Trabajan con varios criaderos, pero él incluye en el circuito de la carne a los que proveen la mayor cantidad de cabezas. Antes trabajaban con el criadero Guerrero Iraola, pero el producto perdió calidad. Algunas cabezas de los lotes que mandaban eran violentas y, cuanto más violentas, más difíciles de aturdir. Visitó el criadero Tod Voldelig cuando tuvo que concretar la primera operación, pero es la primera vez que lo incluye en el recorrido de la carne.
Antes de entrar llama al geriátrico del padre. Lo atiende Nélida, una mujer que se ocupa de cosas que verdaderamente no le interesan con una pasión exagerada. Su voz es eléctrica pero por debajo él percibe un cansancio que la erosiona, la consume. Ella le dice que el padre está bien. Lo llama don Armando. Él le dice que lo va a ir a visitar pronto, que ya le transfirió el dinero de ese mes. Nélida le dice querido, no te preocupes, querido, don Armando está estable, con sus cositas, pero estable. Él le pregunta si por cositas se refiere a episodios. Ella le dice que no se preocupe, que nada que no se pueda manejar.
Corta y se queda unos minutos en el auto. Busca el teléfono de su hermana. Va a llamarla, pero se arrepiente.
Entra al criadero. El Gringo, el dueño, le dice que lo disculpe, que vino un alemán que quiere comprar un lote importante, que le tiene que mostrar el criadero y explicarle porque no entiende nada, es nuevo en el negocio, que le cayó de golpe, que no tuvo tiempo de avisarle. Él le contesta que no importa, que los acompaña.
El Gringo es torpe. Camina como si el aire fuese demasiado espeso para él. No mide la magnitud de su cuerpo. Se choca con las personas, con las cosas. Transpira. Mucho.
Cuando lo conoció pensó que era un error trabajar con ese criadero, pero el Gringo es eficiente y es uno de los pocos que resolvió varios problemas con los lotes. Tiene ese tipo de inteligencia que no necesita de refinamientos.
El Gringo le presenta al alemán. Egmont Schrei. Se saludan con un apretón de manos. Egmont no lo mira a los ojos. Tiene puesto un jean que parece recién comprado y una camisa demasiado limpia. Zapatillas blancas. Parece fuera de lugar con la camisa planchada y el pelo rubio pegado al cráneo. Pero Egmont sabe. No dice una palabra, porque sabe, y esa ropa, que sólo usaría un extranjero que nunca pisó un campo, le sirve para poner la distancia exacta que necesita para planear el negocio.
El Gringo saca el dispositivo de traducción automática. Él conoce esos dispositivos, pero nunca tuvo la necesidad de usar uno. Nunca pudo viajar. Se da cuenta de que es un modelo viejo, que sólo tiene tres o cuatro idiomas. El Gringo le habla al aparato que traduce automáticamente todo al alemán. Le dice que le va a mostrar el criadero, que van a empezar por el padrillo de retajo. Egmont asiente. No muestra las manos. Las tiene en la espalda.
Caminan por pasillos con jaulas tapadas. El Gringo le explica a Egmont que un criadero es un gran almacén viviente de carne y levanta los brazos como si estuviese dándole la clave del negocio. El alemán parece no entender. El Gringo deja de lado las definiciones altisonantes y pasa a explicarle las cosas básicas, como que mantiene a las cabezas separadas, cada una en su jaula, para evitar episodios de violencia, que se lastimen o que se coman los unos a los otros. El aparato traduce con una voz mecánica de mujer. Egmont asiente.
Él no puede dejar de pensar en la ironía. La carne que come carne.
Abre la jaula del padrillo. En el piso hay paja que parece fresca y dos tachos de metal amurados a los barrotes. Uno con agua. El otro, que está vacío, es para el alimento. El Gringo habla al aparato y explica que a ese padrillo de retajo lo crió de chiquito, que es de la Primera Generación Pura. El alemán lo mira con curiosidad. Saca su aparato de traducción. Un modelo nuevo. Le pregunta qué sería la generación pura. El Gringo le explica que las PGP son las cabezas nacidas y criadas en cautiverio y que no tienen modificaciones genéticas ni reciben inyecciones para acelerar el crecimiento. El alemán parece entender y no hace comentarios. El Gringo sigue con lo anterior, que parece que le interesa más, y le explica que los padrillos se compran por la calidad genética. Que él le dice padrillo de retajo, pero que técnicamente no lo es porque sirve a las hembras, se las monta. Pero le dice que él lo llama de retajo porque le detecta a las hembras que están listas para ser fertilizadas. El resto de los padrillos están destinados a llenar de semen las latas donde lo recolectan para la inseminación artificial. El aparato traduce.
