En el verano de 357 d. C., un gran ejército de germanos, capitaneado por varios reyes alamanes, se reunió en la margen occidental del Rin, la parte romana del río, cerca de la actual ciudad de Estrasburgo. Como cuenta Amiano Marcelino en la narración histórica más detallada que se conserva de la época del Bajo Imperio (a partir de c. 275),
Al frente de todos estos pueblos belicosos y salvajes iban Cnodomario y Serapión, reyes superiores en autoridad a los demás. Y Cnodomario, el infame instigador de toda esta guerra, cabalgaba delante del ala izquierda con una pluma del color de la llama en lo alto del casco ... combatiente esforzado y general de valía superior a la del resto. El lado derecho, en cambio, lo conducía Serapión ... hijo de Mederico, el hermano de Cnodomario ... que había permanecido mucho tiempo en la Galia en calidad de rehén ... Tras ellos iban los reyes que los seguían en autoridad, en número de cinco, más diez príncipes [regales], un largo séquito de nobles [optimates], y treinta y cinco mil soldados de varias naciones, unos como mercenarios y otros por el pacto alcanzado de que se les devolvería el servicio.
La descripción de Amiano refleja elegantemente la falta de una monarquía unificada entre el pueblo germánico de los alamanes, que dominaban el sector meridional de la frontera romana del Rin durante el Bajo Imperio. Sobre esta base, de hecho, los historiadores han afirmado a veces que habían cambiado muy pocas cosas en el mundo germánico desde el siglo I d. C., cuando Cornelio Tácito escribió su célebre opúsculo. Uno de los rasgos fundamentales que se recuerdan tras la lectura, por muy somera que sea, de la Germania de Tácito, es justamente lo fragmentado que estaba en términos políticos el mundo germánico por aquel entonces. La obra de Tácito —y en este punto se ve confirmada en gran medida por la Geografía de Ptolomeo, de fecha ligeramente posterior, ya en el siglo II— recoge una lista de nombres de muchísimas unidades políticas primarias: más de cincuenta. Lo mejor que podemos hacer es situarlas en un mapa que, por aproximados que sean sus emplazamientos geográficos, nos da una magnífica idea de la fragmentación política de los germanos del siglo I (mapa 2).1 Un examen más atento indica, sin embargo, que es un error suponer que, como los alamanes tenían muchos reyes en el siglo IV, no se había producido ningún cambio importante desde el siglo I.
LA TRANSFORMACIÓN DE LA EUROPA GERMÁNICA
Un primer indicio de la envergadura de los cambios acontecidos lo obtenemos cuando echamos una rápida ojeada al mapa de situación de la Europa germánica a mediados del siglo IV, que parece muy diferente del correspondiente a la época de Tácito (mapa 3). El sudeste muestra un aspecto completamente distinto, con la aparición de varios grupos de godos que dominan la zona de los Cárpatos, sus alrededores y el este de la cordillera. También al oeste habían cambiado muchas cosas. En lugar de la multiplicidad de pequeñas unidades conocidas por Tácito y Ptolomeo, cuatro grandes poblaciones dominaban el paisaje en la frontera romana del Rin y detrás de esa línea: alamanes y francos en el limes, sajones y burgundios detrás de la línea fronteriza. Cuando intentamos comprender el funcionamiento de estas unidades del siglo IV tenemos que luchar, como de costumbre, contra la falta de interés por lo «bárbaro» propia de los escritores romanos, pero, gracias sobre todo a Amiano, disponemos de muchos más testimonios sobre los alamanes que sobre los demás. Y como pone de manifiesto el relato de este autor, la política entre los alamanes era bastante compleja.
Transformación de la política
En los libros que se nos han conservado de su historia y que cubren con bastante detalle los años comprendidos entre 354 y 378, Amiano Marcelino no nos ofrece nunca un relato analítico de cómo funcionaba la política entre los alamanes, ni de las estructuras institucionales que mantenían a los gobernantes en el poder. Lo que sí nos ofrece es una narración más o menos cohesionada de un cuarto de siglo de la confederación alamánica —que es la mejor forma que tenemos de llamarla— en acción, y en esa narración queda patente que la política germánica en esta parte de la región de la frontera del Rin había experimentado dos transformaciones fundamentales desde la época de Tácito. En primer lugar —y estamos ante un punto muy controvertido— la soberanía dentro de los distintos grupos que formaban los alamanes, los capitaneados por los diversos reyes y príncipes que se dirigen a Estrasburgo y que aparecen en otros pasajes del relato de Amiano, era más sólida de lo que lo había sido en el siglo I. Las obras de Tácito —no sólo la Germania, sino también los relatos de los Anales y de las Historias— nos proporcionan bastante información acerca más o menos de esas mismas regiones de Germania durante el siglo I. En esa época, algunos pueblos germánicos, como los usipios y los tencteros, funcionaban perfectamente sin reyes de ningún tipo: cuando era necesario, la política colectiva era decidida por una oligarquía de caudillos (en latín principes) que discutían las cosas conjuntamente en un consejo. E incluso cuando un solo individuo alcanzaba sobre un determinado grupo la autoridad de rey, ésta nunca era aceptada sin oponer resistencia por los demás y en general era transitoria, sin que el poder pasara al hijo o heredero designado. En la segunda década del siglo I d. C., las dos figuras monárquicas que dominaron la política de los germanos de la época fueron Arminio entre los queruscos y Maroboduo entre los marcomanos. El dominio de Arminio fue extremadamente breve. Se basaba en que era él quien había acaudillado la célebre revuelta que acabó con las tres legiones de Varo en el Bosque de Teutoburgo en 9 d. C., pero no era más que uno de los múltiples personajes notables de los queruscos. La victoria le dio una breve preeminencia, que fue siempre puesta en entredicho, y no sólo por Segestes, otro caudillo de los queruscos que llegó incluso a ayudar a los romanos. De hecho, el poder de Arminio ya estaba de capa caída antes de su muerte en 19 d. C. a manos de una facción de sus propios paisanos. El dominio de Maroboduo tenía unas raíces más profundas, pero finalmente fue socavado por Roma y por las rivalidades internas, de modo que en tiempos de Tácito, a comienzos del siglo II, los marcomanos ya no eran gobernados por los herederos de Maroboduo.2
La vida política entre los alamanes del siglo IV, en cambio, estaba llena de reyes (reges) y príncipes. Los testimonios de los que disponemos indican que la región llamada Alamania por Amiano estaba dividida en una serie de cantones o subregiones (el término germánico con el que eran designadas probablemente fuera ya gau), cada una de las cuales (o eso es todo lo que sabemos al respecto) era gobernada por un rex o un regalis. Parece también que este poder real era al menos en parte hereditario, si no necesariamente en la forma más simple de padres a hijos, sí a través de una serie de clanes reales. Cnodomario y Serapión, los principales líderes presentes en Estrasburgo, eran tío y sobrino, y Mederico, el padre de Serapión, había sido lo bastante importante como para gozar de una larga temporada viviendo como rehén entre los romanos, período durante el cual desarrolló una afición por el culto del dios egipcio Serapis, que lo llevó a dar ese nombre sorprendentemente poco germánico a su hijo. En Amiano nos encontramos también con un padre y un hijo, Vadomario y Viticabio, cada uno de los cuales fue a su vez rey. Conviene no generalizar a tontas y a locas. Los reyes alamanes podían ser derrocados. Un tal Gundomado fue asesinado por sus propios hombres porque no quiso sumarse al ejército que combatió en Estrasburgo. Del mismo modo, había en la sociedad alamánica otros personajes que, sin ser reyes, no dejaban de ser importantes. Una vez más Amiano habla de los optimates que estuvieron presentes en la batalla. No obstante, entre los alamanes del siglo IV la presencia de los reyes es más importante y más estable de lo que lo fuera a comienzos de la época imperial.3
En segundo lugar, la confederación alamánica en conjunto actuaba como una entidad política mucho más sólida que sus homólogas del siglo I. Este punto es más controvertido porque, como hemos visto, los alamanes no funcionaban como una entidad centralizada, con un solo líder indiscutible. En el siglo IV no hubo en ningún momento un solo rey de los alamanes. Y la Germania del siglo I había sido perfectamente capaz de crear confederaciones mayores, incorporando a muchas unidades políticas primarias más pequeñas. Para algunos estudiosos, pues, los testimonios disponibles no indican que se produjera ningún cambio sustancial. Pero las confederaciones supratribales del siglo I más duraderas (lo cual no significa inalterables), tenían una función primordialmente religiosa; en cambio, cuando tenían un carácter político, su duración era sumamente breve. Tácito habla de tres «ligas cultuales» (grupos de tribus que tenían en común la afinidad por un mismo culto religioso, además de los propios de cada una): los ingevones, que son los más próximos al mar, los herminones, en el interior, y los istevones, al oeste. No sabemos mucho de ellos, y no pretendo subestimar la importancia que tenían en el mundo germánico primitivo, pues Ptolomeo también los conocía, lo que significa que perduraron todo el siglo I y seguían existiendo en el II. Pero los relatos de los intentos de conquista y de conquista efectiva de la región por los romanos demuestran que las ligas cultuales nunca constituyeron la base de la respuesta militar o política a las agresiones externas. Fuera cual fuese su importancia —y puede que en otras esferas de la vida fuera muy grande—, las ligas cultuales no eran organizaciones políticas significativas. Cuando la resistencia frente a Roma y —en una fase ligeramente anterior— los intentos de expansión de los germanos hacia el mundo dominado por los celtas adoptaron la forma de una confederación política, ésta se organizó en torno a determinados individuos notables: Ariovisto en tiempos de César, Arminio y Maroboduo en tiempos del proyecto de conquista romana de la zona situada entre el Rin y el Elba; o, posteriormente, la gran rebelión organizada por el líder batavo Julio Civil. Todos estos caudillos, mediante una mezcla de atracción, persuasión e intimidación, lograron organizar grandes confederaciones formadas por guerreros de todos los rincones del vasto mundo germánico; es decir, de muchas de las pequeñas unidades políticas enumeradas por Tácito y, luego, por Ptolomeo. En todos los casos, sin embargo, esas confederaciones se hundieron con la derrota de sus caudillos y nunca volvería a oírse hablar de ellas. La de Maroboduo duró un poco más que las otras, pero incluso ésta se disolvió inmediatamente después de la muerte de su líder.4
En este campo, es decir el de la estabilidad de la confederación en su totalidad, es en el que resulta tan reveladora la comparación entre el siglo I y el IV. El resultado de la batalla de Estrasburgo fue una aplastante derrota de los alamanes:
Cayeron en esta batalla por parte romana doscientos cuarenta y tres hombres, pero comandantes sólo cuatro ... De los alamanes, en cambio, se computaron seiscientos cadáveres tendidos en el campo, mientras que innumerables montones de muertos eran arrastrados por las aguas del río [Rin].
El propio Cnodomario fue capturado cuando intentaba huir por el río. El césar Juliano, que regía en Occidente en nombre de su primo el augusto Constancio II, aprovechó luego la victoria para imponer los términos que quiso a los diversos reyes alamanes que sobrevivieron a la refriega; y de hecho Cnodomario sólo había podido reunir sus fuerzas con tanta libertad porque previamente la guerra civil de los romanos había creado un vacío de poder en la región de la frontera del Rin. No obstante —y en esto es en lo que el siglo IV es completamente distinto—, la derrota de Cnodomario no supuso la destrucción total de la alianza al frente de la cual se había puesto, como había ocurrido tres siglos antes con las derrotas de los caudillos del siglo I, Arminio y Maroboduo. No sólo muchos de los reyezuelos alamanes que habían participado en la batalla fueron dejados en su puesto por la diplomacia de Juliano, sino que, al cabo de una década de este enfrentamiento, había un nuevo caudillo supremo, Vadomario, hostigando otra vez a los romanos. Fue hábilmente eliminado por medio del asesinato, pero pronto apareció en su lugar un tercer personaje: Macriano. Amiano alude a tres intentos distintos por parte de uno de los sucesores de Juliano, Valentiniano I, de eliminar a Macriano por medio de la captura y/o el asesinato, pero finalmente, abrumado por los acontecimientos en Oriente, el emperador cejó en su empeño. Los romanos y los alamanes se reunieron a orillas del Rin para celebrar una cumbre, en la que el emperador reconoció la preeminencia de Macriano entre los alamanes.5 A diferencia de lo que ocurrió en el siglo I, ni siquiera una gran derrota militar bastó para acabar con la gran confederación alamánica.
Esta situación indica que la confederación tenía una identidad política mucho más firmemente arraigada que las que surgieron durante el siglo I, en el sentido de que no apareció y se derrumbó con la carrera de un solo individuo. Cuando cambiaban las circunstancias, el rey de un cantón u otro podía obtener mayor preeminencia, pero la confederación en su conjunto podía sobrevivir a las vicisitudes de las carreras políticas de cada uno, permaneciendo más o menos intacta. La fuerza de esos vínculos nos la indican también algunos de los pequeños tesoros de información que se conservan en Amiano, por ejemplo acerca del rey comarcal Gundomado, que fue derrocado por una facción de su propio pueblo por no participar en la gran acción colectiva que acabó en Estrasburgo. Para aquellos hombres al menos, la identidad colectiva podía a veces ser un determinante de la conducta política más poderoso que la lealtad al rey de su cantón. Amiano no nos dice cómo actuaba esa identidad colectiva. Pero sí señala que los reyes de los alamanes se agasajaban unos a otros y que existían lazos de apoyo mutuo que unían al menos a algunos de los reyes que combatieron en Estrasburgo. En los detalles de esos pactos y de esos banquetes reales estaría la información que nos haría falta para comprender como es debido a los alamanes del siglo IV, pero por desgracia Amiano no nos revela lo que necesitamos saber.
Como muchas entidades confederales de la Antigüedad tardía y de comienzos de la Edad Media, los alamanes poseían, en mi opinión, un repertorio establecido de convenciones políticas y diplomáticas que definían a los distintos reyes y los unían entre sí en las posiciones de super-rey y sub-rey, debiendo este último rendir fidelidad y ciertas obligaciones al primero, a pesar de mantener el control cotidiano directo sobre su propio cantón. En los sistemas de este tipo, la continuidad política no podría ser nunca absoluta. Ningún super-rey reproducía exactamente ni por lo general podía heredar directamente los modelos de poder de los que pudiera haber gozado su antecesor; pero una vez establecida una nueva jerarquía, existía un prototipo aceptado por todos de relación entre los reyes de diverso estatus que podía utilizarse para orquestar y definir los derechos de cada parte —la de mayor y la de menor rango— en cada nuevo pacto. Semejante sistema era el que evidentemente funcionaba, en mi opinión, entre los alamanes del siglo IV, y un signo visible de su importancia suprema lo tenemos en la «forma» general adoptada por la diplomacia romana en este sector de la frontera. Cada vez que la atención de los romanos se distraía, habitualmente debido a los sucesos acontecidos en el frente persa del Imperio en tiempos de Amiano, aparecía un super-rey alamán, y la política romana en el Rin se dedicaba en gran medida a eliminar la sucesión de todos los personajes de este tipo que surgieron a lo largo del período tratado por nuestro historiador.6
Por desgracia una vez más Amiano no nos da ninguna indicación sobre si existían sistemas similares entre otras grandes entidades de la frontera del Rin, entre los francos, sajones y burgundios. Como sus vecinos alamánicos, los francos del siglo IV poseían desde luego toda una plétora de reyes, pero simplemente no los vemos en acción con suficiente frecuencia para saber si existía también una identidad política franca capaz de actuar como base de una acción colectiva incluso tras el golpe sufrido tras una grave derrota. Y no hay motivo para suponer que todos los grupos germánicos del siglo IV tuvieran que actuar exactamente de la misma manera, del mismo modo que tampoco lo habrían hecho sus predecesores del siglo I, cuando, según indica Tácito, unas poblaciones tenían reyes y otras no. La confirmación de que la existencia de una identidad colectiva amplia y políticamente más sólida no se limitaba en el siglo IV sólo a los alamanes nos la proporcionan los tervingos, una confederación dominada por los godos que actuaba en el otro extremo, el oriental, de la frontera europea de Roma, al pie de los Cárpatos. Los tervingos son el único grupo, aparte de los alamanes, que había entre los vecinos germánicos de Roma, sobre el que las fuentes conservan una cantidad importante de información.
En sus operaciones políticas y en su duración, la confederación de los tervingos muestra tres características que nos recuerdan mucho a la de los alamanes y que la alejan decididamente de cualquier antecesora del siglo I. En primer lugar, parece que el control central de los tervingos se transmitió entre los miembros de una misma dinastía a lo largo de al menos tres generaciones desde c. 330 hasta c. 370, y que el título oficial de quien lo ostentaba era el de «juez». Como ocurría con los reyes de los distintos cantones alamanes, pues, el poder en esta parte oriental del mundo germánico había adquirido un carácter más hereditario. En segundo lugar, al igual también que entre los alamanes, los jueces de los tervingos dirigían una confederación en la que había diversos reyes y príncipes. Y en tercer lugar, la confederación de los tervingos estaba unida por lazos lo bastante fuertes como para sobrevivir incluso a una grave derrota. Encontramos por primera vez esta confederación a comienzos de la década de 330, cuando sufrió una severa derrota a manos del emperador Constantino. Pero no sólo sobrevivió a ese desastre, sino que la misma dinastía conservó el poder y, una generación después, conspiró para librarse de los aspectos más onerosos del tratado que les había impuesto Constantino.7 Conviene subrayar que los alamanes y los tervingos son las dos únicas entidades germánicas del siglo IV de las que tenemos alguna información, y que no se puede simplemente dar por supuesto que todos los grandes pueblos germánicos de la época funcionaban de la misma manera. Entre ellos, sin embargo, estos dos casos ofrecen un testimonio estupendo de que en la Germania del siglo IV habían surgido identidades colectivas más grandes y más cohesionadas de las que podríamos haber encontrado dentro de esos mismos límites trescientos años antes.
¿Cómo se produjo esta novedad?
La aparición de la monarquía militar
No es una historia que pueda contarse directamente. Entre el siglo I y el IV no se conservan fuentes narrativas importantes que ofrezcan una versión detallada de ningún aspecto de las relaciones romano-germanas durante este trascendental período intermedio. Incluso una convulsión importante como la Guerra de los Marcomanos del siglo II debe ser reconstruida a partir de testimonios fragmentarios. En cualquier caso, es dudoso que algún historiador romano —aunque se hubiera perdido— hubiera abarcado un marco cronológico lo bastante grande para poder localizar la gran transformación a largo plazo que culminó en la confederación de los alamanes y en la de sus contemporáneos los tervingos. Las fuentes del siglo I documentan muchísimas luchas por el poder entre las tribus. Oímos hablar incluso de tribus enteras que fueron creadas y destruidas. Los batavos, por ejemplo, eran originalmente una rama de los catos, mientras que los observadores romanos fueron testigos de la destrucción de los brúcteros, y Tácito nos habla de una lucha a muerte entre los catos y los hermenduros, y de la destrucción final de los ampsivarios, que vivían en el exilio y por desgracia carecían de tierras.8 también a veces, aunque con menos frecuencia, oímos hablar incluso de luchas por el poder dentro de las propias tribus, entre otras aquella en la que se enzarzaron Arminio y Segestes por el control de los queruscos. Pero en todos estos datos más o menos fragmentarios no hay nada que nos permita pensar que las estructuras políticas germánicas habían emprendido la marcha hacia la consecución de unas proporciones y una cohesión mucho mayores. La pista más espectacular sobre el tipo de proceso que realmente se oculta tras su ulterior aparición surgió en uno de los lugares más inimaginables.
