Podría sintetizar toda mi vida en un momento, en una imagen; es esta: tres mujeres con abrigos de lana oscuros esperan tomadas del brazo en un patio desolado. Están agotadas. Tienen polvo en los zapatos. Forman parte de una fila muy larga.
Las tres mujeres son mi madre, mi hermana Magda y yo. Es nuestro último momento juntas. No lo sabemos. Nos negamos a planteárnoslo. O estamos demasiado cansadas para especular siquiera sobre qué nos espera. Es un momento de separación, la de la madre de las hijas, la de la vida como había sido hasta entonces de lo que vendría después. Y, a pesar de todo, solo puedo darle ese significado en retrospectiva. Nos veo a las tres desde atrás, como si fuera la siguiente en la fila. ¿Por qué la memoria me muestra la parte trasera de la cabeza de mi madre y no su cara? Su pelo largo está recogido en una elaborada trenza sujeta con un clip en la parte superior de la cabeza. Las ondas de color castaño claro de Magda le tocan los hombros. Mi pelo negro está embutido bajo una bufanda. Mi madre está de pie en el centro y Magda y yo nos inclinamos hacia adentro. Es imposible discernir si somos nosotras las que mantenemos derecha a nuestra madre o viceversa, si su fuerza es el pilar que nos sostiene a Magda y a mí.
Ese momento es la antesala de una de las mayores pérdidas de mi vida. Durante siete décadas, he vuelto una y otra vez a esa imagen de nosotras tres. La he estudiado como si, escudriñándola lo suficiente, pudiera recuperar algo precioso. Como si pudiera recobrar la vida que antecede a ese momento, la vida que antecede a la pérdida. Como si eso fuera posible.
He regresado para poder permanecer un poco más en ese momento en que nuestros brazos están juntos y nos mantenemos unidas. Veo nuestros hombros inclinados. El polvo que se deposita en la parte inferior de nuestros abrigos. Mi madre. Mi hermana. Yo.
* * *
Nuestros recuerdos de infancia son a menudo fragmentos, breves instantes o encuentros que, juntos, conforman el álbum de recortes de nuestra vida. Son lo único que nos queda para entender la historia que nos explicamos a nosotros mismos acerca de quiénes somos.
Incluso antes del momento de nuestra separación, mi recuerdo más íntimo de mi madre, aunque lo guardo con cariño en mi memoria, está lleno de pena y pérdida. Estamos solas en la cocina y ella está envolviendo los restos del strudel, que hizo con una masa que le vi cortar y plegar a mano como si fuera una gruesa sábana, sobre la mesa del comedor. «Léeme», dice, y tomo el deteriorado ejemplar de Lo que el viento se llevó de su mesita de noche. Ya lo leímos entero una vez. Ahora, lo volvimos a empezar. Me detengo en la misteriosa dedicatoria escrita en inglés en la primera página del libro traducido. La caligrafía es de hombre, pero no es la de mi padre. Mi madre se limita a decir que el libro fue el regalo de un hombre al que conoció cuando trabajaba en el Ministerio de Asuntos Exteriores, antes de conocer a mi padre.
Nos sentamos en sillas de respaldo recto junto a la estufa de leña. Leo la novela adulta con fluidez, a pesar de que solo tengo nueve años. «Me alegro de que tengas cerebro, porque no tienes porte», me lo ha dicho en más de una ocasión; un halago y una crítica a la vez. A veces puede ser dura conmigo. Pero disfruto de ese momento. Cuando leemos juntas no tengo que compartirla con nadie. Me sumerjo en las palabras, en la historia y en la sensación de estar sola en el mundo con ella. Escarlata regresa a Tara al final de la guerra y descubre que su madre ha muerto y su padre enloqueció de pena. «A Dios pongo por testigo —dice Escarlata— de que nunca volveré a pasar hambre». Mi madre ha cerrado los ojos y reclina la cabeza en el respaldo de la silla. Quiero subirme a su regazo. Quiero apoyar mi cabeza contra su pecho. Quiero que me toque el pelo con los labios.
—Tara… —dice—. América, ese sí que sería un sitio bonito de ver.
Ojalá dijera mi nombre con la misma dulzura con que nombra un país que no ha visto nunca. Todos los olores de la cocina de mi madre se mezclan en mí con el drama del hambre y las comilonas; siempre, incluso en las comilonas, ese anhelo. No sé si el anhelo es suyo o mío, o si es algo que compartimos.
Nos sentamos separadas por el fuego.
—Cuando tenía tu edad… —empieza.
Ahora que habla, me da miedo moverme, temo que deje de hablar si lo hago.
—Cuando tenía tu edad, los bebés dormían juntos y mi madre y yo compartíamos cama. Una mañana, me desperté porque mi padre me estaba llamando, «Ilonka, despierta a tu madre, no me ha preparado el desayuno ni la ropa». Me giré hacia ella, que estaba a mi lado bajo las sábanas. Pero no se movía. Estaba muerta.
Nunca me había explicado eso antes. Yo quiero conocer todos los detalles de ese momento en el que una hija se despierta al lado de una madre a la que ya ha perdido. También quiero apartar la mirada. Es algo demasiado aterrador en lo que pensar.
—Cuando la enterraron aquella tarde, pensaba que la habían enterrado viva. Aquella noche, mi padre me dijo que hiciera la cena para la familia. Y eso fue lo que hice.
Espero a oír el resto de la historia. Espero la moraleja del final, o un consuelo.
—Hora de dormir —es lo único que dice mi madre. Se inclina para barrer las cenizas que hay bajo la estufa.
Se oyen unas pisadas sordas en la entrada, al otro lado de la puerta. Huelo el tabaco de mi padre antes incluso de oír el tintineo de sus llaves.
