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Una ciudad convertida en una metáfora

 

 

 

El fiordo de Bille (Billefjorden) se localiza en lo que podría considerarse algo así como el ombligo de la isla de Spitsbergen, un tajo de mar encerrado entre las penínsulas de Bünsow, por el lado sur, y de Dickson, por el norte. Su interés reside en que, arrimada a la orilla de Dickson, se encuentra una ciudad minera rusa, en bastante buen estado de conservación, abandonada en 1998, y que es algo así, según la definió el escritor noruego Kjartan Fløgstad, como «un monumento funerario a la modernidad industrial». Pyramiden está situada a la friolera de 79º 39’ de latitud norte. Creo que pocas veces puede emplearse con tanta exactitud la palabra «friolera».

Era una mañana heladora y el cielo mostraba un cochino tono grisáceo que convocaba a la melancolía. A eso de las nueve y media, las dos zódiacs del barco llevaron hasta la orilla de la península, en varios viajes, a la veintena de pasajeros que habíamos decidido bajar a tierra. Nos acompañaban dos tripulantes armados con fusiles. En las Svalbard, como ya he dicho, hay más osos blancos que seres humanos, y son animales carnívoros muy peligrosos, especialmente en primavera, cuando, al terminar de invernar, el hambre los acucia. Aunque la comida favorita de estos plantígrados son las focas, no le hacen ascos a la carne humana si se pone a tiro.

Las lanchas nos fueron dejando junto a una placa de hielo que bordeaba la península. Un grupo de focas nadaba cerca de nosotros y más allá de la placa helada se distinguían los edificios de la ciudad, bajo una montaña de 935 metros de altitud medio cubierta de nieve. Cincelada por la naturaleza con una perfecta forma de pirámide, era precisamente esa montaña lo que había dado nombre a la ciudad minera: Pyramiden.

Al otro lado de la lengua marina del fiordo, en la orilla de la península de Bünsow, se tendía el largo brazo albino del glaciar Nordenskiöldbreen. Y más allá, montañas de roca y nieve, un entorno natural vigoroso y salvaje, vacío de hombres. Dice Fløgstad en su libro sobre Pyramiden: «He aquí una ciudad completamente edificada en medio del yermo Ártico. Desde las montañas que la rodean, no se divisa ningún otro signo de civilización. El contraste con la naturaleza intacta e íntegra produce una impresión formidable».

Cuando todos estuvimos reunidos en la orilla de hielo, echamos a caminar hacia la urbe, precedidos de los dos hombres armados. Me acerqué a uno de ellos, Christian, con el que en los días siguientes trabaría cierta amistad. Era un tipo de unos cuarenta años, simpático y abierto, siempre dispuesto a conversar.

Le pregunté por los osos.

—Están por todas partes —me dijo—. Y en particular en lugares como éste. Aquí tienen muchos sitios donde refugiarse si hay una fuerte nevada: cobertizos, portales... Y puedes darte de bruces con uno de ellos cuando menos lo esperas.

—¿Has matado a alguno?

—No, por fortuna; me daría mucha pena. Es un animal muy hermoso y yo no tengo ninguna afición a la caza. Pero en dos ocasiones he estado muy cerca de tener que hacerlo. Por suerte, las dos veces huyeron asustados con mi primer disparo al aire.

Caminar sobre la banquisa se hacía algo penoso, así que me sentí aliviado al alcanzar la tierra. Una fina capa de nieve cubría la orilla. Ahora distinguía con claridad, descendiendo de las alturas de la montaña, la cinta transportadora del carbón. Un solemne silencio reinaba sobre los edificios de viviendas, los almacenes, la vieja maquinaria oxidada y los galpones de Pyramiden.

 

 

La soberanía noruega sobre las Svalbard fue reconocida por la comunidad internacional mediante un tratado en febrero de 1920 y la administración de las islas terminó de establecerse en los cinco años siguientes. Sin embargo, como existían varias explotaciones mineras de compañías de diferentes nacionalidades, el tratado acordó que los ciudadanos de otros países pudieran residir en las islas con absoluta igualdad de derechos que los noruegos.