En 1955, un grupo de operarios daneses estaba abriendo una acequia de drenaje en Haderslev, al norte de la región de Schleswig, al sur de Jutlandia. Al poco tiempo, sin embargo, su trabajo se vio interrumpido cuando en un pequeño tramo de la zanja que estaban abriendo apareció un sorprendente montón de seiscientos objetos metálicos, muchos de los cuales podían datar de tiempos de los romanos. El terreno bajo de prados en el que estaban trabajando había sido en otro tiempo un lago, aunque no muy profundo. Durante los nueve años siguientes fueron excavados cuidadosamente 1.700 metros cuadrados de prado, y el yacimiento produjo toda una serie de hallazgos sorprendentes, entre ellos los restos de un barco. Todos esos materiales habían sido arrojados al lago en diversos momentos de la época imperial, y su acumulación demostraba que, a veces, literalmente montones de ellos habían sido depositados de una vez, como si alguien hubiera vaciado allí cestas o bolsas cargadas con esos objetos. No era desde luego el primer vertedero germánico que era excavado. A finales del siglo XIX, toda una serie de pantanos del norte de Europa, en especial daneses, habían producido aglomeraciones de materiales parecidas. Pero Ejsbøl Mose, para dar su verdadero nombre al yacimiento de Haderslev, fue el primero en ser excavado utilizando métodos arqueológicos modernos. Ello permitió dar respuesta a la gran pregunta que habían dejado sin contestar las excavaciones anteriores. ¿Aquellos vertederos habían sido creados por una sucesión de pequeños depósitos, o por unos pocos más grandes?
Prestando cuidadosa atención a los detalles estratigráficos, la respuesta emergía rotunda y clara. Los objetos encontrados en Ejsbøl Mose habían sido depositados en varios momentos distintos, pero, ocasionalmente, habían sido arrojados a la vez grandes cantidades de materiales. En particular, los excavadores lograron identificar un solo depósito unitario, el equipo militar completo de un pequeño ejército de unos doscientos hombres, que había sido arrojado al agua de una vez en torno al año 300 d. C. Resultó que el equipo en cuestión, que totalizaba varios centenares de objetos, pertenecía a una fuerza cohesionada y bien organizada con una clara jerarquía de mando. Estaba formada por cerca de doscientos lanceros, cada uno de ellos armado con una jabalina provista de lengüeta y una lanza, la primera para ser arrojada y la segunda para ser clavada; los excavadores encontraron 193 puntas de lanza con lengüeta y otras 187 sin ella. Alrededor de un tercio de los hombres tenían además armas para llevar al cinto. Los excavadores encontraron 63 hebillas de cinturón, junto con 60 espadas y 62 puñales. Esta tropa habría sido comandada por unos diez o más capitanes a caballo. Formaban también parte del tesoro diez bocados y siete pares de espuelas.
Lo curioso es que todo este equipo había sido destruido ritualmente antes de ser arrojado al lago. Las hojas de todas las espadas habían sido dobladas y se recuperaron numerosos fragmentos de madera de las astas de las lanzas. La violencia que evidentemente acompañó a este proceso hace que resulte imposible no asociarlo con los restos del tipo de actos rituales de los que hablan de vez en cuando las fuentes históricas, y en los que las armas del enemigo eran ofrecidas a los dioses en sacrificio.9 Puede que uno o dos jinetes huyera a pie, o quizá las espuelas que faltan simplemente se perdieran. Pero básicamente los excavadores habían encontrado los últimos restos materiales de una fuerza militar aniquilada en algún Vernichtungsschlacht («campo de exterminio») olvidado y del que no se tiene noticia alguna, de comienzos del siglo IV.
Como espectáculo arqueológico, el de Ejsbøl Mose es fantástico, pero los hallazgos tienen una importancia mayor. La imagen que se desprende con toda claridad de ellos —la de una tropa profesional bien organizada y provista de una jerarquía perfectamente estructurada— coincide con un considerable corpus de testimonios literarios que hablan de que en el siglo IV había caudillos germánicos de rango real —reyes— que tenían una tropa personal permanente de guerreros de su casa precisamente de esas dimensiones. Cuando finalmente los romanos lograron acorralarlo después de la batalla de Estrasburgo, Cnodomario se rindió con todo su séquito. Curiosamente, estaba formado también por doscientos hombres. Estos séquitos tenían una función militar evidente, pero unas cuantas indicaciones valiosísimas confirman lo que, de lo contrario, nos habríamos visto obligados a suponer, esto es, que también eran empleados de manera más general como instrumento de poder social. Cuando los caudillos de los tervingos decidieron que iban a intentar imponer una uniformidad religiosa entre sus súbditos a comienzos de la década de 370, enviaron a los integrantes de sus séquitos por todos los poblados godos para obligarlos a cumplir sus órdenes. Lo fundamental en este sentido es que Tácito no habla de la existencia de ninguna institución de este tipo en el siglo I. En esa época existían ya séquitos y partidas de guerreros, pero no tenían carácter permanente, y algunos caudillos eminentes recibían sólo de vez en cuando donaciones voluntarias de alimentos para la manutención de los hombres que tenían a su servicio. El material arqueológico de esta primera época tampoco ha sacado a la luz nada comparable con el variado armamento profesional descubierto en Ejsbøl Mose. Durante los dos siglos intermedios, los reyes germanos habían empezado a disponer de una cantidad completamente nueva de fuerzas militares permanentes.10 Naturalmente así se explica con facilidad por qué aparecerían en nuestras fuentes del siglo IV como un elemento mucho más permanente y destacado de la sociedad germánica que en las de la época de Tácito.
Otro curioso testimonio de la importancia de esta evolución ha surgido también de un terreno completamente inesperado. Una de las disciplinas más exóticas y difíciles dentro del campo de las humanidades es la filología comparada, el estudio de los orígenes lingüísticos de las palabras y su significado, junto con su traspaso de un grupo lingüístico a otro. Como ha demostrado un reciente estudio, todas las lenguas germánicas derivan el término que utilizan para designar al «rey» o al «caudillo» de tres raíces: thiudans («caudillo de un pueblo»), truthin y kuning. De las tres palabras, thiudans es con seguridad la más antigua, y es la única que tiene paralelos en otras lenguas indoeuropeas, pero su distribución por las diferentes ramas de la familia lingüística germánica demuestra también que estaba cayendo o ya había caído en desuso en tiempos del Bajo Imperio, cuando fue sustituida por truthin. Kuning no se hizo habitual hasta más tarde. Lo sorprendente es que truthin significaba originalmente «jefe de una partida de guerreros», pero en la época tardorromana había pasado a utilizarse como término habitual para «rey» o «caudillo» en todo el mundo germánico. Esto supone bastante más que un simple cambio de nombre. Thiudans significaba caudillo de un pueblo, para el cual la función militar no era más que un elemento más de su perfil profesional, y quizá sólo un elemento relativamente pequeño de éste. Como es bien sabido, Tácito comenta que las sociedades germánicas del siglo I «eligen a sus reyes por la nobleza, pero a sus capitanes por el valor», afirmación que parece significar justamente eso. En el siglo IV, la nueva terminología para designar a los líderes indica que esa distinción había desaparecido, y que el mando militar había pasado a ser la función primaria de los líderes germánicos de la época. Cuesta trabajo pensar en un testimonio mejor de la abrumadora importancia de la aparición, durante el Bajo Imperio, de un nuevo tipo de líder, que debía la fuerza de su posición al hecho de tener bajo su mando a un grupo permanente de guerreros.11 La arqueología, las fuentes literarias y la filología se unen para iluminar las raíces de la forma de monarquía dotada de unos cimientos más sólidos que podemos encontrar en el siglo IV.
Lo que sucedió entre el siglo I y el IV, pues, fue más o menos lo siguiente: una clase de caudillos militares desarrolló un nuevo tipo de fuerza militar y la utilizó para poner más distancia aún, en términos de poder social, entre ellos y todos los demás. Basta reflexionar un momento para darse cuenta de que algo así no habría podido ser nunca un proceso totalmente consensuado, pues se trataba de una pequeña elite que intentaba afirmar su predominio sobre todos los demás. Y naturalmente esta circunstancia nos proporciona un posible contexto para los acontecimientos que culminaron en el depósito de armas de Ejsbøl Mose. Lo que los arqueólogos encontraron en él eran las armas de todo un séquito militar. Y como las armas habían sido destruidas con tanto celo, una conjetura bastante prudente es pensar que esa misma suerte corrieron los hombres que las portaban. Cuando intentaban imponer su dominio social, los nuevos reyes militares se jugaban mucho, y Ejsbøl Mose nos recuerda que por cada grupo que lograba salirse con la suya, otros o muchos otros no lo conseguían. Inmediatamente se postulan dos posibles motivos de ese fracaso. El grupo de guerreros involuntariamente inmortalizado aquí quizá fuera aniquilado por otra partida de guerreros rivales, o por un grupo de germanos corrientes y molientes, menos militarizados, que no apreciaran el tipo de dominio que el capitán de los guerreros tenía in mente. En términos hollywoodenses, podríamos pensar en El padrino: el antiguo lago habría sido usado por el rey dominante para hacer llegar a sus rivales el mensaje de que lo más probable era que acabaran durmiendo con los peces (en este caso de agua dulce); o en Los siete magníficos: una banda de campesinos habría contado con la efectividad militar suficiente para deshacerse al menos de una partida de guerreros predadores. No hay manera de estar seguros, aunque la violencia de la destrucción quizá nos recuerde más a Yul Brynner que a Al Pacino, pues en algunos ejemplos posteriores que conocemos, el capitán de la partida de guerreros vencedor solía absorber a las tropas del rival derrotado para incrementar su poder.12 Pero eso no es más que un detalle. Lo fundamental es que la aparición de los reyes militares sólo pudo producirse a través de un proceso periódicamente violento en virtud del cual fueran resolviéndose lentamente las rivalidades entre los capitanes de distintas partidas de guerreros y entre los líderes de este tipo y los individuos a los que pretendían dominar.
Expansión y desarrollo
Pero esto es sólo una parte de la historia. El séquito militar del tipo del que fue aniquilado en Ejsbøl Mose o como el que fue empleado por Cnodomario era un elemento muy costoso de mantener. Como los guerreros profesionales no producían su propia comida, era preciso subvenir a su alimentación, y todos los testimonios que evocan las actividades de las partidas de guerreros germánicos —derivados, como es bien sabido, de la poesía heroica de época posterior, pero reforzados también por algunas alusiones de Amiano y por los paralelismos antropológicos de contextos análogos mejor documentados— indican que estamos hablando de una alimentación de proporciones literalmente heroicas: cantidades ingentes de carne asada y alcohol como las que han sido llevadas recientemente a la pantalla grande en la película norteamericana Beowulf. El equipamiento militar tampoco era barato. Como es sabido, no hay indicios de ninguna armadura entre los hallazgos de Ejsbøl Mose, y ése era el elemento del equipo militar más costoso en el mundo antiguo y en la Edad Media. Amiano comenta, por ejemplo, que Cnodomario era reconocible fácilmente en el campo de batalla por su armadura, lo que da a entender que ni siquiera en el siglo IV solían llevarla los guerreros germánicos. No obstante, tal vez un tercio de las tropas de Ejsbøl Mose tenía espada. El resto del equipo característico de un guerrero debía ser fabricado en su mayoría con materias primas caras por artesanos altamente cualificados.13 En otras palabras, los séquitos que convirtieron a los nuevos reyes guerreros en un elemento tan poderoso del paisaje germánico del siglo IV no habrían podido desarrollarse si no se hubieran dado dos requisitos previos. En primer lugar, debía haber excedentes de alimentos y/u otras formas de bienes negociables producidos por la economía en la que vivían, y en segundo lugar, los reyes tenían que poder utilizar esos excedentes o una parte significativa de ellos en su propio provecho.
La ironía histórica de esta simple observación consiste en que, hasta el nacimiento de Cristo, toda la Europa germánica se caracterizó por la escasez de excedentes importantes en materia de productos alimenticios o de otros bienes negociables. El punto por el que tenemos que empezar a desenredar esta historia es la producción agrícola. La economía de la Europa germánica —lo mismo que la de la Europa romana o cualquier otra Europa del primer milenio— era fundamentalmente agrícola. Sin embargo hay distintos tipos de economía agrícola más o menos productivos. Las investigaciones arqueológicas realizadas a partir de la Segunda Guerra Mundial han demostrado que la Europa germánica vivió su propia revolución agrícola durante los cuatrocientos años en los que el Imperio Romano fue su vecino más próximo por el oeste y por el sur.
Al comienzo de este período, la agricultura que se practicaba al este del Rin era generalmente «extensiva»: esto es, «extensiva» en oposición a «intensiva». Esto significa que se necesitaba una zona relativamente grande para mantener a una determinada unidad demográfica, pues los beneficios eran escasos. Absolutamente característico de este tipo de régimen agrícola es que los asentamientos solían ser pequeños, estaban muy dispersos y habitualmente no permanecían más de una generación o dos en un mismo sitio. En esencia, las poblaciones de la Europa germánica no mantenían —o no tenían que mantener— la fertilidad de sus campos para maximizar la producción de los cultivos un año en concreto, ni seguir usando el mismo campo más allá del corto o medio plazo. Una vez que empezaban a decaer las cosechas por debajo de un nivel considerado razonable, se trasladaban a una nueva zona. Los testimonios en los que se basa esta interpretación se presentan en múltiples y variadas formas.
En muchos lugares de la moderna Europa central y septentrional, los límites del sistema de «campos célticos» predominante por aquel entonces son todavía visibles en forma de muros de piedra construidos con los cascotes retirados de los propios campos en el curso de su explotación. Estos campos son extraordinariamente grandes, lo que refleja la cantidad de tierra que se necesitaba para mantener a una sola familia. Los modelos de asentamiento que conocemos vienen a confirmar este dato. Antes de 1945, habían sido identificados pocos asentamientos germánicos pertenecientes a los dos primeros siglos d. C.; los primitivos germanos habían sido estudiados, en términos arqueológicos, sobre todo por sus cementerios. Esta situación es actualmente la inversa; la proporción de asentamientos frente a la de cementerios es ahora de 7:1 y va en rápido aumento, pero también ha quedado patente el motivo del anterior desequilibrio. Todos los asentamientos de esos primeros siglos conocidos hoy día eran pequeños y de corta duración. Sabiendo que cualquier poblado tenía sólo una esperanza de vida limitada, sus habitantes no invertían en ningún caso mucho tiempo o esfuerzo en su construcción. Por consiguiente, los asentamientos eran muy numerosos, pero también originalmente difíciles de encontrar. Los pocos testimonios directos de las técnicas agrícolas predominantes que casualmente se conservan vienen a confirmar este punto. El cementerio de época germánica de Odry, en la actual Polonia, por ejemplo, que ha sido bien excavado, fue establecido justo encima de un antiguo «campo céltico». Debajo de uno de los túmulos excavados aparecieron testimonios de los tipos de arado y los métodos de fertilización empleados. Ambos eran rudimentarios. Las labores de arado consistían en arañar someramente la tierra con estrechos surcos entrecruzados. Esto significa que no se daba la vuelta a la tierra y por lo tanto que las malas hierbas y los rastrojos no se descomponían en el suelo para devolverle sus nutrientes vitales, en particular el nitrógeno. La única forma de fertilización adicional visible era la ceniza. Empleando técnicas de este tipo, la fertilidad de los campos de cultivo no podía mantenerse por mucho tiempo.14
A partir de los años cincuenta han aparecido testimonios concluyentes de que durante la época imperial se produjo un cambio espectacular en la práctica de la agricultura germánica, empezando por los campos fangosos de los actuales Países Bajos y Alemania. Por esa época, cuando Ejsbøl Mose comenzaba a ser excavado con tan buenos resultados, el interés de la arqueología se volcaba generalmente en los asentamientos, y las técnicas habían avanzado hasta tal punto que podían obtenerse resultados verdaderamente útiles. Las primeras grandes excavaciones de asentamientos germánicos primitivos se centraron en los típicos montículos artificiales de estas zonas costeras —llamados terpen en holandés y Wierde en alemán—, formados por años y años de asentamientos sucesivos en el mismo sitio, originalmente situado en tierras bajas. Con los años, los desechos podridos, las maderas de las casas, y otros restos humanos hicieron que el nivel del terreno de la zona habitada se elevara. Esta circunstancia hizo de estos emplazamientos el objetivo lógico de las excavaciones arqueológicas, pero los campesinos de la zona ya se habían percatado mucho tiempo atrás de que los montículos estaban llenos de mantillo fértil, de modo que muchos habían sido socavados antes de que llegaran los arqueólogos.