—Señoras —dice—, ¿todavía están despiertas?
Entra en la cocina con los zapatos brillantes y su elegante traje, su amplia sonrisa y una bolsita en la mano que me entrega con un sonoro beso en la frente.
—Volví a ganar —presume. Siempre que juega a las cartas o al billar con sus amigos, comparte sus ganancias conmigo. Hoy trajo un petit four recubierto de glaseado rosa. Si yo fuera mi hermana Magda, mi madre, siempre preocupada por su peso, me habría arrebatado el regalito, pero a mí me hace un gesto de aprobación con el que me da permiso para comérmelo.
Ahora está de pie, yendo de la estufa al fregadero. Mi padre la intercepta y le levanta la mano para hacerla girar por la habitación, cosa que ella hace, rígida, sin una sonrisa. La atrae hacia sí para abrazarla, con una mano en la espalda y la otra tanteando su pecho. Mi madre se lo quita de encima con un gesto.
—Para tu madre soy un fracasado —me susurra a medias mi padre mientras salimos de la cocina. ¿Quiere que ella le oiga o se trata de un secreto destinado solo a mí? En cualquier caso, es algo que guardo para meditar sobre ello más tarde. Sin embargo, la amargura de su voz me asusta.
—Quiere ir a la ópera cada noche, llevar una vida cosmopolita y de lujo. Yo solo soy un sastre. Un sastre y un jugador de billar.
El tono derrotado de mi padre me desconcierta. Es muy conocido y apreciado en nuestra ciudad. Alegre, sonriente, siempre parece relajado y animado. Le gusta salir por ahí. Sale con sus numerosos amigos. Le encanta la comida (especialmente el jamón, que a veces entra a escondidas en nuestro hogar kosher, y que come directamente del papel de periódico que lo envuelve, al tiempo que introduce bocados de cerdo prohibido en mi boca y soporta las acusaciones de mi madre de que es un mal ejemplo). Su sastrería ha ganado dos medallas de oro. No solo cose costuras uniformes y dobladillos rectos. Es un maestro de la costura. Así fue como conoció a mi madre; ella acudió a su taller porque necesitaba un vestido y le habían recomendado encarecidamente su trabajo. Sin embargo, él habría querido ser médico, no sastre, un sueño del que su padre lo disuadió y por el que, de vez en cuando, la decepción aflora en él.
—Tú no eres un sastre cualquiera, papá —le tranquilizo—. ¡Tú eres el mejor sastre!
—Y tú vas a ser la damisela mejor vestida de Košice —me dice acariciándome la cabeza—. Tienes una figura perfecta para la costura.
Parece que ha recordado quién es. Empuja su decepción otra vez hacia las sombras. Llegamos a la puerta del dormitorio que comparto con Magda y nuestra hermana mediana, Klara, en el que puedo imaginarme a Magda fingiendo hacer la tarea y a Klara limpiando el polvo de colofonia de su violín. Mi padre y yo nos detenemos un momento en la puerta, ninguno de los dos está listo para separarse del otro.
—Quería que fueras un niño, ¿sabes? —dice mi padre—. Di un portazo cuando naciste. Estaba furioso por tener otra niña. Pero ahora eres la única con quien puedo hablar.
Me besa en la frente.
Me encanta sentir el afecto de mi padre. Igual que el de mi madre, es precioso… y precario. Como si mi merecimiento de su amor tuviera menos que ver conmigo que con su soledad. Como si mi identidad no tuviera que ver con nada de lo que soy o tengo, y fuera únicamente un indicador de lo que le falta a cada uno de mis padres.
—Buenas noches, Dicuka —dice al fin mi padre. Utiliza el apelativo cariñoso que me puso mi madre. Ditzu-ka. Esas sílabas sin sentido me transmiten cariño—. Dile a tus hermanas que es hora de apagar la luz.
Cuando entro en la habitación, Magda y Klara me reciben con la canción que inventaron para mí. La crearon cuando yo tenía tres años y uno de mis ojos se quedó bizco a causa de una intervención médica mal hecha. «Eres fea, eres enclenque», cantan. «Nunca encontrarás marido.» Desde el accidente, inclino la cabeza hacia el suelo al caminar para no tener que ver a nadie observar mi rostro torcido. Todavía no he aprendido que el problema no es que mis hermanas me hagan rabiar con una canción perversa; el problema es que yo les creo. Estoy tan convencida de mi inferioridad que nunca me presento a la gente por mi nombre. Nunca le digo a nadie: «Soy Edie». Klara es una niña prodigio del violín. Interpretaba con maestría el concierto para violín de Mendelssohn cuando solo tenía cinco años. «Soy la hermana de Klara», digo.
Pero esta noche tengo una información especial. «La madre de mamá murió cuando ella tenía exactamente la misma edad que yo», le digo. Estoy tan convencida de la naturaleza privilegiada de esta información que no se me ocurre que para mis hermanas eso no es nada nuevo; que yo soy la última en saberlo, no la primera.
—Estás bromeando —dice Magda, con una voz tan claramente sarcástica que hasta yo la percibo. Tiene quince años, pechos, labios sensuales y pelo ondulado. Es la más bromista de la familia. Cuando éramos más pequeñas, me enseñó a lanzar uvas desde la ventana de nuestro dormitorio a las tazas de café de los clientes sentados en el patio. Inspirada por ella, pronto inventé mis propios juegos, pero, para entonces, los intereses habían cambiado. Mi amiga y yo nos pavonearemos ante los chicos en el colegio o en la calle. «Quedamos a las cuatro en punto junto al reloj de la plaza», decimos pestañeando. Vendrán, siempre vendrán, a veces atolondrados, a veces tímidos y a veces contoneándose expectantes. Desde la seguridad de mi dormitorio, mi amiga y yo miraremos cómo llegan los chicos.
