LIBRO PRIMERO

El pasado español

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El frontispicio de Amadís de Gaula, la novela más popular del siglo XVI.

CAPÍTULO 1

Esta ciudad es una esposa,
cuyo esposo es la sierra

Quédate un momento en la terraza de la Alhambra y mira a tu alrededor. / Esta ciudad es una esposa, cuyo esposo es la sierra. / Rodeada está de agua y de flores que resplandecen en su garganta, / ensortijada de arroyos, y contempla cómo los árboles de los bosquecillos son los invitados de la boda, cuya sed es saciada por los canales de agua.

La Alhambra se asienta como una guirnalda en la frente de Granada, / entretejida de estrellas, y la Alhambra, ¡Dios la guarde!, / es el rubí que corona la diadema.

Granada es la novia y la Alhambra su tocado / y las flores son sus joyas y adornos.

Ibn Zamrak, 14503

El ejército español y la corte se hallaban en Andalucía, en Santa Fe, una nueva población de casas encaladas que los Reyes Católicos habían mandado construir como apoyo para el sitio de Granada, la última ciudad islámica de la Península que aún resistía a los cristianos. Transcurría el otoño de 1491. Quienes hayan visto en esa estación la fértil llanura, la vega de Granada, en la que se asienta la ciudad, recordarán el cielo azul del mediodía, el ligero fresco de las hermosas mañanas y los destellos de la alta sierra que se alza al sur, con sus nieves semiperpetuas.

Santa Fe la construyeron soldados, en tan sólo ocho días, a base de piedra y argamasa, una retícula en forma de cruz de cuatrocientos pasos de longitud y trescientos de anchura. Casualmente, cuando Fernando ya había tomado la decisión de construir la población, un incendio destruyó en las inmediaciones un antiguo enclave español.4 La reina estuvo a punto de morir carbonizada en su tienda, y tuvo que cambiar sus vestiduras por las de una amiga. Varios pueblos habían sido saqueados por los soldados para proveerse de los materiales necesarios para la construcción de la nueva población. Pero Santa Fe tenía ahora establos para mil caballos e incluso alcalde, un cortesano que había sido uno de los héroes en una fase anterior de la guerra contra Granada, Francisco de Bobadilla, comendador de la orden militar de Calatrava, una de las hermandades semirreligiosas que representaron un papel importantísimo en la reconquista cristiana de España. Era también maestresala de los monarcas, y hermano de la mejor amiga de la reina, Beatriz, marquesa de Moya.5 El temor a que el enclave fuese una base permanente y la celeridad con que Santa Fe fue construida (tardaron menos de tres meses en terminarla) constituyeron un arma psicológica contra los musulmanes.6

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Santa Fe sigue siendo en la actualidad una pequeña, blanca y resplandeciente población. Si nos situamos en el centro de la plaza, frente a la iglesia de Santa María de la Encarnación, construida en el siglo XVI, veremos en todas direcciones calles de casas encaladas. En el centro de cada uno de los cuatro lados de lo que fue muralla, se abren sendas puertas que conducen a pequeñas capillas que, con su reluciente pintura, parecen a la vez nuevas e inmortales. En el dintel de la entrada de la iglesia han sido esculpidas una lanza y las palabras «Ave María», en memoria del caballero cristiano Hernán Pérez del Pulgar, el de las hazañas,7 que, una noche del invierno anterior a la conquista, entró secretamente en Granada a través de un canal subterráneo para clavar con su daga un pergamino con ese lema en lo alto de la mezquita principal.8

Su acción fue un recordatorio de que, para muchos, el conflicto en el que se hallaban enzarzados cristianos y musulmanes era una guerra noble en la que unos hombres valientes querían demostrar su valor. La mayoría de los nobles españoles estaban allí y competían en la conquista no sólo de Granada, sino también de la fama.

Granada se encuentra situada a más de ochocientos metros de altitud y a diez kilómetros al este de Santa Fe. Desde el campamento español, la población parecía una acumulación de palacios y casitas que, en su mayoría, disponían de agua de la cercana sierra Nevada a través de los ríos Darro y Genil que, como entonces decían, se «casaban» casi al lado de la ciudad. «¿Por qué alardeará tanto El Cairo de su Nilo si Granada tiene mil Nilos?», se preguntaban conmovedoramente los poetas musulmanes. Desde altas torres, el muecín llamaba a los fieles a la oración; desde lo alto de las mezquitas que los cristianos esperaban convertir pronto en iglesias. Porque, ocho años antes, los monarcas españoles habían obtenido del tolerante papa genovés Inocencio VIII, Giovanni Battista Cibo, el derecho de patrocinio sobre todas las iglesias y conventos que fundasen en los territorios conquistados.9

Los soldados españoles que realizaban operaciones de reconocimiento podían ver la ciudad sitiada: posar la mirada en la Bibarambla, barrio de artesanos, y en el Albaicín, zona residencial densamente poblada. La población guardaba más similitud con las del norte de África que con las de la España cristiana, como más de un veterano soldado español comentaría. La belleza de los azulejos de Granada no podía verse desde la lejanía; ni tampoco podían ver los cristianos los lemas y proverbios en árabe, como «No seáis indolentes», «No hay más conquistador que Dios» o «Bendito sea Él, que le concedió al imán Muhammad la más hermosa de las moradas». Pero, aunque no pudiesen verlo, en el campamento cristiano todos se hacían lenguas del lujo de Granada. Muchos castellanos creían que había oro en el Darro. Pero los jefes militares españoles más realistas sabían que el principal producto de Granada era la seda, que en parte importaban cruda de Italia pero que, básicamente, procedía de los morelades del valle de Las Alpujarras, que se abre al sur, al otro lado de sierra Nevada, y que vendían en muchos colores —sobre todo sábanas— en el mercado que entonces llamaban la «alcaicería».

En lo alto señoreaba el maravilloso palacio musulmán de la Alhambra, construido casi en su totalidad en el siglo XIV, aunque gran parte de los trabajos más duros fueron realizados en el siglo XIII por esclavos cristianos. Desde el campamento tampoco era posible ver la multitud de arcos que conducían de unos espacios bonitos a otros, a cual más hermoso. Pero sí se podían entrever las sólidas torres y algunas galerías de madera que las comunicaban. Más arriba, al final de un sendero flanqueado de arrayanes y laureles, se extienden los hermosos jardines del Generalife, rebosantes de frutos deliciosos entre espléndidas fuentes, como aseguraban los espías.10

Los sitiadores también podían entrever con regocijo una multitud de hombres y mujeres con la indumentaria musulmana. Las mujeres tenían un extraño aspecto, porque con sus burkas parecían vestir sudarios que les cubrían el cuerpo y gran parte del rostro; por la noche, parecían espectros.11 Allí vivían no sólo refugiados que habían huido de los cristianos en anteriores batallas, sino también hombres y mujeres que se habían negado a vivir como musulmanes sometidos, o mudéjares, de acuerdo con las condiciones de rendición que se les ofrecieron en poblaciones como Huéscar, Zahara, Málaga, Alcalá de los Gazules y Antequeruela.12

Por entonces había en Granada pocos mozárabes (cristianos que sobrevivieron a las generaciones de gobierno musulmán). Los demás habían sido deportados, porque los gobernantes de la ciudad los consideraban una amenaza militar. En Granada también vivían judíos, pero sus costumbres y su alimentación eran musulmanas, y su idioma oficial, el árabe.

Granada era la capital de un emirato fundado en el siglo XIII, tras el colapso de otras monarquías musulmanas en Córdoba, Valencia, Jaén y Sevilla. Los emires pertenecían a la familia de los nazarís, que ascendieron en los años cuarenta del siglo XIII cuando un avispado general de la pequeña ciudad de Arjona, situada a doce kilómetros al sur de Andújar, se autoproclamó rey con el nombre de Muhammad I; firmó la paz con los cristianos en Jaén, envió quinientos hombres para ayudar a la campaña de Fernando III para tomar Sevilla y pagó tributo a los castellanos. Esta relación prosiguió y Granada estuvo pagando tributo en oro a Castilla hasta 1480, a cambio de que se le permitiese seguir con su estatus de emirato, aunque no está muy claro que fuese en virtud de lo que los cristianos llamaban vasallaje.

La ciudad sitiada en 1491 fue el último reducto de la España musulmana que, en otros tiempos, se extendía hasta más allá de los Pirineos y abarcaba regiones del norte de España como Galicia y, durante cierto tiempo, Asturias. En otra época, la civilización musulmana en España había sido rica, refinada y culta y, al igual que otros cristianos, los castellanos habían aprendido mucho de ella. Pero ya no era así. La civilización europea ya no se inspiraba en el mundo musulmán. Granada había sido elegida como reducto militar y religioso. Aunque la política de Granada había sido escandalosa, ya que el asesinato y la traición eran frecuentes entre los nazarís, la familia gobernante (llamados así porque el fundador de la dinastía era hijo de Yusuf ibn Nasr, o Nazar, según las antiguas transcripciones del apellido), sus mullahs eran severos.13 Los musulmanes que vivían en otros lugares eran animados por el estamento religioso a huir y a refugiarse allí: «¡Por Dios, oh, musulmanes, Granada no tiene igual, y no hay nada como servir en la frontera durante la guerra santa... Al-Andalus, donde los vivos son felices y los muertos son mártires, es una ciudad a la que, en tanto perdure, los cristianos serán conducidos como prisioneros...»14

A pesar de tan firmes consejos, muchos musulmanes siguieron viviendo en ciudades de la España cristiana, en las morerías; unos treinta mil en Aragón, principalmente en el valle del Ebro; 75000 en Valencia, y entre 17000 y 25000 en Castilla.15 Su situación era la misma tanto si eran víctimas de recientes conquistas como si sus antepasados se rindieron a la España cristiana en el siglo XIII o incluso antes. Cuando los cristianos tomaban una ciudad musulmana, solían expulsar a los musulmanes, pero si la ciudad se rendía pasaban a ser mudéjares.16 Esta última opción parecía muy peligrosa para el islam. Un jurista musulmán escribió: «Hay que estar muy alerta acerca del profundo efecto de su modo de vida [cristiano], de su lenguaje, de su indumentaria, de sus objetables hábitos y de su influencia en quienes viven con ellos durante un largo período de tiempo, como ha ocurrido en el caso de los habitantes [musulmanes] de Ávila y otros lugares, porque han olvidado el árabe, y cuando la lengua árabe muere, muere también su devoción.»17 Pero, por otro lado, era contrario a la ley islámica que un Estado pagase tributo al rey cristiano, como hizo el emirato de Granada durante casi toda su existencia.

Las normas cristianas variaban. En algunos lugares eran más tolerantes que en otros. En Navarra, un país que teóricamente todavía era independiente, a horcajadas de los Pirineos, eran más indulgentes que en el sur. En Valencia se toleró el uso del árabe durante más tiempo que en cualquier otro lugar de la Península, y, la mayoría de las autoridades cristianas de Castilla, permitían las costumbres musulmanas.

El código de Las siete partidas de Alfonso X el Sabio prescribía que «deben vivir los moros entre los cristianos en aquella misma manera que... lo deben hacer los judíos, guardando su ley y no denostando la nuestra... en seguridad de ellos no les deben tomar ni robar lo suyo por fuerza».18

Muchos de los cristianos que eran jefes militares del ejército español acantonado en Santa Fe conocían bien el mundo árabe. Algunos tenían sus lealtades divididas. Varios de los caballeros del ejército cristiano eran de ascendencia musulmana. Y, conversos y traidores, representaron un papel importante en estas guerras durante generaciones. Los conflictos surgidos durante la última generación habían propiciado, entre ambos bandos, contactos de dudosa respetabilidad. Una famosa familia musulmana, los abencerrajes, tan citados en las baladas, se había refugiado en los dominios del duque de Medina Sidonia en los años sesenta del siglo XV.19

En la propia Granada, un monarca reciente, Abu-I-Hasan, convirtió en su esposa favorita a una hermosa cristiana, Isabel de Solís, a la que llamó Zoraya, lo que dio lugar a muchos odios dinásticos entre las familias de las dos esposas de Abu Hasan; el enfrentamiento se produjo entre los partidarios de la favorita, Zoraya, y la sultana Aisa, madre de Boabdil.

La suerte de la guerra contra Granada había parecido a veces incierta. Los españoles habían sufrido varias derrotas pero ahora parecía seguro que el emirato no tardaría en claudicar y que la guerra terminaría con el triunfo cristiano. Después de casi ochocientos años, toda la Península quedaría libre del gobierno musulmán. En el caso de producirse, la victoria se debería a dos factores: por un lado, la agricultura musulmana de la vega de Granada había sido arruinada por las reiteradas incursiones españolas, llevadas a cabo a partir de 1482 desde la recién conquistada ciudad de Alhama, que habían destruido trigales y olivares; por otro, la presión castellana fue muy eficaz, y las ciudades musulmanas habían ido cayendo una tras otra, incluso la bien amurallada Ronda, que tenía fama de inexpugnable. Además, la rendición de la ciudad portuaria de Málaga en 1487 ante Castilla pareció decidir la guerra. Miles de musulmanes fueron hechos prisioneros y centenares reducidos a la esclavitud.20

Granada conservaba todavía salida al mar a través de las montañas que se alzan al sur de la población, por el pueblo pesquero de Adra. De ahí que, en teoría, pudiesen llegarle refuerzos desde el norte de África. Pero la ayuda no llegó. Los emiratos musulmanes del Magreb mantenían relaciones amistosas con los nazarís pero eran ineficaces. Sólo un pueblo fuera de Granada, Alfacar, situado a ocho kilómetros al este de la ciudad, en las estribaciones de la sierra de Huétor, seguía suministrando fruta y verduras. El vacilante emir de Granada, Boabdil, había sido prisionero de los cristianos y, aunque había incumplido, por lo menos en una ocasión, los acuerdos que su familia concertó con los cristianos, su lealtad a su propio pueblo era por entonces puesta en tela de juicio. Las divisiones internas en el seno del emirato de Granada representaron un importante papel en las victorias cristianas, especialmente a partir de 1485, cuando los ejércitos españoles dividieron el emirato en dos mitades.

