—Mi hijo cogió la bicicleta a los cuatro años —se ufanó Murat, el musculoso esprínter de Fonar, nuestro equipo.
—Pues ya debe ir muy lejos —bromeó Steve aunque nadie festejó el chiste, que por lo demás no era nuevo. El humor de mi compañero no suele ser el mejor para romper el hielo o, si a eso vamos, para romper cualquier otra cosa salvo labios y crismas ajenas.
Cenábamos en un pequeño hotel a las afueras de Rennes, agotados al término de la séptima etapa del Tour. Esta también había sido una jornada frustrante, lluviosa y plagada de accidentes. Había muy pocos ánimos para festejar, y tampoco es que reírse de Murat resultara conveniente para la salud; sus muslos y espalda son tan desproporcionados como sus temperamentales explosiones.
Pero Steve era así, inconsciente de los riesgos, ajeno a los sentimientos de los otros. Sólo yo sabía que su capacidad para lastimar era involuntaria. En el fondo no había maldad en él; podía afirmar que a su manera era un tipo generoso. Hay compañeros que extendieron sus carreras o sus contratos gracias a un elogio espontáneo difundido por Steve en su millonaria cuenta de Twitter, o durante algunas de las incontables entrevistas con que lo asediaba la prensa. He terminado por creer que su incapacidad para entender los miedos y la inseguridad que anidan en los demás se debe a que está convencido de que el resto del mundo se la pasa tan bien como él, una autonegación muy conveniente para asumir sin la menor culpa la vida privilegiada que ha llevado.
Con todo, el silencio que se impuso en la mesa y el ruido que hizo el tenedor que sostenía Murat al caer sobre el plato le hicieron darse cuenta de que había roto alguna de las tantas convenciones no escritas que nunca se tomaba la molestia de asimilar. Como tantas otras veces en momentos de apuro, buscó mi mirada con la esperanza de encontrar alguna sonrisa que informara a todos que su comentario era una broma inocente y no una burla al hijo de Murat. Y como tantas veces en el pasado, hice mucho más que eso.
—Sí, va a llegar lejos el chaval; en los últimos entrenamientos nos siguió en un tramo y casi nos alcanza, ¿recuerdan? Por fin hay esperanzas de contar con un Murat guapo en el circuito —y ahora sí, algunos de la mesa rieron con gusto. La Bestia, el apodo con que se conocía al poderoso catalán, obedecía a partes iguales a un rostro descuadrado esculpido a puñetazos y a la ferocidad de sus embestidas en los cierres de meta, y Murat estaba orgulloso de su nombre de batalla.
Diez minutos más tarde el equipo se dispersó para perderse camino a las habitaciones. Más allá de la broma frustrada de mi amigo, el ambiente entre los corredores era de total abatimiento. Habíamos recorrido apenas un tercio de los tres mil trescientos cincuenta kilómetros que afrontaríamos en esta edición del Tour, pero en siete días el pelotón ya había tenido más bajas por accidentes y escándalos que las sufridas en las veintiún etapas del año anterior.
Esa mañana había sido eliminado el español Carlos Santamaría por una acusación de dopaje para sorpresa de todo el circuito, pues se le tenía por un cruzado de la limpieza y el honor en el ciclismo; el impacto fue terrible porque en ese momento Santamaría, líder del equipo Astana, ocupaba la tercera posición en la clasificación general.
Sólo Steve estaba de buenas. Algunos de sus principales rivales habían perdido fuerza; sus posibilidades de ganar el Tour mejoraron en los últimos días. Me invitó a conversar otro rato y a tomar una de las bebidas energéticas que llevaban su nombre: le aseguré que estaba hecho polvo y me encaminé al elevador. Percibí su frustración porque ambos nos habíamos habituado, desde las primeras competencias que corrimos juntos, a intercambiar opiniones sobre el saldo de la jornada y los desafíos del día siguiente. Cuando no lo hacíamos era porque Steve tenía algo mejor en mente: mujeres al principio de su carrera, y en los últimos años reuniones con su representante, siempre acompañado de un nuevo patrocinador. Decidí que hoy era yo quien tenía algo mejor que hacer, aunque sólo fuese desplomarme sobre la cama.
Él y yo éramos los únicos en el equipo que gozábamos el privilegio de tener una habitación propia; una cláusula contemplada en su contrato que generosamente había extendido a mi persona. Me siguió con la mirada unos segundos cuando le di la espalda para cruzar el lobby y luego, como hacía con todo lo que no coincidía con sus deseos, me borró de su mente. Supongo que no se percató de que nunca llegué a los ascensores.