—No te pases —le dice Klara a Magda bruscamente. Es más joven que Magda, pero interviene para protegerme—. ¿Ves esa foto que hay encima del piano? —me dice—. ¿Esa a la que siempre le habla mamá? Es su madre.
Sé de que foto habla. La he mirado cada día de mi vida. «Ayúdame, ayúdame», gime mi madre ante el retrato mientras limpia el polvo del piano y barre el suelo. Me da vergüenza no haberle preguntado nunca a mi madre —ni a nadie— de quién era la foto. Y me siento decepcionada de que mi información no me otorgue una categoría especial entre mis hermanas.
Estoy acostumbrada a ser la hermana silenciosa, la invisible. No se me ocurre que quizá Magda esté cansada de ser la payasa o que a Klara le moleste ser la niña prodigio. No puede dejar de ser extraordinaria, ni siquiera un segundo, o lo perdería todo: la adoración a la que está acostumbrada, el sentido de identidad. Magda y yo tenemos que trabajar para lograr algo que sabemos con seguridad que no será suficiente; a Klara le preocupa cometer un error fatal en cualquier momento y perderlo todo. Klara lleva tocando el violín toda mi vida, desde que tenía tres años. Hasta mucho más tarde, no fui consciente del precio que tuvo que pagar por su extraordinario talento: dejó de ser una niña. Nunca la vi jugar con muñecas. En lugar de eso, se ponía ante una ventana abierta a ensayar, incapaz de disfrutar de su genialidad creativa a menos que pudiera congregar a una audiencia de transeúntes para que fueran testigos de ella.
—¿Mamá quiere a papá? —pregunto a mis hermanas. La distancia entre nuestros padres, las cosas tristes que me han confesado ambos, me recuerdan que nunca los he visto vestirse para salir juntos.
—Qué pregunta —dice Klara. Aunque niega mi preocupación, creo ver reconocimiento en sus ojos. Nunca volveremos a hablar de ello, aunque lo intentaré. Me llevará años aprender lo que mis hermanas ya deben de saber, que lo que denominamos amor es, a menudo, algo más condicional: la recompensa ante una actuación, algo con lo que te conformas.
Cuando nos ponemos los camisones y nos metemos en la cama, borro la preocupación por mis padres y me pongo a pensar en mi profesor de ballet y su mujer; en la sensación que noto cuando subo los escalones del estudio de dos en dos o de tres en tres, me quito la ropa del colegio y me pongo el maillot y las medias. Llevo estudiando ballet desde que tenía cinco años, cuando mi madre intuyó que yo no era música, pero que tenía talento para otra cosa. Precisamente hoy practicamos el spagat. El profesor de ballet nos recordó que fuerza y flexibilidad son inseparables; que para que un músculo flexione, otro debe abrirse; para lograr agilidad y flexibilidad, debemos mantener los músculos fuertes.
Retengo sus instrucciones en mi mente como una oración. Allá voy, la columna recta, los músculos abdominales tensos, las piernas separadas. Sé respirar, especialmente cuando me siento bloqueada. Me imagino mi cuerpo expandiéndose como las cuerdas del violín de mi hermana, encontrando el punto exacto de tensión que hace que el instrumento suene. Y allá voy. Aquí estoy. Con las piernas totalmente extendidas. «¡Bravo!» El profesor de ballet aplaude. «Quédate así.» Me levanta del suelo por encima de su cabeza. Me cuesta mantener las piernas extendidas sin apoyarme en el suelo, pero, por un momento, me siento como una ofrenda. Pura luz. «Editke —me dice la profesora—, todo el éxtasis de tu vida vendrá de tu interior.» Tardaré años en entender realmente qué quiere decir. De momento, lo único que sé es que puedo respirar y estirarme y girar y doblarme. Mientras mis músculos se estiran y se fortalecen, cada movimiento, cada postura, parecen decir: «Soy, soy, soy. Soy yo. Soy alguien».
* * *
La memoria es un terreno sagrado. Pero también embrujado. Es el lugar en el que mi rabia, mi culpa y mi pena dan vueltas como pájaros hambrientos en busca de los mismos huesos viejos. Es el lugar al que acudo en busca de la respuesta a la pregunta que no puede contestarse. ¿Por qué sobreviví?
Tengo siete años y mis padres celebran una fiesta. Me mandan llenar una jarra de agua. Desde la cocina los oigo bromear: «A esa nos la podríamos haber ahorrado». Creo que se refieren a que antes de que yo llegara ya eran una familia completa. Tenían una hija que tocaba el piano y una hija que tocaba el violín. Soy innecesaria. No soy lo bastante buena, no hay sitio para mí, pienso. Así es como malinterpretamos los hechos en nuestras vidas, como asumimos cosas sin comprobarlas, como nos inventamos una historia que nos explicamos a nosotros mismos, reforzando lo que ya creemos.
Un día, con ocho años, decido irme de casa. Probaré la teoría de que soy prescindible, invisible. Veré si mis padres se dan cuenta siquiera de que me fui. En lugar de ir a la escuela, tomo el tranvía a casa de mis abuelos. Confío en que mis abuelos, el padre y la madrastra de mi madre, me cubrirán. Se pelean constantemente con mi madre a causa de Magda, y esconden galletas en el cajón del tocador de mi hermana. Para mí, representan la seguridad, aunque autorizan lo prohibido. Se agarran de la mano, cosa que mis padres no hacen nunca. No hay que actuar para conseguir su amor, ni fingir para obtener su aprobación. Son el bienestar: el olor de la carne y los frijoles cocidos, del pan dulce, del cholent, un delicioso estofado que mi madre lleva a la panadería para que se lo cocinen el sabbat, ya que la ortodoxia no permite utilizar el horno propio.
