
Amarse a uno mismo es el comienzo de una aventura que dura toda la vida.
OSCAR WILDE
Aunque es probable que ya me conozcas, permíteme que me presente. Me llamo Jorge Luengo y soy mago. O ilusionista. O mentalista. O todo a la vez. Como tú prefieras.
No voy a empezar diciéndote todo lo que he hecho en mi vida para llegar a este momento en el que me estás leyendo, pero sí voy a contarte algunas experiencias y episodios concretos que he vivido en primera persona y que me han hecho ser como soy. Creo que pueden ser útiles para que entiendas cómo funciona mi cabeza, cómo se ha construido mi mente y hasta dónde he podido llegar gracias a ello.
Todo comenzó cuando con cuatro años vi un número de magia que me dejó completamente loco. Mi primo metía una sota de copas en mitad de una baraja, chasqueaba los dedos y esta subía hasta colocarse la primera del mazo «por arte de magia». Al ver aquella cosa tan espectacular me di cuenta de que yo quería hacer lo mismo, quería ese «poder». Pero no me refería al de hacer que la carta subiese sola, sino al de emocionar a todos los que estábamos viéndole en aquel momento. Entonces fue cuando lo vi meridianamente claro. ¡Quería ser ilusionista!
Desde aquel día, cada vez que alguien me preguntaba aquello de «¿Qué quieres ser de mayor?» siempre contestaba lo mismo: «Quiero ser mago». Yo no tenía ninguna duda, pero mi madre… Bueno, mi madre es como todas las madres del mundo. Por entonces aspiraba a que su hijo estudiara, sacara buenas notas y encontrara un trabajo estable y bien pagado. Ni siquiera cuando me sorprendió levitando medio metro por encima del suelo del salón de casa terminaba de ver clara mi vocación. «¡Bájate de ahí, niño! ¡Que te vas a hacer daño!» fue la frase que le salió del alma en aquel instante. No la culpo por ello. Yo apenas tenía quince años y —aunque ella no terminara de creerme— ya SABÍA CUÁL ERA MI OBJETIVO. Tenía claro hacia dónde quería ir y qué quería ser. El cómo, ya llegaría. Esta convicción me facilitó muchísimo tomar las decisiones adecuadas en aquel y en otros muchos momentos de mi vida.
Es cierto que cuando años más tarde decidí dejarlo todo por la magia, la primera reacción de mi madre fue preguntarme si me había dado algún golpe en la cabeza… Pero tanto ella como mi padre comprendieron enseguida que iba en serio, que aquello era lo que me hacía feliz, y no dudaron en demostrarme su apoyo incondicional. A cualquiera podría parecerle una locura renunciar a una plaza de funcionario del Grupo A, con un buen sueldo y una vida casi resuelta a diez minutos de mi casa, en Cáceres, por otra llena incertidumbres, viajes y noches en vela. Mis padres no solo lo aceptaron y me animaron a perseguir mi sueño, sino que a fecha de hoy siguen siendo mis mayores fans.
Tener claro un objetivo y escribirlo es estar un paso más cerca de conseguirlo. Por eso te animo a que te hagas tú mismo una pregunta: ¿Qué quieres hacer en tu vida?
Párate un segundo y responde. Hazlo solo para ti, yo no voy a escucharte, no puedo escucharte. Pero te invito a que escribas esa respuesta en esta página o en cualquier otro lugar. Verás cómo algún día te acordarás de este momento y será para bien.
En cierta ocasión, una compañera de Discovery Channel me dijo que su hijo no entendía cómo yo podía ser un mago. «¿Por qué?», le pregunté con cierta preocupación. «¡Porque dice que no tienes una capa con estrellas!», me respondió.
La anécdota ilustra a la perfección el hecho de que todos manejamos ideas preconcebidas, prejuicios y estereotipos que nos ayudan a ubicar, entender y manejar conceptos (sobre todo cuando se tienen siete años). Pero también es cierto que, a veces, no está de más redefinir algunos conceptos que no son del todo correctos. Por eso me gustaría dedicar unos minutos a explicar las diferencias que, a mi entender, existen entre magia, ilusionismo y mentalismo.
Una cosa está clara: Harry Potter es mago. Un mago como imaginamos que tiene ser, con todos sus complementos mágicos, su túnica y sus hechizos. Como le gusta al hijo de mi amiga. Sin embargo, siento decirte que los magos que pisamos la tierra cada día, no somos magos. Y no es que no usemos una varita mágica (que la usamos), sino que no sabemos de hechizos, conjuros o pociones que otorguen suerte. Una pena, sí, pero esto es así.
Si has observado que los ilusionistas nos autodenominamos magos y hablamos indistintamente de magia o de ilusionismo, se debe a una cuestión tan prosaica como que «mago» y «magia» son palabras más cortas y sencillas de pronunciar que «ilusionista» e «ilusionismo». Eso es todo. Además, la magia tiene una connotación muy positiva —la conocemos desde niños—, y el ilusionismo puede resultar más complejo de comprender.
Por su parte, un mentalista es un ilusionista que aplica sus conocimientos para hacer ejercicios de adivinación, sugestión, superación o predicción con la mente. El mentalismo es una rama de la magia que, desde mi humilde opinión, logra de un modo único conectar con las emociones de las personas. Y eso es algo maravilloso.
Aunque un mago sea capaz de hacer desaparecer un millón de cartas en un escenario, difícilmente conseguirá lograr la sensación que produce un mentalista adivinando esa fecha que es tan especial para ti, el nombre de tu primer amor o lo que estás pensando en este preciso momento. EL MENTALISMO PROVOCA UNA SENSACIÓN IMPERECEDERA PORQUE TRABAJA DIRECTAMENTE CON LAS EMOCIONES. La magia, por el contrario, maneja un componente de fantasía que entusiasma, sí, pero no emociona de la misma manera. Su efecto mágico no se obra EN el espectador sino ANTE él. Un mentalista, sin embargo, consigue que su MAGIA ocurra EN EL CEREBRO de quien se pone en sus manos.