El trabajo más detallado se llevó a cabo en un lugar que se hizo muy famoso en este campo, pero que es poco conocido fuera de él: la Feddersen Wierde. La cuidadosa excavación estratigráfica llevada a cabo durante casi una década, de 1955 a 1963, permitió establecer con claridad toda la evolución del asentamiento. Comenzó a mediados del siglo I d. C., cuando cinco familias se establecieron en él. El grupo estaba compuesto por un total de quizá cincuenta personas a lo sumo y practicaba una agricultura mixta, centrando su esfuerzo en la cría de ganado. Por el número de cuadras construidas en la primera fase, las cinco familias iniciales poseían alrededor de cien vacas. Pero eso fue sólo el comienzo. El poblado prosperó a lo largo de los tres siglos siguientes, alcanzando su máxima extensión a finales del siglo III d. C., época en la que contaba con unos trescientos habitantes que, entre todos, poseían más de cuatrocientas cincuenta vacas. Se han realizado numerosos estudios pormenorizados de infinitos aspectos de la vida cotidiana en el lugar, pero, para lo que a nosotros nos interesa, lo fundamental son las dimensiones y la longevidad del asentamiento. Lo que indirectamente reflejan estos aspectos es una revolución en las prácticas agrícolas utilizadas. Bajo los viejos regímenes de agricultura extensiva del mundo germánico primitivo, todas esas personas viviendo tan cerca unas de otras durante más de trescientos años habrían sido algo inconcebible. La producción no habría podido ser nunca tan intensa, ni la fertilidad habría podido mantenerse durante tanto tiempo. La Feddersen Wierde fue sólo posible porque su población había adoptado un régimen agrícola mucho más intensivo, que le permitía maximizar la fertilidad de sus campos en una medida mucho mayor, y de paso hacía que una concentración mucho más abultada de personas prosperara durante varias generaciones. Los detalles de esa revolución no pueden reconstruirse en su totalidad, pero desde luego uno de ellos habría sido el uso del estiércol de todo el ganado como abono de una manera más integrada con el fin de mantener la fertilidad de los campos de cultivo.15
Sería precipitado generalizar a partir de este único ejemplo, y tampoco hay razón para suponer que la Feddersen Wierde —basada en una mayor integración de la ganadería y los cultivos— ofrece el único modelo posible de intensificación agrícola entre los germanos. Un número importante de excavaciones de otros asentamientos de época imperial han dejado patente, sin embargo, que el que nos ocupa no era ni mucho menos un ejemplo aislado de desarrollo rural. Casi tan famosa como la Feddersen Wierde es Wijster, también al noroeste de Alemania. Aquí, originalmente una sola familia empezó a explotar la tierra a mediados del siglo I a. C. La acción de los labradores modernos escarbando en este terreno ha supuesto que gran parte del yacimiento se encontrara demasiado deteriorado para llevar a cabo una excavación como es debido, pero en el siglo IV la explotación de una sola familia se había convertido en un asentamiento intensivo que daba cobijo por lo menos a unas cincuenta o sesenta familias, dedicadas a labrar los suelos arenosos fáciles de trabajar que rodean la desembocadura del río Drenthe. Entre otros grandes asentamientos de época imperial excavados en esta zona más allá de la frontera del Rin figuran Hodde, Vorbasse, Ginderup, Mariesminde y Norre Fjand.
En otros lugares, la imagen no es tan global ni el modo concreto de intensificación de la agricultura se ha interpretado tan bien, pero se sabe de ellos lo suficiente para documentar el hecho de que el desarrollo rural germánico fue un fenómeno general de la época imperial. En lo que actualmente es el centro de Alemania y en las estribaciones de la antigua Germania hacia el este y el sudeste, más allá de los Cárpatos, el modelo de evolución de los asentamientos se conoce con mucho menos detalle, y por supuesto no hay razón para pensar que el régimen agrícola tuviera que cambiar en todas partes de la misma manera. No obstante, se conocen suficientes poblados de gran tamaño en todas estas regiones —Barhorst, a cincuenta kilómetros al oeste de Berlín con treinta familias, por ejemplo, o, en el extremo sudeste, los numerosos grandes asentamientos del sistema Cernjachov del siglo IV, dominado por los godos— para demostrar que por toda la Europa dominada por los germanos se habían desarrollado regímenes agrícolas más intensivos a lo largo de toda la época imperial. Algunos hallazgos más aislados de aperos de labranza indican lo mismo, cuñas y rejas de arado de hierro que demuestran que en el siglo IV se daba la vuelta a la tierra con más eficacia. El mayor tamaño y la longevidad de los asentamientos, combinados con todos los testimonios de la existencia de unos arados y aperos de labranza más eficaces, prueban que se produjo una importante transformación de las prácticas agrícolas en la Europa germánica durante los primeros siglos de la era cristiana, aunque las técnicas siguieran estando considerablemente menos especializadas que al otro lado de la frontera, en la parte romana.16
De todo ello se derivan dos observaciones. En primer lugar, el enorme incremento de la producción de alimentos que debió de generar esta revolución en la producción agrícola permite en gran medida explicar cómo habrían sustentado los nuevos reyes militares a los miembros de su séquito. Antes de que evolucionara, es dudoso que en la economía agrícola sin desarrollar de los germanos hubiera un excedente de alimentos suficiente para mantener a un grupo permanente de guerreros especializados del nivel de los existentes en el siglo IV. En segundo lugar, y éste es un punto mucho más importante, el enorme incremento de la producción de alimentos implica también que la población de la Europa germánica experimentó un aumento exponencial durante el mismo período. No hay manera de poner una cifra a ese aumento, pero, como la demografía nos enseña, uno de los límites fundamentales del volumen de la población humana es siempre la disponibilidad de alimentos. La revolución agrícola germánica, con su enorme incremento de las provisiones de comida, supuso que la población aumentara en la misma proporción. La expansión demográfica se pone de manifiesto también en otros testimonios. En los cementerios germánicos ocupados a lo largo de todo la época imperial romana en cuya excavación se ha prestado la debida atención a la estratigrafía, se ha visto que en las zonas usadas en los siglos III y IV han aparecido enterradas un mayor número de personas que en los doscientos años anteriores. También los estudios del polen ofrecen una visión alternativa de ese mismo desarrollo. Durante los primeros cuatro siglos de la era cristiana, la proporción de polen producido por cultivos de cereal aumentó a expensas del polen de hierbas y de árboles, lo cual es otro indicio de la intensificación de la agricultura.17
Este importante incremento de la producción agrícola no sólo explica cómo se alimentaban los séquitos de los reyes, sino que tuvo que ser también una fuente fundamental de la nueva riqueza de la sociedad germánica durante esta época, visible sobre todo en el costoso equipamiento militar de dichos séquitos. Los excedentes de productos alimenticios podían ser intercambiados por otros bienes deseables. Pero aunque quizá tuviera una importancia fundamental, la agricultura no era la única fuente de esa nueva riqueza. En los últimos años han aparecido pruebas de que, durante los cuatro primeros siglos de la era cristiana, la riqueza económica general de la Europa germánica se vio incrementada de forma espectacular por una notable diversificación de la producción y un aumento parejo de los intercambios de toda una serie de productos, además de los géneros alimentarios.
Los testimonios de la producción de metal y de su consiguiente elaboración son muy sugerentes e indican que se dio un modelo similar de expansión en este sector de la economía. En particular se calcula que dos grandes centros de producción situados en el territorio de la actual Polonia —en los montes Świętokrzyskie y en el sur de Mazovia— produjeron entre los dos más de ocho millones de kilos de hierro en bruto durante toda la época imperial, con un aumento espectacular de la explotación durante los últimos siglos. En cuanto a la metalurgia, los testimonios son más fragmentarios, pero igualmente sugerentes. Cuando fueron sacadas a la luz por primera vez, se pensó que las sesenta espadas de Ejsbøl Mose representaban el mayor hallazgo de espadas romanas descubierto nunca de una sola vez. Sin embargo, un análisis más detallado ha demostrado que, aunque basadas en modelos romanos, las espadas eran en realidad copias forjadas en la Europa germánica. Por consiguiente hacia 300 d. C. al menos había un centro que producía equipamiento militar estandarizado a una escala razonable, mientras que las espadas germánicas de épocas anteriores que conocemos eran todas productos individuales.18
Los testimonios de la elaboración de metales preciosos son igualmente sorprendentes. En Pietroasa, Rumanía, se descubrió a finales del siglo XIX un tesoro de exquisitas vasijas de oro y plata. Muchas de ellas datan del siglo V, pero al menos una bandeja de plata fue producida en el siglo IV y fuera del Imperio Romano, en la Europa germánica. Se han descubierto moldes para la fabricación de este tipo de artículos en contextos germánicos del siglo IV, y el nivel general de ornamentos personales fabricados con metales preciosos aumenta a lo largo de toda la época imperial. En el siglo IV, las fíbulas —imperdibles— de plata delicadamente trabajada, con las cuales acostumbraban los germanos a abrocharse sus vestidos, habían llegado a ser bastante habituales, y se han encontrado restos de talleres dedicados a la producción de estos objetos al menos en el poblado de un rey de los alamanes. Durante los dos primeros siglos de la era cristiana, las fíbulas solían ser de bronce o de hierro. A mediados del siglo III, la cerámica germánica empezó a cambiar sus modos de producción. Durante los siglos III y IV, los alfareros germanos empezaron por primera vez —aunque no en todas partes y no todos al mismo tiempo— a utilizar el torno para modelar sus vasos. Esta novedad se combinó con una gran mejora de la tecnología de los hornos, permitiendo que las vasijas se cocieran a mayor temperatura, y dio lugar a una mejora considerable de la calidad de la cerámica, que se hizo más accesible en toda la Europa germánica. El paso a la cerámica fabricada al torno no sólo genera un producto de mayor calidad, sino que va asociado estrechamente a una producción a mayor escala, más comercial. En algunas zonas la transformación fue total. En el mundo de Cernjachov, dominado por los godos, al norte del mar Negro, en el siglo IV los platos fabricados al torno, prácticamente imposibles de distinguir de los producidos en las provincias romanas, se convirtieron en la norma habitual (aunque las ollas y los pucheros seguían haciéndose a mano). Entre los alamanes de la época, en cambio, los diversos experimentos locales de cerámica hecha al torno nunca fueron duraderos ni alcanzaron una amplia distribución, al tener que enfrentarse quizá a una competencia romana más dura y más cercana que los de los godos. Pero antes de la época tardorromana, todas las vasijas de calidad superior fabricadas al torno que se han encontrado en contextos germánicos eran, sin excepción, importaciones romanas, de modo que esta novedad económica representa una gran transformación.19
La metalurgia y la cerámica son a todas luces campos importantes de la economía no agrícola, que producen artículos más caros o más baratos, de consumo más generalizado. También podemos observar métodos de producción cada vez más profesionales en otros sectores de la economía germánica de época tardía, algunos completamente nuevos. Uno de los más espectaculares es la producción de vidrio. Antes del siglo IV, todo el vidrio encontrado en la Europa no romana era romano, importado del otro lado de la frontera. Pero en algún momento después del año 300 d. C., abrió un centro de producción de vidrio en Komarov, en el hinterland de los Cárpatos. Sus productos llegaron a distribuirse por todo el centro y el este de Europa (mapa 3). Los diversos contextos en los que ha aparecido el vidrio indican que se trataba de un artículo elitista, utilizado a veces como símbolo de estatus. Aunque no requiriera muchos puestos de trabajo, su producción habría representado indudablemente un añadido muy valioso para la economía de cualquiera. Un ejemplo igualmente fascinante, pero del todo distinto, ha aparecido en un poblado excavado en las tierras dominadas por los godos en el siglo IV. En Birlad-Valea Seaca, en la actual Rumanía, los investigadores encontraron no menos de dieciséis cabañas dedicadas a la fabricación de un producto que es habitual encontrar en las tumbas de esta época: peines hechos de asta de ciervo. Algunos pueblos germánicos utilizaban el peinado para expresar su filiación política y también su estatus. El ejemplo más famoso es el llamado moño suevo descrito por Tácito y curiosamente conservado en un cráneo germánico primitivo (lámina 4). En este contexto, no es de extrañar que los peines fueran una posesión personal significativa. Dentro de las cabañas, aparecieron varios fragmentos de peine en distintas fases de realización, que arrojan luz sobre todo el proceso de fabricación. En este caso, daría la impresión de que todo un poblado estaba dedicado a la producción de un objeto clave.20
Así pues, en la época del Bajo Imperio no sólo había empezado a florecer —en términos relativos— la producción agrícola, sino que también lo habían hecho otras áreas de la economía de la Europa germánica. A lo largo de toda la región, los primeros siglos de la era cristiana vieron una explosión de desarrollo y de generación de riqueza. Y como hoy día la globalización, un fenómeno histórico al menos tan importante como la propia nueva riqueza fue el hecho, mucho menos agradable, de que dicha riqueza no estaba repartida ni mucho menos de forma igualitaria. El desarrollo del mundo germánico generó unos claros vencedores, pero también unos claros perdedores, y es ahí donde los reyes guerreros, sus séquitos y el desarrollo económico convergen todavía más. Muchos de los artículos producidos, no sólo el alimento, eran consumidos por los nuevos reyes militares y sus séquitos armados. Evidentemente el hierro era necesario para las armas de acero, pero al menos una parte del vidrio, de los objetos de metales preciosos e incluso de la cerámica de mayor calidad iba dirigida hacia ellos. Todos estos artículos han aparecido en enterramientos, cuyo análisis exhaustivo puede demostrar que pertenecieron a la elite de la sociedad germánica de la época tardorromana.21 ¿Pero qué alcance tuvo exactamente la revolución social y política que había sido puesta en marcha?
GUERREROS, REYES Y ECONOMÍA
Las concepciones románticas de la primitiva sociedad germánica vigentes en el siglo XIX, forjadas en el momento culminante del fervor nacionalista, propagaron la idea de la primitiva Freiheit, «libertad», germánica: la idea de que, antes del nacimiento de Cristo, Germania era un mundo de nobles salvajes, libres e iguales, en el que no existía una nobleza intermedia, sino reyes que eran responsables directamente ante las asambleas de hombres de condición libre. Era una concepción errónea. Incluso en tiempos de Tácito, las sociedades germánicas tenían esclavos, aunque éstos gestionaban sus propias explotaciones agrícolas y entregaban una parte de la producción a sus dueños, en vez de vivir bajo estrecha vigilancia como mano de obra servil en las tierras de otro. Y aunque los restos materiales del mundo germánico durante los últimos siglos antes de la era cristiana no muestran claras diferencias de estatus, eso no significa que no las hubiera. Incluso en una cultura material simple —y en el siglo III a, C. el máximo signo de distinción social existente entre los germanos de la Europa central y septentrional era mantener los vestidos abrochados con un imperdible un poquito más elegante—, las diferencias de estatus pueden suponer una enorme diferencia de calidad de vida. Si un estatus superior se traducía simplemente en comer más, realizar un trabajo manual menos duro y tener más probabilidades de transmitir los propios genes, ya era una diferencia muy real, aunque no se expresara en la posesión de muchos bienes materiales hermosos. Dudo mucho, de hecho, que las diferencias de estatus que encontramos en Tácito fueran una novedad para el mundo germánico del siglo I d. C., aunque no puedan medirse con facilidad en los objetos materiales observables por la arqueología durante los siglos anteriores.22
Una vez dicho esto, hay testimonios absolutamente contundentes de que las desigualdades ya existentes aumentaron de forma espectacular durante la época imperial. Ya hemos visto algo de esto. Los nuevos reyes militares y sus séquitos, al menos los que prosperaron, fueron unos de los beneficiarios de la nueva riqueza. Arqueológicamente, su aparición se ve reflejada de dos maneras: las prácticas funerarias y los restos de asentamientos. No existe una correlación simple entre riqueza de ajuar fúnebre y estatus en la vida en este mundo. Las tumbas verdaderamente ricas (llamadas Fürstengräber, «tumbas principescas», en la literatura germanófona) se concentran —en términos generales— cronológicamente en un grupo a finales del siglo I y en otro a finales del III: los tipos llamados Lübsow y Leuna Hassleben respectivamente. No es creíble, sin embargo, que existiera una elite social dominante sólo en esos momentos en concreto, y se ha sugerido que su aparición quizá marque sendos períodos de tensión social, en los que habrían surgido nuevas pretensiones de superioridad de rango, presentadas naturalmente por los individuos encargados de rendir las honras fúnebres, no por los propios difuntos. No obstante, a largo plazo, el cambio de prácticas funerarias refleja con toda seguridad el impacto de la nueva riqueza. Antes de los últimos siglos previos al nacimiento de Cristo, parece que los ritos funerarios germánicos eran más o menos idénticos para todos, y todo lo que habitualmente contenían las tumbas de cremación de esta época era un poco de cerámica hecha a mano y de vez en cuando algún objeto personal. En la época imperial, en cambio, no sólo tenemos las concentraciones de tumbas principescas extraordinariamente ricas, sino que también otra importante minoría de tumbas extraordinariamente ricas empezó a contener ajuares fúnebres cada vez más abundantes, formados a menudo por armas en las tumbas de varones y por joyas en las tumbas de mujeres. La monumentalización de las tumbas era otra estrategia que permitía hacer ostentación de estatus en algunos puntos de la Europa germánica, especialmente en Polonia, donde ciertos grupos de tumbas eran marcados como casos especiales mediante la acumulación de piedras formando túmulos, y algunas en concreto mediante la erección de lápidas (stelae). El cementerio de Wielbark, en Odry, por ejemplo, reveló quinientas tumbas planas y veintinueve túmulos.23
También la arqueología de los asentamientos refleja generalmente los tipos de cambios que estaban produciéndose. En la cúspide de la sociedad, las viviendas de la elite habitadas por los reyes y los príncipes de los alamanes han sido investigadas de modo bastante exhaustivo. Uno de los ejemplos más conocidos es el Runder Berg, en Urach, en el territorio de los alamanes. Aquí a finales del siglo III o comienzos del IV había una construcción situada en la cima de una colina, cuyas dimensiones máximas son 70 × 50 m, que estaba rodeada por una muralla de madera. Dentro había varios edificios también de madera, entre ellos uno que tiene el sospechoso aspecto de ser un salón de banquetes para los miembros del séquito y/o para otros reyes. Las laderas albergaban otros edificios, entre ellos talleres de artesanos y posiblemente las viviendas de otros servidores, y el conjunto del yacimiento ha producido mayores concentraciones de cerámica romana de importación y otros artículos elitistas que los poblados rurales más corrientes. Dentro de los límites de Germania no se han encontrado nunca grandes viviendas que daten de antes de la época imperial, pero durante los primeros siglos de la era cristiana empezaron a ser bastante habituales. A un nivel no tan alto de grandeza, de nuevo en la Feddersen Wierde, una casa en concreto del poblado se distinguía de las demás a comienzos del siglo II. Era bastante más grande que el resto y estaba rodeada de una empalizada. Los excavadores la interpretaron como la morada de un prócer local. Ejemplos similares de viviendas particularmente grandes se conocen en varios otros lugares, como por ejemplo Haldern, cerca de Wesel, y Kablow, a treinta kilómetros al sur de Berlín; todos datan de la época imperial. En los territorios particularmente bien estudiados de los alamanes, han sido identificadas hasta sesenta y dos viviendas elitistas de un tipo u otro, datadas todas entre los siglos IV y V, de las cuales han sido excavadas diez; y otros yacimientos similares, aunque no estudiados tan exhaustivamente, han aparecido por toda la Europa germánica, incluso muy al este, en los territorios situados al norte del mar Negro, que dominaban los godos.24
Así pues, la imagen general está bastante clara. Los poblados y los ajuares fúnebres muestran unas desigualdades sociales cada vez mayores, y no hace falta pensar mucho para comprender cómo la posesión del poder militar habría permitido a los reyes y de paso a los integrantes de su séquito tener un acceso privilegiado a una parte mayor de la nueva riqueza. Como consecuencia directa, en el siglo IV nos enfrentamos a un mundo germánico marcado por una estratificación social mayor que la que tenía en el siglo I y, al menos en algunos lugares, una mayor estabilidad estructural en su organización política. De hecho es perfectamente natural que esos dos fenómenos fueran de la mano. Cuando los modelos de evolución de la organización social humana han sido sometidos a un estudio comparado, se ha comprobado que la definición de clase y la formación del estado son socios inseparables. ¿Pero hasta dónde llegaba esa desigualdad en el siglo IV y cómo deberíamos entender las nuevas entidades políticas que dominaban el territorio? ¿Eran «estados» en cualquiera de los sentidos significativos de la palabra?
