¿Quién es Israel Vallarta? Ésta es, acaso, la pregunta más difícil que me plantearé en este libro. ¿Quién es el personaje central de este relato cuya historia ha quedado opacada por la de su novia, Florence Cassez? ¿Un peligroso criminal o la víctima de una gigantesca conspiración? A ella, al menos en México y Francia, la conoceremos mejor: su repentina fama, debida al azar de su nacionalidad y a la persistencia de su presidente, la llevará a las primeras planas de diarios y revistas en todo el mundo, a comparecer en un sinfín de programas de radio y televisión e incluso a escribir dos libros que detallan su propia versión de los hechos. Todos los mexicanos hemos escuchado su voz un tanto gangosa y atiplada y sus erres francesas, o al menos eso solemos creer. Él permanece, en cambio, olvidado casi por la fuerza. Silenciado primero por las autoridades y luego por los medios. Por ello se impone conocerlos a ambos antes de que esta disparidad, que a ella la transformará en una celebridad global y a él apenas en su sombra, separe sus destinos. Porque su historia también es, al modo de Romeo y Julieta, la de un amor imposible entre dos familias o, en este caso, dos naciones enfrentadas.
Los Vallarta, seis de cuyos miembros han sido acusados de formar parte de la Banda del Zodiaco, presumen con orgullo su filiación con uno de los juristas más insignes de México, Ignacio Luis Vallarta, dos veces gobernador de Jalisco durante la dictadura de Porfirio Díaz y uno de los ministros de la Suprema Corte de Justicia que dejaron una impronta perdurable por su defensa de la legalidad y su compromiso con la justicia. Dos generales del ejército, José Vallarta Chávez y Álvaro Vallarta Ceceña, al lado del notario Guillermo Vallarta Plata, completan la nómina de figuras ilustres en su linaje.
Perteneciente al lado de la familia asentado tanto en Jalisco como en el vecino estado de Nayarit, Jorge Vallarta nació en 1926, en Guanajuato, durante uno de los viajes de su padre, un ingeniero químico que murió cuando su hijo no había cumplido nueve años. Las dificultades económicas provocaron que abandonase los estudios al terminar la secundaria, obligado a ganarse la vida por sí mismo. Un self-made man a la mexicana. Gloria Cisneros también era huérfana. Su padre, Alberto Cisneros, había sido un próspero comerciante que llegó a ser jefe de compras de El Palacio de Hierro. Alberto llegó a detentar un considerable número de acciones de la empresa, que vendió cuando un conocido lo invitó a participar en un negocio redondo: una mina de plata en Taxco. Cuando ésta se reveló seca, perdió todos sus ahorros, se derrumbó en una demencia prematura y murió cuando su hija tenía apenas 2 años.
Las familias Vallarta y Cisneros se frecuentaban desde antes de la debacle y Jorge solía jugar con los hijos pequeños del amigo de su padre. La primera vez que vio a Gloria, a quien le llevaba siete años, era una niña de párvulos que cayó de bruces mientras corría y él no aguantó la risa. A este episodio le siguió una camaradería infantil que se decantó en un precoz romance. Cuando Gloria tenía 14 años y Jorge, 21, los huérfanos se mudaron juntos: pese a los vaivenes de la vida en común, pasarían los siguientes sesenta años lado a lado hasta la muerte de ella, en 2011. Recuerdo a don Jorge como un hombre delgado y sereno, con un rostro melancólico que camuflaba la entereza con que presenció la paulatina destrucción de su familia: tuve ocasión de saludarlo cuando visitaba la casa de su hija Guadalupe, en la colonia de los Doctores, donde dormitaba o se paseaba con una sonrisa frágil y un andar de fantasma, acaso rememorando tiempos más felices.
Jorge y Gloria no se casaron hasta 1980, cuando ella le impuso un tardío ultimátum: o acudían al templo a regularizar su situación —era una fiel testigo de Jehová, fe que le transmitió a la mayor parte de sus hijos, en especial a Jorge y su familia— o lo dejaría para siempre. Doña Gloria era una mujer de armas tomar, además de una generosa ama de casa que no sólo crio a su numerosa progenie, sino que multiplicó los panes para recibir a sus sobrinos y a los amigos de éstos en una familia extendida que sumaba dos decenas de miembros. «No se espantaba ante la vida», dice de ella su hija Guadalupe.
Tras recalar en varios empleos, Jorge fue contratado por la distribuidora de automóviles Marcos Carrillo y se convirtió en uno de sus vendedores estrella. Sus ingresos le permitieron ofrecerles educación profesional a todos sus hijos, con excepción de Israel, el cual abandonó la preparatoria debido a la enfermedad que se abatió sobre su madre. La familia se asentó en Iztapalapa, que entonces no era el atestado suburbio que conocemos hoy —y que suele asociarse con una comunidad tan solidaria como brava, distinguida por sus sangrientas representaciones de la pasión de Cristo—, sino un barrio que iniciaba un febril desarrollo urbano.