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No estaba muy clara la razón por la que la campaña contra Granada hubiese empezado a principios de los años ochenta. En el emirato vivían medio millón de musulmanes, a cuyos gobernantes sin duda se podría haber presionado para que volviesen a pagar el tributo que, durante doscientos cincuenta años, habían satisfecho con bastante regularidad. No cabe duda de que los cristianos ansiaban borrar el recuerdo de 1481, cuando Muley Hasan, tío del rey Boabdil, se apoderó de la población cristiana de Zahara (mientras su gobernador, Gonzalo Saavedra, se divertía en Sevilla) y pasó a cuchillo a gran parte de los habitantes. Pero ese recuerdo ya se había logrado borrar mediante victorias como las de Alhama, Lucena y Ronda. La decisión de anexionar Granada a Castilla fue tomada en las Cortes de Toledo en 1480. El cronista Alonso de Palencia, que tuvo ocasión de conocer bien a la reina Isabel, estaba convencido de que ella y su esposo el rey Fernando decidieron poner fin a la independencia de Granada al principio de su reinado. Concertaron treguas con el emirato en los años setenta, porque tenían problemas internos que atender, pero una vez solucionados dieron instrucciones a Diego Merlo, un burócrata sevillano, para que organizase una ofensiva contra Granada.21 Lo cierto es que, a lo largo del siglo XIII y durante la mayor parte del siglo XIV, los cristianos habían considerado Granada como poco más que un señorío musulmán dentro de Castilla, a cuya monarquía pagaban tributo los emires granadinos. Los gobernantes de Granada habían enviado en ocasiones soldados para luchar al lado del rey de Castilla. Pero, acaso aprovechando la ventaja de las guerras civiles en Castilla, y al amparo de una de las treguas concertadas con la reina Isabel, habían roto los viejos lazos. Había llegado el momento de restablecer antiguos acuerdos (ésa fue la explicación que Fernando les dio a los gobernantes de Egipto).22 La riqueza de Granada, aunque sobrevalorada, era un atractivo adicional, a pesar de que gran parte de esa riqueza dependía de los mercaderes genoveses (los Centurión, los Palavicini y los Vivaldi), así como de Datini de Prato, cuyo comercio había vinculado Granada al norte de África y, por tanto, a Italia, y que podía no perdurar después de la derrota militar de los últimos nazarís. Los genoveses eran cristianos, claro está, pero muchos de ellos profesaban su fe de un modo bastante superficial.

Fernando e Isabel anhelaban sin duda complacer al papa, y el nuncio de Sixto IV, Niccoló Franco, comentó en los años setenta el peligro de la supervivencia de un enclave musulmán en España, además de hablar negativamente de los judíos de Castilla. El papa había publicado una bula de la Santa Cruzada llamando a la guerra contra Granada en 1479, y repitió este llamamiento en la bula Orthodoxae fidei de 1482. El cristianismo era un factor básico del ejército castellano. En las batallas, los soldados de Castilla iban precedidos por una cruz de plata, regalo del papa Sixto IV; iba por delante de la enseña de Santiago, patrón de España. El ejército portaba siempre la espada de san Fernando, el rey que conquistó Sevilla en el siglo XIII, así como el estandarte de san Isidoro, el sabio arzobispo de Sevilla del siglo VII. Los sacerdotes estaban siempre dispuestos a entonar un Te Deum, y los arzobispos y obispos solían estar presentes en las batallas. La rápida conversión de las mezquitas en iglesias, con profusión de cruces y campanas ornamentales, era característica indefectible de la toma de toda población por los cristianos. En aquellos tiempos, los papas y los cardenales aspiraban a ganar las batallas por sí mismos. Los obispos estaban rodeados por sirvientes que incluían contingentes armados, y rivalizaban por el esplendor de sus tropas. Cuando era necesario, no sólo podían luchar, sino que de hecho luchaban, con tropas que, en ocasiones, eran reforzadas con mercenarios. El obispo de Jaén, Luis Ortega, fue un competente gobernador de Alhama después de su conquista en 1482, y el arzobispo Carrillo condujo tropas en la batalla de Toro de 1475. Los obispos de Palencia, Ávila y Salamanca condujeron 200, 150 y 120 lanceros respectivamente, pagados por ellos, en la guerra contra Portugal.23

Uno de los propósitos de la guerra contra Granada era estratégico: librar la costa sureste de España de un poder vinculado a la temida amenaza internacional de los turcos.24 Por lo menos en dos ocasiones, el rey de Navarra había tratado de conseguir una alianza con Granada, con objeto de enfrentar a Castilla a la perspectiva de una guerra en dos frentes.25 En tales circunstancias, podía parecer, como se lo pareció al nuncio Franco, que era un ultraje que aún subsistiese una monarquía musulmana en la España continental. Los musulmanes del Magreb podían recobrar la confianza y ayudar a Granada en el futuro. Además, a lo largo de los casi cien años anteriores, hubo muchas escaramuzas sobre la frontera cristianoislámica. Temerarias e incluso absurdas incursiones perturbaban cada tregua y amenazaban el comercio —aunque inspirasen hermosas baladas acerca de valientes jefes militares de ambos bandos que montaban espléndidos corceles a la jineta, al estilo árabe, y cortejaban a hermosas damas con elegancia o picardía—, porque tales incursiones no solían reportar a la postre más que la captura de un rebaño de vacas. En estas baladas, cristianos y musulmanes eran presentados con las mismas virtudes admirables, y no había villanos.

Esta indisciplina de la vida en la frontera les parecía peligrosa a los monarcas imbuidos del espíritu de la eficiencia, a quienes, además, desagradaba la idea de que determinados aristócratas se labrasen gran fama en conflictos que no podían controlar. También existía siempre el riesgo de que incursiones menores desembocasen en una guerra importante por accidente, en momentos que, por otras razones, no fuesen convenientes.

También es posible que el rey Fernando, que en guerras anteriores demostró ser un buen estratega y jefe militar victorioso, temiese que la ventaja militar de que disfrutaban los cristianos debido a su artillería pudiese ser en el futuro equilibrada por similares innovaciones musulmanas.26

El florentino Maquiavelo, gran admirador del rey, daba una explicación más cínica: veinticinco años después, en El Príncipe, al referirse concretamente a Fernando, señalaría que «nada aporta más prestigio a un soberano que grandes campañas militares y asombrosos alardes de sus habilidades personales». De modo que tal vez la campaña de Granada no fue sino la definitiva respuesta a un reto nacional, algo en lo que enemistados nobles pudieran unirse lealmente en un acuerdo. Maquiavelo creía que Fernando había utilizado el conflicto «para comprometer las energías de los “barones” de Castilla que, al concentrar su mente en la guerra, no tendrían tiempo para causar problemas en casa. De este modo, sin reparar en lo que acontecía, aumentó su ascendiente y su control sobre ellos».27 El duque de Medina-Sidonia, jefe de la familia Guzmán, se había reconciliado con su enemigo, el marqués de Cádiz, jefe de los Ponce de León, cuando aportó sus refuerzos para salvar al marqués ante las murallas de Alhama. El servicio común a una causa nacional condujo a estos aristócratas a colaborar, de una manera que jamás hubiesen imaginado en tiempos de paz. Juan López de Pacheco, marqués de Villena, viejo enemigo de la reina y que en otros tiempos fue valedor de su hermanastra Juana, que aún vivía, aunque recluida en un convento, se había mostrado muy activo, hacía apenas un año, contra los musulmanes en las Alpujarras, la fértil comarca montañosa que se alza al sur de la ciudad. Y Rodrigo Téllez Girón, maestre de la Orden de Calatrava, que en los años setenta apoyó a la Beltraneja en la guerra civil, murió por la causa de la reina Isabel en Loja, en 1482. Una nobleza nacional, con lealtades nacionales, estaba en proceso de creación.

CAPÍTULO 2

El único país feliz

España es el único país feliz.

Pedro Mártir, acerca de España, 1490

La corte española que había organizado la guerra contra Granada era itinerante. Sus desplazamientos anuales semejaron durante generaciones a los de los rebaños de merinas, que en verano partían en busca de mejores pastos y luego regresaban al lugar del que habían salido. Recientemente, los desplazamientos regios habían tenido lugar todos ellos en la zona sureste, a causa de las exigencias de la guerra. Pero, antes de las hostilidades, el centro del poder español y del estamento judicial y administrativo habían sido nómadas.28 En 1490, por ejemplo, los monarcas se detuvieron en veinte ciudades distintas, así como en muchos pueblos en donde ellos y su séquito pasaban noches poco confortables entre dos poblaciones importantes. Habían estado en las regiones productoras de cereales del sur y del oeste, así como en la cuenca del Ebro, pero no habían olvidado los territorios que importaban cereales, como Galicia y el País Vasco. Fueron a las tierras vinícolas, como la rica comarca que se extiende alrededor de Sevilla pero también al valle medio del Duero y a la zona sur de Galicia. Sabían tanto de los feudos de los grandes señoríos como de las propiedades del clero y de la Corona, los tres grandes sectores en que estaba dividida la propiedad de la tierra.

En 1488, la corte había pasado el mes de enero en la tradicional Zaragoza, cruzaron Aragón hasta la ilustrada ciudad portuaria de Valencia a finales de abril, y luego fueron a Murcia, una ciudad con unas impresionantes murallas que guardaban poco interés. Los monarcas siguieron itinerarios distintos; el rey se dirigió a un campamento militar cerca del mar, en Vera, y la reina se quedó en Murcia. Pero, en agosto, la corte volvió a reunirse, regresó a Castilla, pasó algunos días en Ocaña, cerca de Toledo, que con sus numerosos manantiales, era uno de los lugares de recreo favoritos de la reina, antes de llegar a la austera Valladolid en septiembre, donde Isabel pasó el resto del año, mientras Fernando se dirigía a las ricas diócesis de Plasencia y Tordesillas, a orillas del Duero.29

Tales viajes marcaron los quince años de reinado de los Reyes Católicos, al igual que caracterizaron el gobierno de sus antepasados.30 Para los soberanos de entonces, gobernar implicaba tener que cabalgar durante miles de horas, y la silla de montar era el verdadero trono de España.31 Armarios y cajas que contenían documentos y registros, cofres repletos de tapices y pinturas flamencas, lujosas prendas de los Países Bajos, en cada parada, archivos y lacre para sellos, iban cargados a lomos de mulos, que luego habría que descargar y desembalar.32 Todos los viernes, tanto si estaban en Sevilla como en Segovia, en Murcia o en Madrid, los monarcas reservaban tiempo para audiencias públicas en las que ellos mismos impartían justicia.33

Los palacios, los conventos y los castillos en los que se instalaba la corte guardaban mucha semejanza entre sí. Solían alzarse alrededor de patios abiertos, y el exterior no estaba diseñado para fines decorativos, sino para la defensa que, indefectiblemente, se instalaba en el muro de la entrada. Desde el exterior nada permitía entrever cuántas plantas tenía el edificio. En la mayoría de ellos, en cada esquina había unas torres circulares, rematadas por sillares, que contrastaban con el diseño rectangular del recinto. Los monarcas españoles vieron así muchas construcciones burdas en estas moradas de los nobles en las que pasaban tanto tiempo.

Por entonces, Valladolid, la ciudad más grande de Castilla después de Sevilla, era más visitada por los monarcas y la corte que cualquier otra población. Lo cierto es que prácticamente era la capital y sacaba partido de ello: la nueva Cancillería, o Tribunal Supremo, de Castilla tenía allí su sede permanente desde 1480. El primoroso edificio del Colegio de San Gregorio, fundado por el ex confesor de la reina, el culto Alonso de Burgos, que después fue obispo de Palencia, era una de las joyas arquitectónicas de la época. Aunque, al igual que el no menos primoroso edificio del Colegio de Santa Cruz, encargado por el cardenal Mendoza al destacado arquitecto español Enrique de Egas, aún no estaba completamente terminado. Estos nuevos «colegios» eran considerados por la nueva generación de obispos y profesores fundamentales para la cultura. Los reyes españoles no envidiaban —y menos aún tenían intención de establecer— una capital fija, como hicieron mucho tiempo atrás sus sedentarios vecinos de Portugal, Francia e Inglaterra y, por supuesto, Granada. ¿Acaso no fueron también itinerantes los emperadores romanos?34 Estos interminables viajes eran duros tanto para la corte como para los consejeros, y también para los propios monarcas (sobre todo para aquellos aquejados de gota). Fernando de Rojas puso en boca de la sabia alcahueta Celestina la siguiente observación: «Quien vive en muchas partes no descansa en ninguna»; y citaba a Séneca diciendo: «los errantes tienen muchas moradas pero pocos amigos». Es cierto que Isabel, que por entonces estaba encinta, había permanecido bastante tiempo en Sevilla, mientras que su esposo Fernando volvía a Barcelona y a Zaragoza para afrontar lo que se consideraban amenazas del islam y de Francia. Asimismo, en ocasiones, el rey elegía un lugar en el que poder quedarse unos días, porque había buena caza en los alrededores, y ambos monarcas se alojaban a veces en monasterios de los jerónimos,35 como el enclavado en la hermosa finca La Mejorada, cerca de Medina del Campo; o en dependencias de los franciscanos, como la de El Abrojo, cerca de Valladolid, con objeto de apartarse temporalmente del mundo.36

Sin embargo, estos viajes tenían sus ventajas. Fernando e Isabel habían visitado casi toda España e impartido justicia en muchos pleitos. Algunos monarcas ingleses pasaban casi toda su vida en su condado natal, y los franceses rara vez salían de la región de Île de France. De manera que los monarcas españoles conocían sus reinos mejor que la mayoría de los soberanos. Cuando trataban de establecer un equilibrio entre las conflictivas pretensiones de obtener tierras, sabían perfectamente de lo que hablaban. Se reunían con destacadas personalidades de provincias que, como señalaron, podían convertirse en buenos servidores públicos.37 Estos viajes eran tanto más importantes debido a la fragmentación de sus reinos. Fernando e Isabel se reunían siempre que era necesario con sus cuatro cortes o parlamentos, las de Cataluña, Aragón, Valencia y Castilla. Incluso habían estado en la remota Galicia, en 1486, básicamente para reprimir la insurrección del conde de Lemos, aunque, una vez allí, no sólo supervisaron la destrucción de veinte castillos de los nobles, sino que visitaron Santiago para rezar ante la tumba del apóstol en la catedral, al lado de un edificio en el que esperaban instalar una escuela para la formación de doctores de la Iglesia, así como un refugio para los peregrinos.38

Los monarcas visitaron también Bilbao, en dos ocasiones, mientras Fernando estaba en Guernica en 1476, donde juró respetar los fueros de Vizcaya. La única región del país que no visitaron fue Asturias, pese a ser la cuna del reino. La antigua capital, Oviedo, seguía aislada tras las montañas, que un antepasado común de Fernando e Isabel, el rey García de Asturias, cruzó en 912, para nunca regresar.39

Los viajes de los monarcas fueron emulados, aunque no igualados, por sus nobles más destacados, porque también ellos solían tener propiedades en diferentes partes del reino.40

Las ciudades de Castilla en las que los monarcas permanecían algún tiempo pueden verse en los dibujos del pintor flamenco Anton Van den Vyngaerde. Ciertamente, el artista trabajó dos generaciones después, y algunas de las poblaciones que él plasmó fielmente crecieron mucho en los años transcurridos, algo que, a mediados del siglo XVI, indujo a fray Ignacio de Buendía a escribir su curiosa obra teatral El triunfo de la llaneza, protestando contra la migración de campesinos a la ciudad en busca de dinero. Mientras que en 1512 Barcelona tenía 25000 habitantes, en tiempos de Vyngaerde tenía ya 40000.41 En tiempos de Buendía, la despoblación asolaba las zonas rurales, y también cambió el aspecto de algunas ciudades. En 1490 aún no se había terminado la catedral de Sevilla, que no se completó hasta 1522. Pero no hay guía más detallada que la de este pintor flamenco, y muchas de las torres, los palacios, las calles y las murallas eran en 1490 muy parecidas a como las representó él en sus meticulosas obras.

