EL TOUR, ETAPAS 1-6

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—Y de sexo mejor ni hablamos —dijo Giraud, nuestro director técnico, al terminar la última charla de estrategia en el autobús que nos trasladaba a Utrecht, en suelo neerlandés, donde correríamos la primera etapa del Tour de Francia. Era una recomendación retórica, casi una broma: ninguno de nosotros pondría en riesgo con una noche de juerga una carrera para la que nos habíamos preparado durante meses; llegar a París tres semanas más tarde consistía esencialmente en saber administrar la fatiga. Cuando pierdes seis mil calorías por día, sin posibilidad de recuperarlas, el sexo es la última de tus urgencias.

La única que no parecía entenderlo era Stevlana. Las novias y esposas no son bienvenidas en el Tour, y ninguna es tan poco bienvenida como la pareja de Steve, una supermodelo casi tan famosa como él; la rusa había decidido detenerse en los Países Bajos en su paso hacia Londres con tal de sorprender y desear buena suerte a su caballero, para consternación de él.

Una horas antes, esa misma mañana, entró al celular una llamada de Steve: no respondió a mi saludo, sólo quería que oyera la voz de Stevlana. Entendí lo que pretendía y acudí en su rescate, sabiendo que aún se encontraban en la habitación. Toqué a la puerta y le dije en voz alta que habíamos sido seleccionados para el examen antidoping que se efectuaría en mi cuarto; ella abrió y yo fingí sorprenderme de encontrarla allí.

—Pero si acabo de llegar, Stevie —protestó—. Aníbal, no me hagas esto.

—Esto no tiene que ver contigo, Stevie —se defendió Steve en tono compungido. Así se llamaban uno al otro, lo cual era motivo de mofa entre los corredores, aunque creo que muchos lo hacían para esconder la envidia que provocaban las espectaculares tetas de la rusa.

Por lo general Stevlana creía que todo lo que sucedía tenía que ver con ella, incluso el antidoping, un incordio diseñado exclusivamente para arruinarle una sesión de sexo matutino con su amante; la blusa desabotonada dejaba pocas dudas de lo que mi llegada había interrumpido. Mientras Steve terminaba de vestirse, su novia se aseguró de asesinar al mensajero con un par de miradas envenenadas.

Nunca me había tragado. Y menos que a mí, a Fiona, mi pareja, supervisora de mecánicos de la Unión Ciclista Internacional. Las pocas veces que habíamos cenado los cuatro, el resultado había sido un velorio. Las dos mujeres no podían ser más distintas, algo que Stevlana se aseguraba de hacer evidente a los ojos de Steve: con el pretexto de darle consejos para mejorar su apariencia se burlaba de las formas bruscas de ella, de su melena desarreglada, de sus muslos duros y gruesos de corredora de cien metros planos —aunque no lo era—, de sus manos siempre callosas y manchadas de aceite.

La manera en que Fiona se había convertido en la directora de inspectores técnicos de la Unión de Ciclistas era en sí misma una historia extraña. Durante treinta años su padre, un irlandés de pura cepa, fue jefe de mecánicos de los mejores equipos del circuito profesional, una reputación legendaria en la que creían ciegamente los corredores. Huérfana de madre desde los diez, el padre la incorporó al cuerpo de asistentes; propios y extraños se acostumbraron a la pequeña pelirroja que se afanaba con las herramientas siempre al lado de su progenitor, cual enfermera asistiendo a un cirujano. Con el tiempo se convirtió ella misma en una extensión de la bicicleta: su oído y sus manos eran capaces de calibrar una rotación perfecta de la cadena o de percibir el roce casi imperceptible que podría significar la pérdida de milésimas de segundo por kilómetro. La pericia del viejo, motivo de poco menos que superstición en el circuito, se extendió a su heredera, particularmente cuando el irlandés optó por jubilarse al cumplir los setenta. Para entonces la chiquilla pelirroja se había convertido en una belleza explosiva, con todo y sus fuertes brazos y una espalda más ancha que la de la mayoría de los esmirriados corredores; una amazona de temperamento y de pocas palabras, deseada y temida por muchos compañeros y profesionales, sobre todo ahora que comandaba la legión de inspectores que aseguraban el cumplimiento de un complejo y a veces caprichoso entramado de regulaciones técnicas.

