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IMPERIALISTAS

(1470-1598)

La forma de vida de las personas en Chile fue sacudida por la irrupción de una estructura mucho más compleja de civilización política que la que tenían ellas: el imperio. Y no uno, sino dos, y en un pestañeo de tiempo.

Parece ser bastante probable que los incas se hayan adelantado unos setenta años a los españoles en llegar a Chile. Esto coincide con la administración de Tupac Inca Yupanqui, el décimo jefe supremo de la civilización, que había continuado con la política de expansión militar de su padre, Pachacútec[1].

El consenso histórico hasta el momento da cuenta de una dominación gradual del territorio por parte de los incas, «gradual» no por una voluntad pacífica de los invasores, sino por una resistencia fiera de los invadidos.

Lo que sabemos: Tupac efectivamente invadió Chile, pero su dominio no fue logrado del todo. En Copiapó, las fuerzas incas a cargo del general Sinchi Ruca enfrentaron una tenaz resistencia de los diaguitas que solo pudieron vencer con la llegada de refuerzos masivos desde Cusco, lo que hizo que la población local, luego de una friolera de muertos, depusiera las armas y lograra una negociación con los incas.

La conquista funcionó de manera relativamente rápida hasta el valle de Quillota. Los diaguitas, la principal etnia, fueron asimilados al gigantesco ejército imperial u obligados a retirarse más al sur.

¿Qué encontraría un eventual diaguita exiliado, que huía de Sinchi Ruca y su ejército en algún momento de la década de 1470? En la zona del río Aconcagua, se toparía con lo que hoy conocemos como «cultura Aconcagua», un grupo humano de agricultores, pescadores, cazadores y recolectores que habitaba en viviendas para varias familias en las orillas de esteros y ríos. Hasta ahí, nada muy desconocido. Sin embargo, estos grupos de personas tenían dos características nuevas: enterraban a sus muertos en cementerios grupales, decoraban vasijas con un motivo circular concéntrico de tres aspas y —acaso lo más importante— hablaban una lengua que, con diferencias dialécticas más o menos pronunciadas, era común para casi todo el territorio desde este punto al sur: el mapudungún.

El diaguita exiliado encontraría también un sistema social y político que, durante los próximos ciento y tantos años, resultaría clave en la resistencia a los imperios: la división en mitades. Común al mundo andino, esta división territorial implicaba a dos gobernantes-administradores que eran considerados hermanos, y que a cambio de privilegios en vivienda y vestuario, ejercían labores administrativas, judiciales, militares y rituales. A su vez, bajo cada jefe se situaban otros dos, de manera que, aunque dispersa en el territorio, esta sociedad estaba ligada por complejas redes sociales superiores a la autoridad del jefe, que funcionaban en base a mandatos provisorios o acotados que dependían del prestigio, capacidad retórica, dádivas y riqueza del clan[2]. Esta especie de dilución del poder, aunque los puso en una posición de inferioridad política frente a los invasores, determinó, por lo menos hasta la mitad del siglo XVI, la imposibilidad de un funcionamiento aceitado del modelo de imperio centralizado que traían Sinchi Ruca y sus nobles desde el Cusco.

Como la historia escrita no registra con detalles este pasado anterior a la llegada de los incas, no tenemos idea de luchas entre las distintas tribus y clanes, pero es ingenuo suponer una convivencia de paz y amor. Evidencia arqueológica sustenta la existencia de fuertes en las cimas de colinas, donde los indígenas se guarecían con comida, familia y armas. Usaban lo que algún cronista describe como las famosas «galgas», unas piedrotas de más de treinta y cinco kilos, ovaladas, que se echaban a rodar cuesta abajo en un tormento acompañado de bolas de fuego y flechas. Sin embargo, no se ha podido comprobar que estos fuertes sean anteriores a la llegada de los incas.

Los incas alcanzaron el valle del río Aconcagua aproximadamente en 1470, con un ejército formidable, de miles de personas, en su gran mayoría diaguitas y kunzas —la cultura existente en la cordillera de Antofagasta— sojuzgados, que recibieron el nombre de «yanaconas». Sinchi Ruca, con sus grandes aros de oro, tras vencer en Copiapó y Choapa, llegó a este lugar que los locales denominaban «Chire», «Chili» o «Chile»: un toponímico más o menos vago que designaba a la zona comprendida entre el río Aconcagua y el Mapocho.

El valle era más húmedo que los que se había encontrado anteriormente. Tenía un pequeño lavadero de oro en el curso superior del estero Marga-Marga, cerca de la actual Quillota.

Nuestro diaguita exiliado no lo pasó bien: la guerra terminó encontrándolo. Las alianzas locales se activaron y atacaron con todo al general Sinchi Ruca. ¿O a otro? Las crónicas se tornan confusas en este punto, pero todas coinciden en que una gigantesca expedición militar salió del Cusco hacia el valle de Chile con la misión de dar una paliza que los «chilenos» no olvidarían: entre cien mil y medio millón de hombres, con el propósito de reemplazar a la población local por quechuas. Existe una posibilidad de que la expedición haya sido comandada por el mismísimo hijo del sol, the big boss, el recientemente investido inca Huayna Capac.