Mis abuelos se alegran de verme. Es una mañana maravillosa. Me siento en la cocina y como pastelitos de frutos secos. Pero, entonces, suena el timbre de la puerta. Mi abuelo va a abrir. Un momento después vuelve corriendo a la cocina. Es un poco sordo y me avisa demasiado fuerte. «¡Escóndete, Dicuka! —grita—. ¡Tu madre está aquí!» Tratando de protegerme, me delata.
Lo que más me preocupa es la mirada de mi madre cuando me ve en la cocina de mis abuelos. No es que le sorprenda verme allí, es como si el hecho mismo de mi existencia la hubiera agarrado desprevenida. Como si no fuera lo que quería o esperara.
Nunca seré guapa, eso ya lo dejó claro mi madre, pero el año de mi décimo cumpleaños, me asegura que ya no tendré que esconder mi cara nunca más. El doctor Klein, de Budapest, me arreglará el ojo bizco. En el tren a Budapest, como chocolate y disfruto de la atención exclusiva de mi madre. El doctor Klein es una eminencia, dice mi madre, el primero en realizar cirugía ocular sin anestesia. Yo estoy demasiado inmersa en el romanticismo del viaje y en el privilegio de tener a mi madre solo para mí como para darme cuenta de que me está avisando. Nunca me he planteado que la cirugía me vaya a doler. No hasta que el dolor me consume. Mi madre y sus parientes, los que nos pusieron en contacto con el célebre doctor Klein, sujetan mi convulsionado cuerpo contra la mesa de operaciones. Peor que el dolor, que es enorme e ilimitado, es la sensación de notar a personas que me quieren sujetándome para que no me mueva. Solo más adelante, mucho después de que la operación resultase satisfactoria, soy capaz de contemplar la escena desde el punto de vista de mi madre e imaginar cómo debió de sufrir a causa de mi sufrimiento.
Cuando más feliz me siento es cuando estoy sola, cuando puedo retirarme a mi mundo interior. Una mañana, con trece años, de camino a clase en una escuela secundaria privada, practico los pasos de la coreografía de El Danubio azul que mi clase interpretará en un festival junto al río. Entonces, la imaginación se adueña de mí y me sumerjo en una nueva danza de mi invención, una en la que me imagino a mis padres encontrándose. Bailo los dos papeles. Mi padre mira dos veces haciéndose el payaso al ver a mi madre entrar en la sala. Mi madre da vueltas cada vez más rápido y salta cada vez más alto. Yo arqueo mi cuerpo en una risa feliz. Nunca he visto muy contenta a mi madre, nunca la he oído reír desde las entrañas, pero, en mi cuerpo, siento el pozo sin explotar de su felicidad.
Cuando llego al colegio, el dinero de la colegiatura que me dio mi padre para pagar todo un trimestre desapareció. De algún modo, en el fragor de la danza, lo perdí. Busco en todos los bolsillos y pliegues de mi ropa, pero no está. Durante todo el día, el pavor de decírselo a mi padre me abrasa como hielo en el estómago. En casa, es incapaz de mirarme mientras levanta los puños. Es la primera vez que le pega a una de nosotras. Cuando termina no me dice ni una palabra. Aquella noche, en la cama, quiero morirme para que mi padre sufra por lo que me hizo. Y, a continuación, deseo que mi padre muera.
¿Me dan esos recuerdos una imagen de mi fortaleza? ¿O de mis heridas? Tal vez la infancia sea el terreno en el que intentamos determinar cuánto importamos y cuánto no, un mapa en el que estudiamos las dimensiones y las fronteras de nuestra valía.
Tal vez la vida sea un estudio de las cosas que no tenemos pero que nos gustaría tener y de las cosas que tenemos pero que nos gustaría no tener.
Me llevó tres décadas descubrir que podía encarar mi vida con una pregunta diferente. No ¿por qué vivo?, sino ¿qué puedo hacer con la vida que he recibido?
Los dramas cotidianos de mi familia se complicaron a causa de las fronteras y las guerras. Antes de la Primera Guerra Mundial, la región de Eslovaquia en la que nací y me crié formaba parte del Imperio austrohúngaro, pero, en 1918, una década antes de mi nacimiento, el Tratado de Versalles rediseñó el mapa de Europa y creó un nuevo estado. Checoslovaquia se improvisó uniendo la agrícola Eslovaquia, la región de donde procedía mi familia, que era de etnia húngara y eslovaca, las regiones más industrializadas de Moravia y Bohemia, las cuales eran de etnia checa, y la Rutenia subcarpática, una región que actualmente forma parte de Ucrania. Con la creación de Checoslovaquia, mi ciudad natal, Kassa, en Hungría, pasó a ser Košice, en Checoslovaquia. Y mi familia pasó a formar parte de una minoría en dos sentidos. Éramos de etnia húngara viviendo en un país predominantemente checo y éramos judíos.