En Iztapalapa nacieron Jorge, Yolanda, Soledad, David, Guadalupe, René y Arturo, y sólo los más pequeños, Mario e Israel, en el Pedregal de Carrasco, en el extremo sur de la ciudad, adonde se mudó la familia antes de retornar a Iztapalapa más o menos en la época en que a doña Gloria le fue diagnosticado el mal de Addison, una enfermedad de las glándulas suprarrenales que la condenó a entrar y salir de clínicas y hospitales durante las últimas décadas de su vida.
Don Jorge era un apasionado del futbol y los deportes, no bebía ni fumaba y llevaba una vida modelo. Para su familia, esos primeros años en Iztapalapa fueron idílicos en un entorno que entonces mantenía un carácter casi rural. Mientras doña Gloria sembraba hortalizas, don Jorge solía regalarles a sus hijos distintas clases de animales que éstos adoptaban como mascotas, perros, gallinas, puercos e incluso una vaca que jamás se atrevieron a sacrificar. La mayor afición de don Jorge eran los viajes y con su familia emprendió dilatados trayectos en automóvil de un extremo a otro del país. También le gustaba acampar y con frecuencia los Vallarta pasaban los fines de semana en el parque natural de La Marquesa.
Don Jorge y doña Gloria tenían motivos para sentirse orgullosos de sus hijos. Los Vallarta eran lo que en México se conoce como una familia muégano: en los buenos tiempos solían organizar grandes reuniones, a veces en casa de los abuelos, otras en el taller mecánico de René o en Las Chinitas, el pequeño rancho que Israel rentaba en el sur de la ciudad.
Como demuestran las fotografías que le tomaron los agentes Escalona y Aburto, Israel Vallarta, nacido el 16 de julio de 1970, era un joven guapo. Guapo en el entorno mexicano y acaso más guapo —cuerpo atlético y recio, tez morena clara, mirada firme, pómulos erguidos, cabello negrísimo y barba de candado—, para una extranjera blanca y pelirroja como Florence. Las fotos de su infancia y su juventud lo muestran fornido, correoso, y parece claro que desde la adolescencia estuvo bien consciente de su capacidad para atraer a las mujeres. A los 17, abandonó los estudios —a la misma edad que Florence— para cuidar de su madre. Peregrinó por empleos variopintos: vendedor de computadoras en Iztapalapa, empleado en Bardahl o administrativo en la cadena de restaurantes Ricker, hasta terminar en Casa Domecq y Pepsi-Cola.
Israel no había cumplido 18 cuando se enamoró de Jeanne Imelda Cossío, nueve años mayor que él, madre soltera con un hijo de 8 años, Christian Armando. Al poco tiempo, ella quedó embarazada y, en 1988, dio a luz una hija, Jeanne Saraid. Poco después del parto, Jeanne e Israel se mudaron a un departamento en Chalco, en el Estado de México. Dos años más tarde nació su segunda hija, Karla Anaid. En 1993, compró una casa a crédito en la Unidad Habitacional Tepozanes II, en Los Reyes, otro municipio conurbado del Estado de México, pero la pareja no tardó en tener problemas, al parecer vinculados con el alcoholismo de Jeanne, quien, según un documento que preparó la policía tras el arresto de Israel, intentó suicidarse en febrero de 1994. Unas semanas después se separaron e Israel se llevó por un tiempo a los tres niños, incluyendo a Christian, entonces de 14 años.
Entre junio de 1995 y febrero de 1996, Israel ayudó en el traspaso de un negocio de abarrotes en el municipio de Neza. Según informes recuperados por la AFI, a fines de ese año descubrió que Jeanne tenía un amante, lo cual provocó la ruptura definitiva entre ambos. Se casó entonces con una joven de nombre Érica, de la cual se divorció en menos de un año. Casi de inmediato conoció a Claudia Martínez, una mujer energética y empeñosa, con estudios de contaduría, con quien se fue a vivir a Zapopan, donde Israel compró una casa más o menos en la misma época en que sus padres se hicieron cargo de Karla Anaid. Entre junio de 1997 y enero de 1998, Israel y Claudia, ya casados, se trasladaron a la Ciudad de México y rentaron un departamento en Iztapalapa, cerca de los padres de éste.
Israel se resistía a permanecer en medio del tránsito, el esmog y el ruido de la gran ciudad y buscó un lugar que le otorgase la sensación de estar en el campo. Lo halló en una pequeña finca en la salida de la carretera federal a Cuernavaca, Las Chinitas, que en realidad poco tenía de rancho: no había animales ni hortalizas, sino apenas un patio central empedrado, una casa principal y un cuartito adicional en la entrada. Cuando Israel lo encontró no era más que un terreno baldío, pero lo remozó con esmero y, gracias a un crédito hipotecario, se empeñó en comprarlo. Con el tiempo se convirtió en el lugar donde él y sus hermanos continuaron su negocio de hojalatería y en el rincón elegido por los Vallarta para sus reuniones semanales. Tras su detención, las dueñas le aseguraron a la policía que Israel había intentado arrebatarles la propiedad mediante argucias legales poco ortodoxas, mientras que éste sostiene que hasta el día de su detención guardaba todos los depósitos que realizó durante esos años y que desaparecieron, con el resto de sus papeles personales, cuando la policía irrumpió en la propiedad.