Los incas ganaron, pero parece que la victoria les salió tan cara que quedaron demasiado debilitados como para imponer el imperio por completo. En los años que siguieron, el valle de Chile vivió una suerte de «soberanía compartida», en la que los incas recibieron tributo en oro y productos agrícolas e instalaron una burocracia política, administrativa y religiosa, y la población local, pudo seguir con sus asuntos. Incas con incas… chilenos con chilenos.

Sin duda el hecho político más importante de este periodo fue la fundación, por parte de los incas, de una ciudadela administrativa y religiosa en la ribera sur del río Mapocho o «Mapuchunco» (agua mapuche). No se trata de una ciudad como se entiende hoy, sino de un espacio simbólico, al menos con un tambo (edificio público comunitario), un acllahuasi («monasterio» de las «vírgenes del sol») y un espacio abierto comunitario: el último correspondería exactamente a la actual Plaza de Armas[3].

Esto fue algo nunca antes visto. La cultura inca estaba acostumbrada a las ciudades y la arquitectura por su herencia que provenía de la cultura Tiahuanaco, pero desde Copiapó al sur, las únicas construcciones sólidas eran los fuertes militares. Aparentemente, sin embargo, los locales miraron con cierta indiferencia la novedad: cada etnia se mantuvo más o menos en sus respectivas zonas. No hay un registro de un levantamiento general de los «chilenos» de la zona del Aconcagua-Mapocho contra los extranjeros hasta la llegada de los españoles en 1536, aunque se puede especular con un triunfo local en el valle del Aconcagua que terminó en una especie de pacto que permitió a los incas a establecerse al sur del Mapocho y al norte del Maipo. Esta victoria de los «chilenos» habría estabilizado políticamente el territorio y permitido a los incas construir su ciudadela en lo que hoy es Santiago.

La incursión de los incas en los territorios del sur responde a la lógica de todo imperio: desde el punto central del poder, en este caso la ciudad de Cusco, a lo largo de los años se agregan capas y capas de conquista, que hay que proteger a través de nuevas conquistas.

Un mudo testigo de los años de permanencia inca en la zona ha sobrevivido hasta hoy: es el niño del cerro El Plomo. En 1954, en la cumbre de este cerro, se descubrió un entierro ceremonial en el cual un niño de unos ocho o nueve años, momificado, estaba en posición fetal. Los expertos coinciden en que se trata de un sacrificio del ritual de la Capacocha, en el que niñitos de todo el imperio se congregaban en Cusco y eran enviados a distintos puntos del Tahuantinsuyo para ser enterrados vivos y así velar por la prosperidad del imperio. Hay algunos antecedentes que han querido ver en esta Capachocha en la zona central de Chile, a más de cinco mil metros de altura, un ritual ligado al fallecimiento del inca Tupac Yupanqui[4].

Esta ciudadela administrativa y religiosa en la ribera del Mapocho sería, entonces, el centro de comando y control para la fase posterior a la conquista del valle de Chile: la del territorio sureño de los purum aucca[5].

Ya en el valle del Aconcagua, pero sobre todo al sur del río Maipo, los incas se habían topado con un complejo entramado social articulado por el idioma mapudungún, que unía el territorio, si no en términos políticos, al menos sí sociales. La conquista del valle de «Chile» había sido agobiante, pero lo que les esperaba, una zona más rica y mucho más poblada, iba a multiplicarse exponencialmente.

El mapudungún es una lengua que no guarda relación alguna ni con el quechua de los invasores ni con el kunza ni con el diaguita (también conocido como kakán). Es un idioma aislado, como el euskera (vasco).

Los habitantes de esta zona no se aplicaban a sí mismos ningún gentilicio. ¿Por qué hacerlo? Hasta la llegada de los incas, estaban solos en el mundo y no habían constituido estados-naciones con los que pudieran identificarse. Aparentemente, la voz que empezó a correr para autodefinirse era «re-che» —gente de verdad, gente auténtica— o, posiblemente, también, «mapu-che» —gente del país, de la zona, propia del lugar, tal como hoy se dice «nativo»—, sin perjuicio de toponímicos como «pikun-che» (gente del norte, nortinos) o «huilli-che» (gente del sur, sureños). Aparentemente, el hoy popular «mapuche» terminó imponiéndose: pasó de ser un denominativo a un sustantivo que significó a una nación[6]. Es como si los chilenos de hoy se llamaran a sí mismos «seres humanos».