—Señor Moreau, ¿me puede conceder unos minutos?
La interrupción me aceleró el pulso de una manera que no lo hacía una cuesta empinada o varias horas de pedaleo en la carretera. Y había motivos: nadie me llamaba por mi apellido. El atildado tipo que ahora tocaba apenas mi brazo como si intentara impedir mi fuga no lucía como un reportero que hubiera logrado colarse al hotel, y sí parecía, en cambio, la personificación de la peor de las pesadillas: su traje impecable y el bigote recortado hacían pensar en un funcionario de alguna institución y en las presentes circunstancias esa sólo podía ser la temida AMA, la Agencia Internacional Antidopaje.
Aunque estaba convencido de mantener mi organismo libre de sustancias prohibidas, sabía que los exámenes de orina de los días anteriores podían registrar sustancias ilegales absorbidas de manera involuntaria, o que tampoco podían descartarse errores por parte de los laboratorios; no sería yo el primero en verse expulsado de la competencia por una muestra contaminada. Pensé en Carlos Santamaría e imaginé mi nombre en los titulares del día siguiente.
—Diga —respondí a la defensiva y aparté el brazo de manera inconsciente, intentando tomar distancia de lo que se me venía encima.
—¿Podríamos conversar en el saloncito de la chimenea, sargento Moreau? No le quitaré mucho tiempo. —En realidad yo nunca había superado el grado de cabo, pero no estaba para contradecir a nadie. En efecto, a un lado del lobby principal había una pequeña sala alumbrada por una desfalleciente chimenea de luz artificial, aunque la temperatura era de veintiocho grados; los hoteles de la ruta no son precisamente un derroche de lujo y comodidad, tampoco de buen gusto.
Lo seguí a aquel rincón apartado con la sensación de entrar en una ratonera. La mención de mi pasado militar despertó mi curiosidad, aunque dejó intactos mis temores.
—Permítame presentarme, soy el comisario Favre —mientras lo decía me mostró fugazmente una ficha de identidad con la agilidad de un movimiento mil veces repetido—. Y, desde luego —continuó con una inclinación de cabeza—, un admirador de sus logros deportivos.
Sus palabras, pero sobre todo sus modos un tanto untuosos, provocaron que mi curiosidad comenzara a superar el miedo. No parecía alguien interesado en detenerme por dopaje, aunque no podía descartar que quisiera interrogarme respecto a la circulación de sustancias prohibidas en el circuito; lo que dijo a continuación me llevó a confirmarlo.
—Necesitamos de su colaboración, sargento. Por favor, siéntese, póngase cómodo.
Me tumbé sobre el pequeño sofá y experimenté la comodidad que puede tenerse en el sillón de un dentista. El comisario seguía empeñado en ascenderme en el escalafón militar; pensé que si estaba en un problema resultaría mejor ser sargento que cabo, así que acepté la promoción sin decir palabra.
—En cuestión de drogas no puedo ayudarlo. Estoy limpio; me he mantenido alejado de todo y de todos los que tienen que ver con esa mierda. Usted debería saberlo.
—No es esa mierda la que nos preocupa, sino otra mucho más nociva —hizo una pausa, acercó su rostro al mío, y casi en un murmullo agregó—: Hay un asesino entre ustedes —tras lo cual incorporó el torso y guardó distancia para tomar nota de mi reacción.
Seguramente debí decepcionarlo porque no experimenté ninguna. La frase era tan absurda que mi cerebro no encontró manera de procesarla; no inmediatamente, al menos. En lugar de eso percibí, a la luz de la falsa chimenea, el brillo de la cera en su fino bigote, esculpido encima de unos labios gruesos y húmedos. Un espectáculo, pensé, que algunas mujeres encontrarían seductor y otras repulsivo.
Decepcionado por mi silencio, procedió a explicarse. Lo hizo como si declamara un parte militar:
—Uno: Hugo Lampar, australiano y el mejor escalador del Locomotiv, fue atropellado hace dos semanas en un camino solitario en un recorrido de práctica. No hubo testigos; fracturas múltiples y ninguna posibilidad de participar en el Tour. Sin él, las opciones de Serguei Talancón son pocas si no es que nulas.