Tras el nacimiento de los gemelos Brenda e Israel en 2000, los Vallarta-Martínez se mudaron a Guadalajara, de donde era oriunda la familia de Claudia. En la capital de Jalisco, Israel se dedicó a la compra de casas en preventa que revendía una vez remozadas y decoradas. Claudia, una mujer muy preocupada por su apariencia, sufría por la flacidez del vientre y las caderas a causa del parto. Unos amigos cercanos —Héctor Serrano, quien llegaría a ser secretario de Gobierno de la Ciudad de México, y su esposa— le recomendaron un nuevo sistema, de origen francés, que la ayudaría a recuperar la lozanía y detener su incipiente celulitis. Los resultados fueron sorprendentes y Claudia e Israel le pidieron a los Serrano el nombre del distribuidor de esos aparatos con la idea de acondicionar una parte de su casa para montar una clínica de belleza. El responsable era un francés, Sébastien Cassez, a quien los dos no tardaron en visitar en la Ciudad de México, iniciando una cercana amistad con él y su familia.
A los pocos meses, el spa de Guadalajara funcionaba con un apreciable éxito de clientes. Cada vez que Claudia e Israel estaban en México, se veían con Sébastien y su esposa, Iolany, y luego también con sus hijos, muchas veces en Las Chinitas, donde Israel preparaba carnes asadas. Si bien la distancia dificultaba que las dos parejas se viesen con frecuencia, nunca dejaron de llamarse por teléfono.
Las estancias de Israel en la capital provocaron numerosos conflictos con Claudia. Pronto Israel descubrió que ella y sus suegros llevaban una contabilidad paralela, sin informarle de las auténticas ganancias del spa, y luego descubrió una aparente infidelidad de ella. Acordaron una separación civilizada: Israel se iría a vivir a la Ciudad de México, aunque seguiría visitando a sus hijos los fines de semana sin informarles de sus problemas: ambos acordaron decirles que él había encontrado un trabajo en la capital.
Acompañando a su novia, Vanessa Iolany Mercado Baker, Sébastien Cassez, entonces de 24 años, había arribado a la Ciudad de México en 1998. A la devota hija de un pastor protestante la conoció en Lille cuando ella realizaba unas prácticas profesionales y los dos sufrieron lo que en Francia se conoce como un coup de foudre: ella dejó a su marido y él a su novia, y el 11 de octubre de ese mismo año celebraron su boda en México, a la cual asistieron los padres de Sébastien, aunque no su hermana Florence, demasiado ocupada con su trabajo.
Sébastien se vio obligado a trabajar en negro hasta que consiguió un puesto en el grupo Adecco y, en el 2000, en Géodis, un conglomerado de suministros, al tiempo que nacía su primogénito, Amaury, a quien le siguió un año después la pequeña Damaris. Sébastien conoció a otro expatriado francés, Michel van Welden, quien distribuía en exclusiva para América Latina aparatos de la compañía LPG Systems dedicados a la salud, la belleza y el deporte. Este hombre expansivo, viajero y deportista se convirtió en su guía —y en una suerte de mentor— y lo contrató como director financiero de su empresa.
Sébastien empezó a recibir decenas de pedidos. Fue en esos días cuando un joven ambicioso, elegante y muy seguro de sí mismo acudió a sus oficinas para hacerle un pedido para el spa que pensaba montar con su esposa —una mujer que a Sébastien le pareció tan voluptuosa como frívola— en Guadalajara. Su nombre era Israel Vallarta. «Simpatizamos y me invitó a su casa», escribió Sébastien años después. «Con mi esposa Iolany, nos recibió como reyes en su rancho familiar de México, en compañía de sus hermanos y sus padres. No sólo era un cliente, sino casi un amigo.» Como muestra de esta cercanía, Vallarta le vendió su coche, que el francés pagó a plazos. Su impresión de Israel era la de un hombre de negocios confiable y encantador que, a diferencia de la mayor parte de los mexicanos, siempre cumplía sus compromisos.
Bajo su fachada de bon vivant, Van Welden descuidaba el negocio, fanfarroneaba y no cumplía con su cartera de pedidos; el enfrentamiento se volvió inevitable y Sébastien renunció a su puesto en 2003. Al regresar de unas vacaciones en Francia, se entrevistó con un grupo de empresarios judíos que buscaban establecer una filial en México de Radiancy, una compañía israelí especializada en productos estéticos. Entre ellos destacaba Eduardo Margolis, dueño de empresas de pinturas, automóviles blindados y ventas por televisión.
«No era demasiado enérgico», recuerda Sébastien de su primer encuentro con Margolis. «Escuchaba suavemente lo que uno le proponía, hablaba con una voz quebrada, con un tono apacible. Parecía un hombre calmado y seguro de sí mismo, pero sin consistencia. Sin duda, al principio encontré que se mostraba muy gentil, pero para mí no pertenecía al estilo de vanguardia de nuestros productos.»
Al tanto de la experiencia del francés con Van Welden, Margolis puso sobre la mesa trescientos mil dólares para echar a andar el negocio, lo contrató como director general y le adjudicó el diez por ciento de las acciones. Sébastien comenzó a recibir un salario de 3,500 dólares mensuales mientras Margolis abría una cuenta en Holanda para depositar las ganancias sin pagar impuestos en México.