El pintor alemán Christoph Weiditz, de Estrasburgo, plasmó el aspecto de los españoles. También en este caso, su excelente «libro de indumentaria» fue compilado un poco después, pero en aquellos tiempos las modas no cambiaban tan rápidamente, y los caballeros, las damas, los capitanes de barco y los esclavos negros y musulmanes de 1528 hubiesen sido perfectamente reconocibles para los monarcas en 1490 durante sus viajes. ¿Son caricaturas los mercaderes que ríen, las condesas de generosos senos, los pensativos capitanes de barco, los criados y los esclavos que trabajan duramente y los pomposos caballos?42 Basta una lectura superficial de una obra maestra española de la época, La Celestina, de Fernando de Rojas —que conserva todo su encanto en la actualidad— para reparar en que los hombres y las mujeres de 1490 tenían un aspecto muy similar al que plasmó Weiditz.

La corte significaba, principalmente, la presencia de la reina y del rey, y conviene mencionarlos en este orden, porque la reina era la más poderosa de ambos. La colaboración con el rey Fernando fue considerada una maravilla en su tiempo, y es difícil pensar en otro ejemplo de un matrimonio de soberanos que actuase conjuntamente con tanto éxito. ¿Guillermo y María de Inglaterra? Guillermo tenía muchísimo más poder que la reina. Hubo en Esparta un reino bicéfalo y un consulado bicéfalo en Roma, pero tales precedentes parecen inadecuados. Tal vez lo sorprendente sea que su éxito no haya inducido a repetir la experiencia.

En 1491 se veía mucho a los monarcas en Santa Fe, generalmente a caballo. Podemos imaginar la resuelta expresión de Isabel, mirando su estatua, rezando en la capilla real de la catedral de Granada, diseñada por Felipe de Bigarny.43 Rubia, de ojos azules y piel blanca, al igual que la mayoría de los miembros de su familia, los Trastámara, la vemos también así en sus retratos.44

La reina tenía cuarenta años en 1491, ya que nació en 1451, en un palacio de su padre, el rey Juan II de Castilla, convertido posteriormente en convento de las monjas agustinas, en la pequeña pero fortificada población de Madrigal de las Altas Torres, que se encuentra a un día a caballo de la ciudad e importante mercado de Medina del Campo. No se trataba de un edificio monumental, sino simplemente de una residencia ocasional para alojarse en los viajes reales. Al morir el rey Juan en 1454, y ser sucedido por el hermanastro de Isabel, Enrique IV, Isabel se trasladó a Arévalo, situada a 32 km al este, donde vivió durante siete años con una madre cada vez más senil. Había muchos edificios mudéjares y otros vestigios de lo que los cristianos habían conquistado y, por supuesto, población mudéjar. En Arévalo, mudéjares y judíos eran minorías toleradas, y el rabino y su hijo eran famosos por su elocuencia. De pequeña, Isabel también acudía con frecuencia al monasterio franciscano que se encuentra a las afueras de la población y que, según la tradición, fundó el propio san Francisco, y se hizo muy devota de esta orden, hasta el punto de expresar su deseo de ser enterrada con el hábito franciscano. Su educación y la de su hermano Alfonso, al principio, fue confiada a López de Barrientos, un dominico tolerante que llegó a ser obispo de Segovia. Posteriormente, su educación contó con la participación del culto Rodrigo Sánchez de Arévalo, obispo de Palencia, que había sido representante de Castilla en Roma. Se trataba de un teórico que había propugnado la idea de la supremacía de la monarquía castellana en Europa, y en su Historia hispánica aseveraba que, en la Antigüedad, Castilla no sólo era preponderante respecto a Portugal, Navarra y Granada, sino también respecto a Francia e Inglaterra. Sus altisonantes afirmaciones acerca del papel de España, así como de la monarquía, debieron de influir extraordinariamente en su alumna.

De uno u otro de estos tutores, Isabel aprendió a admirar asimismo la memoria de Juana de Arco. Al casarse le regalaron una crónica de un poeta anónimo acerca de la famosa doncella de Orleans, lo que alentó a Isabel a pensar que quizá también ella podría, en el futuro, recuperar los reinos perdidos por sus antepasados y, en su caso, concretamente Granada.

Isabel y su hermano Alfonso no tardaron en ir a vivir a la corte con el séquito de la reina Juana en Segovia; su madre. La reina Isabel, ya apenas cuerda, se quedó en Arévalo durante el resto de su vida.45 A pesar de los encantos de Segovia, que por entonces estaba siendo reconstruida merced al patrocinio real, debió de ser una mala época, porque la reina, aunque hermosa, era indisciplinada e impredecible.46 El rey Enrique fingía adoptar las costumbres musulmanas, el cristianismo era objeto de mofas y la guerra contra el islam se había descartado. Se propusieron varios matrimonios para Isabel, todos ellos por intereses políticos: con el duque de Guyenne, hermano del rey de Francia, que sería útil para la política respecto al reino transpirenaico de Navarra; con el viejo rey Alfonso de Portugal, que evitaría todo riesgo de guerra en el oeste de la Península; y acaso con Ricardo, duque de York, el célebre Ricardo III, el futuro monarca asesino inmortalizado por Shakespeare, y también con el poderoso noble Pedro Girón, hermano del marqués de Villena, que tenía autoridad para hacer que gran parte de la aristocracia terrateniente se sometiese a la Corona. Pero tampoco había que descartar al prometedor heredero de la Corona de Aragón, su primo segundo Fernando, que además tenía una buena base para reivindicar el trono de Castilla, y cuyo matrimonio con Isabel podía significar la unión de los reinos de España.

Entretanto, la causa de Isabel como potencial reina era propagada por los enemigos de su hermanastro el rey. La guerra civil entre dos grupos de nobles castellanos empezó con un bajo perfil en 1468, después de que Alfonso, hermano de Isabel, murió en su presencia, en Cardeñosa, cerca de Ávila, y ella se convirtió en la candidata al trono para los enemigos del rey Enrique. Apostaron por Isabel porque creían que podrían manipularla. Pero ella, por su parte, parecía resuelta a conquistar la Corona de Castilla, y a hacer lo que fuese necesario para garantizar el éxito de su objetivo.

A partir de entonces, y durante algunos años, la vida de Isabel fue muy compleja, y quizá sólo comprensible para un genealogista, un notario o un chismoso. Sin embargo debemos hacer un esfuerzo para comprender lo que se cocía, ya que tales acontecimientos explican el resto de la vida de Isabel. Fue una historia que se desarrolló en ciudades como Segovia, Madrigal de las Altas Torres, Arévalo, Ocaña y, hasta cierto punto, Madrid, llamada a convertirse en la ciudad del futuro.

El rey Enrique era un personaje singular, acaso homosexual y, por lo menos durante ciertos períodos, impotente (su primer matrimonio con Blanca de Navarra había sido anulado por esta razón). Era un hombre impulsivo, negligente, a veces activo y otras indolente, aunque no era nada tonto,47 pero los aristócratas lo consideraban manipulable. El clérigo dominante, el turbulento arzobispo de Toledo, Alfonso Carrillo de Acuña, quería que Isabel fuese proclamada reina de inmediato, mientras que un amigo de la infancia del rey y poderosísimo noble, Juan Pacheco, marqués de Villena y mayordomo del reino, quería que se limitasen a nombrarla heredera. Alfonso Carrillo confiaba en que Isabel contrajese matrimonio con Fernando de Aragón. Pero el candidato que Pacheco prefería para ella era Alfonso de Portugal, y él y el rey Enrique urdieron un meticuloso plan para lograr este objetivo.48 Al final, Isabel se postuló a sí misma como heredera, no como reina, y titubeó aún más acerca de su matrimonio, algo nada sorprendente porque apenas contaba diecisiete años.

El rey Enrique aceptó a Isabel como heredera, convencido de que, por lo menos durante cierto tiempo, aunque joven, sería una candidata más convincente que su propia hija Juana, que entonces tenía cinco años (apodada la Beltraneja, del apellido Beltrán, duque de Alburquerque, «el buen caballero» (—hay fundamentos para pensar que él podría ser el padre—).49 Siguió una ceremonia de reconciliación de todos los bandos en el monasterio que los jerónimos tenían en Guisando, en las estribaciones de la cordillera de Gredos. Convertida formalmente en princesa de Asturias, fue a vivir al balneario de Ocaña, cerca de Toledo, una fortaleza de Pacheco, donde el rey también pasaba mucho tiempo. La infanta disponía ya del mecanismo esencial para el poder político, una buena «casa». La casa de Isabel la dirigía el esposo de su dama de honor, Gonzalo Chacón, ex camarero de Álvaro de Luna, que durante mucho tiempo fue primer ministro del rey Juan I, y su primo Gutierre de Cárdenas,50 el maestresala, hábilmente situado por la casa del arzobispo Carrillo. Ocaña se convirtió en el cuartel general de Cárdenas, que tenía allí su palacio, cuya estructura y escudo de armas son todavía visibles, y allí fue donde Isabel tuvo sus aposentos. Tanto Cárdenas como Chacón eran muy jóvenes en 1469 y estaban resueltos a alcanzar las rutilantes recompensas del éxito en la vida pública. El culto Alfonso de Palencia,51 historiador y humanista, además de excelente latinista, tenía ya cincuenta años y era el secretario de Isabel. Su manual Tratado de la perfección del triunfo militar fue muy leído por los futuros soldados. Había trabajado para Alonso de Cartagena, un converso que llegó a ser obispo de Burgos y que, durante su estancia en Italia, había conocido a los hombres más brillantes y mejores de la generación del papa Euge- nio IV. Un historiador lo saluda como «lo más parecido a un humanista italiano que produjo España» en la época.52

La distinción de los consejeros de Isabel fue una de las razones básicas de su éxito como reina. Beatriz de Bobadilla, que posteriormente sería marquesa de Moya, y Mencía de la Torre fueron sus principales damas de honor. El rey Enrique le regaló a Isabel la ciudad e importante mercado de Medina del Campo, con objeto de que pudiese contar con unos ingresos además de autoridad sobre la casa de la moneda de Ávila.53

Isabel se decidió finalmente por Fernando de Aragón para contraer matrimonio. Era el único varón de la casa real de los Trastámara, a la que pertenecía la propia Isabel, y muchos lo consideraban su heredero. Fernando era aguerrido y bien parecido. Isabel aún no lo conocía, pero comprendió las ventajas que tenía para Castilla casarse con él. Probablemente, el matrimonio con Fernando le garantizaría su control del reino. Además, con la Corona de Aragón fortalecería a Castilla, en lugar de comprometer a la nación a apoyar aventuras en el Atlántico, como hubiese ocurrido de haber contraído matrimonio con el rey de Portugal.

La corte de Aragón había apostado fuerte por esta solución. Ciertamente, la boda fue un triunfo sobre todo para Aragón, pese al hecho de que la unión sólo pudo ser legal mediante un documento falsificado por Antonio Veneris, el legado pontificio en España, que permitía a Fernando contraer matrimonio con una prima hasta el tercer grado de tal parentesco. Un documento secreto previo al matrimonio fue firmado en 1469. Isabel aún no había cumplido los dieciocho años y Fernando tenía sólo dieciséis.54

Aragón significaba mucho más que la región interior de ese nombre. La Corona agrupaba a Cataluña, Valencia y Baleares, además de Sicilia y Cerdeña. Aragón tenía un sistema constitucional en el que el orden y la libertad estaban equilibrados y en cuya elaboración intervinieron los mercaderes del sector textil. Barcelona tenía un buen servicio postal, la Confederación de Marcus y había importantes organizaciones profesionales. El Parlamento, las Cortes de los territorios aragoneses, era poderoso, y el Justicia de Aragón era un magistrado independiente que representaba un importante papel en la observancia de las leyes. Los parlamentarios de Cataluña, los diputats, velaban asimismo para garantizar la libertad política. El rey Alfonso el Magnánimo, tío de Fernando, que reinó antes que el padre de Fernando, se aseguró el control aragonés del sur de Italia, aunque sus largas ausencias de España debilitaron su posición allí.55

A primera vista, el reino de Aragón parecía más dinámico y más diversificado que el de Castilla. Pero Cataluña se encontraba en declive económico. Los prósperos tiempos en los que dominaba económicamente el Mediterráneo oriental habían tocado a su fin, aunque el floreciente comercio valenciano compensara en parte. Además, Castilla tenía buenos mercados en el norte de Europa, como Flandes e Inglaterra, a través de sus importantes exportaciones de lana. Esto aportó prosperidad a la costa norte de España, especialmente a las ciudades portuarias de La Coruña, Santander, Laredo y San Sebastián, cuyos comerciantes fundaron en el siglo XIII la Hermandad de las Marismas para proteger sus intereses. Las ferias de Medina del Campo, los comerciantes de Burgos, los capitanes de barco y los comerciantes de Sevilla eran cada vez más famosos fuera de España.56 Las Cortes de Castilla eran menos importantes que las de Aragón, porque la Corona dependía menos de ellas, ya que tenía recursos financieros alternativos. Las Cortes eran inadecuadas como poder legislativo,57 pero Castilla estaba en pleno crecimiento económico.