¿Quiénes eran estos «reches», «mapuches»? ¿Estas personas con quienes los incas se comenzaron a topar a partir de los valles de Copiapó y después, con belicosa habitualidad, a partir del valle de Quillota? La llegada de un imperio guerrero, con gran tecnología, consiguió justamente articular, dado el cataclismo histórico que estaba por ocurrir, una identidad. Para estos mapuches —llamémoslos así de ahora en adelante— fue algo así como «todos contra el inca». Las simpatías, desde luego, no eran mutuas, aunque desde el punto de vista inca la visión era más política. La expresión que en quechua se usó para denotar a estos habitantes fue purum aucca. En una primera lectura, se podría interpretar como «extranjero salvaje», de la manera que los romanos llamaban «bárbaros» a quienes vivían fuera del imperio. Pero sucede que los incas reservaron este nombre genérico solo a unas pocas poblaciones: a aquellas que a la vez que se negaban a someterse a la soberanía de los hijos del sol, tenían un pasado mítico e histórico y carecían de un líder único con el cual los incas pudieran negociar[7]. Es decir, no fue un término despectivo ni de odio, sino la descripción de una realidad política a la que tenían que hacerle frente[8].

¿Quiénes son los mapuches, entonces? Supongamos, por un momento, que aunque todos hablaban una forma u otra de mapudungún, ciertos grupos unidos por relaciones familiares, de matrimonio y por comunicaciones que sobre todo utilizaban las vías fluviales, le presentaron batalla al invasor.

Ha sido la norma en la historia chilena sostener la tesis «foránea» del origen mapuche. El inicio de una unidad cultural humana que hoy podría identificarse como tal, se puede rastrear hasta hace unos 2.800 años[9]. En algún momento previo, dice la tesis, bandas de nómades provenientes de las pampas argentinas pasaron a la zona centro-sur de Chile y absorbieron, aniquilaron, sojuzgaron y/o se unieron a las poblaciones locales.

Se trata, bajo esta visión, de un pueblo de origen «intruso», «de diferente origen y linaje de los demás habitantes del país» —como sostenía Ricardo Latcham en su seminal Prehistoria chilena: invasores que en Argentina eran nómades: se vestían con pieles de guanaco y habitaban toldos confeccionados con la piel de este animal. Se ubicaron en la zona del río Cautín y, con el paso de los años y nuevos arribos desde el oriente, se expandieron tanto al norte como al sur. En Chile abandonaron el nomadismo y se hicieron agricultores y ganaderos sedentarios, y adquirieron conocimientos que no tenían: el tejido y la alfarería[10].

Esta tesis «foránea» fue esbozada en los años 30, y es la que más popularidad ha tenido en Chile. Este nuevo pueblo habría interrumpido la continuidad geográfica de los «autóctonos», lo que explicaría que picunches y huilliches tuvieran una relación de sumisión a los españoles, mientras que la «etnia recién llegada» les declaró la guerra de inmediato.

Para Latcham, el mapudungún fue una lengua adquirida por este grupo foráneo: la misma que hablaban sus vecinos sureños y norteños, a quienes ellos primero hicieron la guerra y luego asimilaron.

Pero la tesis tiene al menos el problema evidente de que los picunches —los «chilenos» del valle del Mapocho-Maipo— de sumisos tuvieron poco y nada: destruyeron Santiago de Chile en septiembre de 1541 y se aliaron con sus vecinos del sur en una sangrienta guerra contra los españoles (perdón por el spoiler).

Otra forma de explicarse el origen de los mapuches es que no hay realmente un «origen» remoto de este grupo, y que terminamos considerándolos una unidad social porque se unieron para resistir a los invasores incas, españoles y luego a la República de Chile, y toda esta resistencia les dio una característica de «nación» que, sin el conflicto, no se hubiera expresado con tanta unidad. Es la tesis «autoctonista».

Para resolver el misterio, el mapudungún no nos ayuda mucho: su calidad de lengua aislada solo alimenta la duda.

Los análisis genéticos ofrecen muy poco más de luz. Un estudio del año 2000 que analizó material mitocondrial de pehuenches, mapuches y yaganes, dejó en claro que los mapuches no presentan incidencia del haplogrupo B, común en la zona quechua-aymara, y terminó descartando una posible relación entre habitantes de Oceanía y los yaganes del extremo sur de Chile (que era una teoría que tuvo alguna vez cierta popularidad). Los haplogrupos C y D, de gran incidencia en los tres pueblos chilenos, no son raros en el oriente de Los Andes, con lo que la puerta de la «tesis foránea» no se puede descartar, aunque tampoco confirmar[11]. El ADN solamente descarta una relación estrecha entre mapuches y quechuas.

La baja identificación genética entre mapuches e invasores del norte se notó: el encuentro entre ambos no tuvo nada de hermanable. Algunas crónicas dan cuenta de una batalla terrible en las orillas del río Maule, que duró cuatro días y en la que murieron miles de personas. Aunque la batalla no se decidió, los incas terminaron regresando al norte, para nunca más volver.

