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LA VERGÜENZA DE SER ANDREA

Los seis años que estuve en el Otto Krause fueron para mí una pesadilla. Incluso la última vez que pasé por la puerta me sudaron las manos y me temblaron las piernas. Estar allí me hizo descubrir algo de lo cual yo no tenía conciencia: que era pobre. La mayoría de mis compañeros vivía en zonas altas de las afueras de Buenos Aires, como Tortuguitas, Banfield o San Isidro. Muchos de ellos jugaban al rugby y hasta al polo (yo sólo había visto caballos en las películas de indios y en alguna carreta del barrio), y casi todos pertenecían a algún club social o deportivo. ¿Por qué el destino me había unido a esos compañeros de salón? Casi todos eran altos, rubios y guapos. Al menos, ésa era mi visión. Yo medía un metro sesenta y tenía un pelo lleno de bucles, cuando se usaba el pelo liso. No era socio de ningún club, mi papá tenía un Opel negro del año cuarenta y ocho y vivía a media cuadra del mercado Spinetto. No era feo, pero estaba lejos del estándar estético de mis compañeros de clase. En una ocasión, la novia de uno de ellos me dijo a quemarropa: «De cuerpo estás bien, pero de cara no», y estuve varias noches en vela. Infinidad de veces maldije mis genes, a Nápoles, a los napolitanos y a la pobreza recién descubierta. En segundo o tercero de bachillerato empecé a no pisar rayas de las aceras porque pensaba que, si lo hacía, le pasaría algo grave a algún ser querido. Poco después comencé a no tocar los picaportes de las puertas si el que había entrado o salido antes que yo era alguien sospechoso de ser física o moralmente sucio, porque pensaba que me contagiaría. Esto fue cambiando con los años y desapareció en la universidad, pero volvía de tanto en tanto sin que pudiera detectar la causa.

Adopté una nueva personalidad: la del hijo de Giova­nni. Para mis compañeros, yo vivía en avenida del Libertador 1144, piso 14 B, era socio del club Gimnasia y Esgrima, tenía apartamento en el barrio Los Troncos de Mar del Plata, una casa de fin de semana en José C. Paz y un Peugeot último modelo. Como es obvio, nunca invité a ninguno a mi casa, pero iba a las suyas y a jugar con ellos al futbol, aunque el rugby y el polo siempre los evité. Me volví un camaleón, un experto en aparentar lo que nunca había sido. Era un magliaro sin valigia que iba al Otto Krause todos los días. La simulación se hacía cada vez más insostenible. Por eso, finalmente, durante una visita en casa de Giovanni, tomé coraje y decidí contarle la verdad, aunque me matara.

—Tío, tengo un problema —dije—. En el colegio me estoy haciendo pasar por tu hijo. Lo que pasa es que me da vergüenza decir quién soy y dónde vivo. A veces me traen en coche hasta acá y me piden que los invite a subir, y yo siempre invento excusas para todo. No tengo dinero para salir, ni ropa elegante. Me van a agarrar en la mentira...

Giovanni guardó silencio un rato, como repasando lo que había escuchado. De pronto soltó la carcajada.

—¡Mira que eres vivo! —Me despeinó con la mano y de­claró—: Tienes mi intelligenza, muchacho. —En ese momento sentí orgullo y sobre todo alivio. Se sentó frente a mí y continuó—: Yo te ayudo, sigue como vas. Te llevo algún día al colegio en auto para que te vean llegar, otro día los invitas a José C. Paz o los haces entrar en el apartamento y Amalia les da algo de comer, te hago entrar al club y te compro ropa. Tienes que estar a la altura de la gente bien. Vamos a ir también donde mi sastre. Y, muy importante, no le digas nada a Salvatore ni a nadie. Esto sólo lo vamos a saber Amalia, tú y yo. ¿Listo?

Juré haciendo la señal de la cruz y agregué:

—Secreto, tío, lo juro.

Pese al apoyo y la complicidad de Giovanni, esos años se me hicieron interminables. Tenía que aparentar que tenía sirvienta y tenía que ayudar en la pizzería. Me debatía entre la mentira y la vergüenza de ser un Merola.

