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Prohibido morirse en Spitsbergen

 

 

 

Finalizaba el mes de mayo del año 2011, y desde la proa del navío Jan Mayen, un buque oceanográfico noruego, veía tenderse la larga superficie moviente de los hielos eternos, las desoladas placas blancas que cubrían el mar y que, bajo el sol acerado y el cielo sin nubes, resplandecían como los albos escudos de los ángeles en la iconografía religiosa. Habíamos cruzado los 80º de latitud norte y el radar no detectaba la presencia de ninguna nave más arriba de donde nos encontrábamos. De modo que, en ese momento, los tripulantes y pasajeros de nuestro barco rompehielos éramos, de entre todos los habitantes de la Tierra, los humanos más cercanos al Polo Norte, a menos de novecientos kilómetros de distancia. Y puesto que, en ese instante, yo me acodaba en la punta de la proa, al aire libre, me sabía el hombre más próximo al extremo boreal del planeta: un privilegio. Detrás de mí, miles de millones de personas respiraban, dormían, caminaban, comían, nacían, morían, peleaban o amaban. Delante no había nadie, sólo hielo y animales salvajes, ahora invisibles.

Unos días antes, mi avión había aterrizado en el aeropuerto de Longyearbyen, en la isla de Spitsbergen, capital del archipiélago de las Svalbard. El científico español Carlos Duarte, un estupendo amigo y uno de los hombres más inteligentes que he conocido en mi vida, me había invitado a unirme a una expedición científica hispano-noruega, financiada en parte por la Unión Europea, que durante algo más de una semana recorrería las regiones del norte de la isla analizando la contaminación del océano.[1] A bordo del Jan Mayen viajaban científicos, algunos periodistas invitados y un nutrido grupo de jóvenes becarios españoles del Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC).

Era el día séptimo del viaje, una espléndida jornada soleada, y las placas de hielo crujían, quejumbrosas, bajo la quilla de la nave. La brisa fría me mordía la nariz, pero yo no quería apartarme de aquel lugar privilegiado de la proa. Nunca antes, en toda mi vida, me había sentido tan íntima y emotivamente solo. Y pensé que la soledad del universo de las regiones marinas congeladas es mucho más profunda y abisal que la del vacío rojo de los desiertos.

El barco se mecía detenido ante la gran llanura de la banquisa[2] y algunos pasajeros habían bajado hasta la cubierta de proa. Y Christian, uno de los tripulantes del Jan Mayen, se acercó a mí, señaló hacia el horizonte y me dijo:

—¿Lo ha visto?

—No sé a qué se refiere.

Me ofreció sus prismáticos. Los ajusté a mi vista y miré hacia la lejanía, moviéndolos con lentitud sobre la extensa planicie congelada. Finalmente pude distinguirlo. A cosa de un kilómetro de distancia, una forma teñida de un leve color amarillo se movía sobre el blancor del hielo. Era un oso polar que, a trote cochinero, venía hacia nosotros.

Su imagen transmitía salvajismo y libertad. Corrí hacia mi camarote en busca de la cámara fotográfica mientras la borda de la proa se llenaba de pasajeros emocionados.

 

 

La ciudad es, en su más sustancial sentido, una forma de redención, un intento de perpetuidad, una voluntad de victoria sobre la implacable naturaleza. La ciudad trata de ser aquello que no alcanzará a ser nunca el hombre como individuo: una afirmación de la eternidad de la obra humana, un esfuerzo de carácter casi bíblico por combatir la idea de la muerte. Y muchas ciudades han sido construidas para gloria de Dios o de las artes, para embellecer el mundo o para dominarlo, para representar la gloria o la virtud, tal vez como expresión del poder o como un aliento de fe en el más allá. París, por ejemplo, creció semejante a un reto artificial frente a la hermosura natural del Edén; y Nueva York, cual retrato del destino manifiesto de una nación poderosa y nueva, o quizá como representación de la portentosa energía del hombre americano. Sin embargo, Longyearbyen, la capital de la isla de Spitsbergen, es una ciudad construida por una razón mucho más sencilla: para sobrevivir en condiciones climatológicas extremas. Nada es allí bello o trascendente, sino sencillamente útil: un desafío al clima más horroroso del planeta.