La obsesión pendular de la República de Chile con su pueblo originario más importante ha nublado también la apreciación de la resistencia a los incas. Para buena parte de la historiografía clásica chilena, las victorias mapuches son producto de la «virilidad» de una «raza aguerrida». Para ser justos, no son los chilenos, sino el español Alonso de Ercilla en La Araucana —un best-seller del siglo XVI entre la elite del imperio español— el primero en hacer este tipo de publicidad[12]:

Chile, fértil provincia y señalada

en la región Antártica famosa,

de remotas naciones respetada

por fuerte, principal y poderosa;

la gente que produce es tan granada,

tan soberbia, gallarda y belicosa,

que no ha sido por rey jamás regida

ni a extranjero dominio sometida.

La razón puede ser románticamente interesante y un buen caldo de cultivo para el nacionalismo chileno de los siglos XIX y XX. Pero un análisis más frío puede arrojar luces sobre el verdadero secreto de los mapuches: su impecable sistema de alianzas militares «solidarias», enraizado en la cultura, que era capaz de conseguir algo que los incas no: un ejército provisorio de voluntarios, pero dispuestos a dar la vida por el vecino.

Queda aún en el misterio si la batalla del Maule, el repliegue inca y la resistencia mapuche ocurrieron antes o después de que estallase en Perú la guerra civil entre los sucesores al trono de Huayna, sus hijos Huáscar y Atahualpa. La guerra, que partió en 1525 y duró hasta la llegada de los españoles en 1532, significó el repliegue de todas las tropas incas estacionadas en la periferia del imperio: la batalla del Maule pudo haber sido una respuesta estratégica de los mapuches a la debilidad de los invasores.

En 1532, mientras la guerra civil se decidía a favor de Atahualpa, un grupo de barbudos, malolientes y ambiciosos europeos llegó al Perú. Los comandaba un veterano español de casi sesenta años llamado Francisco Pizarro, que había participado en varias campañas europeas y americanas, entre ellas el descubrimiento del océano Pacífico. De buena familia y conexiones, estaba lejanamente emparentado con Hernán Cortés, que en una campaña extraordinaria y sangrienta se había hecho amo y señor del imperio méxica entre 1519 y 1521. Avecindado en Panamá junto a su socio Diego de Almagro, y aunque al parecer ya disponía de una fortuna considerable, Pizarro escuchó las historias de los indígenas locales respecto a otro formidable imperio llamado «Birú», mucho más al sur.

El avance de Pizarro fue brutal. Con apenas ciento ochenta hombres, en menos de un año y medio tenía el imperio de los incas en su bolsillo, había asesinado a Atahualpa y establecido un gobierno títere en Cusco.

Entre las muchas ocupaciones de Pizarro estaba una pelea menor que tuvo con un hidalgo de su entorno llamado Gonzalo Calvo de Barrientos, a quien acusó de robo e hizo que le cortaran una oreja. Abatido, Calvo Barrientos se escabulló de Pizarro: con la ayuda del propio Atahualpa, que aún estaba vivo, huyó de Cusco en dirección al único lugar donde aún los españoles no llegaban: el valle de Chile.

Calvo de Barrientos fue con toda la pompa y circunstancia posible: lo acompañó, probablemente como mujer, una de las hijas del inca, y llegó a la zona del Aconcagua, donde fue recibido por dos caciques locales: Michimalonco y Tanjalonco, aparentemente, los «hermanos-jefes» de la dualidad que comprendía desde el valle de Quillota hasta el Maipo.

Barrientos se transculturizó: asumió la forma de vida de los indígenas y se quedó a vivir en la zona. Pasó a la historia como «el desorejado», pero también con él comenzó el proceso de mestizaje español-indígena que durante los próximos siglos se convertirá en la «nación» chilena.

Por mientras, en Perú, se abría otro frente para Pizarro. Su socio, Diego de Almagro, se había quedado en Panamá en las labores administrativas de la expedición. Llegó a Perú cuando Atahualpa aún estaba preso, y justo en el momento en que se supo que el rey había concedido las «capitulaciones» a los socios de Pizarro: licencias para gobernar y explotar inmensas y aún inexploradas franjas de territorio que iban del Pacífico al Atlántico. Pizarro obtenía más o menos la totalidad del Perú actual hasta Cusco, y Almagro la «gobernación de Nueva Toledo», más o menos hasta la altura de Taltal. Almagro estaba descontento con Pizarro porque consideraba que no se le había remunerado debidamente con los tesoros obtenidos en el año y medio de saqueo.

Las diferencias financieras entre los socios se zanjaron, por el momento, con una expedición de Almagro a Chile: una movida lógica ya que los conquistadores para entonces ya se consideraban los herederos legítimos del imperio del Tahuantinsuyo inca y era cosa de hacer la presencia junto al Mapocho. El principal interés de Almagro era rentabilizar la aventura con oro. Los quechuas del Cusco montaron una operación de desinformación y le pintaron un panorama exagerado y literalmente dorado de lo que podía encontrar en Chile: así se sacaban de encima una buena cantidad de españoles y podían preparar un levantamiento contra Pizarro.