En 1916, Rusia compró varias minas a una compañía sueca y abrió sus principales explotaciones en Barentsburg, Pyramiden y Grumant. En 1941, el ejército alemán ocupó el archipiélago y los rusos hubieron de cerrar las minas; todos sus trabajadores y familiares fueron evacuados en buques aliados de bandera canadiense. Antes de abandonarlas, los rusos quemaron la mayor parte de sus instalaciones y maquinarias en Barentsburg y Grumant para que no fueran utilizadas por sus enemigos. Y a pesar de que las de Pyramiden quedaron intactas, los alemanes nunca las ocuparon. El de las Svalbard fue el último contingente militar nazi en rendirse a las fuerzas aliadas en Europa, un par de meses después de la caída de Berlín.

Los rusos regresaron en 1946 y reconstruyeron Grumant y Barentsburg, dañados durante la contienda. No obstante, Grumant cerró en 1961, y en 1998, tras la Perestroika y el profundo cambio político impulsado por Gorbachov que puso fin al comunismo en Rusia, Pyramiden clausuró también sus explotaciones. En Barentsburg, al suroeste de Longyearbyen, Rusia sigue todavía extrayendo carbón; es la segunda comunidad en número de habitantes de Spitsbergen, tras Longyearbyen.

 

 

Pyramiden fue concebida por el estalinismo como un modelo de producción, pero también como una urbe donde habría de realizarse la utopía comunista. Y casi llegó a serlo, aunque, antes que utopía, podría decirse que resultó ser una metáfora, por la forma en que acabó desvaneciéndose, casi en el aire.

Durante poco menos de setenta años, albergó a cerca de mil personas: los mineros con sus familias, los ingenieros y las autoridades municipales. Moscú no escatimó medios para construir sólidas viviendas con los pilares anclados en la tundra, espléndidos servicios, un puerto marítimo y las más avanzadas instalaciones industriales. Los salarios de los trabajadores eran muy altos, las vacaciones muy largas y las jubilaciones muy tempranas. Además, todo era gratuito en Pyramiden, salvo el alcohol. Había también una gran oferta cultural, pues con frecuencia se llevaban grupos de arte dramático y orquestas desde Moscú para actuar en el teatro de la ciudad. Junto con ello, el aprovisionamiento alimentario era excelente.

Mientras en muchos lugares de la Unión Soviética el trabajo en las minas lo llevaban a cabo presos políticos del ominoso sistema del Gulag,[4] en las Svalbard, debido a su situación geográfica y a variadas razones políticas, era imposible realizar la explotación del carbón con hombres esclavizados. De modo que la única forma de encontrar mano de obra no era otra que ofrecer muchos incentivos.

La mayor parte de los trabajadores eran rusos y ucranianos (Ucrania formaba entonces parte de la extinta Unión Soviética). Y la relación con los habitantes noruegos de la isla era de enorme amabilidad, hasta el punto de que, a menudo, se celebraban partidos de fútbol o de hockey sobre hielo entre los equipos de Longyearbyen y Pyramiden. En plena Guerra Fría, los modelos capitalista y comunista convivían sin ningún problema en el territorio de Spitsbergen, a tan sólo tres horas de distancia en barco. Con Pyramiden, Stalin quería ofrecer a sus vecinos capitalistas el reflejo de una sociedad justa y feliz.

Por otra parte, la utopía socialista había hecho del minero el proletario ejemplar, el mejor espejo del ser humano, el héroe del trabajo industrial, igual que el tractor era la maquinaria heroica por excelencia, más que los tanques. Sí, el minero..., aquel que era capaz de extraer de la naturaleza, con esfuerzo y riesgo, los mejores dones para luego transformarlos en productos de utilidad social. Toda la iconografía comunista está llena de mineros sonrientes que se cubren con casco y llevan sobre el hombro un pico o una pala. Y de tractores airosos a los que sólo les falta cantar La Internacional.

La ciudad ideal dependía administrativamente de Barentsburg, el principal establecimiento minero soviético en las Svalbard, situado a unas cinco horas de navegación hacia el sureste, en el fiordo de Grøn (Grønfjorden). El consulado, el gobernador, los órganos administrativos y la policía política residían en Barentsburg, de modo que la vida en Pyramiden era más relajada, con mucho menos control político y policial que en la otra urbe. Pero las normas de convivencia eran, por el contrario, mucho más estrictas. En Pyramiden, por ejemplo, estaba prohibido y castigado con severas multas tirar colillas o basura en la calle, y había papeleras y ceniceros, en forma de pingüino con el pico abierto, situados en muchas esquinas.