Si un mago hace sus números a solas, delante de un espejo en su casa, está practicando, pero realmente ahí no hay ninguna magia. Es otra cosa. Para que aparezca la magia tiene que haber un espectador que vea ese número y viva una sensación única y emocionante, que la magia se produzca en su mente. Única y exclusivamente.
¿Cómo funciona la comunidad mágica? El Callejón Diagon no existe, dejémoslo claro. Pero sí existen muchas tiendas de magia, congresos y concursos donde los magos nos reunimos para compartir ideas y secretos. En mi opinión la mejor manera de convertirse en mago es acercarse a alguno de estos lugares y empezar a curiosear.
En contra de lo que podría parecer, los magos estamos bastante organizados. Quizás pienses que estas reuniones son como las de esas comunidades secretas que visten con túnicas y se ven en criptas con velas… pero no. Lo más probable es que nos encuentres sentados en la mesa de al lado en ese restaurante al que vas todos los sábados. Nos podrás reconocer porque seguramente estaremos manejando un par de barajas de cartas. Si son barajas de póquer, no te quepa duda de que somos magos. Si es española, quizás sea una partida de mus. Si no ves ninguna… no estás rodeado de magos.
Cuando terminé el Bachillerato en el instituto, a pesar de tener tan claros mis objetivos, no quise renunciar a licenciarme en una carrera. De hecho, estudié varias. Una ingeniería informática superior y dos carreras técnicas. También hice Psicología en la Universidad a Distancia, un máster en Neuropsicología y casi termino Humanidades. No te cuento todo esto para presumir de títulos (de hecho, ya te contaré más adelante cómo pude con todo, no fue tan complicado); lo hago para intentar hacerte ver cómo he dado forma a los conocimientos que guardo en mi cabeza.
Después de años entregado a los números y a la ciencia, quise observar las cosas de una manera menos «cuadriculada» de lo que me había hecho ver la ingeniería. Creo que lo conseguí, pero admito que aún quedan en mi lenguaje muchos términos y formas de explicar los mecanismos de las cosas que pueden sonar a friki informático… Si se me escapa algún bug a lo largo de estas páginas no me lo tengas en cuenta, por favor… ☺
A pesar de todo, como decía Steve Jobs en su famoso discurso en la Universidad de Stanford en 2005 (si no lo has visto, busca el vídeo en YouTube; merece realmente la pena), no podemos conectar los puntos o hitos de nuestra vida mirando hacia delante, solo hacia atrás. Y si miro hacia atrás en la mía, muchos de los conocimientos y técnicas de aprendizaje que hoy tengo se los debo a aquellos años en la universidad, a aquella manera de enfrentar y resolver los problemas, a esa obsesión por no querer hacer siempre lo mismo y hacerlo, por lo menos, de la manera que a mí me hiciera feliz.
En cualquier caso, como te contaba, seguí estudiando después de pasar por el instituto. En la universidad descubrí los clubs de debate y participé en varios concursos de oratoria (sí, gané algún que otro premio gracias a mi labia…). También empecé a trabajar. Por un lado, como becario de investigación en la universidad de lunes a viernes. Por otro, empezando a hacer magia de manera profesional en una discoteca de Cáceres.
Como casi todo en esta vida, que terminara trabajando en ella fue el resultado de una feliz cadena de casualidades. Yo aparecí un día por allí porque me habían invitado a presentar un evento con los actores de una serie con mucho éxito en la época, Compañeros. Después de verme en acción, el dueño del local me propuso hacer mi propio show en su local todas las semanas. Terminé quedándome durante tres años y medio. A mis diecisiete años, las 17.000 pesetas que me pagaban a la semana eran toda una fortuna. Todo, absolutamente todo lo que gané lo invertí en formación, en libros y cursos para aprender más magia. Aquella experiencia me fue muy valiosa para empezar a ver las reacciones del público en directo y comprobar qué era lo que funcionaba y lo que no. Cada semana tenía que introducir números nuevos o novedades en los antiguos porque buena parte de los que venían una vez repetían a la semana siguiente. Era muy interesante.
Aprendí muchísimo durante aquel tiempo en la discoteca. Sobre todo aprendí que si era capaz de ganarme al líder de un grupo, me ganaba a toda la pandilla. No era una tarea fácil porque, sobre todo durante los primeros meses, el público que tenía delante no había ido específicamente para verme a mí. Nadie había visto antes un cartel, un anuncio o cualquier otro tipo de publicidad que le animase a verme en directo. Yo estaba allí y ellos se encontraban conmigo. Por eso yo tenía que ser ágil y rápido a la hora de captar su atención, una tarea doblemente complicada porque el volumen de la música de fondo era el propio de una discoteca… Era realmente difícil hacerse oír, por lo que terminé desarrollando unas magníficas habilidades para hacerme entender con mi cuerpo, sin palabras, utilizando la comunicación no verbal.
El dueño de aquella discoteca era un perfecto (y simpático) caradura. Tenía mucha jeta, pero también muchísimo estilo; sabía qué hacer para llegar a la gente y lograr que trabajara en beneficio suyo y de una manera única.
Lo que más me llamaba la atención de él es que cada vez que hacía algo daba una explicación. Siempre. Si al terminar la noche no te pagaba podía haberse debido a que aquel día había tenido que pagar a algún proveedor que se había presentado de improviso, porque había surgido un problema en las cañerías y hubo que llamar al fontanero, porque tuvo que renovar el sistema de auriculares de la gente de seguridad de la puerta… Siempre encontraba alguna excusa para no pagar.