Aunque los judíos habían vivido en Eslovaquia desde el siglo xi, hasta 1840 no se les permitió establecerse en Kassa. Incluso entonces, los funcionarios municipales, respaldados por los gremios de comerciantes cristianos, les ponían las cosas difíciles a los judíos que querían vivir allí. Sin embargo, a principios del siglo xx, Kassa se había convertido en una de las comunidades judías más grandes de Europa. A diferencia de lo sucedido en otros países de Europa del Este, como Polonia, los judíos no formaron guetos (razón por la cual mi familia hablaba únicamente húngaro y no yidis). No estábamos marginados y gozábamos de numerosas oportunidades educativas, profesionales y culturales. Sin embargo, a pesar de ello, nos topábamos con prejuicios, sutiles y explícitos. El antisemitismo no fue un invento de los nazis. Al crecer, interioricé un sentimiento de inferioridad y la creencia de que era más seguro no admitir que era judía, que era más seguro integrarse, mezclarse, no destacar nunca. Era difícil encontrar una idea de identidad y pertenencia. Entonces, en noviembre de 1938, Hungría se anexionó de nuevo Košice y tuvimos la sensación de que el hogar volvía a ser el hogar.
Mi madre está de pie en nuestro balcón del palacio Andrássy, un antiguo edificio transformado en departamentos unifamiliares. Cuelga una alfombra oriental en la barandilla. No está limpiando, está celebrando. El almirante Miklós Horthy, su alteza serenísima, regente del reino de Hungría, llega hoy para dar oficialmente la bienvenida a nuestra ciudad a Hungría. Entiendo la emoción y el orgullo de mis padres. ¡Encajamos! Hoy, yo también doy la bienvenida a Horthy. Interpreto una danza. Llevo un traje típico húngaro: un brillante chaleco y una falda de lana con un llamativo bordado floral, una blusa hinchada de mangas blancas, cintas, encaje y botas rojas. Cuando hago el grand battement junto al río, Horthy aplaude. Abraza a las bailarinas. Me abraza.
—Dicuka, ojalá fuéramos rubias como Klara —susurra Magda a la hora de acostarnos.
Todavía faltan años para los toques de queda y las leyes discriminatorias, pero el desfile de Horthy es el punto de partida de todo lo que vendrá después. Por una parte, la ciudadanía húngara ha traído consigo la sensación de pertenencia, pero, por otro, la de exclusión. Estamos encantadas de hablar nuestra lengua materna, de ser aceptadas como húngaras, pero esa aceptación depende de nuestra integración. Los vecinos sostienen que únicamente las personas de etnia húngara que no sean judías pueden vestir los trajes tradicionales.
—Más vale que no digas que eres judía —me advierte mi hermana Magda—. Eso no hará más que hacer que otras personas te quieran quitar tus cosas bonitas.
Magda es la mayor; me explica el mundo. Me da detalles, a veces sobre cosas inquietantes, para que los estudie y reflexione sobre ellos. En 1939, el año que la Alemania nazi invade Polonia, los nazis húngaros, los nyilas, ocupan el departamento bajo el nuestro en el palacio Andrássy. Escupen a Magda. Nos desahucian. Nos mudamos a un nuevo departamento en el número 6 de Kossuth Lajos, una calle lateral, en lugar de la avenida principal, menos adecuada para el negocio de mi padre. El departamento está disponible porque sus anteriores inquilinos, otra familia judía, se fueron a Sudamérica. Sabemos que hay más familias judías que se están marchando de Hungría. La hermana de mi padre, Matilda, ya hace años que se fue. Vive en Nueva York, en un lugar llamado el Bronx, un barrio de inmigrantes. Su vida en Estados Unidos parece más limitada que la nuestra. No hablamos de irnos.
Incluso en 1940, cuando tengo trece años y los nyilas empiezan a detener a los hombres judíos de Kassa y a enviarlos a un campo de trabajos forzados, la guerra parece muy lejana. A mi padre no lo detienen. Al principio no. Utilizamos la negación como protección. Si no prestamos atención, podemos continuar con nuestras vidas sin darnos cuenta de nada. Podemos construir un mundo seguro en nuestras mentes. Podemos hacernos invisibles al dolor.
Pero, un día de junio de 1941, Magda está fuera de casa en su bicicleta cuando rugen las sirenas. Recorre a toda prisa tres manzanas en busca de la seguridad de la casa de nuestros abuelos y ve que la mitad de esta ha desaparecido. Gracias a Dios, sobrevivieron. Pero su casera no. Fue un único ataque; un barrio arrasado por un bombardeo. Nos dicen que los rusos son los responsables de los escombros y las muertes. Nadie se lo cree, pero, a pesar de ello, nadie puede refutarlo. Somos afortunados y vulnerables a la vez. La única verdad indiscutible es el montón de ladrillos destrozados donde había habido una casa. La destrucción y la ausencia son una realidad. Hungría se une a Alemania en la Operación Barbarroja. Invadimos Rusia.
Más o menos en esa época nos obligan a llevar la estrella amarilla. El truco consiste en esconderla, en hacer que el abrigo la tape. Pero, incluso con mi estrella oculta, me siento como si hubiera hecho algo malo, algo punible. ¿Cuál es mi pecado imperdonable? Mi madre está siempre junto a la radio. Cuando vamos de pícnic junto al río, mi padre cuenta historias de cuando fue prisionero de guerra durante la Primera Guerra Mundial; su trauma, aunque no sé si llamarlo así, tiene algo que ver con el hecho de que coma carne de cerdo, con su alejamiento de la religión. Sé que la guerra está en la raíz de su aflicción. Pero la guerra, esta guerra, todavía tiene lugar en otro sitio. Puedo ignorarla, y lo hago.
