Por esos años de colegio, incluso quizás un poco antes, mi tío Giovanni estaba muy pendiente de mí. Me hacía regalos y yo pasaba muchos fines de semana en su casa, donde Amalia me atendía como a un príncipe. A veces Giovanni me llevaba al cine. Papá nunca lo hizo y no sé por qué. Uno de mis mayores placeres a los cinco o seis años era meterme en una matiné, comer cacahuates con chocolate y ver dos películas seguidas. Por el camino, Amalia me hablaba de las películas que veríamos y Giovanni me hacía creer que yo manejaba el subterráneo porque tenía superpoderes.
—Tú eres el que maneja el tren —decía, muy serio—. Pon el dedo sobre este tornillo. —Elegía uno cualquiera y me hacía presionarlo ni bien los vagones empezaban a moverse. Y me animaba—: ¡Ahora acelera! ¡Aprieta más fuerte! —A punto de llegar a una estación, me señalaba otro tornillo—: Éste es para frenar. ¡Dale otra vez, haz que pare, así baja la gente!
Tan confiado estaba yo en que era el maquinista del metro que se lo comentaba a mis amiguitos del colegio y se burlaban de mí. Después de la ida al cine pasábamos por la plaza del Congreso, comprábamos una manzana acaramelada y fabricábamos barquitos con pedazos de periódico para ponerlos a flotar en una fuente enorme que estaba detrás del monumento principal de la plaza. Me volví un experto en armar naves de papel de todo tipo.
Giovanni solía decir que era el padrino del último Merola napolitano verace, original, ya que todos mis primos habían nacido en Argentina. Él me mostraba un mundo muy distinto del que vivía en mi casa y en el barrio. Era un hombre muy bien parecido, de cabello y bigote plateado. Vestía siempre de traje y tenía amigos importantes. Sabía tocar el violín, pintaba cuadros paisajistas en acuarela, iba al psicoanalista y era respetado por la gente. Para mí era casi un héroe. En Mar del Plata lo acompañaba al casino, lo esperaba en esos hermosos salones del hotel Provincial y él siempre ganaba, o eso me hacía creer. Cuando bajaba por esas enormes escalinatas alfombradas, sacaba plata del bolsillo y me daba unos billetes diciendo que por esperarlo me había ganado el diez por ciento. «Socio», me llamaba, pasando su brazo por sobre mis hombros. ¡Cuántas veces quise que mi padre fuera Giovanni!
Claro que no era igual con todo el mundo. Tenía un lado rudo y cruel que en el fondo yo admiraba, no por lo malo del comportamiento en sí, sino porque al estar con él me sentía protegido e invulnerable. En ocasiones me llevaba a la fábrica de ladrillos, en su automóvil con asientos de cuero, y después se pavoneaba conmigo paseándome de la mano por todas las oficinas y los hornos para mostrarme lo que yo podría ser cuando grande: «Un uomo importante e rispettato». Un día, estando los dos en su despacho, mandó llamar a un obrero y lo echó de la fábrica delante de mí. Creo que el pobre hombre no había cometido ninguna falta grave, pero Giovanni le gritó y lo humilló, antes de expulsarlo. El tipo le rogaba y él no mostró la mínima piedad. La moraleja fue: «A estos vagos hay que tratarlos así».
Tenía dos perros pastores alemanes en una casa de José C. Paz, en las afueras de Buenos Aires, y los «educaba» en mi presencia. El método consistía en golpearlos con dureza para que se volvieran feroces, sanguinarios, por si algún ladrón se aproximaba a la casa. Los perros chillaban y yo me tapaba los oídos. Nunca puso algún cartel que advirtiera «Cuidado: perros peligrosos». En cambio, los soltaba de noche y creo que en el fondo deseaba que alguien entrara a robar. Por fortuna, nunca pasó nada. El salvajismo de los perros era motivo de conversación y éstos generaban admiración entre mis tíos cada vez que su hermano mostraba su dominio sobre semejantes bestias.
Giovanni convenció a mi papá de que yo debía entrar al Otto Krause, el colegio técnico más prestigioso de Argentina. Incluso se ofreció a hacerse cargo de los gastos. La Escuela Nacional de Educación Técnica (ENET) N°1 era toda una institución y ocupaba una manzana entre la calle Azopardo y la avenida Paseo Colón. Su pesada arquitectura, con las paredes llenas de hollín y de moho, coherente con la filosofía de que allí se iba a estudiar y a trabajar, le daba más la apariencia de una fábrica que de un centro educativo. Los estudiantes eran de clase media y media alta. Solían ir aquellos inclinados a seguir una carrera técnica industrial ya que, por ley, quienes allí se recibieran podrían entrar luego a cualquier facultad de ingeniería sin examen de admisión. La carrera duraba seis años en lugar de los cinco habituales y había que asistir mañana y tarde. Por la mañana teoría y por la tarde práctica; te ponías ropa de trabajo y empezabas a rotar por distintas secciones: metalurgia, motores, construcción, fundición, tornería y fresado... Y volver a empezar.
Mi papá me mandó a una profesora de piano que vivía en el sexto piso de nuestro edificio para que me ayudara con la prueba de admisión. Se presentaban casi mil postulantes y entraban cincuenta. Después de estudiar mucho, quedé quinto. Todo el mundo estaba orgulloso de la intelligenza de Andrea. Ni bien supimos la buena noticia, papá me sentó en una mesa con unas hojas en blanco y un bolígrafo azul. Eran como las cinco de la tarde. Hizo su firma (todavía puedo hacerla de memoria) y me tuvo hasta las nueve de la noche para que aprendiera a falsificarla. Al empezar me dijo:
—Tú mismo te vas a firmar los boletines, los permisos, todo. Tú decides si eres un vago o un uomo responsabile.
Así que para ser un «hombre responsable» repetí la firma cientos de veces. La mano se me acalambraba y, cada vez que cometía algún error en el trazado, él me pegaba un coscorrón. Mi mamá le decía que no me pegara tan duro, pero él no le hacía caso. Terminé con un gran dolor de cabeza y de muñeca, pero siendo el mejor falsificador de la firma de mi papá.