El proyecto no podía lucir más lucrativo para Sébastien, si bien los socios de Margolis, la mayor parte israelíes que habían trabajado en el ejército o en empresas de seguridad, le generaban cierta desconfianza. Aun así, Sébastien viajó a Israel y se asumió como un pilar de la compañía. Y pudo hacerse una idea de los demás negocios de su socio: a diario lo visitaban decenas de personas, entre ellas varios policías en uniforme; vendía autos blindados al gobierno (mediante otra de sus empresas, Epel) e incluso le tocó contemplar una exhibición de armas.
Sébastien colocó numerosos productos y máquinas de Radiancy entre sus antiguos compradores y muy pronto quiso empezar a recibir las ganancias que le correspondían, pero Margolis siempre encontraba un pretexto para no pagarle. En mayo de 2003, lo invitó a comer para explicarle la dilación: «Primero debo arreglar algunos pequeños problemas de tesorería», le explicó Margolis suavemente. «Ya veremos más tarde, no te preocupes. Pero dime todo lo que necesitas aquí y yo me encargo de dártelo.»
Sébastien obtuvo un par de automóviles de la empresa, pero la presión de Iolany para que cobrase sus dividendos, que conforme a sus cálculos ascendían ya a unos 115 mil dólares, no aminoró. «Okey, vamos a pagarte», estalló Margolis cuando el francés volvió a exigirle su dinero, pero otra vez nada ocurrió. Presionado por su esposa, Sébastien endureció el tono y amenazó con renunciar. «Reflexiona bien tu decisión», lo amenazó su socio, «una vez que entras, ya no sales del Grupo Margolis.»
En enero de 2004, Sébastien renunció al cargo de director comercial de Radiancy, si bien conservó sus acciones, y en marzo creó su propia empresa, Système de Santé et Beauté, para distribuir las mismas máquinas de depilación láser de Van Welden, el cual se había marchado a Estados Unidos. Como parte del acuerdo con su antiguo jefe, Margolis se convirtió en tesorero de la nueva compañía, lo cual significa que su relación no debía ser tan mala como Sébastien afirma. La nueva firma recibió un primer pedido de una máquina LPG en agosto, pero Sébastien descubrió que aún no la tenía en inventario. A fin de no perder el contrato, le pidió una a Margolis. A los pocos días de la entrega, sus clientes le dijeron que no funcionaba y lo obligaron a reintegrarles el sesenta por ciento del pago total de ciento cincuenta mil dólares. Sébastien estaba convencido de que Margolis lo saboteaba, le llamó para devolverle la máquina y exigió de nuevo su pago. Su socio le colgó el teléfono.
En agosto, Israel le llamó a Sébastien, tras dos años sin verlo, para recuperar las facturas de los aparatos que le había vendido. Ese día llegó a sus oficinas en Polanco y tomó el elevador junto con una joven pelirroja que de inmediato llamó su atención y que le pareció levemente conocida. Ambos descendieron en el mismo piso y se dirigieron a la misma oficina. «Te presento a mi hermana Florence», le anunció Sébastien. Ella se retiró a atender sus obligaciones mientras los dos amigos se ponían al tanto de sus vidas.
El francés notó a Israel muy cambiado: delgado y sombrío, se había separado de Claudia y tenía graves problemas financieros, pues se había visto obligado a cerrar el spa tras descubrir la contabilidad paralela de sus suegros. Antes de marcharse, Israel le regaló una pita, un cinturón artesanal hecho con piel de víbora, con el nombre de Sébastien (con el acento en la posición correcta) inscrito en su interior. La amistad entre ambos se renovó ese día, si bien ésta se vio un tanto empañada por la urgencia económica del mexicano, quien le propuso que le recomprase las máquinas y le pagase por adelantado. Sébastien afirma haberle hecho un primer depósito de treinta mil dólares.
Más adelante, Israel le dijo a su amigo que, como parte del pago, le diese su camioneta para regalársela a don Jorge. Sébastien le dijo que sólo podía prestársela, pues era propiedad de Radiancy y, para justificar sus apuros, le contó a Israel de su enfrentamiento con Margolis. Vallarta le recomendó un abogado, Jaime López Miranda, quien había saltado a los medios por haber defendido al comediante Flavio, para que lo ayudase a demandar a su socio y tesorero. Conociendo el temperamento de Margolis, Sébastien se resistía a dar este paso, pero Iolany lo amenazó con el divorcio. El 21 de diciembre, López Miranda le envió una carta a Margolis donde le anunciaba una pronta acción judicial. Sébastien supo que había cruzado un límite definitivo.
«Tienen suerte de que no esté en México, porque les pondría una pistola en la cabeza antes de secuestrar a sus hijos», le gritó Margolis a Iolany, quien tuvo la mala fortuna de responder a su llamada telefónica.