La categorización de las sociedades humanas y sus sistemas políticos es un tema con una historia larga y compleja que se remonta a Aristóteles e incluso más atrás. En tiempos modernos, ha recibido un nuevo impulso debido a la importancia que Marx y Engels atribuían al estado y su evolución. Según el análisis marxista clásico, el estado es la suma y el garante de las estructuras sociales, políticas y jurídicas a través de las cuales la clase dominante de una época determinada perpetúa su control sobre los medios primarios de producción de riqueza existentes en ese momento: ya hablemos de la tierra en el mundo antiguo, de la industria pesada en el pasado reciente, o del software y el hardware de los ordenadores en la actualidad. Esta cruda realidad se oculta siempre tras algún tipo de manto ideológico a través del cual la elite dice siempre a todas las demás personas que el estado existe en beneficio de todos, aunque si se mira atentamente, según la perspectiva marxista, resulta que siempre tiene que ver con el mantenimiento del poder de los privilegiados. Los trabajos más recientes han ido más allá de este tipo de sencillo programa marxista, con una compleja bibliografía dedicada a analizar las formas primitivas de estado según sus distintos grados de tamaño y sofisticación, marcados por términos como «tribu», «jefatura simple», «jefatura compleja», y «estado primitivo». Mejor que preocuparnos demasiado intentando situar las confederaciones alamánicas y góticas del siglo IV a lo largo de esta escala móvil, podemos hacer un uso mejor de toda esta literatura de un modo más general identificando cuatro áreas fundamentales de investigación cuando intentamos comprender el funcionamiento de cualquier sistema político.25
La primera sencillamente es la dimensión. ¿Qué volumen de población humana se reúne bajo el sistema político en cuestión? En segundo lugar, ¿qué tipo de sistemas de gobierno emplea? ¿Existen burócratas y funcionarios gubernamentales? ¿Y qué clase de poderes ejercen éstos? ¿Qué tecnologías usan? La tercera área es el nivel de desarrollo económico y la estratificación social asociada que suele haber. Independientemente de que aceptemos o no el diagnóstico marxista de por qué es así, lo cierto sencillamente es que determinados tipos de sistema político suelen asociarse con determinados tipos de organización económica. Los grandes sistemas de gobierno centralizado no pueden ser sustentados por economías que no produzcan un excedente económico de dimensiones adecuadas, capaz de sufragar la existencia de los funcionarios que no participan en la producción agrícola primaria.26 En cuarto y último lugar, debemos fijarnos atentamente en las relaciones políticas de la sociedad. ¿Cómo se eligen y legitiman sus gobernantes, y mediante qué mecanismos crean y sustentan éstos su autoridad? En particular, esta área tiene que ver con el equilibrio entre fuerza y consentimiento, y hasta qué punto los gobernantes tienen que dar a sus súbditos algo —sea lo que sea— a cambio y como justificación del apoyo económico y de otro tipo que reciben.27
Investigar la Germania del siglo IV bajo cualquiera de estos puntos de vista no es fácil, dada la naturaleza de los testimonios existentes. Éstos generalmente son pocos, y los que hay se refieren sobre todo principalmente a los alamanes y a los godos tervingos, lo que contribuye a complicar la cuestión de hasta qué punto estamos legitimados a hacer generalizaciones a partir de estos casos. Pero, como mínimo, estas entidades documentan los límites de lo posible entre los germanos del siglo IV, y existen bastantes puntos de unión entre las dos (y entre ellas y los demás testimonios disponibles) para sugerir que no es del todo absurdo extraer conclusiones más generales a partir de sus capacidades y de sus modos de funcionamiento.
El poder y el rey
En lo tocante a las dimensiones, los testimonios distan mucho de ser los ideales. Pero tanto alamanes como tervingos tenían con toda seguridad una capacidad militar —jóvenes en edad militar— que ascendía a más de diez mil individuos. Amiano nos cuenta que Cnodomario reunió un ejército de treinta y cinco mil hombres para la batalla de Estrasburgo. No todos ellos eran alamanes, y las informaciones de los romanos acerca del número de los bárbaros son siempre cuestionables, aunque, como en este caso, no resulten evidentemente escandalosas. Pero el ejército romano disponía de doce mil hombres, y esta cifra —que es más segura— confirma un orden de magnitud bastante superior a los diez mil individuos para las fuerzas de Cnodomario. Los romanos seguían disponiendo en el siglo IV de una considerable ventaja táctica sobre los germanos, entre otras cosas porque, como hemos visto, éstos normalmente no tenían una armadura defensiva, de modo que Cnodomario probablemente no habría presentado batalla sin contar al menos con una superioridad numérica. Las cifras de los tervingos son menos claras, pero al menos en tres ocasiones la confederación envió contingentes de tres mil hombres para que prestaran servicio en las guerras de Roma contra Persia, y no es probable que representaran más de una tercera parte del total de sus efectivos militares. Los tervingos eran además lo bastante poderosos como para librarse de las atenciones hostiles del emperador Valente durante tres años entre 367 y 369, y yo diría que Amiano supone que, incluso tras la escisión que se produjo dentro de la confederación, el sector más numeroso podía poner en el campo de batalla por lo menos a diez mil combatientes. Todo ello da a entender que tanto alamanes como tervingos podían sacar al campo a más de diez mil guerreros, y quizá incluso a veinte mil. Los cálculos de las dimensiones de la población total de estas confederaciones dependen, por supuesto, de qué proporción del grupo total pensemos que podía portar armas. El mínimo común múltiplo utilizado es de alrededor de cuatro o cinco a uno, lo que supone que el grupo total ascendía a las cincuenta mil o cien mil personas, pero yo creo que probablemente esto sea, si acaso, una forma de subestimar la población total que formaba parte de estas confederaciones con una función u otra.28
Por otra parte, ninguna de nuestras fuentes romanas estaba suficientemente interesada en ofrecer un informe detallado de las estructuras gubernamentales que permitían operar a estas confederaciones. Más o menos como ocurrirá siempre a lo largo de todo este estudio, pues, su capacidad de gobierno tendrá que ser deducida en gran parte del tipo de actos administrativos del que era capaz el sistema. En algunos campos, los alamanes y los tervingos muestran una capacidad impresionante. Lo menos que podemos decir es que frente al poder romano, unos y otros tenían cierta idea de lo que era su propio espacio territorial. Cuando estaban en condiciones de evitar los mayores niveles de intrusión romana en sus territorios, los caudillos tanto de alamanes como de tervingos se entrevistaban con los emperadores romanos en conferencias celebradas a bordo de barcos en medio del Rin y del Danubio respectivamente, reuniones que simbólicamente afirmaban que el río marcaba con toda claridad los límites entre ellos y el Imperio. Menos claro está si sus otras fronteras, las que existían entre ellos y los otros germanos, estaban o no tan bien definidas, tanto en la percepción como en la realidad, aunque es perfectamente posible que así fuera. El río Dniéster, por ejemplo, parece que hacía de línea de demarcación entre los tervingos y un grupo vecino de godos, los greutungos, y entre los alamanes y sus vecinos los burgundios existía un grado de hostilidad suficientemente elevado como para suponer que ambas partes —según cuenta Amiano— delimitaran cuidadosamente sus respectivos territorios. Según él, usaban unos antiguos mojones romanos convenientemente situados para marcar los límites de sus tierras.29
Dentro de esos espacios territoriales, una vez más al menos como reacción ante la presión romana, las autoridades germánicas eran a veces lo bastante ambiciosas como para imponer a sus pueblos cierto grado de uniformidad cultural. La hegemonía cultural de Roma en el Danubio durante el siglo IV, por ejemplo, se manifestó ocasionalmente en el interés en propagar el cristianismo por las tierras vecinas. Al menos en dos ocasiones, cuando estuvieron en condiciones de actuar, las autoridades de los tervingos se resistieron con determinación. En 348, los misioneros cristianos romanos fueron expulsados y luego por segunda vez, después de 369, los godos cristianos fueron perseguidos activamente hasta el punto de ser ejecutados, creando de paso un número no despreciable de mártires. Esta circunstancia indica que el sentido al menos de su propio espacio que tenían los godos tervingos llegó a adoptar una forma cultural bastante activa, además de la económica y militar.30
Además, las acciones de los diversos líderes nos demuestran que existían ciertos poderes institucionales. Particularmente impresionante es, a mi juicio, la prueba de la existencia de un deber militar bien definido entre los tervingos. Como hemos visto, la confederación mandó contingentes militares a las guerras de Roma contra Persia en tres ocasiones. Los individuos que participaron en la misión recibieron cierta compensación financiera por parte del estado romano, pero en general los testimonios indican que este tipo de servicio —en una frontera situada a más de mil quinientos kilómetros de distancia, no lo olvidemos— era una imposición que generalmente sentaba mal. Semejante servidumbre era seguramente uno de los términos del estatuto de clientes de los que los caudillos godos intentaban liberarse cuando estaban en condiciones de hacerlo. No obstante, las autoridades de los tervingos fueron capaces de hacer que efectivamente aquellos contingentes se presentaran en su destino, lo que significa que podían identificar a los individuos con capacidad de prestar servicio militar y obligarlos a presentarse. Los alamanes, por su parte, suministraron contingentes de hombres al servicio de Roma en alguna ocasión, pero no conocemos mucho los detalles, y las distancias que tenían que recorrer eran mucho más pequeñas. Curiosamente, la palabra utilizada por regla general en las lenguas germánicas para «hacer el servicio militar» es un préstamo lexical del latín, lo que acaso indique que la transposición de este tipo de exigencia del estado romano quizá fuera la causa de la creación de un nuevo tipo de servicio militar obligatorio entre esos germanos obligados a suministrar los contingentes de que hablábamos.31
Las autoridades de alamanes y tervingos habían definido también los derechos a la ayuda económica básica en forma, presumiblemente, de impuestos sobre la producción agrícola. Los derechos en este campo eran necesarios para mantener los séquitos militares del rey. En el siglo IV, ningún rey que tuviera un séquito profesional a tiempo completo podía permitirse el lujo de apoyarse para su sostenimiento sólo en las donaciones puramente voluntarias de géneros alimentarios, como al parecer había sido la práctica en el siglo I. La envergadura de las importaciones romanas, entre otras las ánforas de vino encontradas en viviendas elitistas del siglo IV, sugiere asimismo que los reyes detraían una parte de la producción básica para cambiarla por mercancías romanas destinadas a su propio consumo. Sin embargo, es muy probable que los líderes germanos dispusieran al menos de otra gran forma de apoyo económico. Como hemos visto, el comercio a través de la frontera con el Imperio Romano se había convertido en el siglo IV en un fenómeno importante. Por su parte, las autoridades romanas imponían con toda seguridad derechos arancelarios a toda esta actividad económica, y es sumamente probable que los reyes germanos hicieran lo propio. No poseemos testimonios explícitos en este sentido ni entre los alamanes ni entre los tervingos, pero otros reyes germanos de la región fronteriza hacían esto ya en el siglo I, cuando la riqueza de Vanio, rey de los marcomanos, se hallaba indiscutiblemente unida a la presencia de mercaderes romanos en su corte, y es harto improbable que sus homólogos del siglo IV no hicieran lo mismo. Por lo demás, es difícil explicar por qué el comercio y su regulación iban a tener un lugar tan destacado en las negociaciones diplomáticas entre las autoridades de los tervingos y el Imperio Romano de Oriente; y algo debió de hacer a Cnodomario lo bastante rico como para sufragar el apoyo de unas tropas mercenarias al lado de las demás fuerzas que alineó en Estrasburgo.32
Ambas confederaciones tenían también el derecho de imponer servicios de trabajo al menos a ciertos sectores de la población. Los reyes de los alamanes podían movilizar mano de obra para la construcción de sus poblados, exclusivos y bien defendidos, como el del Runder Berg, y también cuando eran obligados a cumplir con sus compromisos diplomáticos proveyendo recursos humanos al estado romano para que éste los utilizara según su conveniencia, como en los tratados que les impuso el emperador Juliano después de la derrota de Estrasburgo. Análogamente, entre los tervingos el juez que ostentaba el poder en la década de 370 intentó rechazar la agresión de los hunos construyendo una serie de importantes fortificaciones, lo que Amiano llama el «muro» de Atanarico. Lo más probable es que fuera un intento de renovar una antigua línea de fortificaciones romanas en el río Alutano, aunque al final quedó en nada. Pero el hecho de que pudiera intentarse un proyecto de tal envergadura demuestra que estaba bien establecido el derecho a exigir la prestación de servicios obligatorios de trabajo, lo mismo que demuestran otras evidencias físicas de los reinos góticos en poblados elitistas semejantes al del Runder Berg.33 En el mundo romano y luego en el de los estados sucesores del Imperio Romano de Occidente, dominados en gran parte por los germanos, la servidumbre de trabajo solía imponerse sólo al elemento más humilde de la población, y nos referimos a la parte de la misma que no prestaba servicio militar. No tenemos pruebas de que fuera así también entre los alamanes y los tervingos, pero parece bastante probable.
Así pues, en algunos ámbitos de importancia trascendental, los líderes germánicos del siglo IV poseían derechos bien desarrollados. Podían definir y exigir —quizá de distintos sectores de su población— la realización de servicio militar, servicios de trabajo y un porcentaje de la producción agrícola. Casi con toda seguridad también, aunque ninguna de nuestras fuentes está lo bastante interesada en hablar de ello, poseían el derecho a intervenir en lo que llamaríamos la resolución de disputas legales, en cualquier caso en lo concerniente a sus súbditos más importantes. Ningún líder conocido en cualquier otro contexto, cuyos poderes puedan ser reconstruidos con detalle, carecía de este tipo de autoridad, de modo que es bastante seguro atribuírsela también a los dirigentes de los tervingos y los alamanes.34 En cuanto a cómo eran ejercidos todos estos derechos a la hora de la verdad, ninguna confederación, por lo que sabemos, recurría a ningún tipo de burocracia articulada. Ninguna fuente habla de burócratas en el mundo germánico del siglo IV, aunque los reyes contaban desde luego con sus funcionarios, y posiblemente hacían valer sus derechos con poco o nulo uso de una administración letrada oficial. Los germanos del siglo IV conocían diversos tipos de escritura. Se utilizaban runas, algunos germanos eran capaces de desenvolverse bien en latín, y a mediados del siglo IV el gótico se convirtió rápidamente en una lengua escrita —la primera lengua germánica que lo consiguió— en beneficio de los misioneros cristianos. No hay testimonios, sin embargo, de que ninguna de estas artes fuera aplicada a la exacción y el cobro de rentas en forma de productos agrícolas.
Pero conviene subrayar que esto no tiene por qué significar que la exacción fuera un proceso esencialmente aleatorio. La forma en que habría podido funcionar de forma regular, pero esencialmente sin papeles, la tenemos ilustrada en algunos de los primeros testimonios de administración de la Inglaterra anglosajona. Allí la economía agrícola del siglo VII era aprovechada dividiendo el país en grandes distritos fiscales, cada uno de los cuales debía aportar anualmente a modo de renta una determinada cantidad de productos agrícolas en forma de pagos en especie. El sistema requería al principio un proceso de supervisión exhaustiva con el fin de dividir el país en sectores; requería además espacio para almacenar lo recaudado y un sistema de etiquetado de algún tipo para controlar las entregas; pero no muchos funcionarios ni un uso excesivo —quizá incluso un uso nulo— de la escritura. Se trata de hecho de un mecanismo muy simple de extraer rentas de una economía rural que encontramos en múltiples contextos, y no tenemos en absoluto por qué suponer que algo semejante estuviera lejos de las capacidades de los tervingos y los alamanes.35 El territorio alamánico, como hemos visto, ya estaba dividido en distritos (Gaue en alemán) y es probable que una de sus funciones fuera fiscal. Por supuesto, en el caso de los alamanes estamos hablando de múltiples reyes, muchos de los cuales controlaban su propia comarca. Cualquier recaudación de impuestos en este contexto la llevarían a cabo presumiblemente en primera instancia esos reyezuelos comarcales en su propio beneficio, aunque luego tuvieran que entregar una parte de lo cobrado al super-rey.
En la Inglaterra anglosajona y en muchos otros contextos de los albores de la Edad Media en los que los sistemas fiscales recaudaban principalmente alimentos en vez de otras formas más negociables de riqueza, lo que la bibliografía académica llama «corte ambulante» era fundamental para su buen funcionamiento. Esto significa que en vez de tener una corte real fija, el rey, sus principales consejeros y su séquito profesional iba de un lado a otro del reino en un ciclo regular, deteniéndose en una serie de puntos designados de antemano. Estas paradas eran también los centros de recaudación local de los pagos en especie, reduciendo así en gran medida los problemas de logística inherentes a un régimen fiscal basado en productos alimenticios voluminosos y pesados y no, pongamos por caso, en moneda, medio relativamente ligero y móvil. En vez de que la montaña de alimentos fuera al rey, el rey iba a la montaña. No tenemos pruebas explícitas de esas cortes ambulantes entre los reyes germánicos del siglo IV, pero como el consumo de los pagos en especie en forma de productos alimenticios es mucho más fácil según ese régimen, debemos considerarlo un apriorismo verosímil. Quizá sea un reflejo de ese proceso itinerante el hecho de que los romanos no pudieran prever simplemente dónde iba a encontrarse un rey alamán cuando querían dar con él, y un correlato de esa situación es, a todas luces, la existencia de numerosos centros reales, lo que explicaría también por qué, al parecer, había tantos centros de ese tipo entre los alamanes. No había más que unos veinticinco cantones, lo que implica un máximo de veinticinco reyes, pero han sido identificados sesenta y dos poblados elitistas, y todos ellos están en fortines en lo alto de una colina, mientras que las fuentes escritas mencionan otros (hasta ahora sin identificar) también en la llanura.36
El estado y la sociedad
Las consecuencias de todo este desarrollo económico para la difusión del poder social entre los germanos son difíciles de calcular en su totalidad, pero se imponen dos observaciones iniciales. La población total de la Europa germánica tuvo que incrementarse notablemente durante la época imperial, al tiempo que aumentaba en intensidad la producción agrícola y se diversificaba —al menos moderadamente— el resto de la economía, pero los reyes y las partidas de guerreros se beneficiaron de un modo desproporcionado de ese excedente de riqueza. La dificultad surge cuando intentamos dar sentido a la consiguiente redistribución del poder social. Una hueste de testimonios sugiere de hecho que no debería exagerarse el alcance total de los cambios. Tanto los testimonios literarios como los arqueológicos indican que, aparte de los reyes y sus séquitos, seguía habiendo otras personas de importancia en la sociedad germánica del siglo IV.