Egmont quiere entrar a la jaula, pero se frena antes. El padrillo se mueve, lo mira y el alemán da un paso hacia atrás. El Gringo no se da cuenta de la incomodidad del alemán. Sigue hablando. Dice que a los padrillos los compra dependiendo de la conversión alimenticia y de la calidad de la musculatura, pero que a su orgullo no lo compró, lo crió, aclara por segunda vez. Explica que la inseminación artificial es fundamental para evitar enfermedades y que permite la producción de lotes más homogéneos para los frigoríficos, entre muchos beneficios. El Gringo le guiña un ojo al alemán y remata: vale la inversión sólo si se manejan más de cien cabezas porque el mantenimiento y el personal especializados son caros. El alemán le habla al aparato y le pregunta para qué usan al padrillo de retajo entonces, que estos no son cerdos, ni caballos, son humanos y que por qué el padrillo se las monta, que no debería, que es poco higiénico. La voz que traduce es de hombre. Una voz que parece más natural. El Gringo se ríe algo incómodo. Nadie los llama humanos, no acá, no donde está prohibido. “No, claro, no son cerdos, aunque genéticamente son muy parecidos, pero no tienen el virus.” Se hace un silencio. La voz de la máquina se quiebra. El Gringo la revisa. La golpea un poco y la máquina arranca. “Este macho tiene la habilidad de detectarme los celos silenciosos y me las deja óptimas. Nos dimos cuenta de que si el padrillo se las monta las hembras tienen mejor disposición para la inseminación. Pero tiene hecha una vasectomía para que no me las preñe porque hay que tener el control genético. Además, se lo revisa constantemente. Está limpio y vacunado.”
Él ve cómo el lugar se llena de las palabras dichas por el Gringo. Son palabras livianas, sin peso. Son palabras que se mezclan con las otras, las incomprensibles, con las mecánicas, dichas por una voz artificial, una voz que no sabe que todas esas palabras pueden cubrirlo, hasta sofocarlo.
El alemán mira al padrillo en silencio. Pareciera que en la mirada hay envidia o admiración. Se ríe y dice: “Qué buena vida lleva ese”. La máquina traduce. El Gringo lo mira sorprendido y se ríe para disimular la mezcla de irritación y asco. Él ve cómo surgen preguntas que se atascan en el cerebro del Gringo: ¿cómo es capaz de compararse con una cabeza?, ¿cómo puede desear ser eso, un animal? Después de un silencio incómodo y largo el Gringo le contesta: “Por poco tiempo, cuando no sirva más, el padrillo también va a ir al frigorífico”.
El Gringo sigue hablando como si no pudiese hacer otra cosa, está nervioso. Él mira cómo las gotas de transpiración se deslizan desde la frente y se detienen, apenas, en los pozos de la cara. Egmont le pregunta si hablan. Dice que le llama la atención tanto silencio. El Gringo le contesta que desde chiquitos los aíslan en incubadoras y después en jaulas. Que les sacan las cuerdas vocales y así los pueden controlar más. Nadie quiere que hablen porque la carne no habla. Que comunicarse se comunican, pero con un lenguaje elemental. Se sabe si tienen frío, calor, esas cosas básicas.
El padrillo se rasca un testículo. En la frente tiene marcadas con hierro caliente una T y una V entrelazadas. Está desnudo, igual que todas las cabezas en todos los criaderos. Tiene una mirada turbia, como si detrás de la imposibilidad de pronunciar palabras se agazapara la locura.
“El año que viene lo presento en la Sociedad Rural”, dice el Gringo con tono triunfal y se ríe con un ruido parecido al de una rata rascando una pared. Egmont lo mira sin entender y el Gringo le explica que en la Sociedad Rural se premian a las mejores cabezas, de las razas más puras.
Caminan por las jaulas. Él calcula que en ese galpón habrá más de doscientas. No es el único galpón. El Gringo se le acerca y le pone una mano en el hombro. La mano es pesada. Él siente el calor, la transpiración de esa mano que le está empezando a humedecer la camisa. El Gringo le dice en voz baja:
—Tejo, escuchame, el nuevo lote te lo mando la semana que viene. Carne premium, de exportación. Van algunos PGP.
Él siente la respiración entrecortada cerca de la oreja.