»Dos: Hankel fue asaltado a unos pasos de su hotel al caer la noche, tres días antes del arranque de la competencia. Aunque afirma que no opuso resistencia y entregó su cartera de inmediato, uno de los ladrones se molestó por lo escaso del botín, lo tumbó de un bofetón y le machacó el tobillo hasta dejárselo inservible, al menos por un tiempo. No se le consideraba entre los principales aspirantes, pero su inesperado tercer lugar en el Giro de Italia con apenas veinticuatro años llevaba a pensar a una parte de la prensa que si este año el Tour deparaba una sorpresa, provendría del alemán.
»Tres: el inglés Cunninham corrió la primera etapa intoxicado, inundado de antihistamínicos. Era el único que podía rivalizar en la contrarreloj con Steve Panata, su compañero, sargento; Cunninham terminó tres minutos más tarde, con lo cual dejó de ser una amenaza durante el resto del Tour. Los doctores no se explican cómo pudo enfermarse; comió lo mismo que el resto de su equipo y no padece alergias.
»Cuatro: hace unos días, en la etapa cinco, dos “aficionados” se cruzaron justo enfrente del equipo Movistar, fingiendo que sólo querían saludar a la cámara de la motocicleta que corre adelante del pelotón. Los gregarios de Cuadrado no tuvieron ninguna posibilidad de reaccionar: hubo una caída masiva. Cuatro de ellos debieron abandonar la competencia, y el colombiano se ha quedado con la mitad del equipo y todo el Tour por delante. Los que los tumbaron resultaron ser hooligans radicales del Marsella y no se les conocía inclinación alguna por el ciclismo. También están hospitalizados, aunque hay un dato revelador: uno de ellos tenía ocho mil euros recién ingresados en su cuenta bancaria».
El comisario hizo una pausa y volvió a observarme mientras yo asimilaba la información. Ninguno de esos percances me resultaba nuevo, ni a mí ni al resto del mundo, aunque hasta ahora desconociera los detalles. Lo del Movistar era lo más inquietante: sin la mitad de su equipo, las posibilidades de Óscar Cuadrado se hacían trizas y eso cambiaba la perspectiva del Tour. Si lo que el comisario decía era cierto y no se trataba de un accidente, alguien había alterado la historia del ciclismo.
Y sin embargo no podía creer la tesis de un ataque en contra del torneo, y mucho menos en la intención de acabar físicamente con los aspirantes al podio. Todos los años el Tour cobraba una cuota de ciclistas a lo largo del viacrucis, muchas veces en condiciones trágicas; los profesionales habíamos terminado por asumir que unos años resultaban más siniestros que otros y este era uno de ellos.
—Un robo en circunstancias misteriosas y varios accidentes no necesariamente significan que exista un complot. En los diez años que he estado corriendo el Tour he visto eso y más; ¿no le parece un exceso hablar de un asesino entre nosotros?
—Es que no he terminado —se relamió el comisario e hizo una pausa larga, disfrutando el efecto—. Hace dos horas encontramos el cuerpo de Saul Fleming flotando en la bañera de su habitación con las muñecas abiertas; quien intentó hacerlo pasar como un suicidio hizo un trabajo muy chapucero. Eso nos motivó a hablar con usted.
En esta ocasión el comisario logró la reacción que había estado buscando. Mi rostro debió reflejar el espanto que me produjo la imagen del buen Saul ahogado en su propia sangre: nunca fuimos amigos pero nos respetábamos profundamente. Fleming era la mancuerna de Stark del mismo modo que yo era la de Steve. Habíamos sostenido innumerables batallas rueda contra rueda, defendiendo a nuestros respectivos campeones; sin confesárnoslo, en las etapas de montaña desarrollamos una competencia particular dentro de la propia competencia: ¿quién llegaría más lejos en la protección de su líder? Saber que el inglés nunca más estaría retándome en una escalada me provocó un escalofrío. Algo había cambiado para siempre.
Mi segunda reacción fue más reflexiva aunque no menos terrible. Sin Fleming, su compatriota, Stark, estaba perdido. Se encontraba en la quinta posición, a dieciséis segundos de distancia de Steve, pero hasta hoy había mantenido la confianza de descontar tiempo en las etapas de montaña, que estaban aún por llegar. Era mejor escalador que mi compañero, pero aun así necesitaría de un milagro para superarlo sin ese trineo de fuerza que era Fleming.