Fiona solía asentir distraída a la mayor parte de las puyas de Stevlana. Ocasionalmente, cuando la insistencia de la rusa se acentuaba, la miraba con la curiosidad que le podría haber despertado un alienígena. En el fondo, los esfuerzos que hacía la modelo para hacerse presente eran entendibles; los otros tres vivíamos por y para la bicicleta. Y aunque Steve y Fiona compartían algún pasado de aguas turbias y se toleraban a duras penas, al calor de esas sobremesas podíamos enzarzarnos en largas y apasionadas discusiones sobre las ventajas de un tipo de pedal o la mejor manera de ascender la cima del temido Tourmalet.

Claro que había razones para explicar por qué esos dos estaban juntos; la mujer era modelo de lencería, y él uno de los solteros más famosos del jet set. Pero yo tenía la sensación de que en ambos también pesaba la presión de la prensa, de los patrocinadores y sobre todo del público, que no esperaba otra pareja para su ídolo que una celebridad.

El alivio que mostró Steve tan pronto salimos de su habitación para ir a la mía confirmó una vez más esa sospecha. Era el día inaugural del Tour y afuera, en las calles de Utrecht, el mundo de la bicicleta hervía de excitación e impaciencia. Pasamos la mañana recluidos en mi cuarto, especulando sobre el trazado de la ruta y la posibilidad de que Steve vistiera el maillot amarillo de campeón cuando entrásemos a París tres semanas más tarde. Al mediodía, cuando por fin nos dijeron que Stevlana había regresado a Ámsterdam para tomar un avión, fuimos a almorzar con el resto del equipo, nos vestimos y partimos al autobús para seguir escuchando las amonestaciones de nuestro director técnico.

Para entonces, lo único que queríamos era que comenzara la maldita competencia: son muchos meses de preparación, de revisión de rutas, de dietas espartanas reñidas con el sabor. La tensión de la cuenta regresiva de las últimas horas sólo se libera cuando el ciclista toma la carretera y se encierra en la vorágine autista que impone la bicicleta.

Este año, como todos los anteriores, mi tarea esencialmente consistía en no ganar: estaba aquí para hacer triunfar a Steve. Soy un gregario; eso sí, el mejor del pelotón. Durante veintiún días tendría que protegerlo de los rivales, del viento cruzado, del hambre y la sed, de accidentes y tropiezos, y sobre todo de la alta montaña, donde sus enemigos podrían hacerlo trizas. Soy el trineo que permite a Steve llegar al último kilómetro antes de la cumbre con el mínimo esfuerzo posible, aunque para ello deba romperme y terminar la carrera en los últimos lugares. Hemos sido la mejor mancuerna del circuito en los últimos años, aun cuando sólo él suba al podio.

El Tour arrancó con una breve contrarreloj individual en la cual Steve no necesitó ayuda de nadie; es el campeón mundial de esa modalidad. Pero en los siguientes días todos los pronósticos comenzaron a hacerse trizas. Muy pronto nos dimos cuenta de que este año sería distinto a los anteriores, aunque aún no podíamos adivinar la causa.

Se supone que la primera semana es poco más que un calentamiento y una vitrina de presentación de equipos y contendientes: rutas largas en carreteras planas de Bélgica y el norte de Francia en las que el pelotón suele llegar completo a la meta, justo detrás de los esprínteres que se disputan los últimos metros. La verdadera batalla se deja para la segunda y la tercera semanas, cuando los terribles ascensos de los Pirineos y los Alpes diezman a los corredores y se imponen los mejores atletas.