Al contrario de la expansión inca, que ejecutó guerras de anexión territorial desde el Estado, aplicando todas sus instituciones, ejércitos, recursos y mitología, el avance de los conquistadores españoles fue una empresa privada, una licencia, un permiso, una franquicia concedida por el rey: una especie de McDonald’s de la dominación.

La expedición de Almagro fue eso: algo que simplemente no estaba en la cultura ni en la comprensión de los futuros dominados. La empresa fue tan masiva (se estiman unos 500 españoles y unos 20 mil indígenas ayudadores: los famosos yanaconas) como horripilante: un cóctel de violencia, ambición y penurias. Fuera de toda la ritualidad local, los castigos de estos europeos a quienes iban dominando incluían quemaduras vivas, descuartizamientos y formas de servidumbre extrema, capaces de matar a un hombre.

A pesar de que el Desorejado había conseguido una alianza con los señores duales del valle de Aconcagua (Almagro era enemigo de su enemigo Pizarro y, por lo tanto, su amigo), las relaciones se descompusieron rápidamente: los señores duales no entregaron el oro, Almagro siguió de largo hasta el Itata, donde se enfrentó a los mapuches y, fracasado, decidió volver al Cusco, donde cobraría la palabra de Pizarro de que, si le iba mal en Chile, las utilidades de la conquista del Perú se repartirían. Por supuesto, la relación entre los conquistadores se fue al tacho y se declararon mutuamente la guerra, lo que determinó que durante los próximos cinco años, Chile se salvaría de más avances españoles.

En la guerra en Perú, el segundo al mando del bando de Pizarro era un capitán de unos cuarenta años, cuya familia provenía de los escuadrones bajos de la nobleza de la región de Extremadura, llamado Pedro de Valdivia. Era un tipo extremadamente experimentado, que además de habérselas batido en guerras en Italia y Flandes, había llegado al Caribe venezolano en una de las tantas expediciones que buscaba la ciudad mítica de El Dorado. Tras la derrota de Almagro en la batalla de Las Salinas, Pizarro compensó generosamente a Valdivia con una mina de plata y otras propiedades, pero Valdivia quería lo mismo que Almagro: su propio país.

La expedición de Valdivia fue el negativo de la de Almagro. Consiguió enrolar apenas a once soldados españoles y se endeudó hasta los bigotes. Además, viajaba en una posición legal frágil: sin ningún documento del rey que le asegurara la tierra o la fortuna, apenas como «teniente» de Pizarro.

Tras una casi suicida travesía por el desierto de Atacama, que incluyó un intento de asesinato a manos de sus propios hombres, y tras Copiapó y enfrentarse a los diaguitas, luego de un año de viaje Valdivia llegó al valle de Aconcagua en noviembre o diciembre de 1540.

A partir de este momento, para la población local no habrá marcha atrás. Han sobrellevado a los enemigos incas, pero ellos formaban parte de las posibilidades culturales y cósmicas que el mundo precolombino ofrecía. Con los españoles será distinto. Son unos extraterrestres. Salvo la biología, no comparten nada con los «chilenos». Las armas son más poderosas y los caballos feroces y rápidos, es cierto, pero las grandes diferencias las marcaban las respectivas visiones de mundo. Los conquistadores habían transformado el centro de la vida en la riqueza y en la acumulación individual. Para el mundo indígena la riqueza era física: tierras, ropa, telas, cacharros. Para el del conquistador era abstracta: el oro, un metal considerado un adorno por los nativos, era la representación misma de la riqueza, transportable y fungible, por eso la obsesión y la centralidad del metal en el espíritu español. En el mundo indígena la riqueza era un asunto tribal, sostenido por complicadas relaciones sociales y familiares. En el español, era el asunto de un individuo. «Fama y memoria», venía a buscar Pedro de Valdivia.

La forma de la guerra también iba a ser puesta patas para arriba. El mundo indígena quechua, kunza, diaguita y mapuche consideraba a la retórica como una dimensión simbólica de la guerra, tan importante como la física. De ahí la importancia de la oralidad en los guerreros: extensas peroratas antes de la batalla o severos parlamentos entre enemigos eran parte fundamental del ritual marcial. El español, en cambio, ante el primer problema, recurría al último recurso: la veloz bala de mosquete o cañón.

Sin embargo, Valdivia era un experimentado político y un líder incansable, y sabía muy bien que solo el entendimiento con la población local iba a hacer sustentable su intención de ocupar el territorio. Él había hecho la lectura política de que su expedición se instalaría simplemente como la legítima heredera de los burócratas incas.

Pero la experiencia previa de los indígenas con los incas y después con la genocida expedición de Almagro, hizo imposible que el entendimiento pudiera funcionar.

