Empecé el colegio a los seis años, en la escuela Esteban de Luca, que estaba a la vuelta de mi casa. Un día cualquiera me vistieron con una bata blanca y me dijeron que iría a jugar a un lugar lleno de niños. Mamá intentó peinar mi pelo rizado, me entregó un maletín parecido al de papá y fui a parar a la escuela, en primer grado. Una señora que estaba en la puerta revisó una lista y dio el visto bueno. «Ciao, Andrea! Ciao, bello!», repetía mi mamá agitando la mano, como si yo fuera a irme de viaje. De un momento a otro me vi en un gigantesco patio con cientos de niños y adultos, todos vestidos de blanco. Yo hablaba una media lengua, entre napolitana y española, que no pasó desapercibida a mis compañeritos. La bienvenida no fue la mejor. Cuando se enteraron de mi nombre, un grupo de pequeños monstruos formaron una ronda a mi alrededor y cantaron hasta el cansancio: «¡Andrea / Merola / tiene nombre de mujer / y no tiene bolas!». Le supliqué a mamá, de todas las formas posibles y sin éxito, no volver. Su premisa estaba basada en una lógica de guerra: «Tienes que prepararte para la lotta». Para muchos emigrantes napolitanos e italianos, la palabra lotta, que significa lucha, era sinónimo de vida.
A los dos meses estaba estrenando el primer pantalón largo de color verde oliva y ese mismo día me dieron ganas de ir al baño en pleno salón de clase. Como era muy tímido, no fui capaz de pedirle permiso a la profesora. Creí que nadie se daría cuenta, pero no fue así. Vino el celador, un señor muy alto y muy gordo, se tapó la nariz con una mano y con la otra me llevó a la dirección, donde la directora no quiso recibirme y me sentaron en una banca del pasillo, hasta que vino mi mamá a rescatarme. La conclusión de mi padre fue que lo mío había sido un acto de protesta y que por eso merecía una paliza. Son los primeros golpes que recuerdo.
Como el Esteban de Luca sólo tenía hasta tercer grado, hice cuarto, quinto y sexto en otro colegio que quedaba del otro lado de la calle Rivadavia, cerca de la iglesia de Balvanera. Se llamaba San Miguel Garicoits y estaba concebido para ayudar a las familias pobres de inmigrantes que vivían en la zona. Una obra de beneficencia del elegante colegio San José, que quedaba al otro lado de la manzana. Nosotros íbamos de bata blanca, mientras ellos vestían un bello uniforme de pantalón gris, camisa blanca, corbata y saco azul con el escudo del colegio.
A medida que iba creciendo, papá fue castigándome con mayor intensidad. Una vez me quedé jugando con un amiguito a la salida del colegio y llegué casi una hora tarde a casa. Estaba esperándome abajo con el portero, desencajado y pálido de ira. Sin mediar palabra, me dio dos fuertes cachetadas y recibí un golpe en el ojo. Caí al piso con la vista nublada y allí empezó a saltarme encima. Recuerdo la suela de sus zapatos ir y venir sobre mi cuerpo encogido. Entre el portero y un vecino lograron contenerlo y sacármelo de encima, mientras se mordía los nudillos y gritaba como loco: «Ti amazzo! Ti amazzo!». Falté al colegio dos días hasta que pude recuperarme un poco y a todo el mundo le dije que me había caído por la escalera. Cierta vez me mandó a comprar el periódico a la esquina y el vendedor me dijo que el camión que traía la edición de la tarde estaba atrasado y que lo esperara. Así lo hice. Habría tardado media hora. Al llegar a casa encontré el ambiente muy tenso y era evidente que mi mamá había llorado. Papá me arrancó el periódico de la mano y maldijo. Yo pregunté qué pasaba y mi mamá me llevó aparte.
—Esto te va a doler —me dijo con dulzura—, trata de entenderlo, a veces se descontrola...
—¿Pero qué pasa? —pregunté asustado.