Con él aprendí que SI UNO JUSTIFICA SUS ACCIONES ES MUCHO MÁS FÁCIL QUE LA PERSONA QUE TENGAS DELANTE NO SE LAS CUESTIONE. Haciendo esto, ni siquiera das opción a que el otro te pida explicaciones, das la respuesta a la pregunta que sabes que inevitablemente va a surgir pero que no quieres que se produzca. Es más, de esta manera construyes un escenario en la mente del otro que convierte en lógica la situación que expones.
No tardé en aplicar esta lógica en mi show. Así, si yo justificaba al espectador cualquier movimiento o gesto que pudiera hacer ante él, no lo recordaba como algo raro, no veía ninguna maniobra extraña ni lo identificaba con algún tipo de trampa. Si, por ejemplo, tenía que meter algo en mi bolsillo, lo que hacía era meter la mano en él para sacar un rotulador, una baraja de cartas o cualquier otro objeto que justificase ese gesto.
Toma nota. Quizás tú también puedas hacer uso de esta técnica en algún momento…
En tercero de carrera teníamos una asignatura que se llamaba Sistemas de Comunicación de Datos (SCD). Yo la recuerdo como una auténtica pesadilla, era realmente difícil. Además de muchísimas horas de estudio, para poder aprobarla se nos exigía hacer una práctica que implicaba ir a la universidad todos los fines de semana. El nivel de estrés que estaba acumulando empezaba a ser insoportable porque yo seguía manteniendo mi actividad paralela como mago. Trabajaba mucho y dormía muy poco. Estaba forzando demasiado la máquina… Tanto, que un día mi cuerpo me envió una señal de alarma.
Sin motivo aparente, una mañana desperté con una cana blanca en la ceja derecha. No le di mayor importancia y me la quité. Pero al día siguiente apareció otra. Y luego otra y muchas más. Hasta que un día amanecí con la ceja completamente blanca. El médico me diagnosticó vitíligo, una enfermedad que puede ser provocada por varios factores, pero sobre todo uno: el estrés. También me dijo que el vitíligo siempre crece y suele ir a peor, que aún no se conocía un remedio científicamente fiable. El médico fue muy claro cuando le pregunté por una posible terapia: LA ÚNICA COSA QUE PODÍA HACER ERA ASUMIR QUE TENÍA UNA CEJA BLANCA.
Os aseguro que el primer día es complicado aceptar la noticia. El segundo, también. Pero el tercero decidí admitir el hecho de que tenía una ceja blanca. Más aún, me propuse DEJAR DE VER AQUELLO COMO UN PROBLEMA Y VERLO COMO ALGO POSITIVO. Recuerdo que, a las pocas semanas, durante una entrevista con una periodista le dije que estaba encantado de tener una ceja blanca, que era lo mejor que me había pasado en mucho tiempo porque esa ceja era mi seña de identidad, que era el único mago del mundo con una ceja blanca. Y desde entonces mi ceja es mi mejor tarjeta de presentación. Mucha gente a lo mejor no sabe mi nombre, pero sabe que soy «el mago de la ceja blanca».
Por suerte, soy de las pocas personas en las cuales el vitíligo no se ha extendido, pero lo habitual es que lo haga en forma de manchas cada vez más grandes por la piel. El ejemplo más conocido es el de Michael Jackson. Nunca se supo si su vitíligo fue provocado por causas genéticas —como algunos afirman— o por el uso de productos blanqueadores sobre su piel. En cualquier caso, sí parece confirmado que el creador de Thriller optó por hacerse quitar la piel que rodeaba sus manchas para que el vítíligo se extendiera.
Es posible que tú estés pensando ahora mismo en algunas cosas malas que te han ocurrido en tu vida. Quizás para algunas de ellas ya has encontrado la manera de convertirlas en buenas; quizás para otras, no. Pero te aseguro que siempre hay una manera de darles la vuelta. Todo es proponérselo.
En las escuelas de negocios suele contarse una historia (que sea o no cierta es algo que no puedo asegurar) que es un magnífico ejemplo sobre cómo un inconveniente imprevisto puede convertirse en una oportunidad de éxito.
Al parecer, en los años sesenta, en plena campaña electoral para la elección del presidente de Estados Unidos, una empresa lechera tuvo la brillante idea de imprimir la cara del candidato favorito sobre los millones de cartones de leche que cada mañana distribuían a lo largo y ancho de todo el país. Obviamente, con esta acción confiaban en incorporar a su lista de clientes a todos los simpatizantes de este candidato. Sin embargo, surgió un problema inesperado: después de haber envasado tropecientos millones de litros de leche en los cartones de marras, cayeron en la cuenta de que nadie había pedido autorización al interesado para el empleo de su imagen.
El pánico se hizo dueño del consejo de dirección. Cualquier idea alternativa suponía un enorme desembolso de dinero o una denuncia que podía implicar más dinero aún en forma de multas. Además, el tiempo jugaba en su contra porque la leche corría el riesgo de echarse a perder. Todo apuntaba hacia la bancarrota hasta que alguien hizo una pregunta que cambió el curso de la historia de esa compañía: «¿Cómo podemos ganar dinero con esto?». En ese momento, las cabezas pensantes de la empresa dejaron de ver la mercancía paralizada en sus almacenes como una situación de crisis y empezaron a considerarla una oportunidad. Y alguien tuvo otra idea. Se marcarían un farol en toda regla.
Armándose de toda la seguridad que eran capaces de transmitir, los directivos de esta empresa se presentaron en la oficina del candidato proponiéndole un plan. Primero le explicaron que todas las encuestas confirmaban que los electores de entre dieciocho y veintidos años no tenían aún una decisión tomada sobre a qué candidato votar. Votarían al que más veces hubieran visto, por lo que si su rostro aparecía en el cartón de la leche que desayunaban todos los días seguramente le elegirían a él. Por si este argumento no fuera suficiente, le dijeron que si a él no le interesaba su oferta, acudirían a proponérsela a su rival. No hizo falta seguir negociando. Esa misma mañana firmaron el acuerdo y por la tarde ya estaban listos para distribuirse por todo el país los millones de cartones de leche con la cara del candidato.