Además, los incas primero y Almagro después habían conseguido mutar el sistema de organización política local: los lonkos, jefes de grandes grupos familiares, se habían transformado en toquis, jefes militares y tenían la preeminencia de la conducción política.

Valdivia llegó a Chile en medio de una disputa menor entre el cacique Atepudo, jefe del valle de Palta[13] y los jefes Michimalonco y Tanjalonco.

Michimalonco parece haber sido un tipo fuera de serie, un genio político y militar que ya había conseguido expulsar a Quilicanta, el gobernador inca nacido en Cusco, al valle del Mapocho. De manera que cuando Valdivia aparece, cuenta con el apoyo de Atepudo, Quilicanta y Loncomilla (otro jefe), los enemigos acérrimos de Michimalonco y Tanjalonco.

Así, Valdivia pasó de largo del valle de Quillota y se instaló directamente en el valle del Mapocho con la aparente bendición, además de la de sus amigos locales, de la burocracia inca existente: además de Quilicanta, lo aceptan Butacura y Talacantu[14], dos jefes incas más que eran los líderes de unos mitimaes, comunidades quechuas trasplantadas a Chile desde otros rincones del Tahuantinsuyo.

La conquista del valle del Mapocho debe haber sido una empresa tranquila. Los españoles se instalaron en las faldas del actual cerro San Cristóbal y el cacique Huelén Huala, probablemente otro enemigo jurado de los señores del valle del Aconcagua, les cedió un pedazo de tierra para que se establecieran, el cual debe haber contenido las instalaciones incaicas en torno a la actual Plaza de Armas. De Valdivia aprovechó el regalo, ocupó las instalaciones y trazó algunas calles más, completando así la figura de damero del centro actual de Santiago. Era febrero de 1541.

Pero la paz estaba destinada a fracasar. Las redes de comunicación con el Cusco estaban en excelente forma, y así la población local se enteró, quizás antes que los españoles, si no de la muerte de Pizarro a manos de los almagristas, de la frágil estabilidad política en Cusco y de un posible alzamiento inca. Esto era en la práctica el fin de la legitimidad de Valdivia en el valle del Mapocho, y sus aliados incas comenzaron a tener dudas con respecto al futuro, las que fueron capitalizadas rápidamente por el vivaz Michimalonco.

Valdivia había intentado previamente consolidar su alianza con la burocracia incaica atacando a Michimalonco en Aconcagua. Tuvo éxito y el jefe dual incluso entregó el secreto de la localización de los lavaderos de oro a cambio de que Valdivia le perdonase la vida. En un aparente repliegue, Michimalonco entregó de hecho a unos seiscientos de los suyos para que sirvieran de mano de obra esclava.

El sistema español resultó tal cual Michimalonco lo pronosticó: muchas veces más brutal que el incaico. Se trataba de un trabajo de sol a sol extenuante, sin descanso y prácticamente sin alimentación, donde la disminución de la velocidad era penada severamente. Además, tuvieron que construir un barco en Concón que llevaría buena parte del oro al Perú. Confiado, Pedro de Valdivia dejó una guarnición mínima a cuidar de los lavaderos y del astillero: pronto los indígenas mataron a los pocos españoles que había en el lugar.

El gambito de Michimalonco había dado resultado. Había conseguido aunar la situación externa en el Cusco, la eventual rebelión inca, el maltrato español, y una alianza general en los valles de Aconcagua, Mapocho, Maipo y hasta el sureño Cachapoal juramentada para exterminar a los españoles.

Las señales de la guerra fueron evidentes en el invierno de 1541. Las comunidades indígenas sembraron apenas maíz, y los españoles se dieron cuenta de que, al menos, intentaban matarlos de hambre. Viendo lo que se venía, Valdivia tomó de rehenes a sus antiguos aliados. Alertado por unos movimientos de los «promaucaes» en el río Cachapoal, Valdivia supuso correctamente lo peor: que Michimalonco había pactado con los clanes del sur, mucho más poblado que los valles septentrionales, y no le quedó otra que salir a contenerlos.

Michimalonco vio entonces su oportunidad. El 11 de septiembre de 1541 atacó con miles de hombres el escasamente defendido Santiago. Además de la ausencia de Valdivia, los españoles contaban con varios hombres y caballos menos, muertos en las escaramuzas en el Aconcagua. Fue una batalla larga, en la que del Santiago de techo de paja quedó poco y nada. Sin embargo, los peninsulares lograron resistir con sus armas de fuego y los pocos caballos que les quedaban. Una decisión de Inés de Suárez, la mujer de Valdivia, parece haber precipitado las cosas: fue hasta donde los caciques rehenes y los degolló. Una pintura la muestra alzando la cabeza de uno de los prisioneros, aparentemente Quilicanta. Esto parece no haber sido una costumbre en la cosmovisión guerrera del mundo mapuche, y es el argumento clásico para explicar por qué una fuerza de unas decenas de soldados logró resistir el embate de miles con apenas cuatro muertos. Una explicación más sensata debería tomar en cuenta las alianzas militares y familiares en torno a las fuerzas de Michimalonco y el hecho de que a ojos de los indígenas Santiago estaba efectivamente arrasado: el hambre producto de la mínima cosecha de aquel verano haría el resto.