De los tres mil habitantes que pueblan el archipiélago, más de dos tercios viven en la capital. Y todos son hombres y mujeres llegados allí para trabajar por propia voluntad y, desde luego, por dinero, en los empleos que generan la investigación, la minería, el turismo y los servicios. ¿Qué otra cosa puede llevar a la gente a un territorio donde las temperaturas bajan en invierno a –50 ºC y en verano no suelen pasar de 16 ºC? Tal vez el hecho de que hay trabajo para todos, que no se pagan impuestos y que uno puede alzar la casa donde le apetezca. Aunque el archipiélago se encuentra, en principio, bajo la soberanía noruega, su estatus no está claramente definido por la ONU, lo que significa que cualquiera puede instalarse allí con total libertad. Y existe gente, imagino, que prefiere la libertad al calor.

Eso sí, desde hace unos setenta años están prohibidos los enterramientos de gente en las Svalbard. Al parecer, el frío de la tierra congelada impide que los cuerpos se corrompan. Y, por lo visto, hay bastantes supersticiosos en el mundo que todavía creen en la resurrección de la carne, el perdón de los pecados y la vida perdurable.

Amén.

Los habitantes del archipiélago deben irse con la música a otra parte para morir. Y quizá sea ésa la razón por la que los viejos no son bienvenidos a estas islas ni hay para ellos ninguna suerte de atención privilegiada, ni siquiera rampas por las que acceder en silla de ruedas a los locales públicos y a los edificios de viviendas. El muerto al hoyo, sí, pero en otro territorio. Ser viejo y morirse está muy mal visto en las Svalbard. Allí, la muerte no tiene gran popularidad.

¿Y qué se hace cuando alguien fallece en las islas por accidente o una súbita enfermedad? Imagino que el cadáver se despacha a su hogar de origen bien empaquetado y en el primer avión. O quizá se arroja al mar o al basurero más próximo para que se lo coman los numerosos osos que habitan en las islas (dicen que más de tres mil, unos cuantos más que seres humanos).

No obstante, hay una siniestra broma muy común en las Svalbard, según cuenta el escritor noruego Kjartan Fløgstad: si una persona muere en invierno, la familia deja el cadáver en el exterior hasta que queda completamente congelado. Después, afilan a golpe de hacha el cuerpo hasta dejar la parte superior en forma puntiaguda, y se le clava en el suelo a martillazos.

El nombre de su capital, Longyearbyen, sugiere otra broma. Long year significa en inglés «año largo», y el byen remite a bye, «adiós» en la misma lengua. De modo que el nombre de la capital de las Svalbard podría muy bien significar algo así como «Me paso aquí un largo año y hasta luego». ¿Qué puede uno esperar de un lugar donde siempre es de noche entre septiembre y abril?

Pero no. El nombre se debe al norteamericano que, en 1901, creó aquí el primer establecimiento para la explotación del carbón, muy abundante en las Svalbard: John Munro Longyear, natural de Michigan y propietario de la Arctic Coal Company (de hecho, los primeros habitantes fueron cincuenta mineros). Tiene una placa en el centro de Longyearbyen y un museo en su tierra natal. Y el byen del final de la palabra significa, en noruego, «ciudad». De modo que aquel día de mayo en que aterricé en la isla llegaba, sencillamente, a «la ciudad de Longyear». Tampoco está de más decir que permanecer un año allí a comienzos del siglo XX, rodeado de nieve y hielo, se haría sin duda muy largo.

En todo caso, ¡qué prosaica puede resultar la toponimia de la Tierra cuando no la deciden los poetas o los humoristas!

En cuanto al nombre del archipiélago, Svalbard, parece provenir de un vocablo vikingo, traducible como «costa fría». Respecto al apelativo de la isla principal, Spitsbergen —a veces se utiliza también para nominar a todo el archipiélago— es una palabra holandesa, ya que fueron navegantes flamencos quienes la descubrieron y bautizaron. Significa «colinas puntiagudas».

Más al norte de la latitud donde se sitúa Longyearbyen hay algunas bases científicas o militares, tanto en Rusia como en Alaska y Canadá y en las propias Svalbard. Pero el establecimiento más próximo al polo que cuenta con hoteles, periódico diario, internet, supermercados, hospital, iglesia, restaurantes, varios bares, piscina climatizada, un par de discotecas y unas cuantas prostitutas, esto es, la única población con un ambiente urbano, pecador, virtuoso y familiar, es la capital de Spitsbergen. Algo más de dos mil habitantes, asentados en un lugar de la Tierra situado a los 78º y 15’ de latitud norte, hacen allí su vida cotidiana durante los doce meses del año.