Parte de los testimonios relevantes son los relatos de la política germánica en acción. Como observaba el famoso especialista en historia de los bárbaros de Roma Edward Thompson, las descripciones de Amiano implican que los reyes no podían simplemente dictar órdenes a sus guerreros, sino que tenían que «exhortarlos» y «persuadirlos» para que siguieran su política. Además, ya hemos visto al rey alamán que fue derrocado por sus hombres por no adherirse al bando de Cnodomario. Amiano afirma explícitamente que fue consecuencia de la acción del «pueblo» —plebs, populus— de su cantón. Podría referirse con esto a un mundo político restringido de séquitos reales, aunque las palabras empleadas por Amiano no lo dan a entender, pero la batalla de Estrasburgo supuso una comunidad político-militar que se extendía más allá de unos círculos sociales tan limitados. El ejército alamánico allí reunido sumaba, según se dice, treinta y cinco mil hombres y desde luego, como hemos visto, el número de combatientes superaba los diez mil. Los séquitos reales, incluso los de los reyes supremos, estaban formados por unos pocos centenares de guerreros. Amiano habla de dieciséis reyes y príncipes reunidos para la batalla de Estrasburgo, y aunque para evitar el debate admitamos que cada uno contaba con un séquito de doscientos guerreros (si bien, por definición, casi todos habrían sido inferiores, pues Cnodomario era el rey más poderoso), el total sigue ascendiendo sólo a tres mil doscientos combatientes. La participación en la lucha no se limitaba a todas luces sólo a los reyes y a sus pequeños séquitos de profesionales. Ni, al parecer, comportaba tampoco la pertenencia a ningún tipo de rango social elevado. Arqueológicamente, el incremento de la cantidad de materiales depositados junto al difunto en las tumbas germánicas que hemos observado a lo largo de la época imperial no se limitaba al reducido número de ricos Fürstengräber. Junto a esos enterramientos excepcionales encontramos gran cantidad de tumbas en las que no hay nada en absoluto, y una categoría bastante numerosa que contenía una cantidad moderada de objetos personales: habitualmente cerámica y, como dijimos anteriormente, armas de cualquier tipo para los hombres y joyas para las mujeres. El sorprendente aumento de la presencia de armas en los enterramientos del período correspondiente al Bajo Imperio, aunque no podamos apreciarlo en toda Germania, da más peso a la idea de que esta época experimentó un incremento considerable de la importancia de la faceta guerrera de la vida masculina, en consonancia con la aparición de los séquitos, pero el número total de esas tumbas indica que otros individuos, aparte de los reyes y los integrantes de su séquito, seguían la senda de una preeminencia social ya existente o en constante aumento.37
Una gran cantidad de testimonios jurídicos de los siglos VI y VII nos indica quiénes habrían sido esos otros individuos. Dichos textos o códices, compuestos en los estados sucesores del Imperio Romano de Occidente, nos ofrecen la primera descripción completa de las categorías sociales que operaban en las sociedades dominadas por los germanos. Dada la fecha de la composición de los textos, todos ellos reflejan sociedades germánicas que habían pasado por una fase más de interacción con lo que quedaba de las antiguas instituciones económicas, gubernamentales y políticas del Imperio Romano tras su caída en Occidente, de modo que intentar utilizarlos para entender a los germanos del siglo IV entraña una dificultad evidente. Pero en todo caso —y en esto reinaría un consenso generalizado, no se trataría sólo mi opinión— esas interacciones no habrían hecho más que aumentar las desigualdades de riqueza y estatus existentes en el mundo germánico, pues el proceso de conquista de los antiguos territorios romanos dio lugar a nuevas adquisiciones de riqueza de forma desigual por parte de los reyes y sus partidarios más próximos. De este modo, los citados testimonios jurídicos de época posterior tenderían a subestimar la importancia sociopolítica de otros grupos sociales que no estuvieran directamente al servicio del rey. Por consiguiente, pueden considerarse una guía para apreciar el nivel máximo de desigualdad que probablemente habría predominado en el siglo IV.
Las descripciones de los grupos de estatus en esos textos jurídicos son sorprendentemente uniformes. Los reyes tenían un estatus especial, por supuesto, y el hecho de estar al servicio del rey normalmente también aumentaba el estatus del individuo. Además, los códigos a menudo hacen referencia a una clase noble. Cabe pensar razonablemente que todos esos grupos pertenecían a mundos análogos a los de los reyes del siglo IV y su séquito. Pero todos los códigos (y tenemos códigos de leyes de gran cantidad de reinos sucesores) hacen alusión también a una clase de hombres libres, situada por debajo de la nobleza, que todavía gozaba de derechos y responsabilidades notables. Estos hombres de condición libre estaban, a su vez, por encima de otras dos clases: los libertos con carácter permanente y los esclavos. Habitualmente, los hombres libres prestaban servicio militar (como de hecho hacían a menudo los libertos, pero no los esclavos); además podían prestar testimonio fidedigno en casos de contencioso legal; y su estatus estaba rodeado de garantías para impedir que los esclavos y los libertos saltaran esa barrera indebidamente.38
La importancia de esta clase de hombres libres fue exagerada en los estudios de la sociedad germánica del romanticismo decimonónico. Nada indica, por ejemplo, que formaran una mayoría numérica de la población masculina; y dado el carácter a todas luces privilegiado de su posición, yo estaría dispuesto a apostar fuerte a que no lo eran. Los privilegios los disfrutan las minorías, no las mayorías. Algunos testimonios ostrogodos y lombardos no demasiado buenos quizá den a entender que los libertos eran aproximadamente la cuarta o la quinta parte de los varones capaces de portar armas existentes en dichos grupos en el siglo VI (y los esclavos están excluidos de la cuenta, pues no tenían derecho a portar armas). Naturalmente esto haría de los hombres libres un porcentaje aún menor del total de la población. Pero tampoco eran un producto de la imaginación de los legisladores. En la práctica encontramos hombres libres en todo el Occidente postromano formando un grupo importante de los actores sociales en la esfera local en los testimonios de la práctica jurídica, y también en algunos testimonios narrativos de la guerra entre las entidades dominadas por los germanos y el estado romano de Oriente.39 Si esto era así en los estados sucesores, cuando la ulterior afluencia de riqueza de los romanos incrementó todavía más las desigualdades, es harto probable que los hombres libres fueran todavía más importantes entre los germanos del siglo IV, antes de que se desarrollara este proceso. En otras palabras, no deberíamos imaginarnos que el aumento de la estratificación social durante la época imperial redujera el estrato de los individuos importantes desde el punto de vista sociopolítico existente en la sociedad germánica a un pequeño grupo formado por los reyes y sus clientes. Había un mundo más amplio de hombres libres que en aquellas circunstancias económicas cambiantes mantenían —o habían desarrollado— diversos privilegios sociales y económicos. En el repertorio arqueológico quizá se hagan visibles como los propietarios de las grandes y prósperas casas alargadas (longhouses) encontradas en algunos nuevos poblados de la Germania de los siglos III y IV, y como ocupantes del gran número de enterramientos provistos de ajuar, pero no desmesuradamente ricos.
Esta descripción, por lo demás bastante compleja, de la estratificación social entre los germanos del siglo IV tiene unas implicaciones evidentes para el área final y fundamental de análisis: el equilibrio entre fuerza y consentimiento en la política germánica.
Los testimonios de la existencia de cierto grado de fuerza son claros. Los reyes poseían séquitos de guerreros. Mediante el uso de esos séquitos habían establecido un elemento hereditario en su posición. Además los séquitos podían ser usados en términos más generales como agentes del cumplimiento forzoso de las normas en la sociedad, como vimos que ocurrió entre los tervingos con la persecución de los cristianos. En el incidente descrito entre los tervingos, la política de persecución iba contra los deseos generales de la comunidad de la aldea.40 Las autoridades de los tervingos podían asimismo, como hemos visto, reclutar contingentes militares destinados a emprender un oneroso y arriesgado viaje para combatir en las guerras de Roma contra Persia. ¿Y qué otro signo más claro podría haber de que la aparición de los reyes militares no fue siempre un proceso consensuado, que las armas halladas en Ejsbøl Mose?
Pero del mismo modo que reyes y séquitos no lograron eclipsar por completo a una clase privilegiada más amplia (¿los hombres libres?), así también el proceso político se vio obligado —al menos en ocasiones— a tener en cuenta y a ganarse el consentimiento general de su actividad entre ese grupo más numeroso en el total de la población. Como hemos visto, los reyes podían incluso ser destronados si su política era impopular. El rey alamán que no se unió a Cnodomario presumiblemente fuera eliminado por su propio séquito, pero es más probable que quien lo quitara de en medio fuera la clase más amplia de los hombres libres de su cantón; y de modo parecido, el último miembro de la dinastía reinante entre los tervingos, Atanarico, fue destronado en medio de sus obras de fortificación cuando la resistencia a sus ideas sobre cómo había que combatir la amenaza de los hunos se desbordó en forma de disidencia política.41 Ambos acontecimientos subrayan que existían unos límites bien marcados a los poderes de los nuevos reyes militares.
No es posible investigar el asunto con mucho detalle, pero las fuentes sugieren algunos de los mecanismos mediante los cuales eran organizados e impuestos esos límites. Para empezar, probablemente no deberíamos trazar una línea demasiado clara entre hombres libres y séquitos reales. Tenemos bastantes testimonios de que la sociedad germánica operaba por grupos de edad tanto de hombres como de mujeres, con ritos de paso que marcaban determinadas etapas especialmente claras en la vida del individuo, y cada etapa tenía sus propios derechos y deberes. Por ejemplo, los ancianos, incluso los de alto rango, no eran enterrados nunca con armas, lo que da a entender que había un tope de edad para la obligación militar; y en el caso de las mujeres, los testimonios jurídicos indican que dentro de cada grupo de estatus la edad fecunda se asociaba con la máxima dignidad social. Análogamente, los niños muertos antes de la pubertad parece que raramente eran enterrados en los cementerios junto a los adultos, lo que una vez más indica que la edad y el rango iban de la mano.42 Estos detalles no son cosas que las fuentes disponibles nos permitan investigar de forma exhaustiva, pero no tiene nada de inverosímil pensar que al menos algunos varones de estatus libre sirvieran habitualmente de jóvenes en los séquitos de guerreros de los reyes.
Es posible también que hubiera otros vínculos entre el mundo de los campesinos libres y el de los séquitos reales de los que no estamos debidamente informados. Es seguro que las aldeas suministraban a los reyes y a sus clientes apoyo económico, pero quizá cabría esperar que los reyes celebraran con regularidad banquetes para un espectro más amplio de la clase libre y no sólo para los miembros de su séquito más inmediato. Si esos banquetes hubieran seguido siendo algo habitual, habría continuado habiendo unas relaciones verdaderamente recíprocas entre los reyes y los hombres libres hasta el siglo IV. Una vez más, en algunos lugares las conductas de este tipo sobrevivieron en los estados sucesores dominados por los germanos de época posterior, marcados por una mayor desigualdad, lo que refuerza la probabilidad de que fueran visibles en el período correspondiente al Bajo Imperio. En la Inglaterra anglosajona primitiva, cabía esperar a veces que los reyes itinerantes concedieran el beneficio de su presencia en banquetes de carácter más colectivo, a cambio de las provisiones que les regalaban, y esos acontecimientos constituían el contexto de muchos intercambios sociales y políticos importantes. Si atendemos a sus dimensiones, por ejemplo, los cantones alamánicos eran tan pequeños que sus reyes difícilmente habrían podido ser figuras aisladas, separadas del resto de la población, y yo sospecho que los banquetes y otros momentos de interacción semejantes habrían sido inevitables, y probablemente fueran desde hacía tiempo un rasgo característico del mundo germánico, como se ha comprobado que lo son en muchos contextos potencialmente análogos.43
Puede que también las asambleas desempeñaran un papel limitador. Las unidades políticas germánicas de comienzos de la época imperial operaban habitualmente a través de consejos, en los cuales era debatida y decidida la política colectiva. Las obras de Tácito hacen muchísimo hincapié en esas instituciones, y a todas luces eran bastante más que un invento de su siempre fértil imaginación. Particularmente sorprendente, a mi juicio, es el hecho —registrado en varias ocasiones distintas en el conjunto de testimonios, por lo demás muy fragmentarios, que tenemos de los siglos I y II d. C.— de que para castigar a un grupo por sublevarse, o para impedir que se produjera una rebelión, las autoridades romanas prohibían que se celebraran asambleas, o permitían sólo que se reunieran en presencia de observadores romanos. Los testimonios del siglo IV no arrojan demasiada luz sobre este punto y no podemos ver por tanto en qué medida seguían vivas esas asambleas, pero desde luego da la impresión de que existían reuniones de aldea; y la decisión de los godos tervingos de buscar asilo en el Imperio Romano en 376 se alcanzó sólo después de un largo debate, presumiblemente en una asamblea mucho mayor de los personajes importantes desde el punto de vista social. Los procedimientos para la solución de las disputas previstos en los códigos de leyes de los estados sucesores del Imperio Romano indican asimismo que era necesaria la celebración regular de asambleas con fines legales. Por todos estos motivos, yo diría que en las confederaciones del siglo IV seguía viva una estructura asamblearia, que actuaba como un freno más de los poderes arbitrarios del rey.44
Tampoco hay pruebas de que los reyes germanos supieran desplegar ideologías de autojustificación lo bastante contundentes como para fortalecer una dominación global. A veces se ha sugerido, por ejemplo, que se rodearon de una poderosa aura de sacralidad que distinguía a determinados clanes como si estuvieran marcados por un favor especial de los dioses y que hacía que fuera extremadamente difícil oponer resistencia a sus regias pretensiones. Pero en realidad hay muy pocas pruebas de ello. Ninguna de las tres palabras utilizadas en las lenguas germánicas para designar al «rey» tiene connotaciones sagradas. Son todas, como hemos visto, profundamente pragmáticas: «caudillo de un pueblo», «capitán de una partida de guerreros» y «líder de una confederación». Los reyes germánicos sacaron provecho del concepto de favor divino —heilag y sus distintos derivados en las diversas ramas de la lengua germánica—, pero era un tipo de concepto post facto, que se identificaba a través de la práctica. Si uno ganaba batallas y de paso el poder, había demostrado que era heilag, pero no hay indicio alguno de que pretender que uno era heilag le confiriera automáticamente el poder, o impidiera a otro organizar un desafío a su autoridad, a menudo con efectos devastadores, como dan a entender de nuevo los testimonios narrativos. Y si un usurpador lograba su propósito, había demostrado que el nuevo heilag era él.
El único contexto en el que vemos un fuerte hincapié en que una determinada línea dinástica estaba manifiestamente destinada a alcanzar el poder por mandato de los dioses procede de la propaganda producida en la corte de Teodorico (o mejor Teoderico), el caudillo de los ostrogodos de la dinastía Amal que reinó en Italia a comienzos del siglo VI y soberano de uno de los primeros estados sucesores del Imperio Romano de Occidente. Esta visión de su dinastía es expresada directamente en las Variae de Casiodoro y reflejada indirectamente en los Getica de Jordanes. Pero cuando esta afirmación se contrasta con la verdadera historia de la dinastía Amal, el resultado no puede ser más instructivo. La dinastía no había alcanzado un amplio poder en el mundo de los godos hasta más o menos una generación antes de Teodorico (lo veremos todo con más detalle en el capítulo 5), y, a la muerte de éste, en cuanto dejó de producir herederos varones apropiados, fue rápidamente eliminada. Teodorico demostró que era heilag a través de una serie de asombrosas conquistas, entre ellas la de la propia Italia, pero eso no bastó para proteger a su dinastía de generar herederos incompetentes. Toda la propaganda producida cuando Teodorico intentaba asegurar la sucesión de su nieto menor de edad no era más que eso, propaganda.45
Los testimonios que hablan de los grupos de edad, las obligaciones de celebrar banquetes, los consejos y la existencia de ideologías monárquicas limitadas son todos muy fragmentarios, y sólo pueden aportar leves indicios de las realidades de la vida política de los germanos. Lo fundamental, sin embargo, está bastante claro. Aunque una nueva elite aprovechó el desarrollo económico de la época imperial para fortalecer su predominio social y de paso permitió la creación, al menos en ciertas zonas de la Europa germánica, de las unidades políticas más grandes y más estables del siglo IV, no debemos exagerar sus poderes. Fuera del núcleo de los reyes y sus séquitos había un grupo social más amplio que seguía siendo importante social y económicamente, y que por fuerza habría tenido que participar en el proceso político. Además, seguía siendo más numeroso que los séquitos reales en su totalidad, de modo que su apoyo continuó siendo decisivo para las empresas militares de mayor envergadura. Y en cualquier caso, como hemos visto, los hombres libres y los séquitos de guerreros quizá estuvieran interrelacionados de formas muy diversas.
De manera más general, este amplio grupo social tuvo también que otorgar de algún modo su consentimiento a la creación de las nuevas confederaciones más grandes del Bajo Imperio. Amiano Marcelino nos ofrece una imagen de ello en el relato que hace del intento de un rey alamán de distanciarse de la confederación antes de la batalla de Estrasburgo, lo que dio lugar a su destitución. Lo mismo da a entender el hecho de que no todas las antiguas asociaciones políticas del siglo I fueran destruidas con la creación de las nuevas a lo largo de los siglos III y IV. Poseemos testimonios explícitos sólo de los francos, a cuya confederación fuentes tardorromanas indican que se habían incorporado algunas unidades políticas ya existentes, concretamente catos, batavos, brúcteros y ampsivarios. Este proceso nunca fue a todas luces tan sencillo como una votación de las viejas unidades a favor de la integración en una nueva asociación regional, pues se crearon también otras unidades nuevas —Amiano menciona ya a los salios—, pero tampoco se produjo una discontinuidad absoluta.46
Vistas desde la literatura comparada, las confederaciones del siglo IV se sitúan más o menos en el nexo entre «estados primitivos» y «jefaturas complejas». Según los criterios empleados normalmente, eran demasiado grandes y demasiado estables, y abarcaban un grado demasiado alto de marcada diferenciación social para ser clasificadas como «tribus» o «jefaturas simples». Y, si nos fijamos bien, las diferencias entre los estados primitivos y las jefaturas complejas son esencialmente de grado, de modo que los primeros tienen ligeramente más organización, más estabilidad, más poder, etc., que las segundas. La escasez de testimonios acerca de las confederaciones del siglo IV hace que resulte extremadamente difícil emitir juicios más precisos, y además los pocos que poseemos permiten sólo extraer conclusiones contradictorias. Por ejemplo, la envergadura de sus capacidades y, sobre todo entre los tervingos, el establecimiento de un poder dinástico recuerdan mucho a un estado, pero la falta de funcionarios reales especializados y la inexistencia de testimonios acerca de la supervivencia de una elite social relativamente amplia (¿de hombres libres?) recuerdan a una jefatura compleja. Sin embargo, no es un problema con el que haya que obsesionarse demasiado. Lo importante es que la transformación económica y social había generado en la sociedad germánica —o al menos en algunas de las zonas de ésta más próximas a la frontera de Roma— un nuevo elemento confederal capaz de aglutinar, por lo menos para algunas funciones, a varias decenas de miles de personas. Políticamente, esas nuevas estructuras se basaban en las pasadas, incorporando a veces unidades sociales ya existentes, pero sus poderes y su solidaridad representaban una ruptura decisiva con el pasado germánico.