Según continúa la historia, el candidato ganó aquellas elecciones y aquella compañía no solo evitó la quiebra, sino que actualmente está en el top 3 del ranking de su sector en Estados Unidos.
Una última curiosidad relacionada con mi ceja. He comprobado que a lo largo de la historia son muchos los dibujos e imágenes que representan a magos con una ceja o un mechón de pelo blanco. Es una rareza que la gente siempre ha asociado con algo diferente y mágico. El más reciente caso es el de Finn, el mago protagonista del videojuego Sorcery. Como imaginaréis, cuando PlayStation me pidió que fuera yo quien le pusiera la voz, mi alegría no pudo ser mayor. ¿Habré tenido yo algo que ver, además, en esta renovación del mito? Quién sabe…
La aceptación de que el nivel de estrés que había estado soportando llegó a provocarme la aparición del vitíligo me obligó a aprender a gestionar mi tiempo, a organizarme y a hacer las cosas de otra manera más eficaz. Leí todo lo que estaba a mi alcance sobre gestión de tiempo, recursos y aprovechamiento del día a día.
Sin embargo, al terminar la ingeniería, los acontecimientos se precipitaron y volví a encontrarme en una situación de conflicto. Apenas me licencié surgió la oportunidad de convertirme en gestor de proyectos de nuevas tecnologías en la Universidad de Extremadura. Acepté el reto y lo conseguí. El problema fue que a los pocos meses de empezar a trabajar en este puesto se convocaron oposiciones para profesores de Matemáticas de Secundaria. Yo me presenté casi por curiosidad, por medir mis fuerzas. Pero, contra todo pronóstico, aprobé y decidí dejar el puesto de gestor. ¡Empezaba a trabajar como funcionario!
En ese momento se iniciaría uno de los mayores desafíos que se habían cruzado en mi vida hasta entonces. Aquellos chavales preadolescentes no tenían especial interés en mí, no habían pagado ninguna entrada para verme. Yo era sencillamente el profesor que enseñaba la asignatura más antipática y difícil: Matemáticas. ¿Cómo podía captar su atención? ¿Cómo podía ganármelos?
Solo podía dar el 100% desde el primer minuto en clase. Necesitaba cambiar las reglas del juego para que ellos quisieran venir a mi clase por su propia voluntad, crearles la necesidad de alcanzar un objetivo, conseguir emocionarles para que volvieran a sus casas contentos de haber venido.
Expliqué a mis alumnos que mi prioridad no era que sacaran buenas notas, sino que fueran buenas personas. Les hablé directamente al corazón y de primeras conseguí, que sus cerebros pensaran «¡Hey! Está diciendo algo diferente, quizás merezca la pena seguir escuchando». Después, les expuse mi plan de trabajo. Si durante la semana TODA la clase se había portado bien, tendrían como recompensa quince minutos de magia en directo cada viernes. Si uno solo montaba algún lío, TODA la clase se quedaría sin su premio.
La primera semana no había magia. La trastada de algún chaval me daba la excusa perfecta para dejar a todos sin espectáculo. A partir de ese momento, no solo toda la clase se portaba bien sino que además vigilaba a quien no lo hiciera. Nadie quería quedarse sin su magia de los viernes.
Aquellas clases terminaron siendo para mí una de las mejores enseñanzas posibles para aprender a ganarme a un espectador en un espectáculo. Con aquel «público» tan especial confirmé —como no podría haber hecho con ningún otro— que sin emoción no hay implicación, sin implicación no hay sentimiento y sin sentimiento no puede surgir la emoción que dé paso al recuerdo.
Los ilusionistas solemos decir que las varitas mágicas siempre hacen magia porque allá dónde apuntan es donde todo el mundo mira. Y es verdad. Es el elemento perfecto para distraer la atención del público —lo que en el mundo de la magia llamamos misdirection o desatención— y dirigirla hacia el sitio que nos interesa en cada momento. Entre otras cosas, un buen mago es el que consigue que la gente mire donde él quiere que mire.
Hay muchas artes en el mundo (teatro, pintura, literatura…) y todas pretenden una misma cosa: emocionar, removernos por dentro. Pero la magia es la única diseñada específicamente para ello, tiene algo que las demás artes no tienen. Cuando me gusta un cuadro o una canción puedo querer repetir la experiencia de verlo o escucharla miles de veces más. Sin embargo, si un número de magia me gusta, la segunda vez que lo vea diré «¡Ya me lo sé!» y la tercera me levantaré y me marcharé. El efecto sorpresa que la magia tiene por definición es también su mayor debilidad. Por eso los magos estamos obligados a seguir innovando continuamente, día a día, a no parar nunca hasta conseguir sorprender a nuestro público con algo increíble cada vez.
A lo largo de mi vida he tenido oportunidad de participar en muchos congresos y concursos de magia. Estos eventos son mucho menos parecidos a las convenciones de magos que puedas ver en películas de lo que te puedas imaginar. En realidad, es algo bastante similar a cómo puede ser un congreso de, por ejemplo, dentistas, pero con la diferencia de que toda la gente que te encuentras aquí somos ilusionistas, personas cuyas vidas se centran en ILUSIONAR a los demás.
Ya que yo me defiendo bastante bien en francés, me animé a presentarme en 2006 al Congreso Nacional de Francia, un congreso del que guardo un recuerdo especialmente bonito. Viajé hasta París para presentarme en la categoría de Invención con un número que había ideado, pero antes de llegar a nuestro destino unos compañeros magos me insistieron en que me presentase en la categoría de Cartomagia, porque pensaban que tendría más opciones de éxito. Les hice caso y… ¡obtuve un tercer premio! Era la primera vez que asistía a un congreso y, además, en un país extranjero. No podía evitar pensar que la vida me estaba diciendo «Oye, esto funciona…».
