Giovanni se hizo cargo de todo. Además, era el único que tenía dinero suficiente para pagar un velorio digno. Quiso que el entierro fuera en Barrio Norte, en una funeraria de la calle Juncal, para gente rica. Giovanni, que era el egoísmo en dinero menos conmigo (quizás porque era mi padrino), compró el mejor féretro y de las cinco salas alquiló la más grande. Un lugar repleto de elegantes sillas grises, con enormes ventanales que daban a un jardín; a un costado había una mesa con mantel bordado, botellas de vino blanco dulce y canapés. Allí fuimos casi todos. Los tres hermanos de mi papá, Giovanni, Antonio y Roberto, dos de ellos con sus esposas, Amalia y Annunziata. Mi mejor amigo, Genarino, con Carmelina, su madre. Uno de los socios de Giovanni en la ladrillera. Vecinos. Y Julia, mi novia, vestida de riguroso luto, con anteojos negros, que no me soltaba de la mano mientras trataba de consolarme de todas las formas posibles. Mucha gente más se apretujó allí. Un rumor seco llenaba el ambiente mortuorio.
Yo nunca había estado en un velorio. Son espantosos. La cara de mi mamá se asomaba por la tapa del féretro con una bella sonrisa dibujada por los sepultureros. No se veía mal. No me importó pisar entonces las líneas de las baldosas ni tocar los picaportes, como habitualmente evitaba hacer. No había tristeza en mí, ni asco ni preocupación, no había nada. Era como un títere que Julia llevaba de un lado para otro. El murmullo decía: «Che bella donna», «Es que siempre fue muy linda», «Tan buena persona, era una santa». Algunas viejas, posiblemente contratadas por mi tío, rezaban mientras otras hacían de plañideras. ¡Qué fácil es llorar por encargo! Mi papá, en un gesto desconocido para todos, intentó darle las gracias a Giovanni: levantó los brazos y fue hacia él para abrazarlo. Pero mi tío alzó a su vez las manos, con las palmas hacia delante, deteniéndolo, y masculló: «No, no, no...», para enseguida alejarse sin disimular su fastidio. Nada parecía real. Hasta que llegaron los magliari y aterricé.
Los magliari. Ser magliaro no es fácil: se necesitan agallas. A veces funcionaban como una secta, otras como una banda organizada cuya consigna era: «La supervivencia todo lo justifica, y cuidado: la gente puede ser como tú». Mi tío Roberto, a las pocas semanas de llegar de polizón en un barco desde Río de Janeiro, conoció en Rosario a uno de estos napolitanos, que le explicó el oficio: vender cosas falsificadas o engañosas a precio de originales. Y como el Zuóppo no tenía ninguna empresa de construcción, lo intentó. Esa forma de vida es la que asumieron mis tíos, menos Giovanni, que gracias a su ladrillera subió de clase social y llegó a codearse con importantes empresarios. Así se distanció, tanto como pudo, de sus raíces napolitanas.
Los magliari, pues. Primero llegaron tres y nos dieron las condolencias: apretón de mano, reverencia formal y una frase en italiano con marcado acento napolitano: «Le mia più sentite condoglianze». Luego aparecieron dos más. Y otro, y otro. Como un enjambre, empezaron a rodear a mi mamá. Parecían cortados todos por la misma tijera: bajos, inquietos, vestidos con vaqueros Lee y calzados con mocasines sin calcetines. Al poco rato estaban apiñados contra la mesa. Como langostas, se embutieron la mitad de las botellas de vino y acabaron con los canapés. De haber podido, se hubieran llevado el cajón para venderlo. Alguno de ellos hizo un chiste fuera de lugar y mi papá, aunque también era magliaro, lo perforó con una mirada de ira. Yo no los aguantaba. Desde siempre.
Hablaban un napolitano atropellado en un tono penetrante que por momentos parecía árabe; gesticulaban teatralmente, agitando los brazos, y levantaban tanto la voz que de la sala contigua vinieron a pedir que guardáramos silencio. En realidad, nunca conocí a un napolitano que hablara en voz baja. No saben hacerlo.