La destrucción de Santiago terminó sellando el destino de los próximos trescientos años en una gigantesca franja de tierra que se extiende al menos unos mil kilómetros hacia el sur. Aunque los españoles pasaron tres años encerrados en el fuerte del cerro Santa Lucía, alimentándose apenas de ratones e insectos, sin vestimenta, durmiendo apenas, los indígenas no lo pasaron mejor. La estrategia de matar de hambre a la colonia europea significaba arrasar con la agricultura del valle central y, por eso, miles de personas abandonaron sus asentamientos posiblemente milenarios y se lanzaron al sur, al territorio «seguro» más allá del río Biobío, de los «promaucaes».

La llegada de refuerzos españoles desde el Cusco en 1544 cambió los equilibrios y el escenario de la guerra. Valdivia —que entre medio había ido a Perú a guerrear a favor del enviado del rey, de modo de asegurar sus títulos— iniciaba en 1550 la feroz campaña militar al sur que la posteridad conocería como «Guerra de Arauco». Antes de ir al Perú, sin embargo, se las había arreglado para enfrentarse a los mapuches en Andalién, una batalla brutal, apenas ganada por los españoles. Ahí, Valdivia capturó a un niño mapuche que le serviría como paje durante los próximos años: se llamaba Leftraru o, como le decían los españoles, Lautaro. Luego de Andalién, Valdivia dejó a un lado sus modales políticos: cercenó orejas y narices de buena parte de los prisioneros, para que fueran a aterrorizar a sus comunidades. La acción se le devolvería con todo.

Quien sabe si es en este momento cuando aparece el vocablo con el que los mapuche designarían a los españoles y luego a los chilenos: «winka»: una contracción del vocablo «we» (nuevo) con el gentilicio «inca». Los españoles eran los «nuevos incas», los «nuevos invasores» y, también, los «invasores ladrones»[15].

Una expedición marítima a cargo de Juan Bautista Pastene había explorado el territorio promaucae entre la altura de Osorno y la bahía de Concepción. En comparación con el valle central, el sur era la tierra prometida para los conquistadores: agricultura generosa, grandes cantidades de mano de obra, madera para casas y barcos y quién sabe cuántas maravillas más.

Había, sobre todo, población indígena por la que los soldados de Valdivia presionaban. Jurídicamente todo el territorio había pasado a ser parte del imperio español. Esto significaba que los indígenas tenían que pagar impuestos al rey. Pero, carentes de efectivo, no podían. De manera que se institucionalizó el sistema de «encomiendas»: arbitrariamente, el gobernador otorgaba una cantidad determinada de indios a un español, para que trabajaran la tierra para él. Este era el pago por los «servicios» prestados en la conquista. Luego, el español descontaba la parte del rey que correspondía a la mano de obra, y así, los indígenas súbditos del rey también pagaban sus impuestos.

Este sistema en la práctica esclavista fue un incentivo perverso para lo que vino después: Valdivia se fue con todo al sur del Biobío en busca de indígenas «encomendados» y oro que explotar. De este empuje resultaron algunas ciudades chilenas importantísimas, como Concepción y Valdivia, pero también experimentos que fallaron miserablemente, como La Imperial, que fue arrasada por los mapuches, además de fuertes. Con mayor contingente y una audacia militar impresionante, Valdivia se fue de tumbo en tumbo: ganaba algunas batallas, fracasaba estrepitosamente en otras, pero se las arregló para permanecer tres años en el corazón del territorio mapuche, fundando ciudades, levantando fuertes y dando guerra.

La situación no se resolvió hasta que intervino un personaje hasta entonces secundario. Leftraru, el paje de Valdivia, hijo de un toqui humillado en la primera batalla de Andalién. Leftraru había crecido convertido en un yanacona, pero investido de obligaciones en la fuerza auxiliar militar, de modo que era en un excelente jinete y, mejor, en todo un estratega militar europeo.

Cuando escapó, consiguió vencer los resquemores entre sus compañeros y terminó de toqui. Se reencontraría, como enemigo, con Valdivia en la batalla de Tucapel, casi en la navidad de 1553. Leftraru, que había organizado hasta un servicio de inteligencia para espiar a los españoles, cayó en oleadas sobre las fuerzas de Valdivia y lo capturó.

El destino final de Valdivia a manos de Lautaro parece ser una escena truculenta con grandes componentes de imaginación, digna de Quentin Tarantino. Los mapuches torturan a Valdivia durante tres días, abren su piel, con conchas de mariscos afiladas cercenan pedazos de su musculatura, con Valdivia vivo y consciente asan dichos pedazos y se los comen. El final de antología consiste en arrancar el corazón del conquistador y también comérselo. Verdad o fantasía, se ha transformado en verdad con el paso del tiempo y en virtud del mito: un acto especial de brutalidad del mundo mapuche, en venganza por los cercenamientos practicados por Valdivia hacía varios años ya, en la primera batalla de Andalién, aquella en la que Lautaro fue capturado.