El estilo de la ciudad fue diseñado sobre modelos arquitectónicos muy en la línea del movimiento futurista, tan del agrado de los líderes soviéticos de la Revolución, una mezcla del realismo socialista con el vanguardismo artístico. Los tonos de los bloques de viviendas eran alegres: amarillos, marrones y naranjas en su mayoría.

Además de los bloques de espléndidas viviendas, Pyramiden contaba con escuela, guardería, un polideportivo, un magnífico hospital con dos médicos y cinco enfermeras, una casa de la cultura con una biblioteca que albergaba más de diez mil volúmenes, así como salas de cine y teatro, museo, palacio de congresos, un hotel de lujo llamado Tulipán, cuadras con ovejas, vacas y cerdos, un invernadero donde se cultivaban legumbres, verduras y frutas, y una central térmica que proveía de calefacción a todas las viviendas y edificios públicos. Cito de nuevo a Fløgstad:

 

La ciudad ideal socialista parece estar edificada para la eternidad .... Aquí permanece el museo de la utopía, listo y preparado para recibir a sus visitantes, a tres horas en barco de Longyearbyen ... Todo en Pyramiden parece construido para durar eternamente.

 

 

Pero las reservas de las minas se agotan y los sistemas políticos construidos en nombre de un mundo feliz llegan a su fin. Y así le sucedió a Pyramiden. La ciudad ideal de Stalin contaba, en 1996, con poco más de seiscientos habitantes y la producción de carbón había descendido a menos de la mitad que en años anteriores. Rusia había dejado de lado las utopías y se lanzaba hacia el capitalismo en una carrera desbocada. ¿Qué nos importa una ciudad ideal?, debió de decirse Yeltsin.

El 1 de abril de 1998 se cerró la explotación. El hotel siguió abierto hasta finales de verano. Pero a primeros de octubre, en apenas tres días, varios buques rusos embarcaron a todos los habitantes que quedaban en la ciudad: 497 hombres, 120 mujeres y 3 niños. Y un poco más tarde, un mercante bautizado con el nombre de la poetisa Anna Ajmátova se llevó a Rusia todos los materiales que fueron considerados de valor. La metáfora de la ciudad de la utopía se esfumaba para siempre.

Pyramiden quedó vacía. Sus viviendas se clausuraron, sus edificios oficiales se cerraron con cerrojos y las puertas fueron atrancadas con maderos firmemente clavados. Administrativamente, hoy sigue dependiendo de Barentsburg, y un par de funcionarios rusos acuden con cierta frecuencia a echar una ojeada al lugar. Ahora la visitan, de forma ocasional y siempre en verano, los turistas.

La mina y la ciudad de Pyramiden pertenecen a la compañía rusa Trust Arktikugol, que no parece muy interesada en defender la memoria de la urbe ideal socialista. Y lo curioso es que son los noruegos, quizá pensando en su atractivo turístico, quienes mayor preocupación sienten por la conservación de la ciudad, en la que la implacable naturaleza y el vandalismo de los visitantes ávidos de recuerdos ya han comenzado a ejercer su implacable poder destructivo.

Pyramiden, como un cuadro de ciencia ficción, se nos aparece hoy como el tremebundo retrato de un mundo imaginario en el que hubiera desaparecido para siempre la especie humana, quizá un dibujo muy aproximado al de nuestro futuro. Estremece caminarlo.

Escribe el ruso Boris Groys, en su libro Obra de arte total Stalin, y yo tomo la cita del de Fløgstad: «En el mismo instante en que el “Homo sovieticus” quiso abandonar la utopía y regresar a la Historia, descubrió repentinamente que la Historia ya no existía y que no había lugar alguno al que regresar».

 

 

Debajo de la gran montaña piramidal en cuyo estómago se encuentra el yacimiento carbonífero, corría libre entre las calles dormidas el viento lúgubre de la tundra. Marchábamos, ciudad adentro, silenciosos y, en cierta manera, reverentes, formando una suerte de pequeña procesión, ya que no debíamos desperdigarnos por la amenaza de la súbita aparición de un oso. Creo que a todos nos acometía una parecida congoja, la que produce asomarse a un lugar sin vida donde hace no mucho la hubo.

Y así llegamos a la avenida del Aniversario del Gran Octubre, una calle ancha, recta y levemente empinada, con arriates y parterres, amplias aceras y grandes farolas. La vía, flanqueada por bloques regulares de viviendas de dos pisos, podía tener más de quinientos metros y había sido sin duda diseñada para las grandes ceremonias patrióticas, los desfiles y los cantos en loor de la patria soviética. En lo alto de la avenida se alzaba el Palacio de la Cultura y, a su espalda, el polideportivo.