Después del colegio, paso cinco horas en el estudio de ballet y también empiezo a practicar gimnasia. Aunque empieza siendo una actividad complementaria al ballet, la gimnasia pronto se convierte en una pasión y un arte igual de importante. Entro a formar parte de un club de lectura, un grupo compuesto por chicas de mi escuela y alumnos de un colegio privado masculino cercano. Leemos María Antonieta, retrato de una reina mediocre, de Stefan Zweig. Hablamos de cómo Zweig escribe la historia desde dentro, desde la mente de una persona. En el club de lectura hay un chico llamado Eric, el cual un día se fija en mí. Lo veo mirarme detenidamente cada vez que hablo. Es alto, con pecas y pelo rojizo. Me imagino Versalles. Me imagino el tocador de María Antonieta. Me imagino encontrándome allí con Eric. No sé nada de sexo, pero soy romántica. Veo que se fija en mí y me pregunto: «¿Cómo serían nuestros hijos? ¿También tendrían pecas?». Eric se me acerca después del debate. Huele muy bien, como la hierba de las orillas del río Hernád, por donde daremos paseos al cabo de poco tiempo.
Nuestra relación es firme y sólida desde el principio. Hablamos de literatura. Hablamos de Palestina (él es un sionista convencido). No es una época de ligue despreocupado, nuestra relación no es un capricho momentáneo, no es un amor adolescente. Es amor a las puertas de la guerra. A los judíos se les impuso un toque de queda, pero una noche nos escabullimos con nuestras estrellas amarillas. Hacemos cola en el cine. Ponen una película estadounidense protagonizada por Bette Davis, La extraña pasajera, cuyo título en inglés es, como supe más tarde, Now, Voyager, pero que en Hungría se tituló Utazás a múltból, viaje al pasado. Bette Davis interpreta a una mujer soltera tiranizada por su controladora madre. Ella intenta encontrar su propia identidad y su libertad, pero es derribada constantemente por su madre y sus críticas. Eric la ve como una metáfora política sobre la autodeterminación y la autoestima. Yo veo rasgos de mi madre y de Magda: mi madre, que adora a Eric, pero reprende a Magda por salir de vez en cuando con chicos; que me ruega que coma más, pero se niega a llenarle el plato a Magda; que siempre está callada y pensativa, pero se enfurece con Magda; cuya ira, aunque nunca va dirigida a mí, me aterroriza igual.
Las batallas familiares, el enfrentamiento con Rusia cada vez más cerca… Nunca sabes qué va a pasar a continuación. En la oscuridad y el caos de la incertidumbre, Eric y yo aportábamos nuestra propia luz. Cada día, a medida que nuestra libertad y nuestras opciones se van limitando, planeamos nuestro futuro. Nuestra relación es como un puente por el que podemos cruzar desde las preocupaciones actuales a las alegrías futuras. Planes, pasión, promesas. Tal vez el torbellino a nuestro alrededor nos da la oportunidad de comprometernos más y dudar menos. Nadie más sabe qué sucederá, pero nosotros sí. Nos tenemos el uno al otro y tenemos el futuro, una vida juntos que podemos ver con tanta claridad como nuestras manos al juntarlas. Un día de agosto de 1941 vamos al río. Él lleva una cámara y me fotografía en traje de baño, haciendo el spagat en la hierba. Nos imagino enseñándoles esa foto a nuestros hijos algún día. Diciéndoles cómo mantuvimos vivo nuestro amor y nuestro compromiso.
Cuando llego a casa ese día, mi padre no está. Se lo llevaron a un campo de trabajos forzados. Es un sastre, es apolítico. ¿Cómo puede ser una amenaza para alguien? ¿Por qué fueron por él? ¿Tiene algún enemigo? Hay muchas cosas que mi madre no me explica. ¿Es porque simplemente no las sabe? ¿O me está protegiendo? ¿O se está protegiendo ella? No habla abiertamente de sus preocupaciones, pero durante los largos meses que mi padre no está en casa, puedo sentir lo triste y asustada que está. La veo intentar hacer varias comidas con un solo pollo. Tiene migrañas. Conseguimos un inquilino para compensar la pérdida de ingresos. Tiene una tienda enfrente de nuestro departamento, y me siento durante horas en ella solo para sentir su presencia tranquilizadora.
Magda, que ya es prácticamente adulta, que ya no va al colegio, descubre de algún modo dónde está nuestro padre y lo va a visitar. Lo ve tambalearse bajo el peso de una mesa que tiene que trasladar de un sitio a otro. Ese es el único detalle que me da de su visita. No sé qué significa esa imagen. No sé qué trabajo se le obliga a realizar a mi padre durante su cautiverio. No sé cuánto tiempo estará preso. Tengo dos imágenes de mi padre: una, como lo he conocido toda mi vida, con un cigarro colgando de los labios, un metro alrededor del cuello, tiza en la mano para señalar los patrones en telas caras, los ojos brillantes, listo para cantar una canción o a punto de contar un chiste. Y ahora esta: levantando una mesa demasiado pesada, en un lugar sin nombre, en tierra de nadie.
El día de mi decimosexto cumpleaños, me quedo en casa resfriada y Eric viene a nuestro departamento a darme dieciséis rosas y mi primer beso de verdad. Estoy contenta, pero también triste. ¿A qué me puedo aferrar? ¿Qué dura? Le doy a una amiga la foto que me tomó Eric en la orilla del río. No recuerdo por qué. ¿Para que la guardara en un lugar seguro? No sabía que me iría pronto, mucho antes de mi siguiente cumpleaños. Sin embargo, por alguna razón, debía de saber que alguien tenía que conservar una prueba de mi vida, que tenía que plantar pruebas de mi existencia a mi alrededor como si fueran semillas.
En algún momento, a principios de la primavera, tras siete u ocho meses en el campo de trabajo, mi padre regresa. Es una medida de gracia; fue liberado a tiempo para celebrar la Pascua judía, para la cual faltan una o dos semanas. Eso es lo que creemos. Toma de nuevo el metro y la tiza. No habla del lugar en el que estuvo.