Los pobladores de tan insólito lugar dan fe de la infinita capacidad de aventura del hombre. Que Dios y el Diablo los bendigan.

 

 

Aquel día de mayo era oscuro y frío en Oslo cuando los integrantes españoles de la expedición partimos hacia Longyearbyen en un avión de la compañía SAS. Tras hacer una escala en Tromsø, en el norte continental de Noruega, el aparato voló sobre las aguas oscuras del tenebroso mar de Barents, para alcanzar nuestro destino cuatro horas después de la partida. El reloj marcaba anochecida, pero en plena primavera ártica, en la época de los largos días sin fin, el sol lucía esplendoroso sobre el espacio.

Detrás de la pista se alzaba una colina cubierta de nieve y hielo, el lugar donde se encuentra la llamada «Bóveda del fin del mundo». No es un accidente natural, sino una construcción humana abierta en el seno de la montaña para albergar la Global Seed Vault, en inglés, que vendría a significar «Banco Global de Semillas». La gran cámara, que contiene más de cien millones de simientes de plantas alimenticias, fue construida para salvaguardar la biodiversidad y las condiciones en que se conservan —a 120 metros de profundidad y con una temperatura estable de –18 ºC— garantizan su perfecto estado de conservación por varios siglos. Estremece pensar en un planeta que, destrozado por algún cataclismo natural o quién sabe si casi aniquilado por las guerras futuras, tuviera que recurrir al banco de las Svalbard para reconstruirse. No es extraño que a la cámara acorazada que guarda las semillas se la conozca como «El semillero del fin del mundo» o «El arca de Noé vegetal».

Ya en la terminal, sobre una pequeña plataforma alrededor de la cual corría la cinta de equipajes, un oso polar disecado parecía montar guardia, como si vigilara para que nadie se llevase una maleta que no le correspondía.

Nos alojamos en una sencilla y amable pensión, Mary-Ann’s Polarrigg, a medio camino del puerto y el centro de la ciudad. La cena del grupo español, en una terraza de verano acristalada que daba a un jardín, nos dio la ocasión de presentarnos unos a otros. Yo conocía a Carlos Duarte y a Joan Costa, un excelente fotógrafo ibicenco con quien había hecho un reportaje para una revista años atrás. Pero no a los demás. Había, por llamarlo así, otro «sénior» científico en el grupo, Miquel Alcaraz, un catalán jovial con un gran sentido del humor, segundo de Carlos. El resto de la tropa era gente que rondaba los treinta años de edad: la mayor parte estudiantes de máster y doctorado del CSIC, además de una periodista, un dibujante de cómics y un director de cine.

Había hambre y algunos pedimos carne de ballena narval para cenar. Resultaba algo insípida y ni siquiera la salsa rosa conseguía alegrarla. Mientras charlábamos y comíamos, un pequeño zorro ártico se paseaba por el jardín como si fuera un perro propiedad de la casa.

Antes de dormir, algunos nos fuimos a dar una pequeña vuelta por el centro de la población, por el barrio de Lia, que es poco más que una larga calle donde se concentran el supermercado, los bares, los restaurantes y los principales comercios de la ciudad. Al salir de la pensión, media docena de renos pastaban la hierba rala de un pequeño descampado. Enormes montañas de piedra negra, tachonada por manchas de nieve, formaban un circo alrededor de la urbe.

Longyearbyen aparecía animada bajo la luz poderosa del sol. En la calle principal, flanqueada por casas prefabricadas de una o dos plantas, caminar se convertía en un arte de equilibrismo sobre el suelo resbaladizo, tapizado de nieve y hielo. La estatua en bronce de un minero consagraba la gratitud de la ciudad a la industria que motivó su nacimiento.

Entré en un par de bares, ruidosos locales con música rock a todo volumen, donde la cerveza y los snaps de alta graduación alcohólica corrían en abundancia. Ya se veían unos cuantos borrachos. Al salir, las nubes emborronaron el cielo de la ciudad, que tomó un aspecto torvo.

El consumo de alcohol, como en toda Escandinavia, es muy alto en las Svalbard, aunque aquí corre sin restricciones y es más barato, pues se vende sin impuestos. Y el alcohol, ya se sabe, genera agresividad. Hasta hace pocos años eran frecuentes las peleas entre individuos o pandillas de etnias distintas: rusos contra ucranianos, noruegos contra tailandeses, noruegos contra rusos, ucranianos contra tailandeses... Hoy, las riñas violentas son menos habituales.