El rey, al conocer los planes de matrimonio de su hermanastra Isabel, dijo que la detendría si no dejaba que tales decisiones las tomase él. Fue una reacción razonable, pero la de Isabel fue disponer que el arzobispo Carrillo enviase tropas para escoltarla hasta Valladolid, donde estaría a salvo en el palacio de Juan de Vivero, casado con una Enríquez y sobrino del arzobispo, que fue en otro tiempo tesorero real. Luego envió a fray Alonso de Palencia y a Gutierre de Cárdenas a buscar a Fernando de Aragón. No fue necesaria mucha persuasión para convencer al príncipe de que fuese con ellos, algo que hizo románticamente y sin escolta, lo que le costó resultar herido por una piedra que le lanzaron a él y a su séquito en Burgo de Osma.58 En el rectangular castillo de Dueñas, una población perteneciente a Pedro de Acuña (conde de Buendía y hermano del arzobispo), que se encuentra entre las ciudades de Valladolid y Palencia, Cárdenas presentó a Fernando y a Isabel, el 14 de octubre de 1469, y dijo al referirse al príncipe: «Ése es, ése es», una frase que a partir de entonces figuró en su escudo de armas como un acrónimo fonético: «SS». Isabel y Fernando quedaron favorablemente impresionados; un notario dejó constancia escrita de sus votos, e Isabel escribió a su hermano, el rey Enrique: «Por mis cartas y mensajes, notifico a Vuestra Alteza mi decidida voluntad respecto a mi matrimonio.» Isabel profesó gran devoción a Fernando a partir de entonces, y se dolía de sus continuas infidelidades;59 también él parecía entusiasmado.60 El arzobispo presidió la ceremonia nupcial en el palacio de Vivero de Valladolid, y a ella acudieron pocas personalidades nacionales, salvo Fadrique Enríquez, almirante de Castilla y tío de Fernando. También asistieron los hijos ilegítimos de Fernando, Alfonso y Juana de Aragón.61 Fray Pero López de Alcalá leyó una discutible bula del papa Pío II que eximía de todo pecado por la consanguinidad de los consortes; aunque posteriormente llegó otro documento, más auténtico, de Roma.

El hecho de que Castilla tuviese una población de unos cuatro millones de habitantes y Aragón probablemente menos de medio millón daba ventaja a Isabel.62 Pese a ello, el matrimonio fue calurosamente apoyado, y puede que incluso planeado, por el rey Juan II de Aragón y sus amistades entre los aristócratas y clérigos de Castilla.63 Y Fernando, seguramente, engendraría una familia de reyes. A Fernando le gustaba cazar, jugar y participar en justas y, sobre todo, cortejar a las mujeres.64

Fernando de Aragón nació en 1452, un año después que Isabel, en un palacio de la familia Sada, en Sos, en el alto Pirineo aragonés, donde su madre, Juana Enríquez, la segunda esposa de su padre, acudió a dar a luz por los sanos aires de la comarca. En aquellos tiempos, los nobles aragoneses solían viajar al valle del Ésera, que conducía a Benasque, para veranear, y allí pueden verse vestigios de sus palacios. El historiador Hernando del Pulgar dijo del joven Fernando que «E habia una gràcia singular, que cualquier que con el fablase, luego le amaba e le deseaba servir».65 Un historiador moderno escribió que era «el más simpático de los gobernantes del Renacimiento».66 Era afable, hábil y gallardo, pero su lema era «como el yunque, guardo silencio a causa de los tiempos». En comparación con su padre, fue un hombre frugal, y de ahí que algunos lo considerasen tacaño.

Al igual que en el caso de Isabel, podemos ver su aspecto en distintos retratos. Tenía la tez más bien oscura, el pelo castaño y la barba recia, como en el retrato que se conserva en el real monasterio de las Huelgas de Burgos. En el Prado los vemos rezar quedamente en una pintura de la Virgen de los Reyes Católicos, y en la colegiata de Santa María Daroca, lo vemos con su hijo, el precoz infante Juan.67

Era primo segundo de Isabel por parte de padre, porque durante casi cien años Aragón había sido gobernado por una rama menor de los Trastámara castellanos, y él y su familia tenían extensas propiedades en Castilla. Fernando había pasado toda su vida en los aledaños del poder. Había sido adjunto de su padre en Cataluña a los nueve años y se convirtió en teniente del reino a los dieciséis. Eran aquéllos años de guerra civil. Fernando se habituó a tomar decisiones conjuntamente con su resuelta madre, Juana Enríquez, hermana del almirante de Castilla,68 pero su madre murió de cáncer en 1469 y el joven príncipe les dijo a los notables de Valencia: «Señores, sabéis las muchas penalidades con que mi madre ha sostenido la guerra para conservar Cataluña en el seno de la Corona de Aragón. Veo a mi padre viejo y a mí demasiado joven. Por lo tanto, a vosotros me encomiendo y me pongo en vuestras manos, y os pido que me consideréis vuestro hijo.»

Como es natural, Fernando era consciente de que su matrimonio podía conducir a la unión de los reinos de Aragón (con Valencia y Cataluña) y Castilla, una perspectiva que lo entusiasmaba. Su abuelo paterno, el rey Fernando, llamado Fernando de Antequera a causa de su victoria contra los musulmanes en esa población, había predicho y deseado esa unión.

El futuro rey pensaba introducir en Castilla innovaciones que en Aragón y en Cataluña habían sido eficaces, pero se comprometió, respecto a cualquier autoridad que pudiera ejercer en Castilla, a respetar las normas tradicionales y a firmarlo todo conjuntamente con la reina Isabel.

Después de su inteligente matrimonio, Isabel envió una conciliadora embajada ante su hermanastro el rey Enrique, en la que le aseguraba su lealtad y la de Fernando. Pero el matrimonio real tuvo que retirarse de Valladolid porque la ciudad no tardó en ser sitiada por un noble leal al rey, el conde de Benavente. En 1470 parecía que ellos sólo controlaban Medina del Campo y Ávila, y tampoco allí se sentían seguros. Enrique desheredó a Isabel y declaró a su hija Juana su heredera, rompiendo así el compromiso de Guisando. Isabel se trasladó a Medina de Río Seco, sede de la familia Enríquez, y en marzo de 1471 redactó una denuncia contra el rey. Estallaron disturbios, y ambos bandos parecían perder el control de sus territorios en favor de los nobles rebeldes.

Los disturbios no cesaron hasta 1473, tras largas negociaciones. Un representante de Isabel, su contador, el meticuloso Alonso de Quintanilla,69 realizó, al parecer, treinta y seis visitas a la corte del rey Enrique en Alcalá. Otro que se distinguió por su prudencia fue Andrés de Cabrera,70 comandante del alcázar de Segovia, que se casó con la amiga de Isabel Beatriz de Bobadilla. Otro personaje apaciguador fue el astuto Pedro González de Mendoza, el joven cardenal y obispo de Calahorra que (bajo presión papal) cambió de bando junto al resto de la familia Mendoza, para iniciar un período de veinte años al servicio de Isabel.71 El caso fue que el rey y su hermanastra pasaron juntos la festividad de la Epifanía de 1474 en el remodelado alcázar de Segovia; Enrique cantó e Isabel bailó.72 Pero ésa sería la última fiesta que celebrasen juntos porque, casi un año después, en diciembre de 1474, el rey Enrique murió de repente en Madrid. Cuando Isabel recibió la noticia, en Segovia, tuvo la audacia de ir, de inmediato, de luto (con sarga blanca) a misa a la iglesia de San Martín. Luego partió hacia el alcázar y, a la mañana siguiente, a la más pequeña y más cercana iglesia de San Miguel, en donde, con un deslumbrante vestido brocado en oro y sobre un estrado, fue proclamada reina de Castilla.73 Prestó juramento, y su pequeña corte (Andrés Cabrera, Gonzalo Chacón, Gutierre de Cárdenas y Alonso de Palencia) se arrodilló, al igual que el concejo municipal de Segovia, ciudad que fue básica para hacerse con el poder. Cárdenas cabalgó al frente del cortejo con la espada desenvainada, para recordar que la autoridad real podía castigar a los malhechores.74 El joven historiador Hernán del Pulgar, que había sido instruido en la escuela por secretarios reales, se ocupó de confeccionar una lista de las reinas que habían accedido al trono de Castilla desde el siglo VIII (no podría haber hecho lo mismo respecto a Aragón, cuya ley Sálica privaba a las mujeres del derecho a gobernar). La reina también podía felicitarse de que el tesoro real siguiera en el alcázar de Segovia y que, por tanto, estuviese vigilado por sus íntimos amigos, los Moya. Entretanto, Fernando, que estaba en Aragón cuando murió Enrique, salió de inmediato hacia Segovia y, después de lo que al parecer fueron algunas disensiones, sus consejeros y los de Isabel redactaron un nuevo acuerdo entre ambos, que firmaron el 15 de enero de 1475.

En virtud de este acuerdo, la Corona de Castilla recaía en la reina. Pero se acordó que Fernando e Isabel podrían firmar cédulas conjuntamente, y aprobar la acuñación de moneda y la impresión de sellos. El nombre de Fernando precedería al de la reina en los documentos de Estado, pero sería el escudo de armas de Isabel el que aparecería en primer lugar. Se le juraría lealtad a Isabel, las guarniciones de los castillos la obedecerían, y ella sería la única que podría nombrar a todos los cargos oficiales en Castilla. Aunque Fernando podría, al igual que ella, aportar ingresos, Isabel sería la única que tendría la capacidad de conceder subvenciones. La reina nombraría a los comandantes de las fortalezas (a los alcaides), aunque su esposo, debido a su demostrada competencia castrense, nombraría a los altos jefes militares del ejército. Todas las órdenes que diese Fernando en relación con la guerra serían automáticamente cumplidas, pero no las de la reina. Ambos administrarían justicia conjuntamente cuando estuviesen juntos, pero podrían hacerlo a título propio cuando no lo estuviesen, y esto sería válido en ambos reinos, aunque siempre deberían tener en cuenta la opinión del Consejo Real, la influyente institución de Castilla cuyos miembros eran nobles, clérigos y algunos letrados. Ambos serían considerados reyes de Castilla, León y Sicilia, y príncipes de Aragón. En el caso de que Fernando muriese antes que la reina, Isabel heredaría la Corona de Aragón, a pesar de que las mujeres nunca habían gobernado allí. Se daba por sentado que, en caso de que fuese la reina quien muriese antes, el heredero no sería Fernando, sino uno de los hijos del matrimonio.

Fernando aceptó este acuerdo, pero, contrariado por las concesiones que los consejeros de Isabel lograron que aceptasen los suyos, hizo planes para abandonar Segovia. El arzobispo Carrillo, furioso por no haber sido consultado, reprendió duramente a Isabel y a Fernando, y anunció que también él se marchaba. Isabel hizo caso omiso del anuncio del arzobispo, pero le rogó a Fernando que se quedase. Éste accedió, e Isabel aceptó algunas modificaciones menores como, por ejemplo, que tendrían un escudo de armas conjunto, que sólo se utilizaría un sello real y que en todas las monedas aparecería la efigie de ambos. También compartirían la casa real. Estos acuerdos institucionales, con Castilla como primus inter pares, ya no se modificaron durante su reinado.

Isabel fue asesorada a partir de entonces, además de por su astuto esposo, por otras dos personalidades. En primer lugar, por Mendoza,75 el cardenal arzobispo de Sevilla (y, posteriormente, de Toledo), y en segundo lugar, por Hernando de Talavera, su confesor desde 1475, prior del monasterio de los jerónimos de Nuestra Señora del Prado, en Valladolid.

El competente, sutil y apuesto cardenal Pedro González de Mendoza, el aristócrata de la Iglesia española, el «tercer rey de España», como dieron en llamarlo, con su capelo y su capa púrpura, presidía el Consejo de Castilla y cabalgaba junto a la reina en las batallas. En 1491 tenía sesenta y dos años y era el noveno y más joven hijo del ilustrado Íñigo Hurtado de Mendoza, marqués de Santillana, poeta, humanista y aristócrata, un hombre que podía rivalizar en cultura con cualquier soberano italiano. El padre Las Casas, en su historia, se refirió a su «gran virtud, prudencia, fidelidad a los reyes y generosidad de linaje y de ánimo».76 No eran muchos más quienes subrayaban sus virtudes personales, pero sus otras características eran difícilmente discutibles. La familia Mendoza era la más poderosa de Castilla y muchos de sus miembros ocupaban cargos influyentes en diversos estamentos.

Cuando todavía era muy joven, enviaron a Mendoza a vivir con su primo Gutierre Gómez de Toledo, obispo de Palencia, aunque él vivía en Toledo, ciudad de la cual fue nombrado arzobispo en 1442. El futuro cardenal fue primero párroco de Hita, a veinticinco kilómetros al norte de Guadalajara, de donde fue luego archidiácono. Fue a la Universidad de Salamanca y estudió leyes. Aprendió griego y latín tan bien que su ilustre padre le pidió que le tradujese la Ilíada, la Eneida y algunos poemas de Ovidio. En 1454, fue nombrado obispo de Calahorra, que de hecho era una sede familiar. Luego se trasladó a la corte, negoció un acuerdo entre su familia y el rey, ahora que su padre, que había sido un rebelde, había muerto, y bautizó a la presunta hija del rey Enrique, la desdichada Juana. Buscó un compromiso en el enfrentamiento entre los nobles y Enrique, y les advirtió que quienes no obedecían a un mal rey era cismáticos. Gracias a la amistad del inteligente y hedonista legado del Vaticano, Rodrigo Borgia, que ya era cardenal y que estaba en Castilla en 1472, fue nombrado «cardenal de España», luego arzobispo de Sevilla y después de Toledo. A partir de 1474, Mendoza pasó a ser la mano derecha de la reina, un ministro de talante más moderno que el formidable arzobispo Carrillo, que había ayudado extraordinariamente a la reina diez años antes. Asimismo, Mendoza luchó en la batalla de Toro, donde resultó herido. En 1485 fue nombrado arzobispo de Toledo y primado de España.