—Entenderá por qué necesitamos de usted, sargento.
—No, no lo entiendo —mi cerebro seguía atrapado en la imagen de una bañera demasiado corta para contener los largos y escuálidos brazos de mi rival.
—Hemos llegado a la conclusión de que el asesino o los asesinos pertenecen al circuito; han golpeado con precisión quirúrgica para maximizar el efecto en el resultado de la carrera.
—Eso lo puede hacer cualquiera —protesté. Me resultaba difícil creer que un miembro de nuestra cerrada comunidad pudiera atentar contra uno de los suyos; pese a la rivalidad, el pelotón era una familia y por extensión también los mecánicos, médicos, masajistas, directivos e instructores—. Todo aficionado al ciclismo identifica a los corredores favoritos y conoce sus fortalezas y debilidades.
—Vamos, sargento Moreau; usted sabe que ningún aficionado tiene acceso a las cocinas de cada equipo, a las bicicletas de los competidores o a la bañera de una organización tan hermética como el Batesman.
El comisario tenía razón en esto último. El equipo de Stark y de Fleming lo formaban exclusivamente corredores británicos y también lo eran todos sus asistentes; el resto de las escuadras eran pequeñas naciones con miembros reclutados en todos los continentes. No era el caso del Batesman; constituían una isla en sí mismos, casi una cofradía, no en balde los compañeros los habían apodado el Brexit.
—Habría que revisar a los apostadores, se juegan fortunas en estas cosas —resistí, aunque el argumento pareció menos convincente de lo que hubiera deseado; no obstante, insistí—: También hay patrocinadores que ponen en riesgo inversiones millonarias que pueden ser un fracaso o un boom, dependiendo del resultado.
—No descartamos ninguna de esas hipótesis y las estamos investigando. Pero incluso si el móvil es externo, es obvio que hay autores materiales, si no es que intelectuales, dentro de la casa rodante del circuito.
—¿Y por qué yo?
—Es obvio, sargento: en el fondo nunca se deja de pertenecer al ejército. Tiene instrucción como policía militar; yo mismo he revisado su expediente y sé que pasó por los talleres de técnicas de investigación adecuados, e incluso resolvió algunos casos en su momento —y al decirlo colocó sobre la mesita que nos separaba un fólder estampado con un sello oficial. Pedí su aprobación con la mirada, abrí la carpeta y pasé la vista por una docena de hojas, la mayor parte decoloradas por el paso del tiempo. Supongo que quería mostrarme que yo era algo más que un ciclista, que era un miembro del Estado francés y que ese expediente lo confirmaba: yo sólo registré el paso del tiempo por un rostro ligeramente moreno, de ojos azules y cabello quebrado, la imagen que con distintas versiones los documentos de identidad me devolvían de la existencia que había llevado antes de que la bicicleta lo devorara todo.
Recordé los seminarios de tres o cuatro días en París a los que asistí doce años antes entre gendarmes y policías de provincia, pero sólo pude rescatar algunas vagas nociones de balística y medicina forense en medio del humo de los cigarrillos. La visión me hizo pensar en Claude, la pequeña agente de Biarritz con quien acordé compensar los aburridos y burocráticos talleres con sesiones dedicadas a repasar por nuestra cuenta algunos temas de anatomía forense.
—¿Algo de esto le hizo gracia, sargento?
Mi gesto por el recuerdo agradecido no le pasó inadvertido al comisario. Me examinaba como un mecánico al hacer girar una rueda en su mesa de trabajo en busca de un daño casi imperceptible; supuse que no le hacía ninguna ilusión confiar en una persona ajena al cuerpo policiaco, y asumí que la idea de hacerlo no había sido suya. Probablemente buscaba argumentos para confirmar que, en efecto, involucrarme en el caso no me convenía.
—Nada, sólo una reacción de impotencia. No sé cómo podría ayudar, incluso si lo que usted sospecha es cierto. No sé cuánto sepa de ciclismo; los deberes dentro de un equipo que compite en el Tour son extenuantes, y no sólo físicos. Exigen una concentración absoluta: resulta imposible jugar al detective cuando uno sólo quiere llegar vivo a la siguiente etapa.
—«Llegar vivo a la siguiente etapa» —repitió el comisario—. Curiosa elección de palabras, sargento Moreau. Justamente eso es lo que nos preguntamos: quién de ustedes no seguirá vivo al día siguiente. Hasta ahora no ha habido víctimas dentro de su equipo, pero mientras no sepamos el origen de todo esto, usted y sus compañeros están en peligro.