Por cierto que los tailandeses, llegados en gran número a Longyearbyen en años recientes, han impuesto su cocina en la ciudad; hoy en día es más fácil comer en un restaurante un plato de ballena al curry que un filete a la plancha de trucha ártica o una hamburguesa de carne de reno.

 

 

El lugar más triste de la ciudad es un cementerio abandonado, creo que del siglo XVII. Un barco español llegó a la isla con toda su tripulación enferma, probablemente de peste negra. No se les permitió desembarcar y quedaron todos a bordo, en cuarentena. Y uno tras otro fueron muriendo, sin que ni uno siquiera pudiera salvar la vida. Días después de la última muerte, sacaron los cadáveres —prendieron fuego al barco para prevenir contagios— y los enterraron a la salida de la población, al otro lado del riachuelo que corre por el centro de Longyearbyen y bajo la sombra de una ceñuda montaña. Sus nombres no figuran en las cruces que marcan las solitarias tumbas.

El mundo ártico es sombrío, lúgubre, no hay felicidad en sus gestos. Aquel paisaje..., un cielo gris echado sobre la falda de una montaña solitaria, la nieve blanca sobre la piedra negra, en la que tan sólo se distinguía un cercado donde punteaban cruces de metal oxidado que proclamaban la victoria de la muerte: uno de los lugares más apesadumbrados de la Tierra.

 

 

El archipiélago de las Svalbard tiene un área total de 62.500 kilómetros, un tamaño semejante al de Irlanda, que va desde los 76º 30’ de latitud norte hasta los 80º 30’, a una distancia algo menor de mil kilómetros del Polo Norte. Desde su punto más meridional hasta el más septentrional, el territorio de las islas cubre una distancia aproximada de setecientos kilómetros. Al este se encuentran los archipiélagos de Francisco José y Nueva Zembla, de soberanía rusa, y al sur, Siberia; al oeste, Groenlandia, la costa y las islas del Ártico canadiense y, más allá, el territorio estadounidense de Alaska. Todos ellos constituyen los territorios más septentrionales del planeta, muy por encima del Círculo Polar Ártico, que está situado a 66º 33’ 45’’ de latitud norte. Por el oeste, baña las Svalbard el llamado mar de Groenlandia, y por el este, el mar de Barents.

El archipiélago lo conforman seis grandes islas y muchas otras de tamaño pequeño. La mayor es Spitsbergen (39.000 kilómetros cuadrados) y la única en la que existen establecimientos humanos. Le siguen en tamaño Nordaustlandet (14.600) y Edgeøya (5.000) y otras mucho menores, como Barentsøya, Hopen o Kvitøya. Los geógrafos todavía no se han puesto de acuerdo sobre si Isla del Oso, a medio camino entre Spitsbergen y el continente, debe ser considerada como perteneciente a las Svalbard. En todo el archipiélago, solamente hay 53 kilómetros de carretera asfaltada.

En Longyearbyen, el sol de medianoche, el día polar, comienza el 20 de abril y termina el 22 de agosto. La noche polar se inicia el 28 de octubre y concluye el 14 de febrero.

Al contrario que en otras regiones polares, como Groenlandia, Alaska, las islas del Ártico canadiense y la Siberia rusa, nunca existió en el archipiélago de las Svalbard una población autóctona. A las otras regiones boreales citadas llegaron los inuit —antes llamados «esquimales»—, procedentes de Asia, hace más de mil años, para desarrollar formas propias de cultura y de supervivencia que, de una manera o de otra, aún siguen vivas. Pero en las Svalbard sólo había ballenas, volcanes extintos, morsas, glaciares, hielo, nieve, fiordos y osos polares.

El descubrimiento de las islas por parte de los vikingos noruegos o de navegantes pomors (que significa «gente de mar» y da nombre a un pueblo de etnia rusa que habitaba en las orillas del Báltico) no ha podido probarse, por más que se hayan empeñado en la labor los investigadores más patriotas de Noruega y Rusia. Sí que se sabe con certeza que el primero en llegar a ellas fue el navegante holandés Willem Barents, un explorador cuya aventura tuvo un final muy triste.

La historia de Barents la he contado hace unos pocos años en mi libro En mares salvajes, un texto que habla de las exploraciones en busca de los pasos del Noroeste y del Noreste entre los siglos XV y XX. Pero no está de más recordarla aquí con más detalle, por lo que tiene de tragedia y de epopeya y porque el escenario es, precisamente, la región donde se encuentra el archipiélago de las Svalbard, el trozo del océano Ártico hoy llamado mar de Barents en honor de aquel desdichado marino.