Y presidiéndolo todo, sobre un pedestal de piedra, la cabeza granítica de Vladímir Ilich Uliánov, Lenin, contemplaba con gesto orgulloso los senderos del Futuro y de la Historia. Pero delante de su mirada severa no había nadie, sólo montañas adustas cubiertas de nieve y las calles de una urbe vacía de seres humanos, en las que no resonarían nunca más las canciones patrióticas.

Nos hicimos fotos bajo el solemne busto que, para algunos de los jóvenes estudiantes, significaba poco más que mera arqueología.

 

 

Durante la tarde, el barco permaneció anclado en la rada del fiordo y científicos y estudiantes recogían muestras de agua y de zoología marina, una tarea que denominan «estaciones». Miquel Alcaraz, el segundo de Carlos Duarte, era un estupendo acuarelista y, observando a través del microscopio los minúsculos animales de las profundidades del océano, realizaba magníficos dibujos de sus fisonomías. Meses después, Miquel me enviaría a Madrid, desde Barcelona, una preciosa acuarela que representaba al Jan Mayen. Pienso que Miquel, que tiene mi misma edad —aunque unos meses menos, como le gustaba recalcar—, podría muy bien haber pertenecido a esa estirpe de antiguos exploradores que, en los tiempos en que no existía la fotografía, realizaban dibujos de los escenarios geográficos que visitaban, de hombres de etnias primitivas y de animales apenas conocidos en Europa. Recuerdo, por ejemplo, los espléndidos dibujos con que su paisano Domingo Badía, alias Alí Bey, ilustró su libro de viajes —en el fondo un gran relato de aventuras— por el Magreb y Arabia.

Curioseé por las cabinas-laboratorios donde trabajaban los estudiantes, cuatro alegres chicas: Clara Ruiz, Inés Mazarrasa, Lara García y Johnna Holding, y un joven muchacho, Íñigo García. Y luego me subí a leer a la sala-comedor. Charlé un rato con una simpática fotógrafa sueca, Marlin de nombre, que había viajado a menudo por África. Daba la casualidad de que había sido pasajera en una ocasión del Liemba, el barco que surca la orilla oriental del lago Tanganica y sobre el que escribí bastante en mi libro Colinas que arden, lagos de fuego. La experiencia le había impresionado tanto como a mí. La siguiente tarde, mientras navegábamos hacia el norte, me mostró algunas de sus fotos de África que archivaba en su ordenador.

Luego me senté un rato con Bete, la ruda regidora de la cocina del Jan Mayen. Acababa de reñir a un par de pasajeros, pero conmigo era dulce. Hay muchas mujeres así en el mundo: cabreadas con casi todo el género humano y, sin embargo, delicadas y tiernas si das con su tecla sentimental. Supongo que hay hombres a los que les pasa lo mismo.

Me contó que nunca había salido de Noruega y que le hubiera gustado viajar.

—Pues está a tiempo, Bete; es usted muy joven.

—Pero mi marido no quiere moverse de Tromsø.

—Viaje sola.

—No sé, tal vez no esté bien visto.

En el fondo, Bete era frágil. Y se defendía a base de virulencia.

 

 

El barco comenzó a moverse: poníamos rumbo suroeste, hacia Barentsburg, el último de los establecimientos mineros rusos aún en funcionamiento, y subí a la cabina que utilizábamos como lugar de trabajo. Carlos Duarte estaba enfrascado en la lectura de los mensajes que recibía en su ordenador, Luis Resines dibujaba su cómic del viaje, Joan Costa retocaba sus fotos y una periodista madrileña cuyo nombre no recuerdo redactaba su crónica del día. Me puse a escribir mi cuaderno de bitácora. Para el hilo musical de la cabina, Carlos había escogido unos temas de Tom Waits. Su voz resquebrajada y rota, que alguien definió como una voz bañada en whisky y luego aplastada por un coche, acometía «Somewhere»:

 

 

There is a place for us,

somewhere a place for us.

Peace and quiet and open air.

Wait for us

somewhere.[5]

 

Miré con ensoñación hacia el paisaje que se tendía al otro lado del ojo de buey, y pensé que el Ártico bien podría ser ese lugar.

 

 

—¡Porquería de país! —le oí decir a Carlos.

Salí de mis ensoñaciones.

—¿Qué sucede? —pregunté.

