sino que se harían durante las clases itinerantes que dábamos regularmente. Este memo, debidamente firmado por Ken Joseph, fue enviado a finales de 1978 a la atención de John McDermott al cuartel general de Washington.
McDermott, uno de los cargos más altos justo por debajo del director Clarence Kelley, era conocido en todo el FBI como El Rábano porque del cuello de la camisa para arriba, era rojo como un tomate, probablemente debido a la tensión alta que, a su vez, debió de provocarle trabajar para Hoover durante tanto tiempo. El Rábano leyó lo que habíamos llamado «Proyecto de Investigación de la Personalidad Criminal» (incluida la información de que la versión «piloto» ya llevaba 18 meses en funcionamiento) y, de inmediato, lo rechazó.
Para empezar, escribió, la idea era totalmente ridícula. La tarea del FBI era capturar a los criminales, llevarlos a juicio y encarcelarlos. Nuestro trabajo no era hacer algo que un asistente social podía y debía hacer; no éramos sociólogos ni teníamos que serlo; las entrevistas distendidas con criminales eran para los académicos. No existía en el FBI ninguna tradición de hacer algo tan descabellado como entrevistar a asesinos y, además, debido a la relación conflictiva que siempre habíamos tenido con la comunidad criminal, El Rábano estaba convencidísimo de que, de todas maneras, no hablarían con nosotros.
La reacción de El Rábano era muy característica y acorde con la actitud reinante en el FBI en los años cuarenta, el periodo en el que ascendió bajo Hoover. No importaba en absoluto que ya hubiera logrado hablar con una docena de asesinos convictos, que hubieran conversado conmigo abiertamente, y que el FBI hubiera aprendido cosas nuevas sobre la conducta criminal en el proceso. En la tradición no había precedentes para esta clase de acción y, si no hay precedentes, una acción no puede ser válida. Uno de los objetivos que exponía en mi memorándum era involucrar a expertos en conducta criminal y psicología que no fueran del FBI, idea que tampoco gustó a El Rábano, porque iba en contra de la vieja actitud de que nadie ajeno al FBI nos podía enseñar nada de valor. Tal postura era absurda, lo mismo que todas las respuestas del Rábano, pero una vez que él había dicho que «no», el proyecto estaba muerto. La regla de Grace Hopper se había cumplido totalmente. Ya no habría más entrevistas con presos.
Así que simplemente esperé a que se jubilara El Rábano y William Webster, un hombre que miraba hacia el futuro, sucediera a Clarence Kelley. Para aquel entonces, Ken Joseph también se había jubilado y nuestro nuevo jefe administrativo, James McKenzie, se mostró entusiasmado con el proyecto. McKenzie fue el director adjunto más joven de la historia del FBI; su rápido ascenso daba cuenta de sus capacidades personales y su aptitud para comprender el funcionamiento del engranaje burocrático. Lo que McKenzie hizo fue reenviar mi memo, con muy pocos cambios, a Webster. El nuevo director tenía el mandato de darle un nuevo rumbo al FBI y había mencionado la posibilidad de trabajar con expertos de fuera y explorar nuevos campos. Su primera reacción al leer mi memo era que quería saber más, por lo que nos invitó a McKenzie, a Monroe y a mí a una «comida de trabajo» en su despacho.
La comida tuvo lugar en una sala de reuniones mediana al lado del despacho del director, uno de esos lugares aburridos que tanto gustan a los que diseñan los edificios oficiales. Algunos burócratas de mayor rango se habían adherido de pegote al proyecto, así que teníamos bastante público, pero el proyecto era mi hijo y yo hice la presentación. Los demás se limitaron a comer y no hablaron mucho. Tenía un bocadillo delante de mí pero no me lo podía comer, porque estaba muy ocupado hablando. El director Webster era un hombre tranquilo e imperturbable que ocultaba muy bien sus emociones y durante mi discurso no detecté ninguna señal de si le gustaba mi idea o no. De hecho, era tan difícil detectar qué pensaba que lo di por imposible. Sin embargo, al final señalé que el proyecto había sido rechazado anteriormente por El Rábano y este dato sí le llamó la atención, porque le habían designado para orientar al FBI en nuevas direcciones.
Entonces el director pasó de pasivo a activo y —en vista de lo que era el procedimiento burocrático normal— nos sorprendió bastante: aprobó el proyecto durante esa misma reunión. Apoyó el proyecto, pero a condición de que se hiciera correctamente. No quería que se hiciera mal; el término que utilizó para referirse despectivamente a la forma normal de hacer las cosas era «investigación de andar por casa». Insistió en que colaboráramos con universidades y hospitales de primera clase. También se alegró de que los principales colaboradores seleccionados vinieran de la Universidad de Boston y del Boston City Hospital, y de que los otros fueran todos reconocidos expertos académicos en psiquiatría, psicología y el estudio de la conducta criminal. Yo los conocía a todos de los congresos a los que había asistido y llevaba años hablando con ellos. En poco tiempo el proyecto recibió la aprobación de todos los escalones jerárquicos del FBI.
Más tarde, me hizo gracia enterarme de que la sesión con Webster había sido realmente una comida de trabajo: recibí una nota pidiéndome siete dólares por el bocadillo que no me había comido al estar demasiado ocupado con mi discurso. Pero bueno, nos habían dado el «adelante» y eso era lo realmente importante. También recibimos algunos fondos del Departamento de Justicia en los meses siguientes. Íbamos a poder dedicarnos una semana entera a entrevistar a presos sin tener que combinarlo todo con las clases itinerantes.