 

 

En el último cuarto del siglo XVI, ingleses y españoles competían por encontrar una vía marítima de comunicación entre Europa y Asia que, atravesando los mares árticos, pudiera acortar el viaje en miles de kilómetros, abriendo de ese modo una nueva ruta comercial que abaratase las apreciadas especias de Oriente, el míticamente llamado Paso del Noroeste. A finales de ese siglo, los holandeses decidieron competir en la carrera por el Paso, pero determinaron que era mejor intentarlo poniendo rumbo al este, una ruta más corta y más segura para ellos, en busca del que se conocería como el Paso del Noreste. Pensaban que esa vía de acceso a Asia se encontraría siguiendo la costa de Siberia. Y estaban en lo cierto, como se comprobó tres siglos después: la puerta de Asia por el noreste es el estrecho de Bering, que separa Siberia de Alaska.

No obstante, la gloria de dar con los dos pasos no les correspondió ni a los ingleses ni a los españoles ni a los holandeses, sino a los nórdicos. Entre 1878 y 1880, el explorador sueco-finés Nils Adolf Erik Nordenskiöld logró atravesar el Paso del Noreste, viniendo desde las costas suecas y entrando por el estrecho de Bering desde el mar de Chukchi. Y en 1906, el noruego Roald Amundsen consiguió encontrar, en un épico viaje que duró tres años, la ruta del Paso del Noroeste, llegando desde la costa de Groenlandia y a través del canal de Lancaster.

Mucho antes de todo eso, fascinado por los supuestamente enormes beneficios que produciría una vía marítima de comercio directo con Asia, un aventurero holandés, Olivier Brunel, organizó una primera expedición en busca del Paso del Noreste, apoyado económicamente por comerciantes de los Países Bajos, en el año 1584. Los hielos le detuvieron y fracasó en el intento, de modo que regresó a Holanda y se esfumó en los laberintos de la Historia. Pero uno de los empresarios belgas que había financiado su expedición, un tal Balthazar de Moucheron, decidió seguir adelante en el empeño. El Consejo Comunal de Amsterdam se sumó al proyecto y, diez años después del viaje de Brunel, en junio de 1594, tres navíos partieron de la isla holandesa de Texel (del grupo de las Frisias) en busca del Paso del Noreste. Uno de ellos, el buque Mercury, lo comandaba el reputado cartógrafo y marino Willem Barents.

Las naves se internaron en los mares árticos y, al llegar al sur del archipiélago de Nueva Zembla, dos de ellas siguieron costeando Siberia por el este, mientras que Barents bordeó la costa occidental de la isla. Las dos primeras cruzaron el canal de Vaigach y entraron en el mar de Kara. Por su parte, Barents alcanzó el extremo septentrional de la isla norte del archipiélago y descubrió un grupo de pequeñas islas que bautizó con el nombre de islas Orange, en honor de la casa de Orange, cuyo príncipe, Mauricio de Nassau, era Capitán General de las Provincias Unidas de los Países Bajos. El lugar era un criadero de morsas y los holandeses mataron algunos ejemplares para llevar los colmillos a su país.

La expedición fue considerada un éxito y los Estados Generales decidieron financiar una ambiciosa expedición con siete barcos a los que acompañarían otros seis mercantes cargados de productos con los que comerciar en China. Pero las bajas temperaturas del año 1595 enfriaron la euforia del viaje: a la vista de Nueva Zembla, los hielos bloquearon la ruta de los buques en la entrada del mar de Kara. Algunos hombres murieron atacados por osos al desembarcar en la costa siberiana y, al fin, con nulas perspectivas de mejora de las condiciones meteorológicas, la expedición regresó en noviembre a Holanda. El desánimo cundió entre los financiadores de la empresa y sólo Barents se mantuvo firme en la idea de que era posible encontrar el Paso del Noreste, convencido de que la ruta a seguir pasaba por Nueva Zembla. A base de tenacidad, halló nueva financiación por parte del Consejo Comunal de Amsterdam.