Un día, unas cuantas semanas después de su regreso, me siento en la colchoneta azul del gimnasio y caliento con unos ejercicios de suelo, me toco las puntas de los pies, los flexiono, estiro las piernas, los brazos, el cuello y la espalda. Siento que soy yo de nuevo. No soy la renacuaja bizca que tiene miedo a decir su nombre. No soy la hija que tiene miedo a su familia. Soy una artista y una atleta, mi cuerpo es fuerte y flexible. No tengo la belleza de Magda ni la fama de Klara, pero tengo mi ágil y expresivo cuerpo, cuya incipiente existencia es la única cosa que verdaderamente necesito. Mi entrenamiento, mi habilidad… Mi vida rebosa posibilidades. Las mejores alumnas de mi clase de gimnasia formamos un equipo de entrenamiento olímpico. Los juegos olímpicos de 1944 fueron suspendidos a causa de la guerra, pero eso nos da más tiempo para prepararnos para competir.
Cierro los ojos y estiro los brazos y el torso hacia adelante hasta tocarme las piernas. Mi amiga me da un toquecito con el pie, levanto la cabeza y veo a nuestra entrenadora que se dirige hacia mí. Todas estamos medio enamoradas de ella. No se trata de un enamoramiento sexual. Es la adoración que se le tiene a un héroe. A veces volvemos a casa dando un rodeo para poder pasar junto a su casa y caminamos lo más despacio posible por la banqueta con la esperanza de atisbarla por la ventana. Estamos celosas de lo que no sabemos de su vida. Con la promesa de los juegos olímpicos cuando la guerra acabe por fin, gran parte de mi razón de ser depende del apoyo de mi entrenadora y de su fe en mí. Si logro asimilar todo lo que tiene que enseñarme, y si puedo responder a su confianza, me esperan grandes cosas.
—Editke —dice mientras se acerca a mi colchoneta, utilizando mi nombre formal, pero añadiendo un diminutivo—. Tengo que hablar contigo un momento, por favor.
Sus dedos se deslizan por mi espalda mientras me hace salir al pasillo.
La miro expectante. Tal vez se dio cuenta de cómo he mejorado en el salto. Tal vez quiere que dirija al equipo haciendo más ejercicios de estiramiento después del entrenamiento de hoy. Tal vez me quiere invitar a su casa a cenar. Estoy lista para decir que sí antes de que me lo pregunte.
—No sé cómo decirte esto —empieza. Estudia mi cara y aparta la mirada hacia la ventana donde resplandece el sol de la tarde.
—¿Se trata de mi hermana? —pregunto antes incluso de ser consciente de la terrible imagen que se está formando en mi mente. Klara está estudiando ahora en el conservatorio de Budapest. Nuestra madre fue a Budapest para asistir al concierto de Klara y recogerla para la celebración de la Pascua judía y, mientras mi entrenadora está incómoda a mi lado en el pasillo, incapaz de mirarme a los ojos, tengo miedo de que su tren se haya descarrilado. Es demasiado pronto para que estuvieran viajando de vuelta a casa, pero es la única tragedia que se me ocurre. Incluso en época de guerra, el primer desastre que me pasa por la cabeza es mecánico, una tragedia provocada por un error humano, no por voluntad humana, aunque soy consciente de que algunos de los profesores de Klara, incluidos algunos gentiles, ya han huido de Europa temerosos de lo que se avecina.
—Tu familia está bien. —Su tono no me tranquiliza—. Edith. No es decisión mía, pero soy yo quien tiene que decirte que tu plaza en el equipo olímpico le fue asignada a otra persona.
Creo que voy a vomitar. Me siento extraña en mi propia piel.
—¿Qué hice? —Repaso mentalmente todos los meses de entrenamiento en busca de algo que haya hecho mal—. No lo entiendo.
—Cariño —dice, y ahora me mira a la cara, lo cual es peor, porque veo que está llorando y, en ese momento en el que mis sueños se están haciendo trizas como el papel de periódico en la carnicería, no quiero sentir pena por ella—. La verdad es que ya no puedes formar parte de él debido a tu origen.
Pienso en los niños que me han escupido y me han llamado sucia judía, en mis amigas judías que han dejado de ir al colegio para evitar el acoso y que ahora siguen las clases por la radio. «Si alguien te escupe, escúpele tú —me enseñó mi padre—. Eso es lo que tienes que hacer.» Me planteo escupirle a mi entrenadora. Sin embargo, contraatacar sería aceptar la devastadora noticia. No pienso aceptarla.
—No soy judía —digo.
—Lo siento, Editke —dice—. Lo siento mucho. Quiero que sigas viniendo al gimnasio. Me gustaría pedirte que entrenes a la chica que te sustituirá en el equipo. —De nuevo, me pasa los dedos por la espalda. Dentro de un año, mi espalda estará rota exactamente en el mismo sitio que ella acaricia ahora. Al cabo de algunas semanas, mi vida estará en peligro. Pero aquí, en el pasillo de mi querido gimnasio, parece que mi vida ya ha llegado a su fin.
Durante los días siguientes a mi expulsión del equipo olímpico, planeo mi venganza. No será la venganza del odio, será la venganza de la perfección. Le demostraré a mi entrenadora que soy la mejor. La atleta más consumada. La mejor entrenadora. Entrenaré a mi sustituta tan meticulosamente que demostraré el gran error que han cometido al sacarme del equipo. El día que mi madre y Klara tienen que volver de Budapest, avanzo dando volteretas por la alfombra roja del pasillo hasta nuestro departamento, imaginando que mi sustituta es la actriz suplente y yo soy la estrella protagonista.