—En España, basta que quieras hacer algo para que te salten de inmediato los críticos al cuello, por lo general gente mediocre que nunca hace nada valioso.

Carlos llevaba años enfrascado en la preparación y el desarrollo del Proyecto Malaspina, un ambicioso programa del CSIC de investigación de los océanos que llevaba varios meses en marcha.[6] Y acababa de recibir un artículo de una revista en el que un investigador ponía en duda el interés del programa.

—¿Le conoces al tipo? —pregunté.

—Sí, es un tocapelotas. Pero bueno..., no hay que darle mucha importancia.

Carlos poseía un carácter sosegado.

—Tengo un oferta de trabajo en Australia, en Perth, para una investigación sobre medio ambiente —siguió—. Y ya hace tiempo que he decidido aceptarla..., para cuando termine con el asunto Malaspina. Estaré seis meses al año por allí. Y muchas veces pienso si no debería quedarme en otro lugar del mundo para siempre.

—Pensaba que los científicos estabais más hermanados entre vosotros, al contrario que los escritores. La envidia y esas cosas...

—Es un problema del país, no de las profesiones. ¿No recuerdas lo que decía Unamuno? «En todas partes del mundo existe la envidia», afirmaba. «Pero en España tenemos una envidia de calidad», añadía.

 

 

Llegamos a Barentsburg después de cenar, a eso de las ocho, cerca de la noche sin noche. Vista desde Grønfjorden, tendida en la ladera de la montaña y formando una serie de terrazas, la ciudad rusa resultaba triste y amarga. Una ancha escalera de madera trepaba por la ladera en zigzag. Había grandes edificios de hormigón y numerosas casas de madera. Los desechos del carbón lo impregnaban todo: el muelle, las orillas del mar, las terrazas, las fachadas de las viviendas y los arroyuelos que descendían entre sus callejones desde las cumbres montañosas.

Allí arriba, cubierta por el blancor de la nieve, la cima de la montaña parecía proclamar la inocencia de un mundo anterior a la negra malevolencia de la era industrial.

 

 

Barentsburg, a poco más de 78º de latitud norte, es una de las ciudades más desangeladas y sucias del hemisferio ártico. Se trata, como ya he dicho antes, de un establecimiento minero bajo soberanía noruega pero administrado por rusos. Empezó a producir carbón en cantidades importantes durante los años veinte y, en 1941, abandonada por los soviéticos ante la invasión alemana, fue destruida en muy buena parte por los propios soviéticos. En 1943, partidas de guerrilleros noruegos opuestos a los nazis se instalaron en la ciudad, que fue duramente bombardeada por un barco de guerra alemán, el Tirpitz, que acabó por arrasarla.

Los rusos la reconstruyeron por completo en 1948 y, al cerrarse la vecina explotación de Grumant, en 1961, se convirtió en el establecimiento soviético más importante de las Svalbard. Su población hasta 1990, cuando la producción comenzó a decaer, era muy similar a la de Longyearbyen, cerca de 1.400 habitantes. Hoy no llega a los 800, entre ellos 29 niños, de los cuales 12 están escolarizados.

Barentsburg cuenta con guardería, colegio, museo, un gran hospital, una piscina de invierno de cincuenta metros de longitud, central térmica, casa de la cultura con una imponente biblioteca de autores rusos y un helipuerto que fue construido en 1960. Sobre la montaña que domina la ciudad se eleva un observatorio geofísico. El consulado ruso de las Svalbard se encuentra en la urbe, de la misma manera que aquí estuvieron también los cuarteles del KGB (la policía política soviética) en los tiempos de la URSS. En los años de la Guerra Fría, los noruegos mantuvieron una estrecha vigilancia sobre el helipuerto, ya que se sospechaba que los grandes helicópteros usados como medio de transporte podían ser transformados en aparatos bélicos caso de estallar una guerra.

En 1996, un avión que trasladaba desde Rusia hasta Longyearbyen a 143 mineros se estrelló al tomar tierra y todos murieron. Un año después, una explosión de metano en el interior de las minas causó la muerte de 20 trabajadores. En recuerdo de aquellas dos tragedias y de las víctimas, fue erigida en la ciudad una iglesia ortodoxa.