Su argumento me provocó escalofríos. Si el asesino hubiese querido golpear a Steve en lugar de Stark, seguramente habría sido yo quien se hubiera desangrado en esa bañera. Intenté recordar mi posición en el pelotón cuando los falsos aficionados bloquearon el camino del Movistar dos días antes: nuestro equipo había tomado la punta y acabábamos de pasar por esa curva cuando escuchamos el choque de bicicletas justo a nuestras espaldas. Los hooligans del Marsella no habían ido por nosotros. Un mal presentimiento punzó algún punto de mi cerebro, luego fue interrumpido por la llegada de un hombre que tomó asiento frente al comisario, aunque fue a mí a quien se dirigió.
—Lo necesitamos, Aníbal; esto no puede seguir así —dijo Sam Jitrik, alguien que no requería presentación—. Espero que el comisario le haya explicado la gravedad del asunto. Hemos revisado los argumentos de la policía y nos hacen pensar que están en lo cierto: los accidentes han sido inducidos —dijo el jefe máximo del Tour de
Francia, el santo patrón del circo, el hombre más importante del ciclismo mundial—. Si es así, se trata de la peor amenaza que ha enfrentado el Tour en toda su historia. Faltan dos semanas para concluir, pero las autoridades podrían cancelar la competencia si estos crímenes continúan, algo que nunca ha sucedido en más de cien años. —Sus frases graves y cavernosas eran apuntaladas por un largo dedo índice, cual batuta de director de orquesta. Su figura era imponente aun sentado y pese a sus setenta y dos años de edad; se trataba de un hombre al que, como los buenos afiches, el tiempo había beneficiado.
—Podrían reforzar la seguridad, limitar el acceso al público en la carretera, sellar los hoteles donde nos alojamos —respondí en un esfuerzo inconsciente por desarmarlo; era la primera vez que intercambiaba palabras con el gran faraón pese a una década de participación en la competencia.
—De nada serviría sellar lo de afuera si los responsables están dentro, ¿no cree?
—Y sólo usted puede ayudarnos, es un oficial del ejército francés y uno de los miembros más conocidos y respetados en el pelotón —secundó Favre—. No podríamos confiar en ninguna otra persona. Lo que acabamos de revelarle no puede ser compartido con nadie; pondría en guardia a los culpables.
—Por no hablar del festín que se daría la prensa, y el pánico consecuente. El propio torneo estaría en riesgo —dijo Jitrik, tras lo cual carraspeó, adoptó un tono solemne y volvió a levantar el índice—. El Tour de Francia es una de las grandes instituciones de nuestro país de cara al mundo, y para nosotros la principal; no podemos permitir que se convierta en un circo de sangre y escándalo. Protegerlo es una cuestión de Estado. Apelo a su conciencia como francés, como militar y, sobre todo, como profesional del ciclismo.
Jitrik terminó emocionado por sus propias palabras y probablemente yo también lo habría estado de no sentirme tan preocupado. Quería decirle que no era militar y ni siquiera un francés de pura cepa, que rehusaba admitir la posibilidad de que alguien en la extensa familia de la que formaba parte estuviera dispuesto a asesinar a un compañero para alterar el curso de la carrera, pero no dije nada y terminé asintiendo. Acordamos el procedimiento a seguir durante los próximos días y nos separamos minutos más tarde.
En condiciones normales no habría sido una mala noche; momentáneamente ocupaba el décimo puesto de la clasificación general, un lugar desacostumbrado para un gregario. Dormí poco a pesar de asegurar el pestillo de la puerta: la bañera desportillada y moteada de herrumbre mal disimulada que descubrí en mi cuarto fue la protagonista de los escasos sueños que visitaron mi lecho.
Clasificación general, etapa 7
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1 Rick Sagal |
26:40:51 |
|
2 Steve Panata |
+ 12” |
|
3 Serguei Talancón |
+ 13” |
|
4 Luis Durán |
+ 28” |
|
5 Peter Stark |
+ 28” |
|
6 Alessio Matosas |
+ 34” |
|
7 Pablo Medel |
+ 38” |
|
8 Milenko Paniuk |
+ 52” |
|
9 Óscar Cuadrado |
+ 1’ 01” |
|
10 Marc Moreau |
+ 1’ 03” |