Mi madre y Magda están en la cocina. Magda está cortando manzanas para el jaroset. Mi madre está mezclando harina para hacer pan ácimo. Trabajan con el ceño fruncido y casi ni se dan cuenta de mi llegada. Esta es su relación ahora. Se pelean todo el tiempo y, cuando no lo hacen, se tratan como si estuvieran en un enfrentamiento. Sus discusiones acostumbraban a ser sobre la comida, con mi madre siempre preocupada por el peso de Magda, pero ahora el conflicto ha aumentado hasta convertirse en una hostilidad general y crónica.
—¿Dónde está Klarie? —pregunto mientras tomo frutos secos cortados de un plato.
—Budapest —dice Magda. Mi madre golpea el plato contra la encimera. Quiero preguntar por qué mi hermana no está con nosotras durante la celebración. ¿De verdad prefiere la música a nosotras? ¿O no le permitieron faltar a clase para acudir a una fiesta que ninguna de sus compañeras celebra? Pero no pregunto. Me da miedo que mis preguntas hagan hervir la rabia que, obviamente, se está calentando en mi madre. Me retiro al dormitorio que compartimos mis padres, Magda y yo.
Cualquier otra noche, especialmente durante una celebración, nos reuniríamos en torno al piano, el instrumento que Magda lleva tocando y estudiando desde pequeña, en el que Magda y mi padre se turnarían interpretando canciones. Magda y yo no éramos prodigios como Klara, pero, con todo, teníamos pasiones creativas que nuestros padres valoraban y fomentaban. Después de que Magda tocara, sería el turno de mi actuación. «¡Baila, Dicuka!», diría mi madre. Y, aunque era más una orden que una invitación, yo disfrutaba de la atención y los elogios de mis padres. Entonces, Klara, la estrella del espectáculo, tocaría el violín, y mi madre parecería extasiada. Pero hoy no hay música en nuestra casa. Antes de la cena, Magda trata de animarme recordándome séders pasados en los que me metía calcetines en el brasier para impresionar a Klara, intentando mostrarle que me había convertido en una mujer mientras ella estaba fuera. «Ahora puedes lucir tu feminidad», dice Magda. En la mesa del séder sigue haciendo payasadas, metiendo los dedos en la copa de vino servida para el profeta Elías, como es costumbre. Elías, que salva a los judíos del peligro. Cualquier otra noche, nuestro padre se habría reído, a su pesar. Cualquier otra noche, nuestra madre habría puesto fin a las tonterías con una severa reprimenda. Pero hoy, nuestro padre está demasiado distraído para darse cuenta y nuestra madre está demasiado consternada por la ausencia de Klara para regañar a Magda. Cuando abrimos la puerta del departamento para dejar entrar al profeta, siento un escalofrío que no tiene nada que ver con la fría noche. En lo más hondo de mí sé lo imperiosamente que necesitamos ahora protección.
—¿Ya intentaste en el consulado? —pregunta mi padre. Ya ni siquiera finge dirigir el séder. Nadie, salvo Magda, es capaz de comer—. ¿Ilona?
—Ya intenté en el consulado —dice mi madre. Es como si interpretara su papel en la conversación desde otra habitación.
—Cuéntame otra vez qué dijo Klara.
—¿Otra vez? —protesta mi madre.
—Otra vez.
Lo cuenta con cara inexpresiva, con los dedos jugueteando con su servilleta. Klara había llamado a su hotel a las cuatro de la mañana. Su profesor le acababa de decir que un antiguo profesor del conservatorio, Béla Bartók, ahora un compositor famoso, había telefoneado desde Estados Unidos con una advertencia: los alemanes iban a empezar a apretar el puño en Checoslovaquia y Hungría; los judíos iban a ser expulsados a la mañana siguiente. El profesor de Klara le había prohibido regresar a Kassa. Quería que convenciese a mi madre de que se quedara también en Budapest y llevase allí al resto de la familia.
—Ilona, ¿por qué volviste a casa? —se lamenta mi padre. Mi madre clava los ojos en él.
—¿Y todo por lo que hemos trabajado aquí? ¿Lo dejamos sin más? ¿Y si ustedes tres no logran llegar a Budapest? ¿Quieres que viva con eso?
No me doy cuenta de que están aterrados. Solo oigo la culpa y la decepción que se lanzan mis padres habitualmente como si fuera la lanzadera mecánica de un telar. «Hiciste esto.» «No hiciste esto.» «Hiciste esto.» «No hiciste esto.» Más adelante, sabré que no es una de sus discusiones habituales, que la pelea que están teniendo ahora tiene un motivo y una trascendencia importantes. Hay unos boletos con destino a Estados Unidos que mi padre rechazó. Un funcionario húngaro que ofreció a mi madre documentación falsa para toda la familia, insistiendo en que huyéramos. Más adelante nos enteramos de que los dos tuvieron la posibilidad de elegir otra opción. Ahora sufren su arrepentimiento y lo cubren de culpa.
—¿Podemos hacer las cuatro preguntas? —pregunto para interrumpir la pesadumbre de mis padres. Esa es mi función en la familia. Poner paz entre mis padres y entre Magda y mi madre. Sean cuales sean los planes que se están llevando a cabo al otro lado de la puerta, no puedo controlarlos. Pero, dentro de casa, tengo que desempeñar un papel. Como la hija más pequeña, tengo la misión de hacer las cuatro preguntas. Ni siquiera tengo que abrir mi hagadá, me sé el texto de memoria.
—¿Por qué esta noche es distinta de todas las demás? —empiezo.
Al final de la cena, mi padre rodea la mesa y nos besa a cada una en la cabeza. Está llorando. ¿Por qué esta noche es distinta de todas las demás? Antes de que rompa el alba lo sabremos.