Se cuenta que, en Barentsburg, el alcoholismo hace estragos y es la principal causa de que, en ocasiones, se produzcan imponentes peleas, algún que otro suicidio e, incluso, asesinatos. En 2005, un tribunal noruego condenó a un ruso a cuatro años de cárcel por matar a otro; para decretar una pena tan leve por un caso tan grave, el juez tomó en consideración el estado de opresión bajo el que los mineros vivían en la ciudad rusa y la escasa paga que recibían.

El nivel de vida del establecimiento es muy inferior al de la era soviética, pero las autoridades noruegas de Spitsbergen ayudan con ropas y comidas —e incluso con la escolarización de niños— a los habitantes rusos de la ciudad. Durante los últimos años es frecuente que corran rumores sobre el inminente cierre de la explotación de carbón en la urbe.

En el establecimiento tan sólo hay una pequeña tienda de alimentación, un hotel y dos bares, uno de ellos en el mismo hotel. Y una curiosa tienda de souvenirs en la que venden gorros, capotes y medallas militares de la era soviética. En los altos del pueblo, otro busto de Lenin, tallado en granito y muy parecido al de Pyramiden, mira hacia el fiordo y al futuro. ¿O es al pasado?

La vieja URSS sigue anclada en las Svalbard cuando casi todas sus trazas han desaparecido de la propia Rusia, entregada a un capitalismo desaforado. Y la sombra de Stalin, del que no existen estatuas en los establecimientos mineros rusos, proyecta su espíritu sobre Barentsburg.

 

 

Descendimos a tierra y caminamos sobre los muelles encharcados hasta alcanzar las escaleras, poniéndonos las botas perdidas de carbón. No había nadie en los alrededores. Junto al embarcadero, una casa de madera de dos pisos, pintada de color verde y con apariencia de estar deshabitada, anunciaba en inglés, sobre la puerta, que se trataba del Port Sea Office, la oficina del puerto marítimo. Junto a la entrada, colgaba de la pared un enorme y pesado teléfono de acero que parecía rescatado de la prehistoria industrial.

Ascender las escalinatas de Barentsburg resultaba fatigoso. Creo que eran cientos los escalones de madera que trepaban de terraza en terraza hasta alcanzar la parte superior de la localidad, donde se encontraba la calle principal. Algunas casas de madera parecían abandonadas y unas pocas se enterraban en la nieve como si se desplomaran, vencidas por la erosión del suelo. Me pregunté por dónde andaría la gente del pueblo. No se veía a nadie por ningún lado.

La tropa de visitantes noruegos y españoles seguimos subiendo las escaleras, rebasamos la iglesia ortodoxa, construida con listones de madera oscura, y pasamos junto a un bar cerrado en cuyo esquinazo aparecía pintado el número 78 junto a un letrero que decía HAFE-BAR. Alguien se animó a llamar a la puerta, pero nadie respondió desde el interior. ¿Habrían escapado todos los habitantes de la ciudad al vernos llegar?

Alcanzamos la altura de la calle principal. Como era de esperar, el centro cultural y deportivo estaba cerrado. ¡Pero no la tienda de souvenirs! Y dos amables dependientas nos recibieron alegres.

Compramos algunos recuerdos, en mi caso un gorro de pelo negro de liebre, con orejeras y un imponente escudo militar de la antigua URSS en el frontal. Me lo he puesto dos veces en carnavales y hace furor en las calles de Madrid.

Le pregunté en inglés a una de las dependientas por la gente de la ciudad.

—Es tarde. ¿Y qué cree que puede hacerse en las calles de Barentsburg a estas horas? Nada. Ésta es una ciudad triste, no hay tiendas. La gente se queda en su casa a ver la televisión, a leer o a escuchar la radio.

—¿Y no se puede tomar una cerveza en ninguna parte?

Algunos de mis compañeros españoles y noruegos se habían acercado, curiosos, al oír la palabra «beer».

—El único bar de la ciudad está cerrado hasta el verano. En el hotel no hay clientes estos días —dijo la chica—. Pero seguro que si llamo les abren el restaurante. El dinero es siempre bienvenido.

—¡Pues llame ahora mismo! —clamó alguien con voz terminante.

Y llenamos el bar del hotel Barentsburg, un aseado y modesto local situado en un lado de la calle principal. Un camarero y una muchacha de aspecto frágil, quizá su hija, despachaban cervezas sin tregua y, ocasionalmente, vasos de vodka y snaps suecos. Noruegos y españoles brindamos en varias ocasiones por nuestras respectivas patrias noruega, española, catalana, vasca, andaluza, gallega, asturiana y no sé cuántas más. Los noruegos son un pueblo ahorrador: con una patria les basta.