Así que una tercera expedición partió de Holanda, en mayo de 1596. Esta vez iban sólo dos barcos: uno de ellos lo comandaba Jan Cornelis Rijp y el otro, Jacob van Heemskerk. Barents viajaba, como piloto y jefe de la expedición, a bordo del segundo barco. En lugar de seguir la línea costera, las naves se echaron mar adentro rumbo norte y el día 10 de junio avistaron una pequeña isla. Al descender a tierra, los hombres se toparon con un enorme oso polar, que los atacó, pero lograron matarlo con sus mosquetes, y bautizaron el lugar como Isla del Oso. Habían encontrado el punto más meridional del archipiélago de las Svalbard.

Las dos naves siguieron rumbo norte. Rodeadas por la niebla y abrazadas por la llovizna, no lograron ver tierra hasta que volvió a salir el sol, el 17 de junio; estaban en la costa noroeste de Spitsbergen, en la península de Alberto I. Barents midió la latitud: 79º 49’ norte. El 25 de junio entraron en el fiordo de Magdalene, donde los hombres bajaron a tierra y recolectaron cientos de huevos de aves.

Los hielos les impidieron seguir más al norte e iniciaron el camino de regreso bordeando la costa occidental de Spitsbergen. Llegaron a Isla del Oso el 1 de julio. Allí surgieron desavenencias entre Rijp y Barents y el primero decidió regresar a Holanda, mientras que Barents y Van Heemskerk se dirigieron hacia el noreste hasta alcanzar Nueva Zembla, para tratar de cruzar al mar de Kara y, desde allí, seguir por la costa siberiana en busca del Paso del Noreste.

Al llegar a Nueva Zembla, el 17 de julio de 1596, el hielo impidió la entrada del barco en el estrecho de Vaigach. Barents siguió rumbo norte por la costa occidental de la isla Norte del archipiélago, pero su nave quedó atrapada en el Puerto del Hielo, cerca del cabo Mauricio, el 11 de septiembre. Tal infortunio se convertiría en un verdadero desastre: bajo la presión del hielo, las cuadernas del barco de Van Heemskerk y Barents acabarían por romperse y el buque ya no saldría de allí. Iba a ser la primera vez en la historia de la exploración que los europeos invernaban en el Ártico. Gracias a un marinero llamado Gerrit de Veer sabemos mucho de cuanto sucedió aquel invierno, ya que escribió un minucioso diario sobre las penalidades de la expedición.

Conscientes de que el barco iba a perderse sin remedio, los diecisiete hombres comenzaron a construir una cabaña que estuvo lista a mediados de octubre y a la que trasladaron sus alimentos, barriles de cerveza y vino, herramientas, sus armas y municiones. También retiraron de la nave los dos botes con que contaba. La cabaña, levantada con maderos dejados por el mar,[3] muy abundantes en la zona, medía unos ocho metros de longitud por cinco y medio de anchura, de su techo colgaba una lámpara que alimentaban con grasa de oso, y en un extremo del interior construyeron una chimenea. Para lavar la ropa utilizaban una cuba de vino que dejaron fuera del refugio. Y sus necesidades las hacían al aire libre, jugándose la vida ante la presencia frecuente de los osos polares. Que te pille un gran plantígrado con los pantalones en los tobillos no es muy aconsejable.

Junto con la falta de alimentos frescos, la presencia de las agresivas fieras constituía la mayor amenaza para sus vidas. Y las primitivas armas de fuego con que contaban, mosquetes y arcabuces, no tenían suficiente potencia como para atravesar la gruesa piel de esos mamíferos si no se disparaban desde muy cerca. De Veer escribió en su diario:

 

Una gran osa vino ayer hacia nosotros y todos corrimos a refugiarnos en la casa. Luego, desde la puerta, apuntamos hacia el animal los mosquetes y, cuando se puso en pie, disparamos todos a la vez apuntando a su corazón. Huyó corriendo para caer al suelo unos ocho o diez metros más allá. Corrimos hacia él y, cuando llegamos al lugar donde agonizaba, levantó la cabeza, como si quisiera ver con claridad quién le había hecho aquello. Le disparamos dos veces en el estómago y murió al instante. Nos proporcionó al menos cincuenta litros de grasa para alimentar nuestra lámpara.

 

El escorbuto apareció cerca de la Navidad, que celebraron con el poco vino que les quedaba y carne de oso. En enero empezó a asomar el sol y los hombres pudieron practicar algo de deporte en el exterior. En mayo, el hielo comenzó a ceder. Habían muerto tres hombres, uno de ellos por el ataque de un oso.