Cinco sujetos vestidos de civil se presentaron en las oficinas de SSB con una orden judicial; según le explicaron al administrador, Margolis acusaba a Sébastien de haber entrado ilegalmente a Radiancy y de haber sustraído un aparato para revendérselo a otros miembros de la comunidad judía, los cuales prestaron su testimonio para confirmarlo. El administrador le dijo a los policías que Sébastien no se encontraba en el edificio y les prohibió la entrada. Prevenido, éste se dio a la fuga y López Miranda presentó un amparo para impedir su detención.
Iolany le contó lo ocurrido a Israel, con quien seguía manteniendo una buena amistad aunque él fuese la pareja de Florence, con quien ella mantenía una relación particularmente tensa. Al escuchar cómo Margolis había amenazado a los niños, a quienes consideraba sus sobrinos, Israel se puso frenético. Buscó a dos amigos, antiguos miembros del ejército, y se presentó en las oficinas de Epel, la empresa de autos blindados de Margolis, en plena Avenida Mazaryk. En cuanto vio salir al empresario, lo encaró y lo insultó a viva voz: «Sébastien no está solo. ¡Si no le pagas lo que debes y lo dejas en paz, éstos te van a cortar el cuello!»
Incapaz de resistir la presión, Sébastien se llevó a su familia a las Antillas y a Cancún; antes de partir, le pidió a Israel que le devolviese la camioneta de Margolis y a cambio le entregó su coche, un Passat blanco, que Israel le regaló a su padre. A principios de 2005, López Miranda repitió la maniobra intimidatoria de Israel y, acompañado por otro grupo de guardaespaldas, volvió a amenazar a Margolis con «acciones drásticas». Contra todo pronóstico, el empresario pareció encajar su derrota y aceptó pagarle a Sébastien.
Cuando Florence aterrizó en el aeropuerto de la Ciudad de México, el 11 de marzo de 2003, imaginaba que este país un tanto exótico, que antes sólo había visitado para unas cortas vacaciones en la playa, podría concederle las oportunidades que se le cerraban en Francia. Nacida en Lille en 1973, en el Flandes francés —en el departamento que ahora se llama Nord-Pas de Calais-Picardie—, Florence era hija de Bernard Cassez, un empresario textil, y de Charlotte Crepin, secretaria de un notario, dos miembros de la pequeña burguesía de provincias y, además de Sébastien, su consentido, tenía otro hermano mayor, Olivier. De niña nunca se distinguió como alumna; siempre demostró, en cambio, una iniciativa e independencia poco comunes. Su cabello pelirrojo y sus ojos verde-grises, que tanto llamarían la atención de los mexicanos, su temple firme, su cuerpo esbelto y su voz rasposa jamás pasaban inadvertidos.
«Desde que me acuerdo, siempre he sido impaciente», escribió de sí misma en su segundo libro autobiográfico. «Con los años, me descubrí igualmente orgullosa. La primera vez que estos dos rasgos de carácter se impusieron sobre el resto, marcando uno de mis primeros virajes decisivos, fue en el liceo. Yo tenía 16 años y me aburría.»
Florence había sido tímida y retraída —el color de su cabello, considerado de mala suerte en Europa, siempre la hizo víctima de acoso—, pero tras la separación de sus padres durante unos meses, cuando ella tenía 16 o 17, se transmutó en una joven rebelde y arisca con una apariencia «un tanto punk», en palabras de su hermano, que había dejado atrás las clases de ballet, equitación o gimnasia que le pagaban sus padres. «Nos íbamos de fiesta juntos», recuerda Sébastien en un libro que se mantiene inédito, «pero al final ella siempre salía con alguno de mis amigos. Era chocante, como si me los confiscara.»
Al abandonar el liceo antes de obtener su diploma, Florence se sintió obligada a demostrarles a sus padres que era capaz de hacerse cargo de sí misma. Respondió a un anuncio de los almacenes Eurodif y se mudó a Amiens para trabajar en una de sus sucursales; al cabo de unos meses se convirtió en jefa de área y jefa de sección. En 2001, fue ascendida a directora de la sucursal de Calais y, para cuando había cumplido 27 años, se sentía orgullosa de supervisar a veintisiete vendedoras. Llevaba un año en su nuevo encargo cuando se enteró que la empresa planeaba unir tres áreas en una jefatura zonal y Florence pensó que el puesto debería corresponderle: lo exigió una y otra vez, sin jamás recibir respuesta. Enfurecida, llenó una vacante en H&M tras ser contactada por unos headhunters. Allí no tendría un cargo de dirección, sino apenas la responsabilidad de la sección de joyería y lencería, pero el salario no era malo. Nada más concluir un curso de formación en Roubaix, se incorporó a sus nuevos deberes. El cambio se reveló un desacierto: su nueva jefa recibió la encomienda de licenciar a una de las tres vendedoras que trabajaban en su área y no dudó en deshacerse de ella.
Hacía varios meses que Florence no se hablaba con su madre, pero no le quedó más remedio que regresar a Béthune, una pequeña ciudad de veinticinco mil habitantes, donde Charlotte y Bernard se habían instalado. Con esta complicada historia familiar a cuestas, la joven trasegó de un empleo a otro hasta recalar en un pequeño restaurante; luego de arduos meses de trabajo, el propietario le propuso que se asociaran y ella estuvo a punto de firmar los papeles cuando recibió la intempestiva llamada de Sébastien. Al tanto de sus altibajos laborales y emocionales, su hermano la invitaba a reunirse con él en México.