Dos años más tarde se celebró en Valencia el Campeonato Nacional de Magia. Aquí sí participé en la categoría de Invención y… ¡gané! Después de los momentos lógicos de euforia y felicitaciones, el jurado me animó a participar en el Mundial de Magia que se celebraría en China el año siguiente. Yo nunca me había planteado semejante cosa porque, entre otras razones, no sabía ni cómo funcionaba «un mundial». Había oído hablar del tema, sí, pero en ningún momento me había imaginado que yo pudiera llegar a participar en uno. A pesar de ello, la idea me sedujo y me lancé a la piscina. Sentía que estaba ante un tren de esos que pasan una sola vez en la vida y creí que tenía que cogerlo.
Algo en mi cabeza hizo «clic». Ya te contaré más adelante cuáles son mis recuerdos sobre aquella experiencia tan extraordinaria. De momento, solo puedo decirte que a partir de aquel año mi agenda se convirtió en una verdadera yincana. La sensación de que la magia me estaba reclamando más y más atención era cada vez más intensa, pero aún así yo no encontraba el momento para renunciar a mi trabajo de funcionario.
Después de dar clases de lunes a viernes en Extremadura, lo más habitual era que un coche me estuviera esperando cada viernes en la puerta del instituto para llevarme lo antes posible a Madrid, donde solía actuar con mi espectáculo o interviniendo en alguna gala. Recuerdo una en concreto, una entrega de premios del mundo del deporte, en la que terminé compartiendo escenario con Shakira, Nadal, Iker Casillas, Vicente del Bosque o el mismísimo Cristiano Ronaldo a los pocos días de haber fichado por el Real Madrid. Quién podría haberle dicho a aquel profesor de matemáticas de Cáceres que iba a codearse con uno de los fichajes más caros de la historia del fútbol…
Al terminar aquella fiesta, como todas las noches que trabajaba en Madrid, tocaba coger el coche para volver a casa. Por delante tenía varias horas de carretera y solo un par de ellas para dormir antes de ir a clase. Sistemáticamente, mis alumnos me estaban esperando para preguntarme qué tal había ido la noche anterior. Era muy motivador. Realmente me apasionaba lo que hacía, tanto dar clases a chavales como hacer magia a los famosos. ¡Y además me pagaban por hacerlo! Me sentía un privilegiado, pero aquel ritmo era insostenible.
Después de casi tres años compaginando mi trabajo de profesor con la magia, había llegado el momento de tomar una decisión. Tenía que escoger entre ambas opciones y dedicarme a una de ellas a tiempo completo. De no hacerlo, estaría condenado a no crecer ni evolucionar más en ninguna de las dos, me estancaría. Siempre he pensado que no se puede hacer todo en esta vida, y mucho menos todo bien.
Sentí que, aunque no hubiera tocado —ni mucho menos— mi techo como profesor, el tiempo y el esfuerzo que debía dedicar a preparar mis clases, me impedirían dar el salto y profesionalizarme definitivamente en el mundo de la magia. Así que, con todo el dolor de mi corazón, opté por dejar mis clases y monté mi propia empresa con la que dedicarme plenamente al oficio de ilusionista. Y no te engaño si te digo que creo que aquella fue la mejor decisión que he tomado en mi vida.
Está demostrado que la técnica de lanzar una moneda al aire es la mejor para tomar decisiones. Si sale cara (o cruz) y dices «¡Bien!» significará que ese era el lado de la moneda que querías que saliera, que esa era la decisión que querías tomar. Si sale cruz (o cara) y no te entusiasmas, elige la otra, pues es evidente que querías tomar la otra opción. NO HAGAS LO QUE DIGA LA MONEDA: HAZ LO QUE DIGA TU REACCIÓN AL VER EL RESULTADO QUE TE DIGA LA MONEDA.
Se suele decir que la realidad supera la ficción. En mi caso siempre digo que mi realidad supera a mis sueños, se ha convertido en algo mucho más grande que cualquier fantasía. Soy consciente de que he tenido y tengo muy buena suerte. Aunque he de decir que para mí tener buena suerte no es otra cosa que saber estar agradecido. Los seres humanos no podemos estar agradecidos e infelices al mismo tiempo. Más adelante, cuando hablemos sobre cómo conviven en nuestro cerebro las emociones te contaré más detalles. Pero, si quieres, ya puedes quedarte con esta idea: SER AGRADECIDO ES LA CLAVE PARA SER FELIZ.
Sin ir más lejos, piensa que si estás leyendo este libro es muy probable que sea porque vives en eso que llamamos Primer Mundo y seguramente no hayas hecho nada especial por merecerlo. Y eso es como si te hubiera tocado la lotería. La próxima vez que te quejes por algo —como yo me quejo— piensa en la tremenda suerte que has tenido por nacer donde has nacido.
Cuanto más viajo alrededor del mundo, más confirmo esta idea. Y te aseguro que, desde que decidí entregarme en cuerpo y alma a la magia, viajo mucho. Muchísimo. Pero eso es parte del sueño que siempre he querido alcanzar. No lo vivo como una carga negativa, todo lo contrario. No sé si conozco a tanta gente maravillosa alrededor del mundo porque viajo mucho o viajo tanto porque he conocido a muchísima gente extraordinaria.
Lo cierto es que he podido hacer muchas cosas y llegar a cientos de lugares gracias a las conexiones que se establecen entre las personas que he podido conocer todos los días de mi vida. Son vivencias experienciales. Ya sean en Miami o en el pueblo más recóndito de Extremadura. Por eso precisamente quise dedicarme a la magia, porque me permitía llegar a todas las personas del mundo y acceder a ellas a través del idioma universal de las emociones.