Decidieron salir de allí en los dos botes que tenían, ya que su nave estaba inutilizada por completo. Y prepararon velas con la intención de echarse a la mar, en cuanto se rompieran las últimas placas de hielo, en busca de algún barco que pudiera socorrerlos. Barents, muy enfermo de escorbuto, escribió tres cartas iguales narrando su peripecia. Entregó una a cada uno de los botes y la tercera la dejó dentro de la cabaña, sobre la repisa de la chimenea. El día 13 de junio el hielo se abrió y los botes partieron. El 20 de junio de 1597, Barents murió. Tenía cuarenta y siete años.

Siete semanas más tarde de que dejaran Nueva Zembla, unos balleneros rusos encontraron los botes a la altura de la península de Kola. Los supervivientes apenas tenían dientes, a causa del escorbuto, y estaban a punto de morir de hambre. Y unos días después, como si fuera cosa de milagro, apareció en la costa un barco holandés: lo mandaba Cornelis Rijp, que había partido en su busca, quizá arrepentido de haberlos dejado solos. Los doce supervivientes fueron recibidos en Holanda como héroes.

Los holandeses se olvidaron para siempre del Paso del Noreste y los inversores de Amsterdam, Rotterdam y Amberes decidieron dedicar su dinero a un negocio más seguro: la caza de ballenas, muy abundantes en las regiones recién descubiertas. Pero la historia de Barents no se cerró en ese punto.

En 1871, un cazador de focas noruego, Elling Carlsen, decidió ir en busca de las reliquias de la expedición. Llegó a Nueva Zembla y entró en Puerto del Hielo. Allí seguía la cabaña, con la puerta fuertemente atrancada por un cerrojo cubierto de hielo. Y dentro se encontraba, en perfecto estado, todo lo que los náufragos dejaron doscientos setenta y cuatro años antes, incluida la carta de Willem Barents. Una parte de los objetos hallados por Carlsen se exponen en el Rijksmuseum de Amsterdam.

 

 

La mañana siguiente a nuestra llegada lucía un sol brioso y el cielo aparecía limpio de nubes. Era un bello día ártico, de esos en los que el hielo y la nieve refulgen con luz diamantina y el espacio brilla como la hoja de acero de un cuchillo recién afilado. Una furgoneta recogió nuestros equipajes de la pensión y los del grupo decidimos ir caminando hasta el puerto donde nos esperaba el barco. Soplaba un viento frío y, pese a ello, la gente marchaba alegre, sobre todo los jóvenes becarios. Viajar hacia lugares remotos, cuando eres joven y la existencia está todavía por escribir y se tiende abierta y larga delante de ti, aviva el alma. También nos alegra el espíritu a los más viejos, aunque el recorrido que nos queda, el gran viaje final, sea más cercano en el tiempo y nuestra vida esté más o menos escrita. En todo caso, irse a dar garbeos por el mundo ayuda a dilatar el tiempo.

El puerto no estaba demasiado cerca y la carretera que seguíamos recorría el borde del fiordo donde se enclava Longyearbyen, el Isfjorden. El mar plomizo lamía una ribera rocosa y sobre el agua volaban algunas gaviotas y cormoranes. Olía a algas.

Y allí, en el pequeño muelle, estaba aguardándonos el Jan Mayen, un bonito rompehielos de 63,6 metros de eslora y 13 de manga, con el casco pintado en blanco y verde oscuro y las cubiertas en un impoluto blanco.

Los noruegos ya estaban a bordo y bajaron al muelle a saludarnos. Eran un grupo de varios periodistas y un par de científicos. El principal de los dos, Paul Wassmann, que viajaba con su esposa, dirigía la expedición compartiendo el mando con Carlos Duarte. Era un hombre de unos sesenta años, alto, atlético y, al decir de las becarias españolas, apuesto y con aire de tipo irresistible a la hembra humana. Yo le encontraba un poco altanero, quién sabe si porque me despertaba algo de envidia.

Subimos al barco para acomodarnos. Me tocaba compartir camarote con Ole Magnus, un periodista y escritor de Oslo, muy alto y tan grande como su apellido. Era más joven que yo y, con gentileza, me cedió la litera inferior. Aquella primera noche, cuando trepó a lo alto, temí que cayera sobre mí un alud de carne humana, maderas, colchón y los herrajes del somier; pero el armatoste resistió el peso del noruego, y durante los días siguientes hube de agradecerle que ni roncara ni se moviera apenas en su litera. Ole era todo un caballero del norte.