Fue imposible esconderlos o esconderme, así que no tuve más remedio que consentir que los amigos de la universidad y los dos o tres profesores que quisieron acompañarme conocieran de primera mano mi mundo real, sin maquillaje y sin mentiras. No ahondaron, no supieron del mercado Spinetto ni de la pizzería Vesubio, pero se llevaron seguramente una impresión indeleble de la razza Merola.
Nino le daba un toque de humanidad al lugar. De vez en cuando me daba unas cachetadas cariñosas llamándome guaglióne..., pibe, muchacho. Yo seguía moviéndome atento, ahora sí, a no pisar ninguna línea que se distinguiera en el suelo, mientras estrechaba manos sudorosas resignado a no poder lavarme las mías. Giovanni, muy serio y amargado, permanecía aparte, junto a su socio, que se notaba de otra clase social: zapatos de charol, traje negro a rayas, camisa blanca almidonada y corbata de seda. Un italiano de la alta Italia. En un momento dado, se acercó a mi papá y le dijo, con mucha distinción: «La perdita da voi subita è per me motivo di dolore e di sincera commozione». Amalia, la esposa de Giovanni, no se movió de la misma silla; sólo miraba el ataúd. Julia, metida en una minifalda fúnebre, no paraba de llorar. Después de tantos años de noviazgo, quería a mi mamá como a una segunda madre. Yo también la quise a ella con todo mi corazón. La necesitaba como al aire.
Salvo Antonio y Annunziata, que habían llegado de San Luis, nadie vino de fuera de Buenos Aires. Mi abuelo, el padre de mi padre, el Zuóppo, no apareció. Nunca estuvo en los momentos importantes y, de las pocas veces que lo vi, no guardo buenos recuerdos. Era muy tacaño: el rey de los tacaños. En las contadas ocasiones en que fuimos a comer a su casa, me acuerdo, llenaba primero el vaso de agua y después echaba unos chorritos de vino y decía: «Basta il colore». Y cuando hacía pasta, apenas servía un puñado pequeño, una herejía para cualquier napolitano, y agregaba: «Basta il sapore». Tan tacaño era que había puesto un candado al refrigerador, como si fuera una caja fuerte. Mis primos y yo, siendo niños, un día le rompimos el candado y repartimos la comida que guardaba entre la gente que pasaba por la calle. Sobre la cojera, él contaba que le habían herido la pierna en la Primera Guerra Mundial, cuando blandiendo una espada y a caballo regresó a campo enemigo para rescatar una bandera italiana. Para respaldarlo mostraba una medalla, la cruz al valor, que según papá y mis tíos la había comprado en un anticuario. Al abuelo nadie le creía el cuento.
Mi abuela Tina, la madre de mi papá, había muerto cuando él y sus tres hermanos eran muy pequeños. Los cuatro quedaron a la deriva: se hicieron scugnizzi, niños de la calle, y vivieron como pudieron, creo que bajo las órdenes de Giovanni, que era el mayor. Aquí estaban los cuatro de nuevo ante la muerte, sin su padre.
Llevamos el cuerpo de mamá al cementerio de la Chacarita al día siguiente. Después de una lúgubre procesión, metieron el cajón en una especie de apartado de correos. Giovanni había elegido un hueco de los de arriba, los más caros. Pusimos flores y nos despedimos luego de escuchar a un cura hablar del otro mundo, que al parecer era mucho mejor que éste. Julia no me soltaba y me decía que tratara de creer. Yo necesitaba a Dios, pero allí, junto a la tumba de mi madre, creía en él menos que nunca.
Unos pocos acompañamos a papá de vuelta a casa. Mientras tomábamos grapa, me comentaron que la pizzería estaría cerrada por duelo durante una semana. Todavía tengo la mirada de papá grabada a fuego en mi cerebro. Veo sus ojos apagados, casi miserables, y lo veo tomar un trago de licor para decir, sin convicción: «La vida debe seguir». En ese momento supe que no habría cura, que habían abierto una grieta permanente en nuestro corazón. A mis veintiséis años me habían partido en dos. A papá lo habían golpeado más allá de sus fuerzas. Esto no era la Segunda Guerra Mundial, era peor: Ángela se había ido. Estábamos solos.