Volviendo a la idea de conectar los puntos de nuestro pasado que contaba Steve Jobs en Stratford, si yo no hubiera participado en aquella gala en la que conocí a Cristiano, tampoco habría conocido al subdirector del periódico que la organizaba. Tampoco habría estado, por lo tanto, presente en la comida en la que este me presentó al responsable de la organización del Mundial de Baloncesto que se celebró en España en 2014. Ni este podría haberme presentado al equipo de la productora de televisión con la que más tarde haría Desafío mental, mi programa de televisión para Discovery Max… Si yo no hubiera participado en aquella gala, muy probablemente no estarías leyéndome en este momento.
¿Conclusión? No lo dudes y sal a comer con gente, vive, disfruta, anímate a conocer nuevas personas y a hacer cosas que nunca te habrías planteado. Borra de tu vocabulario la frase «Eso no va conmigo». Precisamente eso, lo que crees que no te gusta, puede abrirte puertas que ni imaginas. Posiblemente descubras que no es que no te gustara, sino que creías que no te gustaba. NO DEJES DE SALIR DE TU ZONA DE CONFORT SIEMPRE QUE TENGAS OCASIÓN. Nunca sabes donde puede saltar la liebre…
Jamás podré agradecer lo suficiente todas las oportunidades que mi trabajo me ha brindado para aprender y disfrutar. Yo me he sorprendido a mí mismo haciendo magia ante jeques multimillonarios en Catar, en un centro comercial desbordado por la gente en China, en medio de la Oktoberfest de Múnich… Han sido momentos únicos. Tan inolvidables como codearse con un Premio Nobel, la familia real española al completo o Joaquín Sabina, personas a quienes de otro modo nunca hubiera tenido siquiera la oportunidad de acercarme.
Pero por encima de cualquier otra cosa, le tengo que agradecer a la magia haberme enseñado cómo ser mejor persona. Esta idea tan simple, y no otra, fue también el máximo premio que me traje del Mundial de Magia. No, no creas que volví de China cubierto de fama y fortuna. Te aseguro que lo más valioso de aquella experiencia fue conocerme mejor a mí mismo. Comprendí que había llegado la hora de que la magia ocupara un lugar de honor en mi vida. Me cambió la vida.
La primera vez que estuve en Kuwait descubrí un juego clásico muy popular en todos los países árabes, tanto como aquí pueden serlo el mus o jugar a los chinos. Sin entrar en detalles, te diré que la mecánica del juego consiste en descartar una por una a las personas de dos bandos enfrentados hasta dar con la que esconde una piedra en su mano. La única pista para acertar es la intuición del que apuesta. Es un juego muy entretenido que me ayudó a entender la importancia del lenguaje no verbal en aquella cultura.
A partir de este juego inventé un número adaptado para el público árabe. Su eficacia fue tal que un día llegué a hacer llorar de felicidad a una mujer adivinándole algo muy personal… Todos los presentes estaban asombrados, no daban crédito a que este europeo llegase de buenas a primeras y consiguiera aquello.
Me di cuenta entonces de que el mundo árabe presta mucha más atención al lenguaje no verbal que nosotros. Para ellos, los ojos de una persona son mucho más expresivos de lo que nos imaginamos.
También comprobé que, aunque no funcionemos de igual manera porque pertenezcamos a culturas diferentes, nuestros mecanismos de comprensión son similares. Es la cultura de cada lugar la que nos influye y nos hace pensar que somos diferentes. Copiamos más patrones de lo que creemos. Es la lógica de las neuronas espejo: «Yo hago, tú copias y crees que haces», una idea que me ha servido para dar forma a muchos y muy eficaces números basados en nuestra capacidad de empatizar con quien tenemos enfrente.
Los dos meses previos al Mundial los pasé entrenando en casa, una y otra vez, los nueve minutos que como máximo debía durar mi intervención. Incluso me las apañé para que una lámpara del salón enfocara hacia mi cara y acostumbrarme así a los focos que me podrían cegar en el escenario del mundial. Tenía cronometrado cada detalle para no pasarme ni un segundo de la duración que exigía la organización. Con el número perfectamente aprendido, después de romper el cerdito de los ahorros, me pagué un billete de avión y me planté en Beijing.
Cuando llegué al recinto donde se celebraba el evento, mis ojos no daban crédito a lo que veían. El Mundial se celebraba en las mismas instalaciones donde el año anterior se habían celebrado los Juegos Olímpicos y eran, sencillamente, espectaculares. A mis veinticuatro añitos me encontraba allí solo, en medio de una auténtica multitud, rodeado de mucha gente a la que había admirado siempre y otra mucha a la que no había visto nunca pero que hacía cosas increíbles. Aunque quienes me conocían estaban convencidos de que haría un buen papel, para toda aquella gente yo era un perfecto desconocido del que nadie sabía nada, ni quién era, ni de dónde venía, ni qué iba a hacer.
Por fin llegó el momento de mi actuación. Nada podía salir mal, todo lo llevaba ensayado y calculado al milímetro. El número que presentaba era de los mejores de mi repertorio. Lo empecé a idear una noche trabajando en la discoteca. Recuerdo que un chico me dijo algo así como «Que adivines lo que pienso yo está muy bien, pero lo que sería increíble es que me hicieras adivinar lo que piensa mi novia». Si yo conseguía que un individuo adivinara lo que pensaba otro individuo… ¡Eso sí sería espectacular! Y básicamente, en eso consistía mi número, en que un desconocido adivinara una serie de números y una ciudad del mundo que pensaban otros desconocidos.