Mendoza era muy proclive a conceder cargos a sus protegidos que, sin embargo, solían ser los mejores para el cargo que les asignase. Se mostró activo en la guerra contra Granada hasta el punto de actuar como comandante de campo en una ocasión. Tras la rendición de Guadix y Almería, ordenó que se grabasen escenas de la rendición de cincuenta y cuatro poblaciones musulmanas para el coro de Toledo. Esta obra se debe a muchos artistas, pero una buena parte la realizó Rodrigo Alemán. La obra, al igual que la campaña, estaba aún incompleta en 1491. En ella se ve al cardenal en un bajorrelieve de Felipe de Borgoña, a caballo, con talante de resuelto obispo-guerrero, con cota de malla sobre la sobrepelliz, junto a los monarcas. También lo vemos representado en piedra, ante el altar mayor de la catedral de Granada, a lomos de un mulo, con guantes, nariz aguileña y rostro demacrado que contrastaba con las facciones más bien llenitas de los monarcas.77 Más castrense aún es el retrato del cardenal Mendoza en el techo del colegio de San Gregorio, en Valladolid.78

El cardenal Mendoza profesaba una lealtad a la doctrina religiosa que podríamos llamar «selectiva». Su mesa era la más suculenta de España. Tuvo hijos ilegítimos con Mencía de Lemos, por ejemplo, una de las alocadas damas de honor de la libertina reina Juana, que fueron concebidos mientras era obispo de Sigüenza. La reina Isabel, aunque puritana, le preguntó en cierta ocasión a su confesor, fray Hernando, si «no le parecía que los pecados del cardenal eran bastante guapos».79 El cardenal Mendoza dispuso la legitimación de estos hijos, y el mayor, Rodrigo, fue conde del Cid y marqués de Cenete.

Por entonces, Mendoza contaba con un competente y muy cercano colaborador, Hernando de Zafra, principal instrumento de los monarcas en sus negociaciones con los musulmanes. También podía contar en todo momento con Hernando de Talavera, el confesor de la reina, que tenía sangre judía y que, en el futuro, se vería en un serio aprieto a causa de ello.

Pero en los años setenta, él, Talavera, un protegido de Mendoza, reescribió su sermón sobre el tema «cómo todos los cristianos leales deben renovar su espíritu durante Adviento» como «un espejo de príncipes» para Isabel, instando al poder real a ser virtuoso, argumentando que «si sois reina, debéis ser un modelo y una inspiración para vuestros súbditos. Elevaos, elevaos y contemplad la corona de gloria... porque, a través de estas obras y consideraciones, preservaréis, como el águila [el símbolo de san Juan Evangelista, que Isabel había adoptado para inspirarse],80 la fuerza y el vigor de vuestra juventud. Renovad a través de Dios vuestro noble espíritu y acceded a la perfección, porque vos tenéis un rango de dama y señora tan perfecto y tan lleno de virtud y bondad como el del águila entre las aves».81

Hernando de Talavera ingresó en el Consejo Real a propuesta del cardenal Mendoza, y siguió ejerciendo desde su cargo una poderosa influencia en Isabel durante veinticinco años, haciendo todo lo que podía por ella, hasta el punto de redactarle un programa para que pudiese organizar su tiempo lo mejor posible. Se daba por cierto que, mientras que los confesores solían escuchar de rodillas las confesiones de las personas reales, Talavera permanecía en pie y era Isabel quien se arrodillaba. En 1475 escribió una guía para la vida espiritual de sus frailes, e Isabel le pidió que le explicase lo mismo a ella. Él titubeó, aduciendo que lo que estaba bien para los religiosos no era aplicable al mundo laico, pero ella insistió en que fray Hernando le recomendase nueve libros para su orientación espiritual.82

Isabel era seria, decidida, inflexible y resuelta. Era también muy franca. No solía sonreír, pero tenía el don de la ironía. Admiraba la cultura, sabía leer el latín cuando era sencillo, adoraba la música y solía viajar con un coro de veinticinco o más personas. Escuchaba a menudo la vihuela, la antigua guitarra, y posteriormente el Cancionero de palacio de Juan del Encina, cantado, como la mayoría de sus poemas, a los sones de la viola de seis cuerdas o del laúd. Cabe preguntarse cómo hubiese interpretado ella estos versos:

Más vale penar

sufriendo dolores

qu’estar sin amores.83

Isabel consideraba el ceremonial y la música una útil ayuda para gobernar, y de ahí que aumentase el lujo del estilo de vida de la corte. Por esta razón, gastaba mucho en ropa, aunque en tiempos de Granada solía vestir de negro y con cierto desaliño.84 Pero también le gustaban los bailes de gala. Admiraba a los pintores flamencos y compró por lo menos un Memling (actualmente, en la capilla Real de Granada). También le gustaban los perros y los loros, y a menudo iba acompañada de gatos. Podía ser vengativa, pero casi siempre se mostraba piadosa. Era más culta que Fernando, su esposo, y tenía una biblioteca de cuatrocientos volúmenes que, en aquellos tiempos, eran muchos. Fomentó el nuevo arte de la imprenta. Su capellán italiano, Lucio Marineo Sículo, decía que, en los años noventa, oía misa a diario y que rezaba en las horas canónicas como si fuese una monja. Recordaba el adagio «los monarcas que no tienen temor de Dios tienen temor a sus súbditos». Es posible que llegase a ser hermana seglar de la orden franciscana en el convento de San Juan Pablo de Valladolid. Otro italiano, Pedro Mártir, escribió: «Hasta la misma Reina —según dices—, a quien el mundo entero, en parte respeta, en parte teme y admira, cuando se te ha permitido el libre acceso a ella, la has encontrado herméticamente entristecida.» ¿Acaso se debía —se preguntaba él— a que pensaba que las muchas muertes habidas en la familia (tres de sus hijos murieron antes que ella) se debían a que Dios la había abandonado?85

La obra de Isabel en los diez primeros años de su época, como heredera y luego como reina de Castilla, fue sin embargo muy notable desde cualquier punto de vista. Ninguna mujer en la moderna era del feminismo ha superado sus logros.

Una canción popular decía:

Flores de Aragón, flores de Aragón

dentro de Castilla son.

Flores de Aragón en Castilla son.

Al ingresar en la orden borgoñona del Vellocino de Oro, Fernando adoptó como emblema el yugo y las flechas; el yugo simbolizaba la unión de los reinos, la F de flechas simbolizaba a Fernando, y la Y, a Isabel.

Los conflictos en Castilla no terminaron cuando Isabel se hizo con el poder. Aunque en la mayor parte del norte de España apoyasen a Isabel con festejos, gran parte del sur se mostró ambivalente. El rico marqués de Villena, hijo de Pacheco, era un decidido partidario de Juana, la hija del difunto rey Enrique, que estaba bajo su control y a quien los amigos de Isabel se referían con la ambigua designación de «la hija de la reina». La población de sus tierras en el sur y el este bastaba para formar un ejército. Además, Pacheco contaba ahora con el apoyo del descontento arzobispo Carrillo, conde de Benavente, muy poderoso en el noroeste de Castilla; de Rodrigo Ponce de León, en Sevilla, y de Álvaro de Stúñiga, duque de Béjar, en Extremadura. El rey Alfonso de Portugal anunció su intención de casarse con Juana y, al declararse muchas otras poblaciones partidarias de ella, estalló la guerra. Un ejército portugués penetró en Castilla por el noroeste; según algunos, aquélla fue una guerra frívola.86 Pero, de haber vencido los portugueses y la Beltraneja, el futuro de la Península habría sido muy distinto y, en lugar de una unión castellanoaragonesa, se habría producido una unión castellano-portuguesa, que hubiera cambiado la historia no sólo de la península sino del mundo.

Tras muchas escaramuzas y maniobras, algunas incursiones en Portugal y esfuerzos por parte de Isabel y Fernando para negociar la paz, Fernando se enfrentó a Alfonso en marzo de 1476, en Peleagonzalo, a las afueras de Toro, la fronteriza ciudad fortificada que se alza a orillas del Duero. Aunque sus hombres estaban cansados y su artillería no llegó, la victoria de Fernando fue abrumadora. La guerra continuó durante cierto tiempo en Extremadura y frente a la costa de África, pero la causa de Juana era ya una causa perdida.87 Alfonso había abdicado del trono de Portugal a favor de su hijo, e intentó convencer a Francia de que lo ayudase, aunque sin éxito.

Al año siguiente, Fernando sucedió a su padre en el trono de Aragón, y se mostró tan incansable en la prosecución de los intereses de su reino como en servir a los de su esposa.

Como hombre de sangre castellana pero criado en Aragón, Fernando era idóneo para representar su complejo papel. Aportó el conocimiento de todas aquellas prácticas que en Aragón y en Cataluña habían tenido éxito, para servir a Castilla. Era más indolente que la reina, pero era también más implacable, más calculador y más cínico. Estas características encajaban bien con lo profetizado por algunos frailes de que sería el rey que reconquistaría Tierra Santa para la cristiandad.88 Fernando era un hombre muy trabajador y eficiente, y tenía un sentido del humor del que carecía su esposa. Tendió a buscar soluciones moderadas para los problemas, con la esperanza de que así fuesen más duraderas.89

Cuando lo creía necesario, el rey no dudaba en hacer afirmaciones categóricas: «En todos mis reinos tengo la costumbre de pensar en el bien público más que en mi interés personal», le escribió una vez a su mejor general, Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, que le había sugerido hacer concesiones especiales acerca del abastecimiento de trigo en Sicilia.90 A pesar de las afectuosas palabras que prodigaba a su esposa, era mucho más calculador que apasionado. Sin embargo, el viajero alemán Münzer lo llamó «el rey más sereno».91 En tiempos de los Reyes Católicos, España empezaba a mirar hacia afuera, no hacia el Mediterráneo, donde Aragón tuvo gran actividad durante generaciones, sino hacia el Atlántico. La conquista de las islas Canarias puede parecer una conquista menor; sin embargo, del mismo modo que en invierno un rayo de sol a veces señala la proximidad de la primavera, el interés español por el archipiélago canario prometía una auténtica vocación mundial. El cortesano italiano Pedro Mártir pensaba que, como consecuencia de ello, España era «el único país feliz».92

CAPÍTULO 3

Gran orden y tranquilidad

Los Reyes Católicos eran muy elogiados en aquellos tiempos por su sabiduría y por haber aportado gran orden y tranquilidad a sus reinos.

Guiccardini, Historia de Italia

Durante los años que compartieron el poder, Isabel y Fernando tuvieron un gran éxito. Resulta difícil detectar cuestiones importantes acerca de las que disintiesen. Su lema: «Tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando» indicaba su igualdad; que ambos monarcas podían gobernar en ambos reinos e, indistintamente, en el de su cónyuge. Pero empezaría con una personal alusión de Fernando acerca de que, si algo era complicado, era mejor «cortarlo», como hizo Alejandro Magno con el nudo gordiano.93 Tanto Isabel como Fernando heredaron de sus antepasados la fe en una justicia real que protegiese al débil sin dejar de recompensar al triunfador. Tenían un sentido tan serio de sus obligaciones como de su gloria, y poseían asimismo el don de inspirar confianza, incluso entre sus súbditos más pobres. Acabaron con las crónicas guerras civiles que habían caracterizado las relaciones entre la Corona y los nobles en ambos reinos. Todos los cronistas de la época daban testimonio de la violencia de los viejos tiempos, aunque cargasen un poco las tintas en este sentido para complacer a los nuevos reyes.94 Sus logros han sido comparados a los de sus contemporáneos en Francia e Inglaterra. Los monarcas de estos dos países restauraron el orden civil después de años de guerra civil. Pero en esos dos reinos no hubo la unificación que se produjo entre Castilla y Aragón.

Mediante sus continuos viajes, la dura represión de las revueltas y la sabia concesión de títulos y recompensas, los dos monarcas empezaban a reducir a la nobleza a un estamento del reino, mientras que anteriormente ésta había sido rival de la Corona. Los nobles castellanos podían seguir dominando la política local, pero ya no imponían su opinión en cuestiones de alcance nacional. Por ejemplo, en otros tiempos, habían tenido mayoría en el supremo consejo del reino, el Consejo Real.95 Pero, a partir de las Cortes de 1480, celebradas en Toledo, la institución tuvo un prelado como presidente (el cardenal Mendoza fue el primero) y ocho o nueve letrados entre sus miembros, además de tres caballeros. Los nobles y los altos cargos de la Iglesia podían seguir asistiendo pero no tenían derecho a voto. Era una institución que empezó siendo judicial pero que se estaba convirtiendo en el elemento rector de la administración del Estado.96 La Audiencia Real, cuyos jueces (oidores) se reunían en Valladolid, realizaba cada vez más trabajo jurídico.

La potenciación de las corregidurías,97 que ahora existían en la mayoría de las grandes ciudades, fortaleció el poder real, porque los corregidores representaban a la Corona, a menudo eran miembros de la baja nobleza y presidían las reuniones de los concejos municipales. Un típico corregidor (el de Toledo) fue un poeta, Gómez Manrique, cuyo hermano fue maestre de la Orden de Santiago.98 Por entonces había cincuenta corregidores en distintas poblaciones de todo el reino, portavoces del poder real —es decir, del poder centralizador—, incluso en territorios poco propicios, como el marquesado de Villena.

El historiador florentino Francisco Guiccardini, un diplomático enviado a España en 1512, escribió que ambos soberanos eran «muy celebrados por entonces» —se refería a su propio tiempo—, «muy reputados por su sabiduría y por haber aportado gran tranquilidad y orden a sus reinos que, anteriormente, habían sido muy turbulentos».99

Hasta los tiempos de Isabel y Fernando, la mayoría de los ingresos de la Corona procedían de los impuestos sobre las ventas (alcabala) o de los derechos aduaneros (almojarifazgo) pero, aunque la monarquía unida no desdeñó estos ingresos, nuevos hombres concibieron nuevos medios para ingresar un dinero que, en teoría, estaba destinado a la guerra contra el islam, pero que esperaban seguir ingresando después (un impuesto conocido como «cruzada», una parte de los diezmos y subsidios de asambleas eclesiásticas, así como gravámenes directos sobre obispados y ciudades). La Corona llegó a provechosos acuerdos con la Mesta, la cámara que controlaba los dos millones y medio de ovejas merinas de Castilla y sus movimientos trashumantes.100

En 1488, la Corona había tratado de armonizar los distintos métodos de pesos y medidas, ya que había innumerables discrepancias entre las distintas onzas, decretando que los pesos de todos los productos debían ajustarse a las recientemente difundidas normas para los metales preciosos.101

Fernando quería llegar a ser Gran Maestre de las tres órdenes militares importantes (Santiago, Alcántara y Calatrava), ya que ello reportaba riquezas y poder, porque tales organizaciones poseían una gran cantidad de tierras y en el pasado habían constituido la base de la influencia de los nobles más destacados, como Álvaro de Luna y Juan Pacheco.