Pero en esta ocasión las bajas comenzaron aun antes de arrancar la primera etapa: un par de accidentes y alguna tragedia habían dejado a varios contendientes importantes fuera del pelotón de ciento noventa y ocho corredores que participaron en el prólogo, ese primer día no oficial de competencia. Nadie se alarmó. Estamos acostumbrados a que el destino diga la última palabra sobre la carretera: un pinchazo inoportuno, un compañero que pierde el equilibrio y te arrastra en su caída, un aficionado que se atraviesa, una gripe que boicotea meses de preparación. Dábamos por sentado que cada tantos años existía un annus horribilis, una edición maldita del Tour de Francia; al terminar las primeras cuatro etapas comenzamos a sospechar que esta podría ser la peor de todas.

Empezó a reinar una tensión desacostumbrada. El inglés Peter Stark, el colombiano Óscar Cuadrado y mi compañero estadounidense, Steve Panata, eran los tres grandes aspirantes a coronarse en París; durante los últimos años habían intercambiado triunfos en las principales competencias y gracias a su enconada rivalidad el ciclismo despertaba la pasión de multitudes que seguían con fruición la disputa por la supremacía entre tres corredores que marcarían época. Stark, Cuadrado y Panata se habían propuesto hacer del Tour de este año la arena que por fin decidiera cuál de ellos era el mejor ciclista de su generación; periodistas, aficionados y patrocinadores calentaron el ambiente. Los organizadores esperaban una audiencia televisiva récord y actuaron en consecuencia, diseñando un recorrido endiablado. El pavé de la tercera etapa fue el infierno mismo, correr sobre adoquines a cincuenta kilómetros por hora te rompe las pelotas, literalmente; cada brinco es una puñalada a las piernas y un calambre a los brazos. No se trata de las losas de París, pulidas por el paso de miles de coches a lo largo del tiempo, sino de verdaderos chipotes de piedra en caminos rurales estrechos y escasamente transitados, y pocos tan terribles como los que sufrimos entre Seraing y Cambrai, mientras abandonábamos Bélgica. La lluvia que cayó implacable a lo largo de todo el día convirtió el recorrido en un campo minado.

La única manera de evitar ser arrastrado en una caída masiva es mantenerse en la punta del pelotón; colocar allí a Steve a cualquier costo fue mi tarea durante esa jornada. El problema es que en tales casos otros doscientos corredores pretenden hacer lo mismo, lo cual convierte a estos ceñidos caminos en verdaderos embudos. Intentar adelantar a otro corredor en esas condiciones termina por provocar caídas tumultuarias y las consiguientes clavículas rotas, brazos fracturados, conmociones cerebrales.

Los equipos de Steve, Cuadrado y Stark salimos indemnes de la carnicería porque, sin decírnoslo, actuamos en complicidad: los veintisiete corredores, nueve por equipo, tomamos la punta y taponamos la salida para evitar que el resto del pelotón molestara a nuestros líderes. En estas primeras etapas no competíamos entre nosotros, simplemente queríamos sobrevivir. Pero no pude mantenerme indiferente a lo que pasaba a mis espaldas: una y otra vez cerré el paso de algún compañero defendiendo la posición con los codos y los dientes y, Dios me ayude, condenándolo a ser triturado por el alud de bicicletas, piernas y brazos que volaban en cada caída.

Esa tercera etapa fue la peor, aunque no la única mala. Al final del sexto día, cincuenta y dos ciclistas habían abandonado: la peor cifra en la historia a esas alturas de la competencia. Con todo, la mayoría de nosotros seguía atribuyendo al destino la mala racha que nos había caído encima. Un día más tarde descubriría que los astros, o cualquier cosa que rigiera la fortuna en la carretera, no explicaban todas aquellas tragedias, a no ser que también el asesinato sea una de las vías que eligen los hados.