No obstante, sigue sin plantearse una cuestión importante. ¿Qué fue lo que precipitó las transformaciones económicas que se ocultan tras las confederaciones, y cómo exactamente el desarrollo económico dio lugar a nuevas estructuras políticas?
EL CONTACTO CON ROMA
En el año 30 d. C. aproximadamente un mercader romano llamado Gargilio Secundo compró una vaca a un hombre llamado Estelo, un individuo no romano que vivía cerca de la actual ciudad holandesa de Franeker, al otro lado del Rin. Casualmente se conserva el acta de esta transacción, cuyo importe fue de 115 nummi de plata y de la que fueron testigos dos centuriones romanos. Un comentarista moderno la ha llamado «banal», y efectivamente lo era: una transacción de poca importancia totalmente baladí. Si ocurrió una vez en la frontera europea de Roma, pudo ocurrir mil. El motivo de que pensemos algo así es bien sencillo. Sobre todo en esta primera época, pero también después, había grandes cantidades de soldados romanos acantonados en la frontera del Imperio. Representaban una enorme fuente de demanda económica. En el siglo I d. C. había unos veintidós mil soldados romanos, una mezcla de legionarios y tropas auxiliares, establecidos en el territorio de apenas catorce mil indígenas de la estirpe de los cananifates, en la región del Rin septentrional. Los cananifates probablemente no podían satisfacer la demanda de alimentos, forraje y materias primas, como por ejemplo madera para la construcción o para cocinar, o cuero, que representaban los soldados. Una legión de unos cinco mil hombres necesitaba aproximadamente siete mil quinientos kilos de grano y cuatrocientos cincuenta kilos de pienso al día, o lo que es lo mismo 225 y 13,5 toneladas respectivamente al mes. La propia capital del Imperio subvenía directamente a algunas de las necesidades de los soldados, pero esto resultaba muy enojoso y problemático desde el punto de vista logístico. Siempre que podían, las autoridades imperiales preferían pagar en metálico y dejar que los proveedores locales satisficieran la demanda de las tropas.47
El comercio y el control
Durante toda la época imperial, pues, la zona fronteriza del Imperio tuvo una enorme necesidad de productos agrícolas primarios de todo tipo y hay buenas razones para suponer que los proveedores no romanos desempeñaron un papel primordial a la hora de satisfacer esa demanda. Seguía siendo así en el siglo IV, época en la que una vez más resulta muy interesante leer las páginas que Amiano Marcelino dedica a los alamanes. Tras su victoria en Estrasburgo, el emperador Juliano pudo imponer prácticamente las condiciones que quiso a los reyes alamanes vencidos. Todos los tratados se diferenciaban en los detalles, pero todos tenían en común las demandas de productos alimenticios, de materias primas como la madera para la construcción, de carretas y mano de obra para los proyectos de reconstrucción. Debido a su victoria, Juliano podía requisar simplemente todos estos bienes, pero en circunstancias menos favorables, el ejército romano podía también necesitarlos y presumiblemente se vería obligado a pagar por ellos. Pagándolos o no, el ejército romano era una fuente constante de demanda para sus vecinos germanos.
Ninguno de los bienes mencionados en los tratados de Juliano son visibles arqueológicamente. No podemos identificar —porque no han podido conservarse— huellas del trigo cultivado por los germanos, ni de la madera cortada por los germanos, ni del cuero curtido por los germanos, ni de los objetos elaborados por la mano de obra germana. Sin embargo, todos ellos eran perfectamente reales y se ponen de manifiesto de manera más indirecta en la enorme expansión de la producción agrícola que observábamos que tuvo lugar en la Europa germánica durante la época imperial. Parte de ese excedente alimentario era consumido por los nuevos reyes y sus séquitos, y parte también por la propia población germana en expansión, pero el ejército romano representaba un estímulo más —quizá incluso el estímulo original— para la producción. Por lo pronto, existe una estrecha coincidencia cronológica entre la llegada de la demanda romana a las fronteras de Germania y la intensificación de la agricultura. Los primeros nuevos poblados, como la Feddersen Wierde y Wijster, surgieron también en regiones desde las que era relativamente fácil enviar en barca productos agrícolas hasta la desembocadura del Rin y luego, remontando la corriente, hasta las instalaciones militares a orillas del río. Como ha venido subrayando acertadamente la bibliografía más reciente y se ha demostrado que era cierto a lo largo de todos los confines de Roma, la frontera actuaba en cierto modo más como zona de contacto que, como habríamos sospechado en un principio, como línea de demarcación que separaba al Imperio de sus vecinos más inmediatos.48
En el caso de los germanos, Roma tal vez no sólo actuara como fuente de una demanda económica extra, sino que posiblemente fuera responsable también de parte de las ideas y la tecnología que hicieron posible la intensificación de la agricultura. En Wijster y en la Feddersen Wierde, parece que una integración más sistemática de la agricultura y la ganadería, con la utilización del estiércol animal para mantener la fertilidad de los campos de trigo, dio lugar a unos beneficios más elevados. De manera más general, supuso la adopción de técnicas y aperos de labranza más sofisticados. Todavía no se ha estudiado dónde y cómo exactamente se propagaron esas ideas, pero tanto los arados eficaces como la mejor integración de los regímenes agropecuarios eran bien conocidos en la Europa romana y de la cultura de La Tène, buena parte de la cual engulló el Imperio Romano durante el siglo I a. C. (capítulo 1), mucho antes de que se difundiera por Germania, y ambas zonas habrían podido inspirar la revolución agrícola germánica.
Otros bienes producidos en Germania eran demandados también en el mundo romano. Ocasionalmente los préstamos lexicales y las referencias literarias identifican algunos productos concretos. Las plumas de ganso para rellenar almohadones y un determinado tipo de tinte rojo para el cabello son dos de esos productos. Mucho más importante que cualquiera de ellos, sin embargo, era desde luego la demanda de otras dos, o quizá tres materias primas. La que no es tan segura es el hierro. No hay testimonios concretos de que desde la Europa germánica se enviaran grandes cantidades de lingotes de hierro al otro lado de la frontera en dirección al sur y al oeste. Pero el elevado volumen de hierro producido en los dos principales yacimientos polacos superaba con mucho cualquier cantidad que hubiera podido necesitarse para el consumo local. Posiblemente, ese hierro habría circulado primero sólo dentro del mundo germánico, pero es perfectamente concebible que también fuera procesado para satisfacer la demanda romana. De las otras dos materias primas no cabe duda alguna. La primera es el ámbar: resina solidificada de árboles sumergidos que afloraba en las costas del mar Báltico. El ámbar es uno de los pocos préstamos lexicales tomados de las lenguas germánicas por el latín, y sabemos que a los romanos les interesaba muchísimo este producto para la fabricación de joyas. En tiempos de Nerón, una misión senatorial se trasladó incluso al norte para investigar sus orígenes, y la Ruta del Ámbar desde el Báltico —en sus dos ramas principales, una sorprendentemente llegaba por la cuenca baja y media del Danubio hasta la fortaleza legionaria de Carnunto, y la otra, al este de los Cárpatos, llegaba hasta los puertos del mar Negro (mapa 2)— era bien conocida por los autores romanos.49
Al menos igual de importante, aunque menos comentada en nuestras fuentes, era la demanda de mano de obra germánica. Adoptaba dos formas. En primer lugar, el ejército romano siempre estaba necesitado de reclutas. La llamada barbarización del ejército romano ha solido ser una de las principales razones aducidas para explicar la decadencia del Imperio. La idea es, en el mejor de los casos, errónea sólo en parte. Desde la época de Augusto, al menos la mitad del total del ejército —todas sus formaciones auxiliares— había estado compuesta siempre por no romanos, un número sustancial de los cuales era reclutado en el mundo germánico. Todo lo que sucedió en el Bajo Imperio fue una recategorización de las unidades militares, que vio cómo se venía abajo en parte la distinción entre legionarios ciudadanos y tropas auxiliares no ciudadanas. Nada indica tampoco que en términos porcentuales hubiera en el siglo IV más germanos sirviendo en el ejército romano que con anterioridad, o que el ejército fuera menos fiable debido a su presencia; en cualquier caso, normalmente se piensa que en la práctica los encargados de reclutar soldados para las legiones llevaban bastante tiempo haciendo caso omiso al requisito de que sólo debían inscribir a ciudadanos. Así pues, durante toda la época imperial hubo una demanda enorme de soldados germánicos, y muchos de ellos aparecen en el repertorio epigráfico. Por las fuentes narrativas sabemos que esos hombres eran reclutados de dos maneras. Unos eran voluntarios, decididos a seguir una carrera potencialmente lucrativa en el ejército romano. Pero muchos otros no tenían elección. Una vez más Amiano Marcelino es bien explícito. El reclutamiento forzoso de soldados formaba parte de la mayoría de los tratados de paz que recoge Amiano entre el Imperio y los distintos pueblos bárbaros. Para congraciarse otra vez con el Imperio después de una derrota, no sólo había que suministrar mano de obra y alimentos, sino que también era preciso entregar una parte de los jóvenes para que sirvieran en el ejército romano.50
La mano de obra procedente de Germania entraba también en el Imperio de otra forma: como esclavos. No tenemos ningún relato detallado del funcionamiento del tráfico de esclavos en tiempos de los romanos, como lo tenemos en los autores árabes de los siglos IX y X (capítulo 10). Así pues, carecemos de información sobre la identidad de los principales traficantes, sobre las zonas en las que solían atrapar a sus víctimas, o si, como ocurriría después, había en Germania algún mercado importante de esclavos en el que éstos pudieran ser vendidos a los intermediarios o directamente a los mercaderes romanos. Pero el tráfico de esclavos era un fenómeno corriente en tiempos de los romanos, y tenemos un testimonio muy contundente de su importancia. Las lenguas germánicas tienen como una de las raíces básicas para designar el comercio y a los mercaderes una serie de términos que derivan de la palabra latina mango. En latín, sin embargo, el término mango no significaba mercader en general, sino concretamente traficante de esclavos. Así pues, los mercaderes romanos que encontraron por primera vez y quizá aquellos con los que trataran más a menudo las poblaciones de Europa de lengua germánica, probablemente fueran los traficantes de carne humana.51
En general, podría decirse perfectamente que las nuevas oportunidades para el comercio con el opulento Imperio Romano que se abrieron de repente aproximadamente en torno al nacimiento de Cristo con la expansión de las fronteras de Roma hacia el norte, desempeñaron un papel decisivo en la estimulación del desarrollo económico de Germania durante los primeros siglos de la era cristiana. Según César, a mediados del siglo I a. C., los germanos no estaban muy interesados en comerciar con los mercaderes romanos y sólo les permitían entrar en sus territorios con la esperanza de venderles el botín de guerra capturado. De ser así las cosas a mediados del siglo I a. C., la situación habría evolucionado rápidamente. A finales del siglo I d. C., el comercio era tan habitual al otro lado de la frontera del Rin que las tribus germánicas de la margen derecha del río usaban los denarios de plata romanos como medio habitual en sus transacciones. En efecto, es muy probable que mucha de la plata encontrada en la Germania de época imperial —en forma, por ejemplo, de complicadas fíbulas— represente la reelaboración del metal de esas monedas, muchas de las cuales siguieron circulando hasta el siglo IV. Y si bien (por razones sobre las que volveremos más adelante) no puede decirse que todos los pueblos fronterizos mantuvieran unas relaciones comerciales tan intensas con el Imperio como para utilizar de manera habitual monedas romanas, es indudable que el empleo de éstas se produjo periódicamente mientras existió el Imperio. Como fenómeno, se pone de manifiesto en la presencia de concentraciones relativamente densas de monedas romanas de poco valor de épocas muy concretas en zonas bastante próximas a la frontera, como las piezas del siglo IV encontradas a lo largo de una de las calzadas romanas más antiguas de la margen derecha del Rin que todavía existía en los Campos Decumates —territorio triangular situado entre el Alto Rin y el Alto Danubio—, posteriormente bajo control de los alamanes; o más al este, siguiendo el Danubio, en las regiones que bordeaban la provincia romana de Mesia Superior.52
Igualmente sorprendente es el hecho de que durante toda la época imperial los vecinos más inmediatos del Imperio mostraran interés por obtener privilegios comerciales con los mercaderes romanos, privilegios que Roma solía mantener férreamente controlados. Incluso cuando los godos tervingos del siglo IV quisieron cortar la mayor parte de los lazos que los unían con el Imperio, una parte del acuerdo que se alcanzó estipulaba que seguirían operando dos centros comerciales previamente designados. Hay una gran cantidad de testimonios arqueológicos que confirman la impresión dada por las fuentes literarias. Se han encontrado grandes cantidades de productos romanos de todo tipo en casi todas las grandes excavaciones realizadas en asentamientos germánicos de los cuatro primeros siglos de la era cristiana.
En esos hallazgos podemos apreciar diferentes modelos cronológicos y geográficos. Por ejemplo, los dos primeros siglos de la era cristiana fueron testigos de una gran explosión en la cantidad de productos romanos presentes en Germania en muchos lugares de la zona más próxima a la frontera, hasta casi unos cien kilómetros más allá de la línea defensiva, tanto en poblados como en tumbas. Cerámica fina (terra sigillata), adornos de bronce y objetos de vidrio han aparecido en grandes cantidades junto con las monedas romanas ya mencionadas. Por ejemplo, en los niveles correspondientes al siglo I y al II del yacimiento de Westrich, que no tiene nada de atípico, las manufacturas romanas equivalen a un tercio en cada caso de la cerámica y la metalurgia recuperada. Pero mientras que en otros lugares es habitual, este patrón no tiene aplicación en las regiones de la frontera del norte del Rin, entre este río y el Weser, donde los materiales romanos de esta época son mucho menos abundantes. Si nos alejamos de la zona más próxima a la frontera y subimos a la región del Elba, el modelo es de nuevo ligeramente distinto. Aquí los productos romanos están presentes en grandes cantidades, pero tienden a concentrarse en áreas concretas. La región del río Saale en la actual Turingia, por ejemplo, ha sacado a la luz una sorprendente concentración de estos materiales. Otras zonas han sido identificadas en torno a los afluentes del Alto Elba en Bohemia (en el corazón de la República Checa), y al sur del Bajo Elba y del Medio y Bajo Weser (ambas zonas en Baja Sajonia). La otra concentración identificada se sitúa a lo largo de la costa del mar del norte. Si nos alejamos todavía más de la frontera, los productos romanos aparecen sólo en pequeñas cantidades, pero todavía hay algunas concentraciones identificables, como por ejemplo en Jakuszowice, en el sur de Polonia, en el complejo de Cudme/Lundeburg en Escandinavia, y al este de Dinamarca.53 En términos generales, hay materiales más que suficientes para demostrar que la economía germánica fue movilizada durante los primeros siglos de la era cristiana en parte para pagar las grandes cantidades de atractivas importaciones romanas. ¿Pero cómo debemos explicar esas concentraciones?
La respuesta está en parte en la logística. El hecho de que una carreta de trigo doblara su precio por cada cincuenta millas romanas recorridas subraya lo difícil y caro que resultaba el transporte por tierra en la época premoderna. De ahí que los artículos relativamente de poco valor —como la cerámica, el bronce o el vidrio— lo más probable es que recorrieran casi siempre distancias relativamente cortas, a menos que interviniera el transporte por vía fluvial o algún otro factor que mitigara los gastos. Por consiguiente, el hecho de que se hayan recuperado concentraciones de productos romanos sólo en la zona fronteriza más inmediata no tiene nada de extraño. El transporte quizá explique también otros fenómenos más concretos. La posibilidad del traslado por vía fluvial quizá permitiera que lugares relativamente lejanos como la Feddersen Wierde participaran en el suministro del ejército romano de la frontera y, como demuestra la distribución de las monedas encontradas, la antigua red viaria romana de los Campos Decumates tal vez facilitara el comercio en el siglo IV, incluso después de que la zona cayera bajo el control de los alamanes. Sin embargo, la logística no lo explica todo.
Hay una segunda línea de explicación que nos obliga a fijarnos más en la mecánica del comercio en el mundo germánico y en el papel desempeñado en la sociedad de Germania por los productos romanos. Si debemos creer a César, originalmente se produjo cierta resistencia por parte de los germanos al comercio con el Imperio. Pero no tardó en ser superada rápidamente por completo, hasta tal punto que la posesión de mercancías romanas pasó a asociarse con un estatus social elevado. El análisis de los tipos de productos encontrados juntos en las tumbas más ricas ha puesto de manifiesto una importante correlación desde finales del siglo I d. C. entre la presencia de grandes cantidades de objetos cotidianos de fabricación local, objetos a todas luces caros también de fabricación local (como armas y joyas), y productos romanos de importación. Esos productos romanos de importación se convirtieron rápidamente en un modo de demostrar la preeminencia social. Una vez más, no debemos sorprendernos de ello. Las importaciones romanas eran algo exótico y había que pagarlas dando algo a cambio al mercader romano. Debían tener, por tanto, cierto cachet. Estamos ante otra dimensión del fenómeno que ya hemos observado. Como ocurre con la moderna globalización, los beneficios del antiguo desarrollo económico germano no los disfrutaron todos por igual, sino que se concentraron en manos de los reyes y sus clientes; de ese modo, como cabría esperar, la mayor parte de los productos romanos de importación acabaron en manos de éstos.
Vale la pena que nos detengamos un poco en este detalle, pues aunque de nuevo podría parecer perfectamente natural desde la perspectiva moderna, nos dice también algo muy importante acerca de cómo operaban las nuevas redes comerciales. En cuanto nos paramos a pensar en ello, semejante resultado sólo puede reflejar el hecho de que los reyes y su entorno se encargaron de organizar las ganancias procedentes del nuevo desarrollo económico en su propio beneficio. En un sentido, la posesión de una fuerza militar facultaba a los reyes para exigir un porcentaje del nuevo excedente agrícola que estaba generándose. Luego podían utilizarlo no sólo para alimentar a sus clientes, sino también para comerciar con el mundo romano, obteniendo a cambio monedas de metales preciosos, o vino y aceite de oliva, o cualquier otra cosa que desearan.