Creo que nos hubiésemos quedado allí unas cuantas horas más de no ser porque Carlos y Paul, como jefes de la expedición, ordenaron el regreso. Desanduvimos el camino. Y alguien, en una explanada sobre la avenida principal, señaló una nueva estatua de Lenin, un busto sostenido por una columna alta.

Algunos de nosotros trepamos por la nieve para tomar fotos. A su lado había una gran casa de madera vencida sobre sí misma por la erosión del suelo. El escenario tenía algo de simbólico: la casa parecía un barco medio naufragado, inclinada hacia delante, al lado de la estatua de un hombre derrotado para siempre por la Historia.

No recuerdo cómo llegamos todos sanos y salvos a los muelles tras bajar aquellas empinadas escaleras con los cerebros, las lenguas y las piernas empapados de cervezas y licores.

 

 

Mientras un buen número de pasajeros dormíamos la mona, el Jan Mayen siguió rumbo hacia el sur. A menudo, desde primera hora de la mañana, nos deteníamos para que los científicos tomaran muestras marinas. Cuando bajé a los laboratorios después de desayunar, algún que otro —o que otra— estudiante, con ojeras y aire resacoso, se afanaba en analizar los organismos recogidos. Miquel Alcaraz, jovial y, como siempre, de buen humor, dibujaba copépodos, krils, organismos de las formaciones del plancton, y muchos otros bichitos con forma de gambas, peces, saltamontes y caballitos del diablo.

Cuando salí a cubierta, el viento era muy frío y alborotaba el cabello, pero el cielo brillaba con una luminosidad rabiosa. El contraste de colores a nuestro alrededor era duro y hermoso: cielo azul turquesa, mar de un negro azabache azotado por el oleaje, y la tierra y las montañas blancas tocadas de un fulgor mercurial. El barco se balanceaba por las acometidas del mar.

Pasado el mediodía entramos en el fiordo de Hornsund, a 77º de latitud norte.

 

 

En Hornsund se encuentra el establecimiento humano más meridional de la isla de Spitsbergen (en el archipiélago hay otro más al sur, el de Isla del Oso, con nueve habitantes, en la latitud 74º). Allí en Hornsund, en la orilla norte del estrecho, viven nueve científicos polacos durante todo el año, en la estación llamada Isbjørnhamna, que significa «Puerto del Oso Polar». Durante el verano, la comunidad se amplía con seis o siete científicos más.

La presencia de Polonia en el universo ártico tiene un origen político muy peculiar. Rusia y Polonia han mantenido entre ellas numerosas guerras por cuestiones territoriales, desde el siglo XVII hasta el XX. Una de las más duras y sangrientas fue la que enfrentó a los dos países en 1919-1920, que se cerró con la Paz de Riga de 1921. En el transcurso de la guerra, numerosos prisioneros hechos por los rusos en el campo de batalla eran intelectuales y científicos, que acabaron encerrados en los lejanos campos de Siberia. Y fueron ellos los que, en aquellas latitudes, comenzaron a realizar los primeros estudios serios sobre las regiones árticas.

En los años treinta del pasado siglo, varias expediciones polacas recorrieron y estudiaron los glaciares del sur de Spitsbergen y nominaron un buen puñado de ellos en su idioma, como el Torellbreen (breen significa «glaciar» en polaco). Pero la Segunda Guerra Mundial y el estalinismo impidieron que el esfuerzo científico polaco siguiera adelante. Finalmente, en 1957, Polonia consiguió ser incluida en el grupo de naciones que podían investigar en el Ártico. Y abrieron su estación en Hornsund.

Con temple diplomático, en plena Guerra Fría, los polacos, que pertenecían al lado oriental, esto es, al Pacto de Varsovia, rechazaron propuestas soviéticas para la instalación, «con propósitos científicos», de estaciones submarinas de sónar, que hubieran servido, llegado el caso, para guiar submarinos en los mares boreales. Y se ganaron el respeto de los noruegos, con los que las relaciones actuales son excelentes.

En el fondo, para Polonia, la base de Hornsund es una cuestión de orgullo nacional.

 

 

La estación polaca contaba con un pequeño puerto en el que un barco del calado y eslora del Jan Mayen no tenía hueco. Habíamos avisado de nuestra llegada y los polacos nos esperaban, supongo que con vodka y tapas de carne de foca y de ballena. No obstante, para poder visitarlos, sólo teníamos la posibilidad de viajar hasta la orilla, en grupos sucesivos, a bordo de las zódiacs.