Los camarotes del Jan Mayen, como en la mayoría de los buques en los que he viajado, eran dobles y contaban con baño propio, que incluía inodoro, lavabo y ducha. Pero en el caso del barco noruego, eran más pequeños que en muchos otros navíos y apenas había lugar para las maletas.

Científicos, periodistas, estudiantes y añadidos teníamos en el segundo puente una sala donde poder trabajar, conectarnos a internet, dibujar y escribir. Allí pintaba su cómic Luis Resines, Carlos Duarte anotaba datos de sus investigaciones al tiempo que nos ponía en el hilo musical piezas de los Beatles o coplas de la Piquer, Miquel Alcaraz dibujaba preciosas acuarelas, Joan Costa arreglaba sus fotografías del día con un programa digital, los periodistas enviaban sus crónicas, Ainhoa Goñi se ocupaba de temas de comunicación y yo escribía un cuaderno de bitácora para un periódico digital de Madrid. En la amplia cabina teníamos una pantalla que iba mostrando nuestro recorrido marítimo y nos daba puntual cuenta de la latitud y la longitud que alcanzábamos.

A mí me resultaba fantástico y miraba a la pantalla una y otra vez. Los números me iban cantando mi viaje al norte, con un fondo musical escogido por Carlos Duarte y que lo mismo podía ser una ranchera mexicana de Negrete que un blues de Bob Johnson o un rock del «Boss» Springsteen.

El salón principal del barco no era demasiado grande. Se dividía en tres espacios: la anchurosa cocina, las tres mesas donde comíamos tripulantes y pasajeros y una sala con televisor y cómodos sillones en los que leer. Puesto que el número de viajeros que íbamos en el barco excedía al de las plazas del comedor, se establecieron dos turnos de media hora para el desayuno, el almuerzo y la cena durante todos los días que iba a durar el viaje. A mí me correspondió el segundo turno.

En los barcos rige, desde siglos atrás, una severa disciplina que afecta a todo el ceremonial de la vida. Y en el Jan Mayen ese ceremonial incluía el autoservicio en las comidas, echar los restos de alimentos al contenedor preciso y dejar los platos en el lavavajillas asignado. La regidora de la cocina, o casi podría decirse que la reina, era Bete, una mujer metida ya de largo en la cincuentena que no dudaba en reñir a quien fuera, incluido el capitán del barco, si se vulneraba cualquier norma del comedor, desde ocupar un lugar en las mesas pasada la media hora de tiempo de los turnos hasta no dejar los platos en el lavavajillas libres de restos de comida, por mínimos que fueran. La gente parecía temerla. Yo la traté con gentileza desde la primera jornada de navegación, alabé la comida noruega, le pregunté sobre su vida, le dije un par de piropos verosímiles y, al segundo día de viaje, me convertí en su pasajero favorito.

La comida era, por lo general, muy buena en el Jan Mayen, sobre todo cuando servían arenques y salmón salvaje marinados. A media mañana y media tarde había barra libre con té, café y pastelitos. Y puesto que, en los barcos, el tiempo transcurre muy despacio, la tentación de comer a toda hora resultaba casi irresistible, así que gané un par de kilos durante el viaje.

El alcohol estaba prohibido a bordo. Al parecer, en el curso de una travesía, meses antes, algunos marineros se emborracharon y organizaron una pelea, y el capitán les prohibió beber. En cambio los pasajeros sí podían tomar cervezas y copas. De manera que los marineros iniciaron una huelga. La consecuencia fue que, a partir de ese momento, a nadie le estaba permitido empinar el codo en el barco. El Jan Mayen debe de ser el único sitio donde no se bebe en las Svalbard.

Viajábamos a bordo treinta y seis personas: once tripulantes y veinticinco pasajeros. De entre estos últimos, quince éramos españoles.

Aquella noche —según los relojes, no según el sol— zarpamos rumbo norte. Antes, algunos habíamos vuelto al centro de Longyearbyen para visitar el museo de la ciudad. No creo que guardara nada interesante, porque no aparece referencia alguna en mi cuaderno de notas y no recuerdo ninguno de los objetos expuestos, salvo algunos dientes de ballena tallados por antiguos marineros. ¿O no fue allí?

El barco llegó a nuestro destino mientras dormíamos, unas tres horas después de abandonar el puerto de Longyearbyen. Cuando subimos a desayunar al comedor, el día lucía un aspecto turbio al otro lado de los grandes ventanales de la sala. Estábamos fondeados en el fiordo de Bille y una polvareda de melancólica aguanieve caía sobre el Jan Mayen.