A la hora de elegir a la persona del público que subiría al escenario, procedí como había hecho en otras ocasiones en mis shows. De espaldas al público, lancé una bola de papel y pedí a la persona que la recogió que la volviera a lanzar, también de espaldas, para asegurarnos de que terminaba en manos de alguien libre de cualquier sospecha de estar compinchado conmigo. El efecto era redondo porque al final la bola de papel resultaba ser un billete de avión que escondía desde el principio el nombre de una ciudad que el público tenía que adivinar y los números que habían elegido antes. El voluntario que subía al escenario acertaba incluso cuál era el amuleto de la suerte que yo llevo siempre en mi bolsillo izquierdo. La gente del público siempre se sorprendía mucho, pero la persona que subía al escenario, más aún. No se creía que hubiera sido capaz de hacerlo. Y ese era mi objetivo en China, sorprender a todos.
Aquel día, la única condición adicional que puse al último receptor de la bola —un chico chino de unos veinte años— era que supiera hablar inglés. Le pedí que si no me entendía volviera a lanzar la bola, pero a mi «Do you speak English?» respondió con un rotundo «Yes!». Así que le dije que subiera al escenario, mientras yo bajaba al patio de butacas. Desde allí, le pedí que cerrara los ojos para no ver cómo anotaba los números que me dijera el público y que él tendría que adivinar. Sin embargo, el voluntario no cerró los ojos. Se lo dije una segunda vez, «Please, close your eyes», y tampoco lo hizo. A la tercera, acompañé la frase con un gesto cerrando yo mis ojos y, por fin, cerró él los suyos.
Yo supuse que no me había entendido porque estaba asustado al encontrarse ante 2400 personas y todos los focos centrados en él. Yo he estado en muchos teatros de todo el mundo pero en pocos como en aquel auditorio me he sentido tan pequeñito y abrumado por el entorno. Era un Mundial, estaba ante la crème de la crème de los magos, y como puedes imaginar yo estaba muy nervioso, así que me pareció normal que él también estuviera algo aturdido.
Cuando por fin le pedí que abriera los ojos y que me dijera cuáles eran los números que yo había anotado en la pizarra, el chico se acercó el micrófono a la boca y dijo algo en chino que provocó una sonora carcajada que retumbó en toda la sala (y en mi cabeza). Obviamente, yo no entendí nada de lo que había dicho, pero sí era consciente de que aquello no iba cómo estaba previsto…
«¡Piensa rápido!», parecía decirme mi cerebro. De modo casi instintivo, miré al regidor que estaba en la cabina de sonido, a unos 30 metros de distancia, y pude leer en sus labios «¡No habla inglés!». Sin perder un segundo, sin siquiera mirar cuantos de los nueve minutos reglamentarios me quedaban para poder terminar mi número, hice que subiese otro voluntario a toda prisa. En esta ocasión subió un chaval australiano con el que todo fluyó a las mil maravillas. Adivinó la ciudad, los números e incluso el año en que se acuñó la moneda que yo llevaba en el bolsillo como amuleto y que mi abuelo me había regalado cuando era pequeño. Los aplausos de la gente me indicaban que, a pesar de todo, lo habían pasado bien. Al menos esa prueba sí la había superado.
Con los nervios y la tensión del momento aún en mi cuerpo, se me acercó el regidor y me dijo que me tranquilizara, que no había sobrepasado el límite de tiempo que marcaban las normas. ¡Incluso me habían sobrado tres segundos! Estaba muy feliz, había entrado en tiempo. Lo único que me faltaba por saber era qué había dicho aquel chico que tanta gracia había hecho al público. Me explicaron que aquel muchacho dijo algo así como «Hola, yo estoy aquí porque me ha caído la bola encima, no hablo ni una palabra de inglés, pero… ¿cuándo voy a volver a verme solo delante de 2400 magos? Era la oportunidad de mi vida y tenía que aprovecharla». Ahora lo veo muy gracioso, sí. Seguramente tanto como tú, pero te aseguro que en aquel momento no le veía la gracia por ningún lado…
Por suerte, un mago portugués muy conocido, Luis de Matos, se acercó a mí para darme ánimos, aunque confieso que de primeras no entendí muy bien su forma de elevar la moral: «Amigo Jorge, estate muy contento porque lo mejor que te podría haber pasado es que saliera a escena ese chico que no sabía hablar inglés». No me parecía una frase muy acertada porque para mí aquello había sido una catástrofe. Llevaba meses ensayando para cuadrar los tiempos, para que todo fuera como un reloj, y aquel imprevisto me había desbaratado todo el número. Estaba hundido. Pero Luis insistió con su idea: «No lo veas así. Todos aquí somos magos y sabemos lo que significa participar en un concurso como este teniendo que improvisar. Te has ganado la admiración del público porque el número ha gustado mucho, pero además te has hecho con el respeto de tus compañeros porque has sabido cuadrar los tiempos y has demostrado que podías afrontar una situación muy difícil. Y eso no puede decirlo todo el mundo».
Las palabras de Luis me hicieron muy feliz, ya no me importaba si había hecho el ridículo o no en el Mundial, pero resultó que tenía razón porque, probablemente gracias a aquel chino que no hablaba ni papa de inglés, recibí el premio que tanto ansiaba y veía inalcanzable: ¡PREMIO ÚNICO DE INVENCIÓN EN EL MUNDIAL DE MAGIA 2009! ¡No podía estar más contento!
Hasta aquí el relato de los hechos tal y cómo creo que ocurrieron. Pero he de deciros una cosa: cuanto más pienso en ello, más me cuesta creer que realmente sucediera todo de esta manera, pero no encuentro otra interpretación mejor por muchas vueltas que le doy. No logro entender cómo fui capaz de ver y adivinar la advertencia de aquel regidor que apenas hablaba inglés y que se encontraba a treinta metros de distancia. Cómo pude entender en cuestión de décimas de segundos que aquel chico no me estaba tomando el pelo pero sí estaba poniendo en riesgo mi número.