Pero la fuerza militar era también fundamental para asegurarse la parte del león de los beneficios provenientes de otras corrientes comerciales nuevas. Piénsese en el tráfico de esclavos. Los esclavos no se sometían voluntariamente. Alguien tenía que encargarse de su captura en la sociedad germánica para vendérselos a los traficantes romanos, y no habría sido un proceso pacífico. Esta línea de pensamiento sugiere además, de paso, otro posible contexto para el séquito de guerreros asesinados que apareció en Ejsbøl Mose. Si eran una partida de traficantes de esclavos, podemos entender perfectamente la metódica ferocidad con la que fueron tratados. Ni siquiera el tráfico de ámbar era un proceso cómodo consistente en recorrer las costas del Báltico recogiendo lo que las aguas hicieran aflorar de la noche a la mañana. Uno de los hallazgos más sorprendentes que han aparecido en el norte de Polonia en estos últimos años ha sido una serie de pasarelas de madera, de varios kilómetros de largo, que formaban una red de senderos por el terreno pantanoso situado cerca del mar Báltico. El carbono 14 y la dendrocronología han establecido que fueron colocadas en torno al año 1 de la era cristiana y mantenidas luego durante casi doscientos años. Se ha interpretado, seguramente de manera correcta, que formaban parte del extremo septentrional de la Ruta del Ámbar. Pero todo esto exigía mucho esfuerzo. En otras palabras, debía de resultar enormemente valioso para algunos tomarse tantas molestias. A cambio de ese esfuerzo, es evidente que recibían una parte sustancial de los beneficios del comercio, presumiblemente en forma de peajes de un tipo u otro. Curiosamente, el término «aduana» en las lenguas germánicas es otro préstamo lexical del latín, lo que indica que semejante concepto no existía entre los germanos antes de que el Impero Romano se convirtiera en su vecino más próximo. Y naturalmente si llevarse este tipo de porcentaje de la corriente comercial resultaba a todas luces tan rentable, también otros habrían estado interesados en participar en el negocio. Una vez más, la fuerza militar adquiría gran importancia. Podía emplearse para obligar a los que tenían un rango inferior a realizar el trabajo físico de construir y mantener las pasarelas, y también para impedir que otros grupos armados se adueñaran de aquella fuente de ingresos a todas luces tan lucrativa.54
A diferencia de los insípidos tópicos neoclásicos que proclaman las teorías del goteo de los años ochenta, el desarrollo económico no es siempre o no es sencillamente algo bueno. El aumento de la riqueza en la sociedad germánica durante la época imperial desencadenó grandes luchas —en algunos casos muy violentas— por el control desproporcionado de la misma. En algunas áreas de desarrollo de la economía, los efectos adversos quizá no fueran tan malos. Resulta notoriamente difícil gravar con impuestos la producción agrícola, y en cualquier caso los mayores beneficios en este campo dependían siempre de disponer de mucha mano de obra, al menos para la agricultura, de modo que las exigencias de los reyes y sus partidas de guerreros, algunos de los cuales tal vez fueran reclutados incluso entre los labradores más ricos, acaso no resultaran tan gravosas. Pero otros aspectos del desarrollo económico resultaban más peligrosos para los que se veían atrapados en el lado malo: evidentemente para los esclavos, pero yo me pregunto también qué pasaría en las minas de hierro, pues, al menos en el mundo romano, ser condenado a las minas era una forma de pena capital. E incluso en la cúspide de la pirámide social, la lucha por el control de la nueva riqueza podía tener graves consecuencias. El de Ejsbøl Mose es uno de los más de treinta depósitos de armas conocidos en las zonas pantanosas del norte de Europa, y la mayoría de ellos datan de entre 200 y 400 d. C., testimonio explícito del nivel de violencia que se desencadenó en el mundo germánico por el control de toda esa riqueza y prosperidad. Además, no hay por qué suponer que esas luchas se limitaran sólo a las zonas en las que casualmente había pantanos y lagos cerca para deshacerse de los vencidos. Tácito habla de un ritual votivo del siglo I que comportaba colgar a los muertos y sus armas de los árboles. Los depósitos de armas de este tipo no sobrevivirían para ser excavados por los arqueólogos y me inclino a pensar que el carácter accidental de los hallazgos es la causa de que los testimonios directos de tanta rivalidad y violencia se hallen confinados a las zonas que rodean el mar del norte, y no que la proximidad del agua hiciera a los germanos de esta zona particularmente belicosos.55
No es nada nuevo hablar del comercio con el Imperio Romano cuando se intenta comprender la transformación de la sociedad germánica durante los primeros siglos de la era cristiana. Pero, como ha señalado alguien acertadamente, el comercio por sí solo nunca ha sido, al parecer, una explicación muy convincente, pues no en todas partes han salido a la luz grandes cantidades de productos romanos. Que dicho comercio fue realmente importante resulta, sin embargo, mucho más convincente si se tienen en cuenta no sólo los nuevos flujos de riqueza, sino las consiguientes luchas por su control. Fue este efecto de la nueva riqueza y no su mera existencia, lo que tuvo un verdadero efecto transformador. Dentro del mundo germánico hubo varios grupos que respondieron dinámicamente al hecho de que existiera esa nueva riqueza haciéndose con el control de sus beneficios y, de paso, contribuyeron a reconstruir las estructuras sociopolíticas del mundo que los rodeaba.
Esta dimensión añadida del debate se une a las que en el campo de los estudios post-coloniales han recibido la etiqueta general de «agencia» (agency).* La cuestión es que los análisis anteriores (por así decir «coloniales», no ya «postcoloniales») solían estudiar los efectos que tienen las sociedades más desarrolladas sobre las menos desarrolladas de una manera demasiado pasiva. Lo que debemos subrayar fundamentalmente respecto a la «agencia» (aunque se ha vertido mucha tinta sobre otras definiciones más precisas) es que las poblaciones indígenas responden a los estímulos externos aprovechando unas posibilidades (y no otras) por sus propios motivos y según sus propias prioridades. En este caso, vemos que la exposición a las oportunidades económicas que ofrecía el contacto con Roma adoptó diversas formas, y fue aprovechada de distinta manera por los distintos grupos. Unos aprendieron a expandir la producción agrícola, otros se dedicaron a la exportación de hierro o de ámbar, y otros emprendieron acciones relacionadas con el tráfico de esclavos. El consiguiente aumento de la desigualdad no sólo proporcionó la base económica para la creación de confederaciones políticas más grandes en el siglo IV, sino que también se ve reflejada en la distribución poco uniforme de los productos romanos que podemos observar en el repertorio arqueológico. Las concentraciones de esos productos en la zona intermedia entre el Rin y el Elba probablemente fueran obra de pueblos germánicos capaces de dominar algún sector específico de la nueva corriente de riqueza procedente del Imperio Romano, que utilizaron para pagar los objetos encontrados por los arqueólogos. Los beneficiarios del tráfico de esclavos de los siglos IX y X, por ejemplo, son visibles con seguridad desde el punto de vista arqueológico por los beneficios de su negocio, además de ser identificados en los textos históricos (lo que no puede decirse de la época imperial romana), por lo que no es ningún disparate aplicar el mismo principio a los germanos que habitaban en las inmediaciones del Imperio Romano.56 Pero, en mi opinión, ni siquiera añadir una respuesta dinámica indígena a la existencia de las nuevas oleadas de riqueza significa aclarar el verdadero alcance del papel de Roma en la transformación del mundo germánico. Para ello, debemos investigar cómo el Imperio se propuso mantener una estabilidad a largo plazo en sus fronteras.
El arte de la gestión de clientes
En 1967, las labores realizadas en una gravera en el propio Rin cerca de la antigua ciudad romana de Civitas Nemetum (la actual Espira) condujeron al descubrimiento del botín procedente de una villa romana. Las cuidadosas excavaciones llevadas a cabo durante los dieciséis años siguientes permitieron reconstruir toda la historia. Los objetos hallados estaban allí porque a finales del siglo III unos alamanes habían realizado una incursión de saqueo y cuando intentaban regresar a sus tierras al otro lado del Rin habían sufrido una emboscada y su barca había sido hundida por una patrulla fluvial romana. Las embarcaciones de ésta, llamadas lusoriae, eran barcos de guerra ligeros, movidos a remo, y equipados con espolones y una tripulación bien armada. Un episodio cotidiano de zona fronteriza, excepto por lo que respecta al botín que intentaban llevarse los bandoleros. Llevaban consigo un tesoro extraordinario de setecientos kilos de peso metido en tres o cuatro carretas que intentaban pasar en balsa a la otra orilla del río. Tras un examen minucioso resultó que el botín era el contenido probablemente de una sola villa romana y parece que los ladrones estaban interesados en cualquier pieza de metal que pudieran encontrar. Lo único que faltaba del tesoro eran las ricas vajillas de plata maciza y las joyas valiosas. O bien el dueño o la dueña de la casa logró escapar antes de que se produjera el ataque, o bien el botín más valioso era transportado aparte. En las carretas, sin embargo, había un montón de cacharros de metal bañado en plata procedentes del comedor, toda la batería de cocina (incluidos cincuenta y un calderos, veinticinco tazones y escudillas, y veinte cazos de hierro), bastantes aperos de labranza —de todo, desde podaderas hasta yunques—, útiles para llevar una explotación agrícola importante, algunos objetos votivos de la capilla de la villa, y treinta y nueve monedas de plata de buena calidad.57
El carácter de este extraordinario tesoro pone de manifiesto la profundidad del problema al que se enfrentaba el Imperio en una de las facetas de las relaciones fronterizas. Naturalmente siempre pensamos que los saqueadores bárbaros se interesaban por el oro y la plata, y a lo largo de los años han aparecido muchos objetos robados procedentes de diversos tesoros de época imperial. Pero la verdadera variedad de objetos que eran codiciados era mucho mayor. Como la economía del mundo germánico estaba mucho menos desarrollada que la romana, todos esos objetos eran directamente útiles para los autores de la incursión, o podían ser vendidos a otros, a un labrador alamán o a un ama de casa alamana, o incluso a un herrero alamán para que lo reutilizara. Es el ejemplo más vívido que tenemos del tipo de botín que un saqueador medio habría deseado encontrar, pero las fuentes históricas dejan bien claro que el bandolerismo, quizá a menudo a una escala menor que este ejercicio sorprendentemente exhaustivo de lo que era arramblar con todos los bienes de una casa, era un mal endémico en todas las fronteras del Imperio.
El hecho de que el avance de las legiones se detuviera en distintos momentos del siglo I más o menos a lo largo de la línea marcada por los ríos Rin y Danubio, no significaba, pues, que las tierras situadas al otro lado de la frontera pudieran dejarse a su aire. Por el contrario, la propensión a llevar a cabo incursiones de saqueo cruzando la frontera era enorme, consecuencia natural de la existencia de dos niveles completamente distintos de desarrollo económico a uno y otro lado de ella. No es tampoco, como se ha sostenido a veces, que el Imperio pasara de repente del ataque a la defensa. La seguridad de las fronteras exigía una respuesta mucho más activa, y durante casi toda su historia Roma mantuvo una superioridad militar general a lo largo de todas sus fronteras europeas, basada en una diplomacia agresiva. Esa política convirtió eficazmente a sus vecinos más próximos en estados clientes.58
Los métodos utilizados fueron bastante constantes a lo largo de toda la época imperial, y tuvo profundas repercusiones sobre los modelos de desarrollo sociopolítico dentro del mundo germánico. Para un excelente estudio del siglo IV podemos recurrir al relato que nos ofrece Amiano Marcelino de la respuesta que dio el emperador Constancio II a los disturbios desencadenados en la cuenca media del Danubio durante los años 358-359. El primer paso de Constancio, como el de cualquier otro emperador antes que él, fue establecer una superioridad militar. Empezó justo después del equinoccio de primavera, cuando el adversario creía que aún estaba a salvo, tendiendo un puente de pontones sobre el Danubio y cayendo sobre los sármatas inesperadamente. El resultado fue terrible:
Muchos, a los que el temor impidió salir corriendo, fueron abatidos; y aquellos que se libraron de la muerte por su rapidez, ocultos en los tenebrosos valles de los montes, veían cómo su patria moría a hierro.
Durante las semanas siguientes, la campaña se extendió rápidamente al pueblo vecino de los cuados y a todos los demás grupos fronterizos de la región. El emperador utilizó entonces su superioridad militar para dictar un acuerdo diplomático que esperaba que fuera duradero. Uno por uno fueron presentándose —o fueron obligados a presentarse— los distintos grupos y sus caudillos, para escuchar la sentencia del emperador.
No todos los pueblos fueron tratados de la misma manera. Constancio mostró a algunos su favor. Un príncipe de los sármatas llamado Zizais se había aprendido muy bien el guión:
Al ver al emperador arrojó las armas y postrándose boca abajo permaneció tumbado como si estuviera sin vida. Y perdido el uso de la voz justo cuando debía pronunciar su discurso, movió aún a mayor compasión, pues cada vez que intentaba hablar los sollozos se lo impedían y sólo pudo exponer unas pocas peticiones.
Era de suponer que los bárbaros mostraran obediencia al poder de Roma, bendecido por Dios, como bien sabía Zizais y como subrayaba la representación iconográfica de los bárbaros en las monedas y monumentos romanos. Los bárbaros eran representados siempre postrados en actitud sumisa en la parte inferior de las escenas, a menudo incluso literalmente bajo los pies del emperador (lámina 7). Así pues, la actitud del sármata quizá fuera calculada y produjo desde luego el efecto deseado. Constancio decidió restaurar la independencia política de los seguidores de Zizais, que habían sido considerados socios menores de una coalición desigual, y elevó al propio príncipe a la categoría de rey independiente. Restaurar el sistema de alianzas políticas vigente por entonces en aquella zona de la frontera a la manera que más conviniera a los intereses de Roma era, de hecho, una de las principales preocupaciones de Constancio. Eso conllevaba romper las alianzas demasiado grandes y por lo tanto —desde el punto de vista romano— potencialmente peligrosas. Lo que ganaba Zizais, lo perdían otros. Arahario, rey de los cuados, se vio privado, a pesar de sus protestas, de los servicios de su sub-reyezuelo sármata Usafer, quien, como Zizais, recuperó la independencia. A veces la injerencia podía ser mucho más violenta. Otra táctica que aparece tres veces durante los veinticuatro años que cubre el relato de Amiano, consistía en invitar a cenar a los dinastas fronterizos potencialmente problemáticos y luego asesinarlos o secuestrarlos.59
Aparte de la reestructuración política, se adoptaron otras varias medidas: obtención de compensaciones económicas para el Imperio por los gastos en que acababa de incurrir debido al esfuerzo bélico, e imposición de restricciones para aplicar el nuevo acuerdo una vez retiradas las legiones. Algunas medidas eran típicas, como por ejemplo el reclutamiento de jóvenes de los pueblos que se le sometían para que prestaran servicio militar. Como hemos visto, ésta era una de las múltiples formas en las que los germanos jóvenes habían venido ingresando en el ejército romano a lo largo de toda la época imperial. También se tomaban rehenes de cada grupo, especialmente jóvenes de alto rango. Una vez en suelo romano, no eran tratados exactamente como prisioneros, pero en ocasiones eran ejecutados si se rompían los acuerdos. Todos los cautivos romanos eran devueltos al territorio imperial. En otros aspectos, los detalles de los pactos podían diferir. Según la proporción de culpa en el disturbio que el emperador decidiera atribuir a cada pueblo en particular, éste debía suministrar mano de obra, materias primas y alimentos, o, por el contrario, podía concedérsele un estatus comercial privilegiado. Además los subsidios constituían un elemento habitual de la panoplia diplomática romana. En el pasado, algunos autores han puesto en duda este punto, suponiendo que los pagos a los caudillos bárbaros eran un signo de la debilidad militar de Roma durante el Bajo Imperio. Pero es un error. Hoy día llamaríamos a esos subsidios «ayuda exterior», y lo cierto es que fueron utilizados durante toda la historia de Roma, incluso después de las grandes victorias del Imperio. Tras aplastar a los alamanes en Estrasburgo, por ejemplo, Juliano concedió subsidios anuales a los reyes vencidos. La razón es bien sencilla. Los subsidios contribuían a mantener en el poder a los reyes con los que Roma acababa de concluir sus pactos. Y como tales, eran una inversión magnífica.60
Aparte de todos estos detalles diplomáticos, hay otra preocupación que pone de relieve la intervención de Constancio. El Imperio no deseaba que el hinterland inmediato de su frontera estuviera demasiado poblado por dos razones. En primer lugar, eso habría supuesto que hubiera demasiados grupos con posibilidades de hacer incursiones en el territorio romano. En segundo lugar, como ponen de manifiesto el establecimiento y la reorganización de todo los super-reyes y sub-reyezuelos, los pueblos fronterizos mantenían siempre rivalidades políticas unos con otros, y las maniobras para mejorar su posición tenían más posibilidades de derivar en violencia contra el territorio romano cuantos más grupos hubiera en juego. En este caso, Constancio y sus consejeros decidieron finalmente que un punto fundamental del nuevo acuerdo era conseguir que un grupo de sármatas, los limigantes (de nuevo una coalición), se alejara de la zona inmediatamente fronteriza. Los limigantes no estaban dispuestos a hacerlo, de modo que fue preciso aplicar un poco más de intimidación militar. Una vez escarmentados dos de los grupos que formaban parte de la colación, los amicenses y los picenses, el resto se rindió y se avino a emigrar. La región parecía en paz; pero todavía no lo estaba. Un año después, en 359, algunos limigantes volvieron diciendo que preferían establecerse dentro del territorio del Imperio, en calidad de tributarios, en vez de seguir ocupando las tierras que les habían sido asignadas lejos de la frontera.
Lo que ocurrió después es bastante misterioso. Amiano culpa de todo a la mala fe de los limigantes. Parece que en principio se llegó a un acuerdo. Debía permitirse a los sármatas cruzar el río y venir a presencia del emperador, una vez que Constancio regresara a la zona con su ejército. Luego, en el momento crucial, algo salió mal. En vez de rendirse, los sármatas atacaron al emperador, o al menos eso dice Amiano, y los romanos respondieron a la agresión:
Y deseosas de castigar el agravio, nuestras tropas se lanzaron al ataque dispuestas a descargar su furia contra aquel enemigo traicionero, pisoteando sin miramiento cualquier cosa que se interpusiera a su paso, vivos, moribundos o muertos. Y antes de que sus manos se saciaran con la matanza de esos bárbaros, se habían acumulado montones de cadáveres.