La inabarcable capital mexicana, con su luz cegadora y ese clima tórrido y lluvioso que desconcierta a los septentrionales, no resultó fácil para Florence. Sébastien le dijo que debería pasar una temporada al lado de Iolany para familiarizarse con el español, pero la relación entre las dos mujeres osciló de la desconfianza a la antipatía. Para una mexicana como Iolany, la impulsiva hermana de su marido representaba un incordio; Florence, por su parte, se sentía inútil y menospreciada. Además, su cuñada le hablaba siempre en francés y no la ocupaba para otra cosa que hornear pasteles. Para colmo, el clima de inseguridad que imperaba en la capital provocaba que su hermano le impidiese salir sola: a los 30, Florence ni siquiera era capaz de salir de compras.
Desasosegada, le suplicó a su hermano que la contratase; Sébastien le explicó que sus socios eran muy complicados —fue la primera vez que le habló de Margolis— y la envió al aeropuerto de Toluca, a una hora de la capital, como responsable de etiquetar los productos provenientes del exterior. Al cabo de unos meses, en los cuales ella nunca dejó de sufrir burlas por parte de sus compañeros (y durante los cuales tuvo su primer noviecito mexicano), Florence decidió regresar a Francia para pasar las vacaciones de fin de año con Olivier. A su vuelta, en enero de 2004, Sébastien accedió a contratarla en SSB, cuyas oficinas estaban en el mismo edificio de Radiancy, en la calle Lope de Vega 405, en la exclusiva zona comercial de Polanco, lo que permitió que un día, cuando bajaba con su hermano al estacionamiento, Florence se topase por primera vez con Eduardo Margolis.
«Vamos a comer abajo», le propuso Sébastien. «Margolis dice que, si el lugar te gusta, te puedes convertir en gerente.» Su hermano le habló en muy buenos términos del empresario judío. «A este hombre le encanta mi forma de trabajar», le presumió a Florence. «Me dijo que, si mi hermana tiene los mismos instintos comerciales que yo, también tiene que trabajar con ella…»
A Florence le disgustó el ambiente del restaurante; su dueño, en cambio, resultó tal como se lo había descrito su hermano: encantador y vivaz, con esa condescendencia de quien está acostumbrado a nunca escuchar una negativa. Margolis insistió en contratarla, pero Florence no se sintió cómoda con sus halagos y adujo que su español todavía era rudimentario. «Tal vez en unos meses», le prometió.
En SSB, sus conflictos con Iolany, quien también se había incorporado a la empresa, eran cada vez más turbulentos. En la primavera de 2004, mientras Florence comenzó a recorrer —y descubrir— la Ciudad de México en los taxis que la conducían de norte a sur y de este a oeste para mostrar los productos de belleza de su hermano, Lupita, una compañera del trabajo, le propuso compartir un departamento. Feliz de abandonar la forzada convivencia con Iolany, el 15 de julio de 2004 Florence firmó el contrato de alquiler. Lupita le abrió las puertas a un nuevo mundo y ella al fin comenzó a sentirse a gusto en su país de adopción.
En agosto de 2004, Florence tomó el elevador para subir a su oficina al lado de un joven de treinta y tantos años, moreno y simpático, que no le causó gran impresión. Cuando Florence contrajo una infección, su hermano le dijo que tenía que salir de viaje, pero que un amigo suyo podía acompañarla al médico. «Israel es mi hombre de confianza», le dijo para convencerla.
Israel pasó a recogerla con su excuñado, Alejandro Mejía, y los dos la llevaron a la clínica. De vuelta en su casa, Israel le pidió su teléfono; a la mañana siguiente pasó por ella y la invitó a desayunar. Sólo entonces él se acordó de un incidente previo: semanas atrás la había visto pasar a toda prisa, un tanto perdida en el centro de Coyoacán, mientras él y sus hijos veían a un mimo. «Traías esta misma pañoleta y esta misma chamarra de mezclilla», le recordó Israel y ella le confirmó que ese día había estado allí.
Si algo sorprende a las extranjeras de los mexicanos es esa mezcla de galantería y machismo casi extinta en Europa: una cortesía exagerada que implica abrirle a una mujer la portezuela del coche, ayudarla a ponerse o quitarse el abrigo, lanzar piropos a diestra y siniestra y pagar todas las cuentas. Justo el arsenal de atenciones —que incluyó flores, chocolates y un disco con una canción especialmente elegida para ella— que Israel desplegó hacia Florence. Para él, fue un enamoramiento súbito que no se desvanecería ni siquiera en la cárcel. Todavía hoy, Israel sigue refiriéndose a ella como una gran mujer y afirma haberla amado de todas las maneras posibles. Para Florence la relación fue menos pasional o al menos eso ha dejado asentado en sus libros, donde describe a Israel como un hombre gentil e inteligente, propenso a violentas ráfagas de celos, con el cual terminó por entablar más una amistad que un amor perdurable. Israel figura, según la versión que convenga, como el latin lover que conquista a la francesa naïve o como el avezado criminal que convence a la ambiciosa extranjera de sumarse a su empresa criminal —una mala tropicalización de Bonnie & Clyde—, pero en realidad Israel solía verse apabullado por la energía de una mujer acostumbrada a una libertad poco habitual entre sus novias mexicanas. Los libros de Florence no dejan lugar a dudas de que ella dirigía el rumbo de la relación.