Durante los siguientes cuarenta años, españoles y mapuches librarán una guerra extrema, a muerte. No ayudará a las relaciones que la mayor parte de las fuerzas españolas estuvieran compuestas por indígenas sometidos al régimen esclavista de la encomienda. Lautaro, convertido en el líder militar absoluto al sur del Biobío, derrotará en Marihueñu a la expedición militar de Francisco de Villagra, el sucesor de Valdivia, y destruirá Angol y Concepción antes de ser derrotado por los españoles en 1557 en Mataquito (y torturado en forma indecible antes de morir), en una fallida incursión hacia Santiago.

La crueldad y el horror comenzaron a ser una constante en esta guerra. García Hurtado de Mendoza, el nuevo gobernador español, un cruel muchacho de apenas veintiún años, debutó con un triunfo en la batalla de Lagunillas: como escarmiento mandó cortar las manos de los derrotados, entre ellas las del toqui Galvarino.

El nuevo líder mapuche, Caupolicán, que se había forjado al servicio de Lautaro, prosiguió la guerra contra Hurtado de Mendoza (Galvarino, sin manos, no dejó su lugar en la batalla), pero fue capturado en 1558 tras atacar Cañete. Nuevamente, el castigo fue pavoroso: muerte por empalamiento.

Estas brutalidades nos parecen ahora ecos lejanos de un pasado salvaje. Alonso de Ercilla ofrece un fresco interesante que sirve para penetrar en la psiquis de invasores e invadidos. Mientras Caupolicán estaba prisionero y antes de ser empalado, dice Ercilla, Fresia, su mujer, le arroja a los pies su hijo recién nacido, recriminándole la derrota. Luego se da vuelta y abandona a la criatura a los pies del padre, que está por morir. Verdadera o no, la escena da cuenta de la desesperación del mundo mapuche original: cualquier concesión al mundo español significaría una vida que simplemente aquella sociedad no estaba dispuesta a vivir.

La victoria del joven Hurtado de Mendoza sería pírrica. Nuevos jefes mapuches tomarían el liderazgo para nuevamente destruir Concepción en 1560 y el fuerte de Purén en 1570. La única victoria española en este periodo fue el sometimiento de los huilliches en la isla de Chiloé, pero estos se aliaron con los mapuches en una serie de batallas a partir de 1580.

Con varias décadas de presencia española, la demografía ya comenzaba a cambiar. Un soldado mestizo del bando español llamado Alonso Díaz, enojado por no haber sido promovido, se pasó al bando mapuche y lo lideró como toqui bajo el nombre de Paineñamcu. Juan de Lebu, otro mapuche transculturizado, como Lautaro, también llegó a toqui del bando mapuche.

Pero mestizos o no, mientras los españoles tuvieran una razón para penetrar al sur del Biobío, la guerra iba a continuar, y la razón nunca se terminó: la necesidad de capturar esclavos para explotar las encomiendas. Al norte del Biobío la poca población que había permanecido luego de las incursiones de Valdivia había sido incorporada al sistema. Era el remoto y húmedo sur la fuente natural de seres humanos para esclavizar, y por eso los españoles insistían, una y otra vez, en permanecer ahí y fundar ciudades y fuertes.

A pesar de las enfermedades contagiosas que diezmaron a buena parte de la población, en 1598 los mapuches liderados por Pelantaro consiguieron derrotar completamente al gobernador Óñez de Loyola en Curalaba. El triunfo militar mapuche fue completo: casi no quedaron sobrevivientes yanaconas y de los ciento cincuenta españoles, apenas sobrevivieron dos clérigos. El gobernador murió en el combate. Se dice que los mapuches aún conservaban el cráneo de Pedro de Valdivia: casi cincuenta años después, añadieron a sus trofeos el de Óñez de Loyola.

De ahí en más, los mapuches se dejaron caer sobre la serie de ciudades y fuertes que los españoles instalaron al sur del Biobío. Siete ciudades de ocho fueron destruidas por completo: Santa Cruz de Coya (nunca reconstruida, cerca de la actual Laja), Valdivia, Angol (entonces llamada San Andrés de los Infantes), La Imperial (actual Imperial), Villarrica, Osorno y Arauco. Solo se salvaría Concepción.

El imperio español, tal como el inca anteriormente, había encontrado su límite a fuerza de sangre y desolación. El pueblo mapuche había pagado un precio tremendo, y ganado una identidad. Sin embargo, en la vida cotidiana, una nueva realidad se había venido forjando. Más que cualquier imperio, ella se impondría a lo largo de los años sobre ambos lados del Biobío.