La Corona de Castilla pudo permitirse no convocar las Cortes durante largos períodos de tiempo. Entre 1480 y 1498 no se convocaron, aunque, como ya hemos comentado anteriormente, dicha institución era menos influyente que en los reinos de Fernando. No se requería la asistencia de representantes del clero y de la nobleza y, por tanto, rara vez asistían. Las ciudades que enviaban procuradores a las Cortes eran sólo diecisiete,102 y durante gran parte del siglo XV, los representantes de las ciudades se habían limitado a dos por cada una. Esto significaba que, cuando la reina tenía que convocar las Cortes —como ocurrió en los años ochenta, gracias a la necesidad de recaudar dinero para la guerra—, sólo tenía que afrontar y convencer a treinta y seis hombres, muchos de los cuales eran amigos suyos, y otros podían ser inducidos a serlo.

El rey de Portugal permanecía apaciguado después de la derrota del rey Alfonso en los años setenta, y ya no era un rival para la autoridad de Castilla, ni, por supuesto, en las islas Canarias, que ya prácticamente estaban bajo control español, al igual que la costa africana paralela al archipiélago, si bien en 1491 Tenerife y La Palma no habían sido todavía conquistadas del todo.103 También reinaba la paz con Francia, aunque el futuro de Perpiñán y del Rosellón (conquistado por Francia en los años sesenta del siglo XV) parecía incierto. Inglaterra estaba ligada a Castilla en virtud de un tratado de protección mutua contra Francia firmado en Medina del Campo en 1489. Estos éxitos internacionales se debieron, en parte, a que Fernando nombró embajadores permanentes en cinco capitales europeas, lo cual le permitió estar mejor informado que los monarcas coetáneos. Pero el éxito se debió también a que ahora Castilla y Aragón, aunque muy distintas internamente, hablaban con un sola voz en la esfera internacional.

El desarrollo, a instancias del consejero de Isabel, Quintanilla, en las Cortes de Madrigal de las Altas Torres de 1476, de una versión nacional de las hermandades armadas, fundadas para mantener el orden a nivel local, creó una especie de policía castellana, con funciones jurídicas y policiales: toda ciudad debía aportar un jinete armado por cada cien vecinos, y estas fuerzas estarían al mando del hermano bastardo de Fernando, Alfonso de Aragón, duque de Villahermosa.104

Finalmente los monarcas se embarcaron en una reforma de la Iglesia española, impulsada para hacer innecesaria una «reforma» o «contrarreforma».105

Como de costumbre, cuando los monarcas parecen ser los responsables de los grandes cambios, no faltan quienes afirman que la transformación empezó mucho antes del reinado de los Reyes Católicos. Por ejemplo, Tarsicio de Azcona, considera a la familia de los Trastámara y a sus valedores como revolucionarios.106 Pero el logro de aquellos dos últimos Trastámara, Isabel y Fernando, fue más que notable.

Es difícil precisar cuántos soldados se concentraron en Santa Fe en 1491 para la batalla final contra el islam. Quizá quepa estimar que los efectivos totales fueron de 80000 hombres,107 entre los que debieron de integrarse entre 6000 y 10000 de caballería y entre 10000 y 16000 de infantería.

Fernando se había mostrado muy prudente como comandante en jefe del ejército, una característica que había quedado patente en las campañas contra Portugal y contra los rebeldes castellanos. La destrucción de Tájara, el sitio de Málaga, la toma de la supuestamente inexpugnable Ronda y la de plazas menores como Setenil (donde su abuelo Fernando había sido derrotado) y Álora, «la bien cercada, tú que estás en par del río», habían sido triunfos personales, y el rey había aprendido a improvisar con eficacia en circunstancias adversas.

También la reina, durante sus preparativos en Córdoba en 1484, así como en el sitio de Burgos, había demostrado su eficiencia. Fundó hospitales militares y organizó los pertrechos, el aprovisionamiento y la recluta para proporcionar al ejército artillería, forraje y alimentos para los soldados. También precisaron del concurso de ingenieros, constructores de caminos, herreros y bueyes. Organizar todo esto no era una tarea menor, ya que el ejército de Castilla consumía trescientos quintales de trigo y cebada al día.108

Entre los jefes militares españoles destacaba el pelirrojo Rodrigo Ponce de León, marqués de Arcos, un hombre impetuoso, héroe del cronista coetáneo Bernáldez y del historiador estadounidense del si- glo XIX Prescott. Rodrigo Ponce de León encarnaba las virtudes caballerescas, y veneraba, o por lo menos amaba, virtudes tales como el honor, el valor, la lealtad al monarca, la cortesía y la generosidad. David Hume comentó que «en el siglo XV en España la caballerosidad y lo caballeresco se elevaron, debido a la desbordante imaginación popular, al nivel de culto».109 Pese a que en otros tiempos había apoyado a Juana la Beltraneja y a los portugueses, y había roto la tregua real con Granada en 1477 para tomar dos pequeños pueblos musulmanes, al año siguiente, don Rodrigo Ponce de León había salvado la vida a Fernando.110

Era un consumado jefe militar. En 1482 reunió un contingente formado por 2500 hombres a caballo y 3000 de a pie en la población de Marchena, y los condujo sin ser detectados a través de un terreno difícil para tomar por sorpresa la población de Alhama. Fue la gesta más notable de la guerra. También mandó construir un fuerte de madera capaz de albergar a 14000 hombres de infantería y 2500 de caballería para servir a las fuerzas sitiadoras a las afueras de Málaga en 1487.

Un militar más cosmopolita era Íñigo López de Mendoza, el magnífico conde de Tendilla, sobrino del cardenal que fue el primer gobernador de Alhama después de su caída. Había sido nombrado embajador en Roma y había asombrado al Vaticano por el boato de su conducta.111 También formaba parte del ejército castellano Juan Ortega de Prado, un leonés que fue otro de los héroes de la toma de Alhama. Tampoco podemos olvidar al condestable de Castilla Pedro Fernández de Velasco, conde de Haro, que fue herido en la cara en Loja (la condestablía pasó a ser hereditaria en su familia en 1472, al igual que el almirantazgo de Castilla lo fue para la familia Enríquez, algo que constituía un medio eficaz de asegurar lealtades). El duque de Medina-Sidonia, el monarca sin corona de Sevilla, había ofrecido cien galeras llenas de provisiones al ejército real para el sitio de Málaga.

Estos y muchos otros nobles intervinieron en la guerra como si por lo menos hubiesen hojeado obras tales como el Tratado de la perfección del triunfo militar, obra del secretario de la reina, Alonso de Palencia, o Doctrinal de los caballeros, del ex obispo de Burgos Alonso de Cartagena.

En otros tiempos los historiadores solían tratar de la indumentaria utilizada en aquella itinerante y belicosa corte. Por entonces, tanto los hombres como las mujeres se vestían para impresionar. Así, por ejemplo, consta que, el caballero inglés sir Edward Woodville iba «enfundado en malla» sobre la que llevaba «un manto francés de seda oscura brocada». También los caballos llevaban sedas en su enjaezado, y las mulas sobre las que cabalgaban las damas de la reina iban «ricamente engualdrapadas». A veces, la reina llevaba una falda brocada. Su amiga, Felipa de Portugal, lucía unos bordados tan pesados en su vestido que desviaron la daga de un presunto asesino en Málaga. Muchas de estas prendas procedían del extranjero; de Flandes, Venecia e incluso de Inglaterra. La mayoría de los cortesanos de la época llevaban el pelo largo pero no barba; la moda de la barba no surgió hasta después de la muerte de Fernando.112

Los hombres que mandaban estos jefes militares procedían de todas las regiones de España. El ejército lo formaban ocho contingentes distintos. El grueso estaba formado por fuerzas enviadas por multitud de municipios, tanto de caballería como de infantería, aunque con predominio de la caballería. Todas las regiones españolas enviaron hombres, incluso Galicia y Vizcaya. En segundo lugar, estaban las tres órdenes militares más importantes, es decir, las de Santiago, Alcántara y Calatrava, que habían representado un importantísimo papel en las anteriores guerras contra el islam; fueron movilizadas por última vez para la guerra contra Granada. La Orden de Santiago aportó unos mil quinientos jinetes y unos cinco mil hombres de a pie, y las otras dos órdenes algo menos cada una de ellas.113 Pero no siempre su intervención fue eficaz. El comandante de la Orden de Santiago, Alonso de Cárdenas, que estuvo al mando de las tropas en Écija en 1483, condujo un ataque a Málaga desde Antequera, pero se perdió en la sierra de La Ajarquía y sufrió una dura derrota, aunque logró salvar la vida.

En tercer lugar, los monarcas disponían de una guardia real de mil lanceros a caballo al mando de Gonzalo Fernández de Córdoba, miembro de una de las grandes familias cordobesas. En su juventud había sido paje del arzobispo Carrillo, luchó sin cesar en la guerra contra Granada desde la toma de Alhama en adelante, resultó herido en Zumia y fue sumamente eficaz en la nada romántica operación de la tala, o sea, la destrucción de la agricultura de la vega de Granada. Lo consideraban ya «espejo de cortesía», señor entre los señores, soldado entre los soldados, desenvuelto en palacios y entre los cortesanos, capaz de conservar el equilibrio en cualquier circunstancia, especialmente en combate. Su dominio del árabe lo convertía en buen negociador, además de buen guerrero, y era el más temido de los jefes militares castellanos. Fue un Aquiles sin su adusta vanidad y, ciertamente, sin su talón.114

Todo monarca de Castilla contaba, además, con una guardia personal de cincuenta hombres, llamados los monteros de España, que tradicionalmente procedían del pintoresco pueblo castellano de Espinosa, situado en un bonito valle al sur de las estribaciones de la cordillera Cantábrica, armados con ballestas; su misión era velar día y noche por la vida del rey.115 En cuarto lugar, había tropas procedentes de la Santa Hermandad, la fuerza policial fundada a nivel nacional en 1476 pero que, debido a la guerra, se convirtió en un contingente militar de unos mil quinientos lanceros y unos cincuenta arcabuceros divididos en capitanías. Estas tropas solían ir al mando de nobles, y se utilizaban como guarniciones de las poblaciones conquistadas.

Sería temerario ignorar el ejército de criados y esclavos que servía a los monarcas y a todos los miembros distinguidos de la corte, incluidos los clérigos. Posiblemente habría en total unos mil al servicio de la casa real.116 Entre los esclavos había isleños de Canarias, musulmanes hechos prisioneros en guerras anteriores y negros de África.

Los miembros de la corte española, la nobleza y los comerciantes, los miembros del clero y los panaderos poseían, generalmente, uno o dos esclavos cada uno y, en el caso de los nobles, muchos más. El duque de Medina-Sidonia, por ejemplo, tenía noventa y cinco esclavos en 1492, muchos de los cuales eran musulmanes y casi cuarenta eran negros. En España, en el año 1490, debe de haber habido aproximadamente 100000 esclavos. Sevilla era la ciudad con mayor número. Algunos esclavos podrían haber sido los descendientes de los muchos esclavos de Europa del Este, que habían sido vendidos en Europa occidental durante la Edad Media, dándole así, seguramente, a la palabra slav el significado de servidumbre o servicio en lugar de la antigua palabra latina servus.

Los esclavos de la España medieval eran de una extraordinaria diversidad: eran circasianos, bosnios, polacos y rusos. Algunos habrían sido capturados en batallas contra Granada y podrían haber sido musulmanes. Otros habrían sido comprados en los florecientes mercados de esclavos del Mediterráneo occidental, tal vez en Barcelona o en Valencia, en Génova o en Nápoles. Algunos esclavos eran hombre o mujeres capturados en las Islas Canarias, incluso en la no conquistada Tenerife o en las ya sometidas La Palma o La Gomera. Algunos otros, principalmente bereberes, provenían del pequeño puesto fronterizo español, en la costa noroeste de África, Sahara, donde casi se divisa la isla canaria de Lanzarote. Algunos pocos esclavos negros fueron comprados probablemente a mercaderes de Lisboa, aquellos que durante las dos últimas generaciones habían estado traficando con personas que habían adquirido en la costa oeste de África, en algún punto entre Senegal y el Congo, tal vez en Guinea. Muchos eran vendidos por mercaderes florentinos o genoveses en Portugal, o por sus representantes en Sevilla.

El número de esclavos no era sorprendente. La esclavitud en el Mediterráneo nunca desapareció desde los días de la antigüedad, y quizá fue incrementada por los siglos de guerra en España entre cristianos y musulmanes. Los cristianos acostumbraban a esclavizar a los musulmanes cautivos y los musulmanes hacían lo mismo con los prisioneros cristianos, a los que en ocasiones llevaban al norte de África para trabajar en empresas públicas, del mismo modo que los cristianos empleaban a sus esclavos musulmanes en la construcción. Muchos esclavos eran empleados como servidores domésticos, pero otros trabajaban en los molinos de azúcar en las islas del Atlántico (las Azores, Madeira o en las Islas Canarias). Algunos eran alquilados por sus dueños a cambio de dinero. La ley cristiana, como se aprecia en la obra medieval Las Siete Partidas del rey Alfonso, y la ley musulmana, como se conserva en el Corán, indicaban detalladamente el lugar que un esclavo debía ocupar en la sociedad. Algunas veces los esclavos podrían tener propiedades y en ocasiones podían comprar su libertad. A veces eran tratados mejor que meros sirvientes por sus amos. Los señores ejercían absoluto poder sobre sus esclavos, con la excepción de que no podían matarlos ni mutilarlos, y ningún judío ni musulmán, en los reinos cristianos, podían poseer esclavos cristianos. La esclavitud se aceptaba como tal y no se contemplaba ninguna clase de protesta. Era obligatorio tratar a los esclavos humanamente, pero nadie pensaba que debiera abolirse la institución.

Es cierto que en el norte de Europa la esclavitud parecía haberse convertido en poco lucrativa. Los ingleses, los franceses del norte y los flamencos consideraban ya que era mejor pagar por el trabajo, cuando el pago de las obligaciones feudales disminuyó. Sin embargo, el mundo musulmán, sobre todo, el Imperio Otomano, dependía absolutamente de la esclavitud para su buen funcionamiento, y, en este momento, el negocio de esclavos a través del Sahara aún superaba en volumen y valor el comercio costero manejado por los portugueses.

Además, la Corona de Castilla tenía sus propios vasallos feudales, que recibían tierras u otras formas de compensación a cambio de sus servicios. Unos mil de estos hombres solían cobrar un salario diario. Y a éstos había que añadir algunas tropas, tanto de caballería como de infantería, procedentes de ciudades de los dominios reales.