Los dos solían pasar largas horas en Las Chinitas, en la súbita calma de ese locus amoenus a unos pasos del tumulto y las aglomeraciones de la capital. Una calma que sólo se vería interrumpida los fines de semana por las visitas de la vasta parentela de Israel, padres, hermanos, nueras y sobrinos reunidos para preparar barbacoas y taquizas al aire libre. El otoño de 2004 lucía particularmente dulce para Florence: maravillada ante esa estación templada, sin las lluvias que se extienden de mayo a septiembre, le encantaba recorrer el campo y las zonas arboladas de las inmediaciones de Las Chinitas en compañía de Israel. Florence descubría en su novio a un hombre cálido y servicial: en una ocasión vieron a un niño a punto de asfixiarse y él fue el único en acudir en su ayuda. Ella sabía que su novio trabajaba con Mario y René, cada uno de los cuales tenía un taller mecánico, y que vendía coches de segunda mano. Nada excesivamente lucrativo, pero suficiente para que él la invitase a salir con frecuencia.
«No me pregunto si lo amo», escribe Florence, «estoy ahí y eso es todo.»
Toda felicidad absoluta es ilusoria: según Florence, a Israel no le gustaban sus amigos y estallaba en rabiosas escenas de celos que a ella le resultaban cada vez más difíciles de tolerar. Otra típica historia binacional: el macho mexicano que no se acomoda a la libertad de la extranjera. Él ofrece la versión contraria: aunque desde el inicio le reveló su acuerdo con Claudia y le advirtió que seguiría visitando a sus hijos y durmiendo en su antigua casa —en el cuarto de huéspedes—, a Florence le resultaba muy difícil aceptar la situación y le llamaba a todas horas cuando él viajaba a Guadalajara.
Al acercarse el fin de año, Florence aprovechó una oferta de vuelo, el mismo 24 de diciembre, para pasar otras vacaciones en Francia en casa de Olivier. Por primera vez se atrevió a presumirle a su familia la nueva vida que había empezado a construir en México y les contó tanto de su trabajo con Sébastien como de su noviazgo con Israel. En su ausencia, Iolany había aprovechado para comenzar a trabajar en las oficinas de su marido y, cuando Florence regresó a México el 31 de diciembre, Sébastien le entregó una computadora y le dijo que sería mejor que trabajase desde casa. Poco después llegó por sorpresa a su departamento, le confesó que los problemas con su esposa habían arreciado por su culpa y le pidió su renuncia. Florence no sabía cómo se ganaría la vida, pero, cuando Israel le propuso que se mudara a Las Chinitas, ella se rehusó por miedo a ocupar el tradicional papel de ama de casa que tanto detestaba.
Al cabo de tres semanas, Florence encontró otro empleo, esta vez en Yarden Design, una firma de arquitectos y decoradores propiedad del diseñador judío Elik Kobi (cabe preguntarse si no llegaría allí por recomendación del único otro judío que conocía, Eduardo Margolis), con un sueldo de ocho mil pesos mensuales. En el despacho, Florence hacía las veces de recepcionista y secretaria, labores a las que se esforzaba por acostumbrarse, aunque lo que más le pesaba eran los constantes exabruptos de su patrón. Para colmo, los celos de Israel no hacían sino multiplicarse; a veces la esperaba por sorpresa afuera de su oficina para cerciorarse de que no saliese con nadie e incluso le reprochó que se despidiese de los guardias de seguridad con un beso.
Según Florence, el 14 de febrero de 2005 Israel aprovechó que tenía un juego de llaves de su departamento y entró a hurtadillas con la idea de darle una sorpresa. Ahí, revisó sus cajones y descubrió una fotografía de Florence con un antiguo novio. Sin contener la rabia, estrelló contra el suelo el florero que le había llevado por San Valentín. En el relato de Israel, el día anterior había buscado a Florence sin tregua y, cuando llamó al departamento, Lupita, su room-mate, le respondió nerviosa que no sabía dónde estaba. Por la mañana fue a buscarla y en efecto encontró en uno de sus cajones la cámara que le había regalado, así como una foto reciente en la que Florence aparecía al lado de su exnovio desnudo. Para colmo, esa misma semana, Lupita le comunicó a Florence que iba a mudarse, dejándola con la obligación de pagar el alquiler. Alquiler que, según Israel, él se encargaba de pagar.
Ajenos a estas turbulencias, los padres de Florence decidieron emprender un viaje a México. Según Israel, fue él quien la convenció de invitarlos a Las Chinitas, tratando de provocar un acercamiento con su madre, con quien ella seguía sin hablarse. La visita permitió que Florence e Israel volviesen a estar juntos y éste se esforzó por conquistar a sus suegros con la tradicional hospitalidad mexicana. A Bernard y Charlotte su yerno les pareció inteligente y encantador y aún hoy hablan de él en buenos términos. Florence acabó por valorar sus atenciones y, tras la partida de sus padres, ambos volvieron a su rutina.
