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EL HOMBRE DE ACERO

Los pasillos del hospital Italiano eran enormes, interminables. Limpios, fríos como el hielo, desolados. Yo caminaba por ellos como un invasor, una bacteria temerosa e insegura. Me llevaron al cuarto donde se encontraba mamá. El médico me dijo, inexpresivo: «Se puede quedar con ella sólo hasta las seis de la tarde». No le pregunté nada más. La miré dormir, sin apartar la vista de ella, hipnotizado por el subir y bajar de su pecho. A la media hora despertó. Sus ojos de color turquesa se esforzaban en decirme algo que yo no lograba entender, mientras señalaba el bajo vientre. Me olía a pañal de niños, otra vez a limpieza artificial. Después supe que se había orinado y quería que la limpiaran. Llamé a una enfermera y llegó una señora mayor, muy amable y hábil en esos menesteres.

—Por favor, espere afuera en el pasillo —dijo con delicadeza.

Qué podía hacer sino obedecer. Mi madre me miró por encima del hombro de la enfermera y la vi decir, sin voz, moviendo los labios: «Te quiero mucho». Salí y me senté en un recoveco alejado, iluminado como un estadio. Me sentía agotado, pero mi mente era incansable. Pensaba en mi madre. No dejaba de recriminarme el hecho de no haber conseguido el dinero necesario para que fuera a visitar a los nonni a Nápoles, donde me la imaginaba cantando ópera en la terraza mientras colgaba la ropa o interpretando alguna canzonetta napolitana con esa voz potente y aterciopelada que empleaba para ponerle ritmo a su vida. En ese rincón apartado, bajo la luz helada, la sentí acariciándome la espalda, como solía hacerlo, mientras decía: «Quanto siĀ“bello, Andrea!». Fue entonces cuando los pensamientos cesaron y el miedo, que me había acompañado todo el tiempo, pareció aquietarse. Todo era plano, lento, vacío, insustancial. Lo único real era el frío que parecía desprenderse de las blancas e inhóspitas paredes. Y allí estuve, tratando de vez en cuando de averiguar qué pasaba, para siempre obtener la misma respuesta: «Todo va bien». Así seguí, medio dormido en la incertidumbre. No soñé, no imaginé. Eran las cuatro de la mañana cuando creí necesario insistir. Igual respuesta: «Todo está controlado». Mentira, nada iba bien. Un hospital está diseñado para que se sufra de soledad y abandono en un plan de mentiras sutilmente orquestado.

Llegó una señora muy alta con dos hijas adolescentes. Se sentaron frente a mí, bajo las mismas luces, se tomaron de las manos y comenzaron a llorar. La angustia me penetró como una daga. Volví a preguntar y esta vez la respuesta fue distinta: «Ya va a llegar el médico».

No llegó. Ni a las cinco ni a las seis ni a las siete. Intenté servirme un café de máquina y ya no había. Y de pronto vi a mi padre, a lo lejos, como salido de una pesadilla, caminando hacia mí. Lo acompañaban Nino y Roberto, uno de cada lado, sosteniéndolo por los brazos. Mi papá, el hombre de acciaio, de acero, il Ragioniere, temblaba como una hoja mientras su hermano y su cuñado trataban de calmarlo y darle ánimo.

Cuando estuvo frente a mí, no me abrazó, no lloró, sólo dijo en media lengua, en la mezcla italo-argentina en que se expresaban los «tanos» que vivían en Buenos Aires: «Andá, andá a ver si no se equivocaron y de pronto sigue viva y no le ha pasado nada».

Hubiera querido estrecharlo entre mis brazos, revolcarnos juntos en el dolor. No pude. Volví a la realidad. Mi mamá había muerto y los médicos que pasaban por mi lado y las enfermeras no me habían dicho nada. Llamaron a casa para avisar y no fueron capaces de salir al corredor a decírmelo. Yo estaba más cerca, estaba al lado, cuidándola. Yo estaba ahí, listo para cualquier cosa, tan inútil. Y él me insistía: «Anda a ver si Ángela está viva, de pronto se confundieron y la que se murió fue otra». ¿Adónde iba a ir? Yo no lloré. Mi padre y Roberto tampoco. El único en derramar lágrimas fue Nino, el hermano de mamá. «Pòvera sòra», pobre hermana, repetía una y otra vez, mientras me apretaba contra su pecho como si yo fuera lo último que quedaba de ella. Mi padre y yo padecíamos en silencio.

No podíamos explicarnos ni aceptar una muerte tan precoz e inesperada. Mi mamá tenía cincuenta y dos años. Un médico muy canoso y viejo nos dijo que había fallecido de una embolia cerebral y al rato otro distinto explicó que la causa, en realidad, había sido una reacción alérgica a la aspirina. Les habíamos avisado muchas veces y dejado notas por todas partes: «¡Es alérgica a la aspirina!». Se los explicamos una y otra vez y no nos escucharon. Al cabo de los años supe que, unos meses después, Giovanni, el hermano mayor de mi papá, puso una demanda que no prosperó. Maldito hospital Italiano, malditos médicos. Eran las diez de la mañana y salió un jovencito de bata blanca a pedir el pago no sé de qué cosa. Roberto lo agarró del cuello mientras le reclamaba y le amenazaba en napolitano con volverlo papilla, «Comme nun me cunt’ tutt’ cos’, te paleo». Yo no esperé ninguna explicación, le di una patada en el estómago y cayó como un muñeco de trapo. El tipo quedó tendido en el piso. Llegaron unos guardias de seguridad y Roberto les hizo frente. Yo creo que se asustaron, porque decían que nos calmáramos y que el pobre hombre no tenía la culpa. Y era verdad, pero no importaba. Éramos cuatro napolitanos indignados, sufrientes, incontenibles, como en la guerra que yo no había vivido y ellos sí. En esos minutos, cada célula de mi cuerpo dejó de ser mía. Saqué de mi interior algo desconocido hasta ese momento: violencia en estado puro. Podría haber asesinado a cualquiera. Papá sólo miraba al piso, con los ojos vacíos de vida. Mi mamá murió el 15 de febrero de 1977.