Algunos nobles aportaron importantes contingentes de tropas. Los señores concernidos no deseaban que sus hombres se integrasen en una estructura de mando nacional, como se diría ahora. Pese a ello, los monarcas solían dar a tales nobles un rango específico para alentarlos a aportar hombres. Así, por ejemplo, al duque de Alba lo nombraron capitán general. Los nobles de Castilla no se mostraban muy entusiastas, pero sí los de Andalucía y, a menudo, cabalgaban al frente de varios centenares de hombres de caballería e infantería.117

Asimismo, algunos hombres se integraron en el ejército por la oportunidad que se les ofrecía de purgar sus culpas por algunos delitos a condición de que se alistasen.

El cortesano italiano Pedro Mártir de Anglería le escribió al arzobispo de Milán en los siguientes términos: «¿Quién jamás creería que los astures, gallegos, vizcaínos, guipuzcoanos y los habitantes de los montes cántabros, en el interior de los Pirineos, más veloces que el viento, revoltosos, indómitos, porfiados que siempre andan buscando discordias entre sí por la más leve causa como rabiosas fieras se meten entre sí en su propia tierra, pudieran mansamente ayuntarse en una misma formación? ¿Quién pensaría que pudieran jamás unirse los oretanos del reino de Toledo con los astutos y envidiosos andaluces? Sin embargo, unánimes, todos encerrados en un sólo campamento, practican la milicia y obedecen las órdenes de los jefes y oficiales de tal manera, que creerías fueran todos educados en la misma lengua y disciplina».118 La misma reflexión se haría el historiador Gonzalo Fernández de Oviedo en Panamá una generación después.119 Existía la necesidad de presentar un frente común contra el enemigo que unió a los españoles. Ya en el siglo XIII, los catalanes lucharon en la batalla de las Navas de Tolosa contra los musulmanes al mando del rey de España.

También se integraron en el ejército español contingentes extranjeros. ¿Acaso no era aquello una cruzada? Un capitán portugués integrado en el ejército castellano fue Francisco de Almeida, que quince años después se convertiría en el primer virrey de las posesiones portuguesas en la India. Años antes, el rey de Portugal, don Enrique el Navegante, antes de empezar a patrocinar expediciones al oeste de África, quiso tomar la iniciativa respecto a la conquista de Granada. El duque italiano de Gandía, hijo del cardenal Rodrigo Borgia, hizo un acte de présence en la guerra en los años ochenta del siglo XV. También intervino un grupo de mercenarios suizos al mando de Gaspar del Frey;120 y, en una guerra anterior, en el sitio de Loja, participó sir Edward Woodville, hermano de Isabel, la reina consorte de Eduardo V de Inglaterra,121 que aportó trescientos hombres, algunos del propio norte del país y otros de Escocia, Irlanda, Bretaña y Borgoña, casi todos ellos armados con hachas y arcos largos. Intervinieron además hombres procedentes de Brujas y uno de ellos, Pierre Alimané, capturado por el enemigo, escapó de Fez y conquistó el corazón de una princesa musulmana. Además, naves genovesas de Giuliano Grimaldi y de Pascual Lomellini protegieron el estrecho de Gibraltar.

El ejército estaba organizado para combatir en grandes contingentes llamados batallas; la vanguardia solía estar dirigida por el Gran Maestre de la Orden de Santiago; la retaguardia, por el condestable de Castilla, Pedro Fernández de Velasco, o por el jefe de los pajes reales, el «alcaide de los Donceles», Diego Fernández de Córdoba, hermano mayor de Gonzalo Fernández de Córdoba. El rey cabalgaba justo por delante de la retaguardia, flanqueado por dos compañías de soldados de los municipios de Sevilla y Córdoba, respectivamente. Aproximadamente un millar de carros de artillería avanzaban por detrás del monarca.122

La mención de la artillería recuerda que los cristianos combatieron en aquella guerra entre dos mundos. La caballería con su sentido religioso de la hermandad recordaba los tiempos de la Edad Media. Pesadas picas, lanzas, espadas y alabardas, así como arcos y ballestas, fueron utilizados con eficacia. Los castellanos disponían también de artefactos inventados en la Edad Media para utilizarlos en los sitios, como las bastidas que permitían a los atacantes encaramarse hasta lo alto de las murallas; las escaleras reales, mediante las que la infantería podía ser izada mediante poleas hasta las almenas de los defensores; parapetos cubiertos de piel que permitían a los castellanos acercarse a las murallas a nivel del suelo, y catapultas. Los zapadores asturianos solían ser los encargados de cavar un hoyo por debajo de las murallas de las ciudades sitiadas.

Pero los carros de la artillería que iban por detrás del rey pertenecían a una nueva época. Las nuevas armas incluían el arcabuz, inventado hacia 1470, que por primera vez permitía a un solo soldado disponer de un arma de fuego.123 Las lombardas124 eran nuevos y decisivos ingenios. Eran de hierro o de bronce y medían casi cuatro metros de longitud y cinco centímetros de grosor, reforzadas con pernos o anillos de hierro. Podían lanzar piedras o bolas de hierro a un ritmo de hasta 140 por día; proyectiles que a veces medían treinta centímetros de diámetro y que podían pesar hasta setenta kilos. También podían lanzar amasijos, de forma esférica, de ingredientes inflamables mezclados con pólvora. ¿Habría caído Ronda sin la utilización de las lombardas? ¿Hubiesen tomado los cristianos Alcalá la Real sin ellas? Así pues, aquella guerra fue una guerra moderna, en la que la artillería lograba que los sitios se convirtiesen en la toma de la población sitiada. Este hecho permitió a los castellanos organizar el ataque de una ciudad tras otra, tomando «uno a uno» los granos de aquella «granada».

Algunas de las nuevas armas, tales como las doscientas piezas de artillería, la mayoría fabricadas en Écija, entre Córdoba y Sevilla, necesitaban no sólo pólvora, sino también costosos artilleros borgoñones, alemanes y franceses. Aunque Francisco Ramírez, uno de los mejores nuevos soldados que tan graves daños habían causado al volar las murallas de Málaga, era de Madrid. Muchos de los proyectiles de cañón procedían de sierra Morena, especialmente de la ciudad de Constantina.

Y habría otro signo de modernidad, por lo menos entre los jefes militares del ejército castellanoaragonés, algo que distinguía a hombres y mujeres de la corte de Fernando e Isabel de sus antecesores en aquel mismo siglo. Muchos de ellos sabían leer, y algunos incluso tenían libros, aquellos nuevos «preciados objetos» surgidos en 1450 en Alemania, tras inventar Gutenberg la imprenta y, a partir de 1470, de los talleres de impresores españoles, principalmente de Sevilla, Valencia y Segovia (parece ser que la primera imprenta la instaló en Segovia Juan Parix de Heidelberg, en 1471). Muchos impresores eran alemanes, reflejo de un creciente comercio con Alemania, sobre todo con la capital de la imprenta, Nuremberg, aunque Castilla también importaba de allí piezas metálicas, lino y fustán.125

Sin embargo, había pocos libros para entretenimiento. Pero había libros eruditos que pronto incluirían grabados, y se hicieron ediciones de los clásicos. Se editó Cartas de Cicerón a sus amigos, así como las obras de Ovidio y de Plinio. También se editó la Geografía de Ptolomeo; La ciudad de Dios, de san Agustín, y poco después se publicaron novelas entre las que sin duda una de las mejores fue Tirant lo Blanc, de Joanot Martorell, publicada en 1490 en Valencia en una edición de setecientos ejemplares.126 Aunque acaso concebida como una especie de manual de caballerías, derivó hacia lo que Cervantes llamó «el mejor libro del mundo...», porque «los caballeros que en él aparecen son seres humanos, no marionetas...». Es un libro lascivo, sobre todo en los últimos capítulos. Además refleja la mezcla de salvajismo y caballerosidad de las guerras de la época, cuyo componente internacional puede verse por la aparición en él de sir Anthony Woodville (un hermano mayor de la esposa del sir Eduardo de Inglaterra), al que Joanot Martorell llama «senyor d’Escala Rompuda», mientras que la primera parte de la novela está dominada por una invasión sarracena de Inglaterra que es derrotada por el conde de Warwick.

Tirant lo Blanc fue una de las primeras obras «de caballerías», muy vendidas en los cien años siguientes. La lectura pasó a ser una costumbre más que un ritual erudito como hasta entonces, y se solía leer en voz alta. Los largos relatos de gestas extraordinarias, de los héroes caballerescos en extrañas tierras, ofrecían un ideal de coraje, virtud, fortaleza y pasión.127 Consta que la reina Isabel tenía en su biblioteca La balada de Merlín y La búsqueda del Santo Grial.

Estas novelas de caballerías reflejan un mundo en el que las fronteras de los Estados eran imprecisas. Y mientras que los lectores se sentían transportados por aventuras en «Gran Bretaña» o Constantinopla, numerosos extranjeros podían verse en la corte de los reyes y de los nobles. De Flandes procedían varios arquitectos: Juan de Guas, que diseñó la iglesia de San Juan de los Reyes de Toledo, un convento franciscano que fue el supremo logro artístico de tiempos de Fernando e Isabel, así como el palacio del duque del Infantado en Guadalajara. Uno de los pintores de la corte era el estonio Michael Littow; escritores italianos como Pedro Mártir de Anglería o Marineo Sículo enseñaban a los nobles y, pronto, el escultor florentino Domenico Fancelli realizaría notables obras en muchos sepulcros.128 Las baladas y las historias románticas también ignoraban las fronteras entre los Estados. De tal manera que los caballeros españoles conocían a Roldán y al rey de Francia:

Cata Francia, cata París la ciudad

Cata las aguas del Duero, do van a dar en el mar.

La mayoría de los consejeros de los monarcas se encontraban en 1491 en Santa Fe, porque el enclave era en aquellos momentos tanto la corte como el cuartel general de los ejércitos; así pues, estaban allí presentes los más expertos consejeros de Isabel (Chacón, Alonso de Quintanilla, Gutierre de Cárdenas, Andrés de Cabrera, Beatriz de Bobadilla). También Fernando tenía a su lado a sus consejeros más allegados: además del experto tesorero de Aragón, Alonso de la Caballería, había unos dieciséis secretarios «fernandinos».129 El secretario para asuntos internacionales, Miguel Pérez de Almazán, representó un papel de la mayor importancia. Asimismo, Juan Cabrero, camarero del rey e inseparable compañero que dormía en sus aposentos y que era su más estrecho confidente; Gabriel Sánchez, banquero y tesorero personal de Fernando, un judío converso, al igual que Alonso de la Caballería. El rey también contó con Juan de Coloma, un secretario particular muy competente que llevaba trabajando para él desde 1469. Fernando lo había heredado de su padre y, a pesar de su origen rural, este secretario se había casado con una nieta del Justicia Mayor de Aragón, Martín Díaz de Aux. También se encontraba en Santa Fe Luis Santángel, por entonces tesorero de la hermandad, otro judío converso y astuto empresario emparentado con Gabriel Sánchez y con Alonso de la Caballería. Además de estos expertos miembros de la casa del rey, había numerosos hombres jóvenes, a algunos de los cuales sólo conocemos porque su nombre aparece reflejado al pie de documentos reales; en algunos casos, eran hombres de futuro, conscientes de que, si se labraban la reputación de sirvientes eficientes y leales, podrían a no tardar alcanzar cargos o destinos de importancia. Podemos imaginar a todos estos hombres cenando juntos a diario, cimentando un entendimiento común, mientras daban cuenta de diversas raciones de garbanzos, bizcocho y estofado regado con vino reforzado con aguardiente, tal vez de Cazalla de la Sierra, en sierra Morena.

Algunos de estos funcionarios eran clérigos, obispos, monjes o priores y, muchos de ellos, personas cultas que, diez o veinte años antes, no habían sido más que prometedores estudiantes de leyes en la Universidad de Salamanca; otros eran jueces. Un funcionario público muy representativo de la época fue Lorenzo Galíndez de Carvajal, un joven extremeño que acababa de empezar su impresionante ascensión a través de las comisiones que rodeaban a las personas de los monarcas. Aunque tuviesen que acomodarse en estancias atestadas y mal situadas que, en algunos casos, no tenían más suelo que la pura tierra, o sumamente calurosas, aquellos burócratas debieron de celebrar que la corte se estableciese en Santa Fe, puesto que eso implicaba un respiro en sus continuos viajes.

Una amplia minoría de estos burócratas era descendiente de judíos convertidos al cristianismo cien años antes, tras los brutales pogromos de finales del siglo XIV. La mayoría de ellos —y eso era también cierto respecto a los comerciantes con quienes estaban asociados, bien a través del parentesco o la amistad— eran en 1490 verdaderos cristianos serios que habían olvidado la antigua fe judía de sus antepasados, aunque algunos, por tradición familiar, o por indolencia, conservasen algunas costumbres judías, como por ejemplo lavar a los muertos antes de enterrarlos, comer ajo frito con aceite, o volverse hacia la pared al agonizar. Una minoría seguía considerándose judía y, en privado, observaba el sabbat, comía carne los viernes e incluso acariciaba la esperanza de que el Mesías no tardaría en revelarse, acaso en Sevilla, donde la reina, durante su larga estancia en 1478, había reparado en lo que consideró una asombrosa laxitud litúrgica.130 El prior del convento dominico fray Alonso de Hojeda le había dicho a la reina que muchos judíos conversos, especialmente en Sevilla, estaban volviendo a su fe judía, y que amenazaban la supervivencia del cristianismo. La orden de los dominicos organizó una eficaz campaña de propaganda contra los judíos conversos. De manera que, en 1478, los monarcas españoles le pidieron al papa Sixto IV poder crear en España un Santo Oficio o Inquisición, para afrontar el problema. El procedimiento de tal indagación organizada tenía una larga historia en la Edad Media. Así, en el reino del hermanastro de Isabel, el rey Enrique, se había fundado un organismo bastante ineficaz con los mismos propósitos.

Los judíos habían constituido una importante minoría en España desde los tiempos de los romanos. Muchos habían desempeñado un papel importante en la administración en el siglo XIV. En 1391 se produjeron muchos ataques violentos contra ellos, sobre todo en las ciudades más grandes. La mayoría huyeron y se refugiaron en pueblos, donde podían ser protegidos por poderosos señores locales que valoraban sus virtudes tanto como solían valorarlas los reyes. Al mismo tiempo, miles de judíos, quizá unos dos tercios del total, abrazaron el cristianismo con objeto de evitar más persecuciones. La Iglesia urgió activamente a que se produjesen tales bautizos y facilitó que se llevasen a cabo. Muchos de esos judíos conversos se incorporaron a la administración del Estado o al profesorado de universidades, además de seguir siendo dominantes en el comercio. Un rabino de gran cultura, ha-Levi, llegó a ser obispo de Burgos con el nombre de Alonso de Santa María.