Pero el revoltoso y cabreado mar no parecía dispuesto a aceptar las rasgaduras y los rugidos que las lanchas producían sobre sus lomos. De modo que el barco quedó al pairo en medio del fiordo mientras los científicos extraían muestras del fondo marino, el comandante de la nave esperaba un cambio súbito de la climatología para enviar las zódiacs a tierra y los pasajeros sesteábamos, hacíamos fotos de las imponentes montañas que crecían más allá de las orillas, o leíamos y escribíamos.

Seguí un buen rato curioseando en los laboratorios, en lo que Carlos Duarte llamaba «la bicharada», esto es, los animales que habitan en las profundidades marinas. Joan Costa los fotografiaba a través del microscopio y Miquel Alcaraz, incansable, seguía dibujando acuarelas de copépodos y larvas, de organismos con apariencia de quisquillas o insectos.

No sé quién dijo luego, ya en la sala de estar, a media tarde, que el mar estaba lleno de organismos de todo tipo, entre ellos numerosas bacterias, y que abundaban los virus. Yo no me aclaraba mucho y alguien me explicó lo que es un virus; creo que fue Miquel:

—Es un organismo que no está precisamente vivo ni precisamente muerto. Es capaz de desatar una pandemia que mate a millones de personas y de propagar males como el sida. Y, al mismo tiempo, puede destruir células malignas y bacterias que actúan contra la salud humana. De modo que es maligno y benefactor a la vez.

—O sea —intervine—, igual que el Yahvé bíblico, Dios es un virus. Un ser ni vivo ni muerto, eterno, que puede enviar las siete plagas y matarnos a todos, o reconstruir el mundo a partir de un Arca salvadora tras un diluvio. Todo ello, claro, según el humor con el que se levanta.

—Hay más —añadió Carlos—: igual que Dios, los virus están en nuestro interior y en todas partes al mismo tiempo.

—Y están compuestos de dos o tres partes —dijo un becario—: del material genético, que es una especie de ADN; de una cubierta llamada «cápide», y, en ocasiones, de un envoltorio vírico. Por lo tanto, un virus se puede definir como un ser que es uno en esencia y trino en persona.

—Padre, Hijo y Espíritu Santo.

—Amén.

Antes de la cena, Bete me llamó aparte y me ofreció, guiñándome un ojo, un pincho excepcional de arenque marinado.

—No hay mucho y lo hemos preparado para la gente de la cocina. No quiero que se quede sin probar estas delicatesen.

 

 

El mar no mejoraba y desistimos de descender a tierra. Con toda seguridad nos ahorramos una buena ingestión de vodka Wyborowa. Imagino que los científicos polacos sufrirían una gran decepción, pues no creo que todos los días acuda a visitarlos una tropa de españoles y noruegos sedientos.

Había placas de hielo arrimadas a las orillas del fiordo y, en una de ellas, a menos de un kilómetro de distancia, un gran oso polar paseó de un lado a otro mirando hacia nosotros y alzando el hocico, para olfatear el aire. A través de los prismáticos me pareció muy grande, pero no llegó a estar lo suficientemente cerca como para que pudiera tirarle una fotografía. No obstante, aun en la distancia, resultaba majestuoso.

Siempre es fascinante contemplar un gran depredador en libertad: un tigre en las selvas bengalíes, un lobo en los bosques canadienses, un león en la sabana africana, un oso polar en el Ártico... Se parecen muy poco a sus parientes de los zoológicos. Su halo de insumisión y orgullo nos hace pensar que pertenecen a otra especie distinta a la de sus hermanos cautivos.

 

 

Partimos del fiordo de Hornsund bien entrada la tarde. Me abrigué convenientemente y salí a cubierta. El viento helador me golpeaba y me llenaba de vitalidad. El frío polar despabila el alma, llena de plenitud la carne. Me sentía feliz de estar allí, mirando hacia la proa, con una sensación enorme de libertad y soledad elegidas.

El mar se movía alrededor del barco en alboroto de olas, rizado y rebelde, azul y gris. A un costado y a otro, en las orillas, grandes montañas blancas y negras crecían hacia el cielo de acero batido por el sol. A popa, por el lado de babor, sobresalía la cumbre del monte Hornsundtind, el techo de Spitsbergen, con 1.431 metros de altitud.