Como era de esperarse, nada cambió. En un arranque de desesperación, Florence renunció al despacho y en junio le comunicó a Israel que pensaba regresar a Francia de forma definitiva. Su experiencia mexicana se resolvía como un doble fracaso, laboral y amoroso. Antes de tomar el avión, depositó sus muebles en Las Chinitas y le dijo a Israel que podía hacer con ellos lo que se le antojase.
«Al menos hablo español», murmuró para sí como único consuelo.
Béthune, a su vuelta el 23 de julio de 2005, era una ciudad fantasma. Allí estaban sus padres y podía ir a Lille con frecuencia, pero a Florence todo le parecía más pequeño y gris que en México. Había perdido más de dos años de su vida, en su currículum no figuraba ninguna actividad de la que pudiera sentirse orgullosa y en el amor tampoco había logrado nada perdurable, su relación con Israel venida a pique a fuerza de peleas, reconciliaciones y nuevas peleas. Lo que más le incomodaba era la sensación de fracaso: odiaba que sus padres o sus hermanos la percibiesen derrotada o vencida.
Ese verano todo salió mal. En época de vacaciones, le fue imposible encontrar un buen trabajo y apenas consiguió un empleo como camarera en un restaurante de Beuvry-lès-Béthune. Justo entonces Bernard le anunció que Sébastien y su familia pasarían con ellos el mes de septiembre. Florence no se sentía capaz de convivir con su cuñada y, tras una acre discusión con su padre, tomó la decisión de usar el boleto que tenía para volver a México.
Israel pasó a recogerla al aeropuerto de la Ciudad de México el 9 de septiembre. Florence insiste en que desde el principio le advirtió que serían sólo amigos y aún hoy elogia a Israel como si hubiese sido un caballero medieval que aceptó de antemano su derrota y renunció a tocarla, pero desde su llegada a México convivió con él tanto o más que cuando eran una pareja oficial. En su relato ex post facto, Florence parece verse obligada a fijar esta distancia, pero entonces eran un hombre y una mujer adultos que dormían en el mismo lugar, lo cual lleva a concluir que su intimidad era menos fría de lo que ella sostiene.
Mientras Florence estuvo en Francia, Israel había intentado reconciliarse con Claudia. Durante un torneo de futbol de su hijo, la familia viajó junta y los cuatro se quedaron en la misma habitación de hotel. Claudia no sabía nada de la relación de Israel con Florence, excepto que era extranjera. Por la noche los dos se quedaron platicando a solas e Israel le pidió que volviesen juntos. Le propuso irse de viaje, recorrer los distintos estados de la República y empezar de nuevo. Claudia prometió pensarlo.
A principios de octubre, Florence llenó una solicitud de empleo del Hotel Fiesta Americana, consiguió varias cartas de recomendación y, dueña ya de un español fluido, pasó todos los exámenes. Contratada como hostess de la zona VIP, empezó a trabajar allí el 1.º de noviembre, con un horario de 15:00 a 23:00 y un sueldo de seis mil pesos al mes. Cuando se lo comunicó a Israel, éste trató de mostrarse entusiasta: aunque lamentaba su partida, aceptó la situación con diplomacia y la ayudó a encontrar un departamento en la calle de Hamburgo, en la colonia Juárez. Jorge, el hermano de Israel, se encargó de pagar la fianza.
Israel le prometió ayudarla a trasladar sus muebles a su nuevo hogar y ella accedió a quedarse en Las Chinitas hasta que su nuevo departamento estuviese listo. Justo entonces Claudia le llamó a Israel y le dijo que estaba dispuesta a volver con él. Así transcurrieron los primeros días de diciembre. El 7, un día antes de la mudanza definitiva, Israel llevó a Florence al Fiesta Americana. «Alguien nos sigue», le aseguró de pronto; ella no prestó demasiada atención.
Al término de su jornada laboral, Israel pasó por Florence y los dos regresaron a Las Chinitas. Según ella, la mañana del 8 de diciembre, luego de desayunar juntos, Israel y dos amigos suyos, Charly y Díter, quienes se quedaban a dormir en el cuarto de trebejos a la entrada de Las Chinitas, acomodaron los muebles de Florence en la camioneta que le había prestado a Israel una de sus cuñadas, la viuda de su hermano Arturo, para depositarlos en el departamento de Hamburgo. Israel afirma que Florence yerra en su recuerdo: su amigo se llamaba Pedro —Peter y no Díter o Dither— y se había quedado en el cuartito semanas atrás; quien los ayudó a empacar fue, según él, su sobrino Juan Carlos.
Pasadas las 10:00, Israel y Florence abordaron la camioneta y, con cierto regusto agridulce —ambos sabían que estaba a punto de iniciarse una nueva etapa en su relación—, tomaron la carretera federal a Cuernavaca rumbo al centro de la ciudad. El frío sol de diciembre iluminaba su camino.