Antes de que llegaran los fondos para el Proyecto de Investigación de la Personalidad Criminal, pero después de saber que todo iba a ser aprobado y financiado, decidí visitar a William Heirens, el asesino que me había interesado tanto cuando tenía nueve años. Como de costumbre, un colega mío y yo estábamos de viaje, impartiendo clases itinerantes en Saint Louis, y fuimos a verle a una cárcel en el sur de Illinois. Heirens llevaba más de 30 años encarcelado y ya tenía casi 50 años de edad. Le expliqué que sus crímenes me habían intrigado desde mi infancia y que, en cierto sentido, nos habíamos criado juntos en Chicago. Él tenía 17 años cuando yo tenía 9 y los ocho años que nos separaban parecían todavía menos ahora que antes.
En el tiempo transcurrido entre los años cuarenta y los setenta había aprendido mucho sobre Heirens, el contenido sexual de sus asesinatos, la serie de robos fetiche que cometió antes, los numerosos intentos de asesinato y agresiones que le habían sido atribuidos con ciertas reservas, y su capacidad para mantener sus crímenes ocultos a su familia y amigos. Su primera línea de defensa había sido tan extraordinaria como sus crímenes: dijo que el culpable era otra persona, George Murman, con quien había convivido. Era mentira, porque había llevado a los investigadores a los lugares de los crímenes e hizo una reconstrucción de sus actos durante los asesinatos. Sólo cuando se le interrogó duramente acabó admitiendo que George Murman era una creación mental suya.
Heirens no tenía realmente una personalidad múltiple, aunque sus problemas se habían iniciado y manifestado desde muy joven, volviéndose plenamente visibles en la adolescencia. Tenía fantasías sexuales y, cuando estaba solo en su habitación, pegaba fotos de líderes nazis en un álbum de recortes y las miraba mientras se ponía ropa interior femenina. Las fotos fueron descubiertas, así como todo un arsenal de pistolas y rifles, y este hecho, unido a su confesión de varios robos con allanamiento e incendios, hizo que le enviaran a un internado católico como alternativa al encarcelamiento. Allí terminó sus estudios en pocos años y mostró una conducta lo bastante buena como para ser readmitido en la sociedad, especialmente porque tenía tan buenas notas académicas que se podía saltar la mayoría de las asignaturas del primer curso en la Universidad de Chicago y hacer algunos estudios avanzados. Empezó a matar poco después de salir del internado y, mirando atrás, los asesinatos eran la continuación de los allanamientos y otros crímenes que había cometido al principio de su adolescencia. De hecho, también cometió muchos más robos con allanamiento entre un asesinato y otro.
En realidad, Heirens no había sido juzgado nunca. Durante los preliminares, los psiquiatras dijeron a su abogado defensor que, aunque Heirens alegara que a veces se convertía en George Murman —¿Murder-man?—3 y que no era responsable de sus actos, ningún jurado lo comprendería o creería y, si lo intentaba, sería condenado a muerte sin lugar a dudas. Las pruebas en su contra —huellas dactilares, escritos y su confesión— eran abrumadoras. La opción alternativa era declararse culpable y que los psiquiatras recomendaran una pena de prisión y tratamiento. Heirens aceptó el trato, se declaró culpable y fue sentenciado a cadena perpetua. Después de la condena, los padres de Heirens se divorciaron, cambiaron de nombre y empezaron a acusarse mutuamente de haber sido responsables de los crímenes de su hijo. En cuanto a Heirens mismo, fue un preso modelo. De hecho, fue el primer recluso del estado en obtener una licenciatura mientras estaba en la cárcel e incluso trabajó en un postgrado.
Yo estaba realmente preparado para la entrevista con el hombre cuya vida había seguido desde mi infancia, pero no salió tan bien como esperaba. Aunque Heirens respondió cuando vio que yo sabía mucho sobre él, ya no estaba dispuesto a admitir que había cometido los crímenes de los que antes se había declarado culpable. Había decidido que era la víctima de un montaje, por lo que ya no quería reconocer —como había hecho en los cuarenta, tras su detención— que había asesinado a dos mujeres adultas que lo habían sorprendido durante un robo con allanamiento, o que había estrangulado y descuartizado a una niña de seis años. Yo recordaba especialmente que Heirens había reducido a Suzanne Degnan en su cama. Sólo entonces mató a la pequeña, la envolvió en una sábana, la bajó al sótano para descuartizarla y después, tranquilamente, se deshizo del cuerpo y volvió a su propio cuarto en el colegio mayor. El hombre era un monstruo y ahora negaba su culpabilidad.
Heirens sí reconoció, no obstante, haber tenido algunos problemas sexuales y haber cometido los robos con allanamiento, de los que ahora se arrepentía como si fueran bromas de adolescente. Dijo que nunca había sido un peligro para la sociedad y que, en vista de los muchos años que había sido un preso modelo, tenía derecho a pasar el resto de su vida fuera de la cárcel.
Aquella entrevista me decepcionó. No obstante, el tema en general, es decir, el intento de entrevistar a asesinos en serie convictos con el fin de obtener información útil para la policía, iba por buen camino y formaba ya parte de un programa establecido dentro del FBI y el Departamento de Justicia. Con el tiempo, llegaría a entrevistar personalmente a más de cien de los criminales violentos más peligrosos recluidos en las cárceles estadounidenses, formaría a otros investigadores para continuar la tarea y, con la información recogida, ampliaría significativamente los conocimientos sobre las pautas seguidas por los asesinos y sobre técnicas de detención de aquellas personas cuya mente produce dichas pautas. En su juventud, Bill Heirens había escrito con pintalabios en una pared: «Por el amor de Dios cogedme Antes de que vuelva a matar No puedo controlarme.» Yo me dedicaría a entrevistar a asesinos en serie en un intento de hacer eso mismo.