—El mes pasado nos mandaste un lote con dos enfermos. Bromatología no autorizó el envasado. Se los tiramos a los Carroñeros. Krieg me mandó a decirte que si pasa otra vez se va a otro criadero.
El Gringo asiente.
—Termino con el alemán y lo hablamos bien.
Los lleva a la oficina. Acá no hay secretarias japonesas ni té rojo, piensa. Hay poco espacio y paredes de aglomerado. Le da un folleto y le dice que lo lea. Le explica a Egmont que está exportando sangre de un lote especial de hembras preñadas. Le aclara que esa sangre tiene propiedades especiales. Él lee en letras rojas y grandes que el procedimiento reduce la cantidad de horas improductivas de la mercancía.
Piensa: mercancía, otra palabra que oscurece el mundo.
El Gringo sigue hablando. Aclara que los usos de la sangre de embarazadas son infinitos. Que antes el negocio no se explotó porque era ilegal. Que le pagan fortunas porque a las que les saca sangre, invariablemente, terminan abortando porque quedan anémicas. La máquina traduce. Las palabras caen en la mesa con un peso desconcertante. El Gringo le dice a Egmont que ese es un negocio en el que vale la pena invertir.
Él no le contesta. El alemán tampoco. El Gringo se seca la frente con la manga de la camisa. Salen de la oficina.
Pasan por la zona donde están las lecheras. Tienen máquinas que les succionan las ubres, como las llama el Gringo. “La leche que sale de esas ubres es de primera”, le dice a la máquina y les ofrece un vaso mientras aclara: “Recién ordeñada”. Egmont la prueba. Él niega con la cabeza. El Gringo les cuenta que son mañeras y que tienen una vida útil corta, que se estresan rápido y que cuando ya son inservibles esa carne la tiene que mandar al frigorífico que provee a la comida rápida para sacar algo más de ganancia. El alemán asiente y dice “sehr schmackhaft”, la máquina traduce “muy sabrosa”.
Mientras caminan para la salida pasan por el galpón de las preñadas. Algunas están en jaulas y otras están acostadas en mesas, sin brazos, ni piernas.
Él desvía la mirada. Sabe que en muchos criaderos se inhabilita a las que matan a los fetos golpeándose la panza contra los barrotes, dejando de comer, haciendo lo que sea para que ese bebé no nazca y muera en un frigorífico. Como si supieran, piensa.
El Gringo acelera el paso y le explica cosas a Egmont, que no logra ver a las preñadas en las mesas.
En la sala contigua están los críos en las incubadoras. El alemán se queda mirando las máquinas. Saca fotos.
El Gringo se le acerca. Él siente el olor pegajoso de ese cuerpo que transpira algo enfermo.
—Me preocupa lo que me dijiste de Bromatología. Mañana vuelvo a llamar a los especialistas para que los revisen y si te toca uno de descarte, me llamás y te lo descuento.
Los especialistas, piensa, estudiaron medicina, pero cuando se dedican a revisar los lotes en los criaderos nadie los llama médicos.
—Otra cosa, Gringo, no me ahorres más en camiones para el tránsito. El otro día me llegaron dos medio muertos.
El Gringo asiente.
—Nadie pretende que viajen sentados en primera clase, pero no me los amontones como sacos de harina porque se desmayan, se golpean la cabeza y si se mueren, ¿quién paga? Además, se lastiman y después las curtiembres pagan menos por el cuero. El jefe también está disconforme con eso.
Le da la carpeta del Señor Urami.
—Tené cuidado especialmente con las pieles más claras. Te voy a dejar esta carpeta con las muestras un par de semanas para que fijes bien los valores, y les des un trato especial a los más caros.
El Gringo se pone rojo.
—Tomo nota, no va a volver a pasar. Se me rompió un camión y para cumplir los amontoné un poco más que de costumbre.
Caminan por otro galpón. El Gringo abre una de las jaulas. Saca a una hembra que tiene una soga al cuello.
Le abre la boca. Parece que tiene frío. Tiembla.
—Mirá esta dentadura. Totalmente sanos.
Le levanta los brazos y le abre las piernas. Egmont se acerca a mirarla. El Gringo le habla a la máquina:
—Hay que invertir en vacunas y remedios para mantenerlos sanos. Mucho antibiótico. Todas mis cabezas están con los papeles al día y en orden.
El alemán la mira concentrado. Da vueltas, se agacha, le mira los pies, le abre los dedos. Le habla al aparato que traduce:
—¿Esta es una de la generación purificada?