Este episodio es la prueba de que nuestros recuerdos se alteran, se pueden modificar y, a medida que avanza el tiempo, más nos creeremos nuestra propia versión de los hechos porque siempre se magnifican en beneficio de nuestra propia historia. ENTRE LA VERDAD Y EL RECUERDO HAY UNA DISTANCIA MUY GRANDE. Estoy seguro de que si alguien me conectara a un polígrafo yo aseguraré que aquello ocurrió tal y como te lo he contado y la máquina dirá que digo la verdad. Seguro. Y todo a pesar de que dudo muchísimo que fuese así… pero es el único recuerdo que tengo de aquel día y es a lo que me aferro.
Tengo mirada de mago. No sabría decirte en qué momento de la vida de un mago se activa este «poder», pero sí puedo confirmarte que, en cuanto se adquiere, ya no se vuelve a ver el mundo cómo lo hacías antes. Yo ya no miro nada con los mismos ojos que tú ves las cosas.
La mirada de un mago es distinta a la de cualquier otra persona. Me permite saber lo que debo ver, cómo verlo y cómo «escuchar» en cada momento con ella. Es por eso que cuando me encuentro con alguien, no puedo evitar interpretar su lenguaje corporal, lo qué expresa y lo que me dice sin emplear palabras. Pero también es por este motivo por el que debo hacer un esfuerzo extra para no perder la perspectiva de las cosas, para no olvidarme de que es la mirada del espectador y no la mía la que tiene que servir como medida para la magia.
Recuerda que para mí, como mago, lo más importante es que la gente se emocione, disfrute y recuerde lo que hago. Lo verdaderamente valioso no es lo que ocurra durante un determinado número sino lo que la gente recuerde que ha ocurrido. Si fuera un cantante, no intentaría alcanzar la nota más complicada y meritoria para mí, sino la que más emocionase a quien me escucha. Si fuera un arquitecto, aspiraría a hacer construcciones singulares pero que fueran también funcionales; si son muy bonitas pero no puede vivir nadie en ellas, no tendrían ningún valor. Por eso para mí es tan importante saber diferenciar entre la mirada del mago y la del espectador, para saber cuáles son las cosas que a él le gustan, le interesan y le llegan. No las que me impresionan a mí, sino a él.
El mago necesita ponerse en la mirada del otro para empatizar con él y conseguir ver las cosas como las veía antes de que se activase en él esa mirada de mago. En mi caso, yo intento recordar los números de magia que vi cuando era niño y la sensación que me causaron en su momento. Por eso, si veo algún número cuyo truco no he conseguido pillar (cosa que pasa rara vez, por desgracia) intento no pararme a descifrarlo. Me dejo llevar por la emoción que me provoca. Mientras no sepa su explicación tendré una sensación mucho más cercana a la que vive el espectador.
Por este motivo, en mi equipo de trabajo me gusta rodearme de personas de confianza que me digan cómo ven mi magia con su mirada de no-magos. Y, por cierto, como te decía al principio, en breve tú estarás en mi misma situación… Prepárate porque después de leer este libro no volverás a tener la misma mirada de los demás. Necesitarás a otros para que te digan cómo ve el mundo la mayoría de la gente. Advertido quedas.
Aprende a ser crítico contigo mismo. Para ello, nada mejor que hacer listas con los pros y los contras de todo lo que hagas para conseguir ese objetivo que quieres alcanzar y de los pasos que aún te faltan para conseguirlo.
Intenta escribir a corto plazo, no describas tu sueño, tu objetivo, sino los pasos necesarios para hacerlo realidad. No escribas «Quiero ser cantante» sino, «Voy a buscar una escuela de canto. Voy a dedicar dos horas al día para estudiar. Voy a ir a más recitales de gente que admiro…».
A propósito de mi equipo, este es un buen momento y lugar para admitir que soy muy exigente con todos ellos. Quizás demasiado. Siempre he sido tremendamente crítico conmigo mismo y, por extensión, también lo suelo ser con quien tengo cerca. Soy demasiado impulsivo y a veces tiendo a pedir a los demás tanto como yo me exijo a mi mismo. Con el paso del tiempo he comprendido que esto no siempre es justo y he aprendido a moderar mi nivel de exigencia, pero reconozco que no es algo que se consiga de la noche a la mañana. Si a ti también te pasa, ten paciencia contigo mismo.
Tener la suerte de poder estar cerca de personas que no te dicen solo lo bien que haces las cosas es algo tremendamente valioso. Durante mucho tiempo me costaba escuchar cosas negativas sobre mí. Supongo que nos pasa a todas las personas. Pero con el tiempo descubrí que es la mejor manera de seguir creciendo.
Una de las tareas que más me gusta compartir con mi equipo es hacer listas con errores y aciertos de cada espectáculo. Esta costumbre la adquirí después de estrenar Misterios. A pesar de que todo el público del teatro terminó en pie entre aplausos y ovaciones, yo sentía que había sido una función catastrófica. Llegué a casa con la sensación de que me había equivocado en todo, que lo que se vio en el escenario no era lo que yo había diseñado en mi cabeza. Aquella noche no pude dormir. Aunque el show había funcionado estupendamente, decidí que había que mejorarlo, no quería conformarme ni renunciar a mi idea original. Así que, bolígrafo en mano, me dediqué a escribir tanto los detalles que yo consideraba que habían salido bien en la función como los que no. Terminé completando una lista de dieciocho folios llenos de cosas positivas y negativas que al día siguiente compartí con mi equipo.
Desde entonces, después de cada función nos reunimos para que cada cual aporte lo que desde su perspectiva considera mejorable y lo que le ha gustado más. Ya es una especie de rutina, casi una tradición. Y es muy valiosa. No sirve de nada poner el foco únicamente en la parte mala o en la buena. Tenemos que poder alcanzar una visión crítica de las cosas. Y para eso, nadie como la mirada de otras personas, personas en las que confíes, para abrirte los ojos.