Quizá los limigantes actuaron con mala fe, o tal vez Constancio quisiera dejar bien claro a todos que sus órdenes debían cumplirse, o, lo que es más probable, la tragedia fue consecuencia sólo de la desconfianza y la confusión. El caso es que a lo largo de toda su historia, el Imperio utilizó a veces la adquisición de grupos de población extranjera como único medio de controlar la frontera. Pero mientras que las ulteriores ganancias obtenidas por el Imperio en términos de tributarios y de soldados potenciales formaban parte del cálculo, también le interesaba evitar que hubiera un exceso de población potencialmente peligrosa.61
Este programa de medidas era aplicado con mucha asiduidad. Ocasionalmente las grandes intervenciones militares permitían elaborar acuerdos diplomáticos para toda una región, que daban lugar a peligrosas coaliciones, amigos bien identificados y premiados y enemigos debidamente castigados, mientras que se utilizaba una combinación del palo y la zanahoria —el temor causado por las campañas de castigo y la toma de rehenes unido a concesiones selectivas de ayuda exterior y de privilegios comerciales— para asegurarse de que los acuerdos fueran respetados no sólo a corto plazo. Estos métodos eran eficaces, pero por supuesto no eran perfectos. Desde la perspectiva romana, su éxito puede medirse por la esperanza de vida de los acuerdos. Según mi propio cómputo, la duración media de un acuerdo diplomático en las fronteras del Rin y del Danubio en el siglo IV era de unos veinte o veinticinco años —en otras palabras, una generación— por cada intervención militar de envergadura. Probablemente fuera el rédito aceptable de la cantidad de fuerza invertida, y prácticamente todo lo que era razonable esperar. Conviene tener en cuenta, no obstante, que todo el sistema se basaba en la realización de campañas ocasionales, pero decisivas por parte de los romanos. Los pueblos fronterizos formaban parte de un sistema de mundo romano, pero los términos y las condiciones de los pactos no se alcanzaban por consentimiento libre y mutuo. Roma utilizó constantemente la fuerza militar para mantener su supremacía.
Los métodos de la diplomacia romana son fascinantes y cuentan con su propia bibliografía académica. Facilitaron además la transformación de la sociedad germánica. Para entender por qué, debemos una vez más tener en cuenta a las poblaciones del otro lado de la frontera romana como agentes activos de la historia. La diplomacia romana tuvo sin duda algunas consecuencias directas notables, pero eso no es todo. Dentro de Germania, los distintos grupos y los distintos individuos respondieron de formas distintas a los estímulos aplicados por toda la política exterior romana a lo largo de cuatro siglos, y esa respuesta es tan importante como la primitiva intervención imperial.
El potencial transformador de un aspecto determinado de la diplomacia romana ha recibido a lo largo de todo este tiempo la atención que se merecía: los subsidios anuales. Estas ayudas podían adoptar la forma no sólo de dinero en efectivo o de lingotes, sino también de otros productos romanos sumamente apreciados, como, por ejemplo, joyas elaboradas o costosos tejidos. En la época bizantina, a veces se utilizaron como subsidios productos alimenticios que no eran asequibles en la economía de los beneficiarios, y probablemente ocurriera lo mismo en épocas anteriores. El sentido de los subsidios, como hemos visto, era reforzar el poder de un rey razonablemente sumiso en la frontera, de modo que tuviera realmente algo que jugarse a cambio de mantener la paz en la zona. Los subsidios solían reforzar a las monarquías ya existentes. Pero conviene recordar que, como el comercio del ámbar o el tráfico de esclavos, los subsidios diplomáticos supusieron un importante flujo de nueva riqueza hacia el mundo germánico y, como ocurría también con los beneficios del comercio, la aparición de la nueva riqueza desencadenó la rivalidad entre sus potenciales beneficiarios. La pérdida del subsidio quizá fuera uno de los factores de la renuencia de los limigantes a ser reasentados lejos de la frontera, una desventaja más del hecho de ser degradados (a ojos de Roma) de super-reino a sub-reino. Desde luego, cualquier reducción del volumen o de la calidad de los regalos anuales podía ser motivo de crisis, como ocurrió cuando Valentiniano redujo de manera unilateral los que debía entregar a los alamanes en 364, y contamos con ejemplos concretos de grupos que se trasladaron a la región de la frontera precisamente para quitar de en medio a los actuales beneficiarios de los subsidios para recibirlos ellos. La rivalidad por el control de la afluencia de subsidios multiplicó así su efecto transformador, y significó que Roma siguiera concediendo regalos a los vencedores en unas luchas que habían quedado fuera de su capacidad de control.62
Pero los subsidios eran sólo parte de una estrategia diplomática general de los romanos, otros aspectos de la cual también tuvieron efectos importantes. Pongamos, por ejemplo, las intervenciones militares periódicas que en el siglo IV parece que se produjeron por término medio a razón de una campaña importante por generación en cada sector de la frontera. Estas intervenciones adoptaban la forma clásica de quema de todo lo que las tropas encontraran a su paso hasta que los reyes locales vinieran a presencia del emperador a mostrarle su sometimiento, momento en el que comenzarían las maniobras diplomáticas y la reasignación de los subsidios. Vale la pena fijarnos en los efectos económicos de esas intervenciones de tierra quemada. No tenemos información exacta del siglo IV, por supuesto, pero disponemos de una analogía interesante que nos suministran los archivos medievales de fincas situadas en zonas sometidas a niveles semejantes de terrorismo. Los de las tierras del arzobispo de York, que sufrieron las incursiones fronterizas de los escoceses en el siglo XIV, por ejemplo, demuestran que se tardó toda una generación en recuperar las rentas (sinónimo perfecto de «producción»). Ello se debía a que los saqueadores, además de apoderarse de todos los bienes muebles fácilmente sustituibles, buscaban también bienes de importancia trascendental para la agricultura, como por ejemplo los animales de tiro (equivalentes en el contexto medieval a nuestros tractores), que eran muy caros, por no hablar de las casas y otras cosas importantes. Los costes que entrañaba la sustitución de todos ellos significaba una reducción de las rentas durante veinte años o más.
Si situamos este tipo de efecto económico en el modelo de estrategia de fronteras de los romanos, especialmente en las épocas y en las zonas en las que los conflictos fueron casi constantes, cabe imaginar que vivir cerca de los límites del Imperio Romano habría supuesto un grave obstáculo al desarrollo económico, y eso es una vez más lo que nos indican los testimonios arqueológicos. Junto con las otras regiones fronterizas donde las importaciones romanas fueron abundantes durante la época del Alto Imperio, por ejemplo, la zona del Rin/Weser destaca como excepción. En ella se han encontrado pocos objetos romanos de importación y la distribución de los asentamientos siguió siendo mucho menos densa hasta finales del siglo II. Estas circunstancias reflejan la especial hostilidad reinante entre muchos pueblos de la región y el Imperio, pues la zona del Rin/Weser constituía el país de los queruscos y de la rebelión de Arminio que dio lugar a la pérdida de las legiones de Varo en el Bosque de Teutoburgo en 9 d. C. La única zona de Occidente que experimentó, al parecer, una expansión económica en el siglo V, en un momento en el que, por lo demás, la economía del Occidente romano en general no era demasiado boyante, fue el territorio de los alamanes, donde tenemos buenos testimonios de deforestación y de expansión de la agricultura y del sedentarismo, y de ahí, por deducción, también de expansión de la población. A mi juicio, no tiene nada de extraño, pues la reducción simultánea del poder del estado romano de Occidente supuso que éste dejara de quemar las aldeas de los alamanes una vez cada generación y de robar regularmente los excedentes agrícolas. Fue también en el siglo V cuando la tendencia que podemos observar hacia la unificación política de los alamanes alcanzó su punto culminante, con la aparición por fin de un solo rey indiscutible. Una vez más, no tiene nada de extraño dado que la injerencia de Roma, empeñada, como hemos visto, en eliminar una y otra vez a las figuras dominantes que pudieran ir apareciendo, había dejado de ser efectiva.63
Vale la pena pensar también en este y en todos los demás aspectos de la estrategia diplomática romana desde la perspectiva de los alamanes o en general de cualquier pueblo fronterizo cliente. La destrucción periódica de los poblados no habría podido causar más que un enorme resentimiento, y Amiano habla a menudo del rencor hacia Roma existente al otro lado de la frontera. De hecho, incluso los aspectos menos violentos de la intromisión romana, creando ganadores y perdedores, debieron de causar un gran resentimiento entre estos últimos. El tipo de humillación que debía mostrarse en las ceremonias públicas y que tan bien dominaba Zizais, no habría sido visto precisamente con buenos ojos por aquellos a quienes se exigía que lo mostraran. Y mientras que tal vez Zizais estuviera encantado de ver firmemente asentada su independencia política, su anterior super-rey, que habría perdido la posesión de unos derechos establecidos sobre los seguidores de Zizais, se habría sentido lógicamente irritado. Amiano señala asimismo que otro antiguo super-rey, Arahario, montó en cólera al verse privado de sus súbditos. Por si fuera poco, el Imperio decidía de vez en cuando —como en el caso de los limigantes— que determinados grupos bárbaros no podían seguir viviendo donde llevaban establecidos hacía ya tiempo y, como hemos visto, no dudaba en utilizar el terror para hacer efectiva su decisión. Ésta es sólo una de las múltiples acciones arbitrarias de los romanos que aparecen en el relato de Amiano. Valentiniano I, por ejemplo, alteró de forma unilateral los acuerdos cuando le convino, reduciendo sin consultarle a nadie el valor de los regalos que hacía anualmente a los líderes de los alamanes, como hemos visto, y construyendo fortificaciones donde previamente había pactado que no iba a erigir ninguna. En las fuentes hay también indicios de que los emperadores alteraban arbitrariamente el estatus de «aliado favorito» de una región para asegurarse el nivel exigido de obediencia. Lo más terrible es que los emperadores no tenían inconveniente en autorizar la eliminación de los reyes fronterizos que suponían una amenaza demasiado grande. La imagen de la gestión de la frontera romana que nos da todo esto es bastante clara. La quema periódica de las aldeas vecinas se veía respaldada por un amplio repertorio de maniobras diplomáticas agresivas que no se detenían ni siquiera ante el asesinato.
Si consideramos todos estos hechos desde un punto de vista no romano, queda claro que debemos introducir en la ecuación el factor del peso que suponía la opresiva dominación de Roma. El resentimiento entre la mayoría de las víctimas se pone de manifiesto de varias formas en los relatos históricos. Al nivel más bajo, queda patente en la propensión de los pueblos fronterizos a realizar grandes y pequeños actos de pillaje. Las incursiones al otro lado de la frontera eran muy habituales y naturalmente representaban una afluencia más de nueva riqueza procedente de los romanos por la que valía la pena pelear y cuyo control quizá tuviera efectos políticos transformadores en el mundo germánico. Lo más curioso es que el resentimiento es lo que se oculta tras la propensión de los aspirantes a dinastas a organizar grandes rebeliones, ya sea la de Arminio en el siglo I (cuyas causas explícitas fueron las exigencias del pago de tributo) o la de Cnodomario en el IV, en la que los ánimos llegaron a caldearse tanto que, como vimos, un rey, Gundomado, fue destronado por negarse a participar en ella.
Así pues, un factor importante que debemos tener en cuenta cuando intentamos comprender la transformación de las sociedades germánicas de esta época, son los cuatro siglos de hostilidad causada por las arrogantes agresiones militares y diplomáticas de Roma.
Recientemente se han planteado dos líneas de explicación de la militarización de los germanos durante la época de los romanos, militarización que se pone de manifiesto en la mayor frecuencia de la presencia de armas depositadas en las tumbas: una afirma que cada vez eran más los germanos que prestaban servicio como tropas auxiliares de los romanos; la otra dice que las campañas de los romanos al este del Rin elevaron el estatus de los guerreros. Como alguien ha señalado acertadamente, aunque representan dos reacciones opuestas al poder de los romanos —la primera sería una respuesta a las oportunidades que dicho poder ofrecía, y la segunda sería una respuesta a la amenaza que representaba—, las dos explicaciones no son ni mucho menos incompatibles. Sin duda alguna la reacción de los distintos elementos de la población germánica se inscribe en una u otra de estas dos líneas, y acaso incluso los mismos individuos respondieron a las dos en diferentes momentos de su vida.64 Yo subrayaría que la reacción negativa al poder de Roma debe ser tomada en serio, y que hay que reconocer su papel en la consolidación política.
Y es que la militarización, como hemos visto, iba mucho más allá del hecho de enterrar armas al lado de los muertos. Durante la época de los romanos se desarrolló todo un lenguaje nuevo para designar a las autoridades políticas, que venía a subrayar la importancia de la guerra. Los gobernantes se convirtieron en caudillos guerreros literalmente por definición y esta transformación no se llevó a cabo sólo por la fuerza. En la comunidad política germánica del Bajo Imperio seguía habiendo muchas más personas, aparte de los reyes y sus séquitos más inmediatos, y se requería el consentimiento de esa comunidad (¿de hombres libres?) al proceso de consolidación política representado por la aparición de la monarquía militar. Una vez más, los factores positivos y negativos actuaron felizmente unos al lado de otros. Un rey eficaz desde el punto de vista militar, como han sostenido muchos autores, tenía más probabilidades de obtener el reconocimiento de Roma como buen socio en los asuntos fronterizos, y por consiguiente de atraer subsidios y regalos valiosos. Pero era también alguien —como Atanarico y Macriano— que intrínsecamente era más capaz de ofrecer resistencia a las exigencias y a las intromisiones más ofensivas del poder imperial de Roma. A mí me parece que estos dos personajes demuestran la importancia del sentimiento anti-romano y los límites de su expresión en el siglo IV. Los dos consiguieron estima y poder dentro de sus respectivas sociedades al resistirse a la intromisión de Roma, pero los dos se mostraron bastante propensos a hacer tratos cuando el Imperio —por los motivos que fuera— dio marcha atrás y ofreció unas condiciones más aceptables.65 Ilustran de manera muy vívida cómo hasta los principales beneficiarios del proceso de centralización que estaba desarrollándose entre los germanos se veían obligados a andar por la cuerda floja.
LA GLOBALIZACIÓN
El contacto con Roma a diversos niveles, todos ellos actuando a la vez y a menudo solapándose unos con otros, aceleró la transformación del mundo germánico. Las exigencias económicas de la frontera, combinadas posiblemente con los traspasos de técnicas y tecnologías, estimularon la intensificación de la producción agrícola en la que se basaron todos los demás cambios. Muchos individuos prestaron servicio como tropas auxiliares en el ejército romano y llevaron consigo a su tierra su paga o los bonos del retiro, mientras que, al menos en algunos momentos y en algunos lugares que gozaban de unas relaciones pactadas, las monedas romanas fueron adoptadas como un mecanismo eficaz para el fomento de las transacciones. Surgieron nuevas redes comerciales, por las que pasaba un importante tráfico de mineral de hierro y desde luego un tráfico muy significativo de esclavos y de ámbar. Y tan importante como toda la nueva riqueza que circulaba por el mundo germánico fue el hecho de que las dos últimas actividades comerciales citadas requirieran unas formas de organización mucho más complejas. No era sólo cuestión de que un comprador romano se reuniera con un productor germánico. La Ruta del Ámbar al norte y las violentas redes del tráfico de esclavos vienen a subrayar que la nueva riqueza no inundó tranquilamente a la sociedad germánica de manera global. Determinados grupos se organizaron, a menudo militarmente, para sacar una ventaja desproporcionada de las nuevas oportunidades que representó el avance de los legionarios por el Rin y el Danubio. Los contactos diplomáticos y políticos generaron también nuevos flujos de riqueza y los reyes organizaron el poder militar a través de sus séquitos y clientelas con el fin de beneficiarse desproporcionadamente de derechos comerciales extraordinarios y de los subsidios anuales que les llegaban.
Al mismo tiempo, muchos otros contactos con el Imperio fueron acelerando también los cambios. Los subsidios anuales llegaban con la etiqueta del precio colgada, y no eran más que una de las variedades del vasto repertorio de técnicas usadas por los romanos para administrar la frontera. Además de recibir subsidios, a veces los pueblos germanos fronterizos eran objeto de duros ataques militares procedentes del Imperio. Sentían también el peso de su intrusismo y su manipulación, que dictaminaba dónde debían vivir, con quiénes podían aliarse y quiénes debían gobernarlos, y exigía periódicamente que se pusieran a su disposición productos, servicios e incluso personas. Su vida pública tenía que funcionar dentro de un marco de obediencia declarada y humillante a la autoridad de Roma. El resentimiento de esos estados clientes se ponía de manifiesto en pequeñas incursiones de saqueo endémicas al otro lado de la frontera. En mi opinión, tuvo también otra consecuencia más profunda, a saber, la legitimación del nuevo tipo de monarquía militar que surgió en esta época entre los germanos, y que sería la base de la mayor consolidación política observable en las nuevas confederaciones. Los reyes militares tenían fuerza para exigir más recursos a sus propias sociedades, y para sacar mayores beneficios de los nuevos flujos de riqueza, pero ofrecían también a sus seguidores mayor protección frente a los excesos de la intromisión del Imperio.
En otras palabras, los contactos «positivos» y «negativos» que se desarrollaron entre el mundo germánico y su vecino imperial —aunque el uso de estos calificativos siempre supone una petición de principio: ¿positivos o negativos para quién?— tuvieron el mismo efecto general. A medida que se intensificaron las relaciones, unos y otros hicieron avanzar el proceso de consolidación política. Lo que observamos, en efecto, es un primitivo ejemplo de globalización. Una economía agrícola esencialmente de subsistencia, aún sin desarrollar, con poca diversificación de la producción, poco comercio y poca estratificación social, de repente se encontró junto a la economía sumamente desarrollada y las poderosas estructuras estatales del Imperio Romano. La nueva riqueza y las luchas por el control de su caudal, y por limitar las agresiones de Roma, produjeron luego las estructuras sociales más estratificadas sobre las que se desarrollarían las nuevas entidades políticas. Entre los dos, el Imperio y la respuesta indígena generaron la nueva Germania del Bajo Imperio.
Naturalmente no es que la sociedad de la Germania prerromana hubiera vivido en un estado de felicidad primigenia. Como hemos visto, ya existía una gran diferencia de desarrollo entre la Europa centro-septentrional de la cultura de Jastorf, predominantemente germánica, y la Europa occidental de la cultura de La Tène, predominantemente celta, mucho antes de que las legiones romanas salieran de los márgenes del Mediterráneo. Y, como también hemos visto, las sociedades relativamente sin desarrollar de Jastorf ya habían empezado a reorganizarse para obtener una parte mayor de la riqueza de sus vecinos más desarrollados de la cultura de La Tène antes incluso de que las legiones llegaran a sus umbrales. La figura de Ariovisto ilustra perfectamente los efectos transformadores que suelen producirse cuando unas sociedades vecinas están marcadas por diferentes niveles de riqueza, y esos efectos empezaban ya a dibujarse antes incluso de que Roma se uniera a la fiesta. Pero durante los primeros siglos de la era cristiana, la Europa de la cultura de La Tène fue sustituida por el Imperio Romano, que era todavía más rico, políticamente más monolítico y militarmente mucho más poderoso. En consecuencia, la fuerza de los estímulos externos originales, y de las consiguientes reacciones internas a dichos estímulos (la «agencia»), se incrementó de manera espectacular.
Es probable que las principales disparidades que había entre los propios germanos hubieran acabado por generar unidades políticas mayores y más consolidadas sin necesidad de que interviniera Roma. Pero la interacción dinámica con el Imperio aceleró varios siglos ese proceso. Todo esto, sin embargo, no nos revela la historia completa de cómo el contacto con el Imperio Romano transformó la antigua Germania. Debemos analizar también los fenómenos migratorios que se desarrollaron simultáneamente en algunos rincones de la sociedad germánica, junto con la transformación social y política.