EL PUEBLO ARMADO
JAMÁS SERÁ ARRESTADO
Tuve que ir a la universidad a completar unos trámites. Desde el 24 de marzo del año anterior todo había cambiado en la UBA. Filosofía y letras, psicología, entre otras facultades, eran vistas como subversivas por los militares. Ese día vi la mía más solitaria y apagada que nunca. Me recordó al hospital.
Durante un año había sobrevivido a duras penas en la universidad. Alcancé a recibirme de psicólogo de milagro. No es que fuera un gran líder o un dirigente importante, pero algunos me reconocían como integrante de TUPAC, el brazo universitario de Vanguardia Comunista, un partido de línea dura que se autocalificaba de maoísta-marxista-leninista. TUPAC: Tendencia Universitaria Popular Antiimperialista Combativa. Lo cual no da la idea de una formación precisamente «moderada». Los amigos del Partido Comunista y de la Juventud Peronista, e incluso los de las juventudes radicales no se encontraban por allí: como si nunca hubieran existido. Demasiado silencio en los pasillos. La facultad no estaba oficialmente militarizada, pero se veía mucha gente rara. La paranoia se había instalado en mí hacía bastante.
Cerca de la rectoría me crucé con el doctor Grimoldi, uno de los pocos profesores buenos que aún seguía. Enseñaba estadística y psicometría; yo fui asistente de su cátedra durante casi tres años y aprendí mucho sobre construir test y cuestionarios, estandarizarlos y aplicarlos. Me tendió la mano. Era un hombre alto, de aspecto amable y pelo rubio enmarañado. Decía que no le gustaba la política y tenía fama de matemático loco. Intercambiamos unas palabras y nos despedimos. Me agradó verlo. En la cafetería me encontré con Mario, de la oficina de admisiones, que militaba en Vanguardia Comunista y cuya misión consistía en reclutar nuevos cuadros. Su pantalla era perfecta, según creíamos. Aproveché para preguntarle por los compañeros que habían estado mucho más expuestos que yo y que sí cumplían un papel de líderes universitarios: el gordo Guzmán, el Colorado, Sarmiento, Antonia, la Polaca... Casi todos habían desaparecido o estaban presos. Mario me preguntó si iba a seguir conectado con Vanguardia y me puso al tanto de que ahora, era cuando la lucha se hacía más importante: había que resistir a los militares. Me preguntó por Genarino, porque había estado con él en una o dos reuniones del partido y sabía que éramos amigos.
En realidad, era Genarino quien me había convencido a mí de que los principios de Vanguardia Comunista tenían una base firme. Cuando Cámpora llegó a presidente, mientras el peronismo utilizaba el estribillo «Cámpora al gobierno, Perón al poder», en uno de esos días porteños de revuelo político, cafetín y tarde lluviosa, en un bar de Pueyrredón, me contó su aventura política:
—Mira —me dijo, en un tono serio poco común en él—. El país necesita una mano fuerte, necesita que dejen de robar los gobernantes, que la desigualdad se acabe. Tienes dos opciones. El Partido Comunista y su tímida consigna: «El pueblo unido jamás será vencido». ¡Qué unido ni qué mierda! La oligarquía no les tiene miedo a las manifestaciones. Y tienes a Vanguardia: «El pueblo armado jamás será arrestado». La fuerza está en la sublevación. No hay otra.
La verdad es que yo no creía en la violencia, más bien la repudiaba, pero me convencí de que uno no debía ser un mero espectador: quizás existiera una violencia justificada. Con mis dudas a cuestas, fui introduciéndome en el mundo marxista-leninista-maoísta, al menos conceptualmente. Por la misma época, unas semanas después, mataron a Allende en Chile y participé en varias manifestaciones. Recuerdo dos consignas cantadas: «Hermano chileno, no bajes la bandera / que acá estamos dispuestos a cruzar la cordillera». Me emocionaba, yo de verdad quería ir a Chile y acabar con Pinochet y compañía. No era broma. Y la otra: «Queremos plata los universitarios / y se la lleva el Fondo Monetario». Los argentinos siempre han tenido ese don para el cántico, según mi papá un claro plagio de la cultura italiana. Cuando prácticamente estaba prohibido hablar de Perón, en la época de Lanusse, cinco o seis años atrás, salía por televisión, no me acuerdo por qué canal, un conjunto musical de encapuchados que cantaba en un ritmo moderno y pegadizo el regreso del general:
Recibí carta de Juan.
Me escribió desde Madrid.
Preguntó por su gorrita
y su motoneta gris.
¡Los muchachos quieren que vuelva!
¡Los muchachos extrañan su ausencia!
La política se entonaba, se bailaba, se vivía a cien kilómetros por hora, en cada toma de la universidad, en cada esquina, hasta que llegaron los militares. Genarino le ponía humor a la trascendencia que acompañaba el quehacer político y yo, como lo quería mucho, se lo permitía, contraviniendo los más elementales códigos de la izquierda seria. En una ocasión pidió dinero a la organización para hacer una pintada. Íbamos a ir un grupo de cuatro compañeros por el centro a dejar consignas apoyando a los trabajadores de una empresa metalúrgica. Ni bien tuvo el dinero en sus manos, llamó a cancelar la misión y me invitó a gastarlo en lo que él denominó un «paseo erótico por los suburbios». Yo me resistí, juro que lo hice, pero terminamos en el puerto, en una zona de prostíbulos. Fue la primera vez que pagué por estar con alguien. Nos emborrachamos con vino elegante: Calvet Brut blanco, mientras cantábamos O sole mío y comíamos pulpo a la provenzal. La pintada se hizo varias semanas después, cuando recuperó el dinero que se había gastado aquel día y los obreros ya habían resuelto el problema.
Pero esos tiempos ya habían acabado. Mario insistió una vez más: ¿podía el partido contar conmigo? Le dije que andaba enredado con muchas cosas, le conté de la muerte de mamá y dejé abierta la posibilidad, después de darle el teléfono de la pizzería. Argumenté problemas de tiempo. Él se limitó a decirme: «La revolución no es un problema de cantidad, sino de calidad». ¡Qué le iba a responder a eso! Bajé las escaleras rumbo a la calle y pensé con dolor en la gente amiga desaparecida o aniquilada por la dictadura. Se me aguaron los ojos y me sentí cobarde, incapaz de ir más allá. Se me vino a la mente la imagen de mi tío Giovanni diciendo con furia: «¡Hay que hacer mierda a todos esos guerrilleros!». No sólo a los Montoneros, sino a cualquiera que no pensara como la derecha. Recordé a mi tío Roberto y su admiración por Hitler, a mi tío Antonio y las ganas que tenía de un golpe militar nacionalista, e inevitablemente a mi padre, que un día defendía al Che Guevara y al otro, el golpe de Onganía. Cuando se enteró de mis inclinaciones izquierdistas, lo único que me dijo fue: «Que no te agarren». Yo lo interpreté como una aprobación de su parte.