Abrió el cesto de la basura y al mirar dentro pude ver mi colección de revistas SEA, un sello que traía las aventuras de Superman, Batman, Linterna Verde y demás superhéroes, despedazada. Con mucho esfuerzo había logrado juntar diez. Estaba muy de moda intercambiar revistas o apostarlas jugando naipes con los otros niños del barrio. No lo podía creer, estaban destrozadas, cortadas en pedacitos. Mi papá leía el periódico y no me miraba. Con el tiempo supe que había jugado a la quiniela por la mañana y estaba esperando el resultado a ver si le entraba dinero.
Mamá a veces hablaba con Annunziata, con quien tenía una relación como de hermana, sobre las palizas que me daba papá, quizás para buscar consejo. Pero en esta área mi tía no era la mejor consejera. Yo siempre la quise mucho, igual que al tío Antonio, y desde muy chico empecé a ir a San Luis a pasar temporadas de vacaciones con su hijo, mi primo Rossano. Algunos niños nos decían los primos «mariquitas», porque teníamos nombres de mujer: «Rosa» y «Andrea». Ahí mismo nos agarrábamos a trompadas, así fueran muchos y nos tundieran. Annunziata había llamado así a mi primo en honor a un actor italiano que ella aún ama platónicamente: Rossano Brazzi. Cuando mi tío se enteró, le prohibió ver cualquier película donde actuara su «rival», aunque con el nombre de mi primo ya no pudo hacer nada. El «Rossano» lo perseguiría toda la vida.
Mi tía era una mujer de baja estatura y regordeta, con los brazos cortos y fornidos. Tenía fama de furiosa, lo que no encajaba con el rostro agraciado y la expresión serena de sus ojos verdes. No obstante, si la hacían salir de sus casillas, se transformaba en un ser furibundo. El rostro se le contraía y la manera de hablar, que de por sí era potente, se convertía en un vozarrón encrespado que barría con todo.
Aún tengo grabada en mi memoria una imagen que me acompañará con seguridad toda la vida. La veo arrodillada bajo un árbol, rasgándose, literalmente, las vestiduras e insultando a Rossano. Aquello ocurrió estando yo en unas vacaciones en su casa de la calle Bolívar. Tendría unos diez u once años. Jugábamos dominó con Rossano y varios amigos en una terraza amplia, cuyo techo era de vidrio y dejaba ver las ramas de una higuera enorme. A continuación, estaba el terreno lleno de árboles frutales. Esa tarde Annunziata empezó a llamar repetidamente a Rossano desde la cocina:
—Rossano, tienes que ir al negocio, tu papá te necesita. Acaba de llamar y yo no puedo ir porque estoy lavando los platos.
El juego nos absorbía, así que no la escuchábamos o no queríamos. La estrategia de Rossano para defenderse de los embates de su madre siempre era la misma: no responder, hacer las cosas despacio a propósito, equivocarse, llegar tarde... En fin, mi primo, cada vez que podía, subvertía el orden establecido en su hogar y protestaba contra la autoridad. Al menos así yo lo interpreté siempre.
—Rossano, ven que tienes que ir al negocio, Antonio te espera —insistía Annunziata. Y también se lo repetía en un italiano argentinizado, aumentando los decibeles—: ¡Rossano, vieni qui, si deve andare al negocio de tuo padre! ¡Rossano, estás sordo, «carago»!
Rossano actuaba como si no pasara nada, mientras nosotros mirábamos de tanto en tanto hacia la cocina. Pero esa vez apareció Annunziata con un taburete sobre la cabeza y lo lanzó, sin más, a mi primo. Rossano se agachó y el banco terminó en el patio de atrás hecho añicos. Hoy, cuando alguien le pregunta si no fue demasiado irresponsable arrojarle un taburete a Rossano, Annunziata contesta: «No le tiré a dar». Pero entonces mi primo se enfureció, quizás porque le dio vergüenza al estar con nosotros. Nunca lo había visto así. Dio un paso atrás y exclamó a todo pulmón:
—¡Puta! ¡Degenerada!