El Gringo reprime una sonrisa.
—No, esta no es de la Generación Pura. A esta la modificaron genéticamente para que creciera mucho más rápido y eso se complementa con alimento especial y con inyecciones.
—Pero ¿le cambia el gusto?
—Son muy sabrosas. Claro que los PGP son carne de alta gama, pero la calidad de estos es excelente.
El Gringo saca un aparato que parece un tubo. Él los conoce. Los usan en el frigorífico. Le pone la punta del aparato a la hembra en el brazo. Aprieta un botón y la hembra abre la boca con un gesto de dolor. En el brazo le quedó una herida milimétrica, pero que sangra. El Gringo le hace un gesto a un empleado que se acerca a curarla.
Abre el tubo y adentro hay un pedazo de carne del brazo de la hembra. Es alargado, muy pequeño, no más grande que la mitad de un dedo. Se lo entrega al alemán y le dice que lo pruebe. El alemán duda. Pero después de unos segundos lo prueba y sonríe.
—Muy sabrosa, ¿no? Es un bloque sólido de proteínas, además —dice el Gringo a la máquina que traduce.
El alemán asiente.
El Gringo se le acerca y le dice en voz baja:
—Es carne de primera calidad, Tejo.
—Que me mandes alguno con la carne dura te lo puedo disimular con el jefe, que sabe que los aturdidores le pueden pifiar en el golpe, pero con Bromatología no se jode.
—Claro, sí.
—Con los cerdos y vacas aceptaban coimas, pero hoy, olvidate. Todos quedaron paranoicos con lo del virus, ¿entendés? Te denuncian y te cierran el frigorífico.
El Gringo asiente. Agarra la soga y mete a la hembra en la jaula. La hembra pierde el equilibrio y cae en la paja.
Hay olor a asado. Van a la zona de descanso de los peones. Están haciendo un costillar a la cruz. El Gringo le explica a Egmont que el costillar lo empezaron a preparar a las ocho de la mañana “para que la carne se deshaga en la boca”, pero que, además, los muchachos están a punto de comer un crío. Le aclara: “Es la carne más tierna que existe, poca, porque no pesa lo mismo que un novillo. Estamos festejando que uno fue padre. ¿Quieren un sándwich?”. El alemán asiente. Él dice que no. Todos lo miran sorprendidos. Nadie rechaza esa carne, comerla puede costar un mes de sueldo. El Gringo no dice nada porque sabe que sus ventas dependen de la cantidad de cabezas que él decida comprarle. Uno de los peones corta un pedazo de carne de crío y prepara dos sándwiches. Le agrega una salsa picante, color rojo anaranjado.
Llegan a un galpón más chico. El Gringo abre otra jaula. Les hace una seña para que se asomen. Le dice a la máquina: “Empecé a criar obesos. Los sobrealimento para después venderlos a un frigorífico que se especializa en trabajar con grasa. Te hacen de todo, hasta galletitas gourmet”.
El alemán se aleja un poco para comer el sándwich. Lo hace inclinado. No quiere que se le manche la ropa. La salsa cae muy cerca de las zapatillas. El Gringo se acerca para darle un pañuelo, pero Egmont le hace gestos de que está bien, de que el sándwich es rico. Se queda parado, comiendo.
—Gringo, necesito piel negra.
—Justo ahora estoy en tratativas para que me traigan un lote de África. No sos el primero que me lo pide.
—Después te confirmo la cantidad de cabezas.
—Parece que un diseñador famoso sacó una colección con cuero negro y para el invierno que viene explota.
Él se quiere ir. Necesita dejar de escuchar la voz del Gringo. Necesita dejar de ver cómo las palabras se acumulan en el aire.
Pasan por un galpón blanco, nuevo, que él no había visto cuando entró. El Gringo lo señala y le dice a la máquina que está invirtiendo en otro negocio, que va a criar algunos para trasplante de órganos. Egmont se acerca interesado. El Gringo le da un mordisco al sándwich y con la boca llena de carne le explica: “Aprobaron la ley finalmente. Necesito más permisos y controles, pero es más rendidor. Otro buen negocio para invertir”.
Él se despide. No le interesa escuchar más. El alemán le está por dar la mano, pero se la saca cuando ve que está manchada por el aceite del sándwich. Se disculpa con un gesto y susurra “Entschuldigung”. Sonríe. La máquina no traduce.
Por la comisura del labio le cae despacio la salsa anaranjada que empieza a gotear sobre las zapatillas blancas.