Había muchos momentos en los que no era fácil seguir pareciendo un hijo de papá. Una vez Espinosa, uno de los más estirados, nos invitó a cinco compañeros y a mí a pasar Semana Santa en una casa de recreo que sus padres tenían en el Tigre. Yo acepté por sentirme halagado al ver que me trataban como a uno de ellos, pero de inmediato pensé que había cometido una estupidez. Nunca había tenido piyama ni maleta, mi cepillo de dientes era abierto y descolorido, mi traje de baño no estaba de moda, tenía que llevar varias mudas y la ropa que me había regalado Giovanni no era apropiada para la ocasión. De nuevo corrí donde mi tío para que me auxiliara. Amalia me vio tan desesperado que trató de tranquilizarme diciéndome que ella era mi segunda madre y que no me dejaría sufrir. Fue cuando pronunció las palabras mágicas:

—Giovanni me autorizó a que vayamos por Santa Fe a comprar todo lo que necesites.

Y ese día en la avenida Santa Fe fue la primera vez en mi vida que fui de compras. Me pareció lo más extraordinario del mundo entrar a un lugar y no preguntar el precio. Tenía unos catorce años y esa tarde supe lo que significaba tener dinero: zapatos de marca, dos trajes de baño, cuatro conjuntos de camisa y pantalón, playeras y, lo que más recuerdo: ¡una maleta de puro cuero! Cuando mi papá la vio, intentó apoderarse de ella para sus viajes, pero me rebelé decididamente y no lo dejé. En la farmacia compramos un cepillo de dientes, una crema especial con flúor y algo sorprendente que ni siquiera sabía que existía: enjuague bucal. Nos sentamos en una cafetería y pedimos helado.

Amalia no parecía una napolitana típica. Tenía el pelo corto, era flaca y de busto pequeño. Su cutis era como de porcelana y siempre estaba muy arreglada y maquillada. Usaba perfumes caros y se vestía con ropa de moda, lo que le daba un aire juvenil.

—La gente se conoce por el aliento y por si tiene caspa —me dijo. Yo automáticamente soplé en mi mano y olí. Después me miré los hombros, a ver si pasaba el examen. Ella pareció cambiar de tema—: ¿Sabes cómo conocí a tu tío? Te voy a contar. Yo era una mujer muy joven, diecisiete años apenas, y nunca había tenido novio. Era muy linda, pero muy exigente. —Acercó el asiento al mío y siguió hablando—: Un día, él me vio en el balcón y se paró justo enfrente a fumar. Era muy buen mozo y yo me dejé coquetear. Así pasaron semanas y no me decía nada, sólo nos sonreíamos. Una tarde me hizo señas de que bajara. Yo le decía que no con la mano y él decía sí con la cabeza; yo me empeñaba en el no y el insistía en el sí. Finalmente me animé. Tenía un vestido ajustado y me acababa de lavar el pelo. Cuando lo vi más cerca, me pareció más guapo aún. ¿Y sabes qué fue lo que más me atrajo de él?

No supe qué responder.

—Cuando me habló, su aliento era fresco y olía a ceràsa.

—¿Te enamoraste porque olía a cereza?

— Y a fràvula.

—¿También a fresa? ¡Giovanni era una ensalada de frutas!

—¡Sí, sí! —dijo, sumándose a mi carcajada—. ¡El amor tiene gusto a fruta! ¡Él me sabe a frutta!

Hubo una segunda estrategia patrocinada por Giova­nni para respaldar mi farsa que llevó a un desenlace inesperado. Como algunos compañeros míos eran socios de Gimnasia y Esgrima, un verano Giovanni nos regaló a Genarino y a mí la inscripción al club para que me acompañara. Éramos socios temporales, lo que nos permitía asistir a la piscina durante los meses de diciembre, enero y febrero. Yo tenía dieciséis años y Genarino, diecisiete. Nos pasábamos el tiempo nadando, luciéndonos y tratando de levantar alguna que otra chica en bikini. Jugábamos a ser ricos: habíamos aprendido a aparentarlo. Todo estaba fríamente calculado y manejado a la perfección, hasta que mi mamá y la de Genarino se enteraron por Giovanni de que el socio temporal tenía derecho a invitar a un familiar. Una tarde de fines de enero, mientras estábamos sobre un trampolín retándonos a ver quién saltaba primero, no pude dar crédito a lo que vi allá abajo: ¡eran nuestras madres! Se habían presentado en la puerta y el cuidador las había dejado pasar. Ambas estaban vestidas de manera similar: túnicas amplias y floreadas, el pelo agarrado con un moño de colores y sandalias hawaianas. Parecían hermanas. Cada una cargaba una bolsa de paja trenzada de donde asomaban botellas de Coca-Cola y algunos panes. Cuando nos vieron en las alturas, se acercaron a nosotros y gritaron varias veces, presas de la emoción: «¡Andrea! ¡Genarino!». Nos quedamos petrificados, como delante de una serpiente venenosa. Tendieron un mantel de cuadros rojos y blancos bajo la sombra del único árbol que había y fueron sacando mortadela, salamí, queso ricota y roquefort, cuchillos, gaseosas, vasos de plástico y por fin una botella de vino ya empezada. Mientras tanto, nos saludaban efusivamente con las manos. La culminación llegó cuando se sentaron en el borde de la piscina levantándose los vestidos por encima de la rodilla para meter los pies en el agua. Todo el mundo podía oírlas mientras chapoteaban:

—Che piacere è l´acqua fresca!

Hasta entonces habíamos aguantado heroicamente sobre el trampolín. En ese momento nos tiramos. Genarino cayó de panza y yo, de espaldas. Tratamos de quedarnos el mayor tiempo posible bajo el agua, pero cuando al fin tuvimos que salir a la superficie, volvimos a sumergirnos de inmediato, evitando salir al mundo real. Cada vez que asomábamos la cabeza, ellas expresaban alegría y nos señalaban, como si se tratara de un juego:

—¡Ahí están, ahí están!

No había escape. Pero de pronto, una de las veces que salí a respirar, vi una pequeña multitud reuniéndose en torno al improvisado bufé de nuestras madres. Nadé hacia allí y escuché a mi mamá decir:

—¡Coman lo que quieran! ¡Hay suficiente para todos!

Y muchos se lanzaron como hambrientos. Se repartieron los sándwiches, beneficiando incluso a un guardia de seguridad que se acercó para invitarlas a retirarse y fue sobornado con mortadela, hasta que sólo quedaron migas sueltas y caras de satisfacción en los comensales.

Hubo más de una vez en que el engaño estuvo a punto de ser descubierto. Una noche fui a trabajar en la pizzería y al llegar vi desde afuera a un compañero de clase con un señor mayor comiendo pizza. ¡Dentro de la pizzería y atendidos por Nino! Hui. Después supe que el padre de mi amigo era constructor y estaba haciendo un estudio por la zona. Durante aquellos años de bachillerato seguí escabulléndome, de salto en salto y de gambeteo en gambeteo. Sólo estando en sexto de bachillerato, casi terminando el año escolar, pude presumir de algo que no todos tenían. Hacía unos meses que salía con Julia y la llevé a una fiesta. Ese día se vistió muy sexy y fui la envidia de todos. El dueño de la casa me susurró al oído:

—¿De dónde sacaste semejante chica?

El día que me recibí, de la familia sólo fueron Giovanni y Amalia y llegaron media hora tarde. El título decía, en letras góticas, «Bachiller Técnico Mecánico». Significaba mi salida al mundo libre. Pero mi futuro ya estaba determinado por Giovanni, con el común beneplácito de mi papá y mi mamá: sería ingeniero civil. Entré de inmediato a la Universidad Tecnológica, con horario nocturno, para gente que trabajaba además de estudiar, porque eso, según Giovanni, que ya no quiso pagar mis estudios, «fortalecería mi carácter». No fue así. Todo fue un desastre desde el principio. Durante el día trabajaba en una fábrica de pistones llamada Buxton Mahle como dibujante proyectista. Tras mi jornada de ocho horas prolongada por dos largos trayectos de autobús, llegaba a la Tecnológica a tratar de entender álgebra. Tampoco entendía computación y si no la aprobaba, no podía seguir. El lenguaje de programación de aquella época, el Fortran IV, a su vez no me entendía a mí. Las tarjetas que yo perforaba jamás llegaban a destino. A mediados de 1971, después de un año y medio así, renuncié a todo. Dije adiós a Carnevalli, mi jefe de Buxton, y a Grant, mi profesor de computación, que debió de alegrarse de verme partir. Giovanni dejó de hablarme porque no había asumido su legado. Mis padres no entendían mi falta de perseverancia. Fui con Genarino a la Universidad de Buenos Aires a ver qué podíamos estudiar. Indeciso como yo entre tantas carreras, Genarino preguntó dónde había más mujeres. Él dejó psicología en el segundo semestre, pero yo seguí adelante. Mi papá consideró que yo me dedicaba «al estudio de los chiflados». El pronóstico fue claro: «Te vas a morir de hambre».