Hubo un silencio inmediato. Annunziata se llevó lentamente las manos al pecho y con cara de asombro nos preguntó a nosotros, los «invitados»:
—¿A mí? ¿A mí, que soy sua mamma?
Claro que nadie se atrevió a responder. Segundos después, Annunziata corría detrás de Rossano, llamándolo «gusano» a gritos:
—Verme, maledetto eshquelético! ¡Porquería di merda! ¡Tratar así a la tua madre!
Rossano siempre había sido ágil y escurridizo, pero ese día batió todos los récords. Como ratón perseguido por un felino, corrió hasta el árbol de chabacanos y trepó con rapidez hasta el nacimiento de las ramas. Annunziata, al ver eso, tomó una escoba y comenzó a saltar para pegarle desde abajo. Sin embargo, el tronco era alto y ella muy bajita. Rossano, a salvo, nos sonrió con picardía y empezó a hacerle gestos. Los demás los mirábamos sin mover un músculo. La burla parecía incrementar la ira de mi tía, que saltaba y se ponía cada vez más roja. Después de un rato, cambió de estrategia. Tiró la escoba lejos, se levantó la falda hasta los muslos, se arrodilló debajo del árbol, echó el torso hacia atrás y con los ojos clavados en Rossano se rasgó la blusa, mientras se golpeaba el pecho con ambas manos lamentándose:
—Perché, Dio? ¿Por qué, Dios mío? ¿Por qué?
Cuando ya parecía que iba a desmoronarse y empezaba a verse en Rossano cierta preocupación, se levantó de pronto como una tromba, fue a por la escoba y volvió a saltar y a chillar:
—Verme, maledetto eshqueletico! ¡Baja, baja, y vas a ver lo que te hago!
Por fin, resignada, Annunziata se fue refunfuñando para el negocio de Antonio. Los amigos salieron de puntitas. Rossano bajó del árbol, robó unas flores de los jardines vecinos e improvisó un bello ramo, al cual agregó una nota: «Te quiero mucho, mamá, perdóname». Al ver las flores, Annunziata se tiró a los brazos de Rossano y lo besuqueó hasta cansarse. Acto seguido, le dio algunas palmadas y le prohibió ver televisión y salir a la calle durante una semana.
Obviamente, papá era otra cosa. En sus ataques de furia, él no sólo se ensañaba conmigo, sino también con todas las cosas que encontraba a su paso. Puertas, ventanas, muebles o lo que fuera. Excepto mi mamá. A ella nunca le pegó. Pero siendo ya más grandecito, tendría unos dieciséis años, tuve que enfrentarlo. Era de noche y mamá nos había servido la cena: spaghetti con calamares en su tinta. La fragancia de los calamares invadía el edificio, para envidia de los vecinos. Mi papá, ni bien los probó, escupió en el plato.
—¿Qué es esta porquería? ¡Están crudos! —gritó, como solía hacerlo.
Y tiró el plato contra la pared. La pasta quedó chorreando en el muro como un vómito sanguinolento. Después arrojó una silla contra el ventanal y le vi la intención, por primera vez, de ir por mamá, que había corrido hasta la cocina presa del pánico. Fue cuando reaccioné. Lo agarré de la solapa.
—Si la tocas, te mato.
Lo dije en voz baja y sin apartarle la vista. No lo pensé, fue una reacción espontánea, un acto reflejo. Su mirada estaba perdida, como un toro bravo o alguien que no está en sus cabales. Poco a poco volvió a recuperar la respiración normal y a tomar conciencia. Dio un paso atrás y se fue a la terraza con una botella de vino, sorteando vidrios. Nunca más me pegó.
Mientras escribo esto, veo a mi madre con un vestido de algodón blanco repleto de manzanitas verdes. La veo con el pelo negro azabache, los ojos enrojecidos, agachada recogiendo el desbarajuste, mientras se ahogaba en el llanto como una niña indefensa.