Los judíos conversos realizaron una gran labor, y fueron pioneros en la introducción del humanismo italiano en España, pero resultaba tan obvio que seguían siendo un estamento endógamo en el seno de la sociedad, y en el seno de la Iglesia, que se atrajeron envidias y enemistades (desde, por lo menos, 1449 se produjeron disturbios contra los «nuevos cristianos» en Toledo, donde el odio entre cristianos viejos y conversos estaba muy arraigado).131 En otro lugares, este odio se mezcló con la tradicional enemistad entre grupos familiares. Un caso especial fue el de Córdoba, donde, en 1473, se produjeron disturbios especialmente lamentables y una matanza de conversos.132 Con todo, los conversos seguían accediendo a la dignidad de obispo, ocupando altos cargos en la secretaría de los reyes, en la banca, y ejerciendo de agentes de cambio de divisas, además de convertirse en priores de conventos y de casar a los nobles.

¿Se propuso la Inquisición simplemente introducir una manera de decidir qué conversos eran falsos cristianos?133 Parece obvio que la mayoría de las acusaciones de secreta herejía formuladas contra los conversos eran creídas sin vacilar por los monarcas y por la opinión pública.134 ¿Se propuso la Inquisición acabar con los «marranos» (es decir, con los conversos)? ¿Acaso llegaron los Reyes Católicos, tradicionales protectores de los judíos, así como de los conversos, a la conclusión de que «seguir protegiéndolos podía costarles demasiado caro, en términos de sus relaciones con la mayoría de la población, y de que, pese a todo, la presencia de los judíos era más una atadura que una ventaja?».135 El principal historiador de la Inquisición, Lorente, marxista antes que Marx, opinaba que los motivos de organizar la Inquisición fueron básicamente financieros, mientras que el gran Von Ranke opinaba que fue un medio de afirmar la autoridad absoluta de los monarcas. El filólogo y medievalista español Menéndez Pidal pensaba que el objetivo había sido la extirpación de una auténtica herejía que realmente tendía a la derrota del cristianismo, mientras que Américo Castro opinaba que la Inquisición había sido una idea típicamente judía, concebida por conversos, y, según él, muy alejada de las tradiciones españolas.

¿Fue el objetivo de la Corona, al establecer el Santo Oficio, acallar el creciente movimiento popular contra los conversos? Porque un elevado porcentaje de los cristianos viejos creía que la mayoría, o acaso todos los conversos o sus descendientes, eran judíos en secreto; o que, por lo menos, volvían a las costumbres judías debido a la excesiva tolerancia de la Iglesia; y que muchos judíos, en los días de la persecución popular de finales del siglo XIV, se habían convertido por puro miedo. Esta opinión no estaba exenta de base, ya que los rabinos consideraban que todos los judíos obligados a convertirse al cristianismo debían ser considerados siempre como judíos, al igual que sus hijos.

Fueran cuales fuesen los motivos en España, el papa Sixto IV promulgó la bula Exigit sincere devotionis, e instauró la Inquisición. Dos inquisidores, ambos destacados dominicos, fueron nombrados en Sevilla en 1480, y se inspiraron en textos medievales que, por ejemplo, habían utilizado los cátaros. Los inquisidores se aplicaron a la labor con energía, y establecieron su cuartel general y su prisión en el castillo de San Jorge en el pueblo sevillano de Triana, a orillas del Guadalquivir. Las investigaciones eran secretas y los acusados podían permanecer en prisión durante meses, e incluso años, mientras se instruía la causa contra ellos. Tenían derecho a ser defendidos por abogados, pero esos abogados eran elegidos por la propia Inquisición. Los judíos que practicaban su fe en secreto eran condenados a la hoguera, «entregados al brazo secular», que se levantaba a las afueras de la población tras cada auto de fe, y aquellos que conseguían huir antes de ser ejecutada la sentencia eran quemados en efigie. Otros eran condenados a penas menores (reconciliados) como, por ejemplo, recorrer descalzos las calles llevando el famoso sambenito, un capotillo o escapulario que se les ponía sobre el jubón. Otras penas menores consistían en el arresto domiciliario, o la asistencia obligatoria a misa en determinados días festivos.

Muchos conversos huyeron de Sevilla, algunos a Roma, donde Sixto IV los protegió, hasta el punto de escribir a Isabel y a Fernando en 1482 acerca de los excesos de los inquisidores. Además, anuló las sentencias contra los conversos que se reafirmaron en su declaración de inocencia.

Pero la Inquisición no tardó en ser establecida en casi todas las poblaciones importantes de Castilla. La instauración del Santo Oficio en los reinos de Aragón fue más problemática, ya que implicaba la disolución de instituciones ya existentes que tenían el mismo propósito. Además, en Aragón había especial hostilidad ante la idea de que interviniesen inquisidores castellanos. Hubo muchas protestas por parte de los tradicionalistas, así como de los nuevos cristianos, y no parece aventurado afirmar que el asesinato del inquisidor Pedro Arbués en 1485, en la catedral de Zaragoza, fue responsabilidad de estos últimos.

El número de ejecutados a causa de las denuncias de la Inquisición, seguidas del encarcelamiento y los juicios secretos, y luego la entrega del «culpable» al poder civil, pudo ascender a unos seis mil al producirse el sitio de Granada.136 La mayoría de los acusados que lograron ser declarados inocentes no recobraron sus propiedades, que eran confiscadas al principio de la investigación. La Inquisición actuaba contra los conversos, no contra los judíos, pero, por supuesto, existía una conexión, como demostrarían los acontecimientos.

Muchos judíos destacados estuvieron en Santa Fe. Por ejemplo, Abraham Señor, un financiero que desempeñó muchos papeles; Isaac Abravanel, un gran recaudador de impuestos que había huido de Portugal tras una supuesta conspiración en 1485. También estuvieron allí el médico de la reina, Lorenzo Badoz, y el del rey, David Abenacarga.137

Por entonces la Iglesia española tenía cuarenta y ocho obispos,138 y muchos se desplazaron con la corte a Granada. Administraban ex officio enormes propiedades, especialmente el arzobispo de Toledo, y todas ellas estaban libres de impuestos. Diez catedrales castellanas, incluyendo la sede del primado de Toledo, controlaban en conjunto más de treinta ciudades y más de dos mil trescientos vasallos.139 Los obispos estaban encabezados por Mendoza, el cardenal y arzobispo, pero había otros tan belicosos y activos como él, aunque no tan ricos. En el pa- sado, la regla había sido la siguiente: si un obispo moría en Roma, su sede sería cubierta por el papa, pero en todos los demás casos, el cabildo propondría un nombre, aunque deberían tener en cuenta cualquier propuesta hecha por el monarca, cuyos deseos eran cada vez más determinantes.

También estuvieron en el sitio de Granada representantes de órdenes contemplativas, como los benedictinos y los jerónimos, y de órdenes activas, como los dominicos, así como los franciscanos y sus familias de observantes, que eran miembros reformadores en busca de una vida más espiritual. La orden de los jerónimos, fundada hacía sólo un siglo, cuya noble sede principal se hallaba en Guadalupe, tenía un lugar especial en el corazón de la reina.140

En Santa Fe estuvieron asimismo miembros más jóvenes de la familia real, como el infante don Juan, el heredero de los monarcas, que entonces tenía trece años, y que era su orgullo y su esperanza. También se encontraban allí los miembros de su casa, que eran una mezcla de consejeros maduros, compañeros de juegos y condiscípulos de escritura, aritmética, geometría y latín. La corte del infante don Juan en Almazán, en la frontera entre Aragón y Castilla, estaría posteriormente formada por una brillante combinación de personas, algunas de las cuales (Ovando, Cristóbal de Cuéllar, Gonzalo Fernández de Oviedo) serían posteriormente vistas en cargos destacados de lo que sería el imperio español.141

En las filas del ejército que Castilla destacó a Granada figuraban aristócratas del reino, la mayoría ricos, duques y condes, nobles cuyo linaje lo era desde hacía sólo unas pocas generaciones porque, al igual que en Inglaterra, las guerras civiles habían destruido a la mayoría de las familias que dominaron en España en la Alta Edad Media.142 El poderoso primer ministro de Juan II, Álvaro de Luna, que gobernó España desde 1420 hasta 1453, había otorgado muchos nuevos títulos nobiliarios, empezando en 1438 con el conde de Alba de Tormes, antepasado de los Alba. Estos nuevos títulos eran hereditarios y se concedían a aquellos que no eran miembros de la familia real. La concesión de un título hereditario —«a vos y a vuestros descendientes a perpetuidad»— concedía también derechos a la hacienda de la que el título tomase su nombre. Así pues, la concesión del primer marquesado hereditario (el de Santillana, en 1445) otorgaba a los Mendoza la ciudad y las tierras de Santillana, en Cantabria. En Granada, se reconocía fácilmente a los nobles, porque llevaban espadas de plata o de oro, y relucientes petos.

Un historiador moderno ha escrito que la nobleza española a finales del siglo XV constituía una gran familia encabezada por el rey;143 quizá sería más apropiado decir que esa gran familia, que tenía unas veinte ramas, estaba encabezada por los Mendoza, con el duque del Infantado como miembro de mayor rango. Pero incluso este título tenía menos de veinte años de antigüedad. El título del ducado de Medina-Sidonia databa de 1444; el ducado de Alba, sólo de 1472, y el de Nájera, de 1482. El duque de Medinaceli era de sangre real pero su ducado databa sólo de 1479.

Estos nobles estaban en Santa Fe porque, siendo quienes eran, estaban obligados por la costumbre a ayudar al monarca en momentos de necesidad. A lo largo de toda la Edad Media, los reyes habían concedido tierras a los nobles a cambio de su aportación de hombres para la guerra, o a miembros de la baja nobleza en compensación a su servicio personal. En 1491 se esperaba que los grandes nobles aportasen contingentes armados a las guerras. Los nobles, a su vez, esperaban obtener compensaciones a cambio de sus servicios, especialmente en forma de tierras. Pero estas prácticas se estaban transformando gradualmente en compensaciones en dinero. Las familias nobles tenían sus haciendas garantizadas por una concesión real de un mayorazgo, en virtud del cual una hacienda no podría ser nunca reducida en extensión, pero el cabeza de familia estaba obligado a velar por sus hermanos menores y descendientes, así como a dotar a sus hermanas. Estas familias solían disponer de cortes propias, y en muchas de ellas vivían poetas, eruditos, músicos y bibliotecarios.

Junto a los grandes nobles estaban los caballeros, algunos de los cuales eran propietarios de señoríos que les conferían rango, pero no un desahogado medio de vida. Por tanto, todo caballero con ambiciones procuraba trabajar en la corte, empezando como continuo, de los que había un centenar que cobraban unos pocos miles de maravedís; o podían integrarse en la corte de algún señor, donde se cobraba menos. En la guerra, estos caballeros solían agruparse en mesnadas de entre 150 y 350 hombres, algunos de los cuales eran los llamados «caballeros armados» o, simplemente, escuderos no armados.

Otra clase vinculada a la corte era la de los hidalgos, caballeros pobres que eran buenos combatientes o guerreros y, por lo general, tan leales a sus señores como al rey. Algunos trabajaban en la administración y solía considerárselos tan valientes como «ingeniosos». La hidalguía era, según se decía, «tanto una clase como una mentalidad, pero no bastaba con ser aguerrido, sino que había que demostrarlo».144 Un acto de valor, como el de Hernán del Pulgar en la mezquita de Granada, era una acción característica de un hidalgo.

El ansia por alcanzar la fama no era todavía tan acusada en España como en Italia. Eran pocos los españoles que habían leído a Plutarco, Suetonio o Petrarca. Pero, desde hacía cien años, se profesaba un culto a las baladas escritas en castellano que hablaban de héroes históricos como César, Alejandro Magno y Carlomagno, como si fuesen contemporáneos; y los hombres cultos acostumbraban a salpicar sus conversaciones con alusiones a la Antigüedad.

Sin embargo, la guerra no siempre había sido caballeresca. Los musulmanes solían envenenar las puntas de sus flechas con acónito o matalobos, que crecía en Sierra Nevada. Cuando el clérigo musulmán Ibrahim al-Jarbi, de Túnez, atacó a Álvaro de Portugal y a su esposa en el sitio de Málaga, creyendo que se trataba de Fernando e Isabel, fue descuartizado, y sus restos catapultados a la ciudad sitiada. Los restos fueron recompuestos uniéndolos con retales de seda, y recibieron un solemne funeral, antes de que un prisionero fuese ejecutado y su cuerpo montado en un asno y soltado para que vagase por el campamento cristiano.145 Por último, pero no menos importante, la guerra había resultado cara. El coste total fue quizá de unos ochocientos millones de maravedís, recaudados mediante varias fuentes, entre las que se incluía un impuesto especial a la comunidad judía de ochenta millones de maravedís.

Tanto si estaban en Santa Fe como en Santiago de Compostela, a la corte de la España cristiana bajo Fernando e Isabel, al igual que a todas las cortes en todas las épocas, acudían muchísimas personas, desde casi pordioseros que tocaban la vihuela, y que no aspiraban más que a recibir unas monedas para pagarse un plato de garbanzos, a hombres doctos ansiosos por recibir una sonrisa o un gesto de reconocimiento por parte de un secretario.

Uno de éstos era un hombre alto, resuelto y prematuramente cano (antes pelirrojo) de ojos azules, nariz aguileña y altos pómulos a menudo enrojecidos y rostro alargado. Contaba a todo aquel que quisiera oírlo curiosidades geográficas. Llevaba en la corte unos cinco años y solía asombrarse de que los demás no le prestasen más atención. Pero, con el fin de la guerra ya próximo, ¿qué podía esperar? No daba la impresión de ser una persona muy sensata ni con sentido del humor y nunca bromeaba acerca de sí mismo. Era un hombre piadoso y los domingos no hacía otra cosa sino rezar. Ciertamente, a juzgar por su respeto del ayuno, de los rezos y de su condena de la blasfemia, podría haber sido perfectamente miembro de una orden religiosa. Sin embargo, era un hombre afable y cordial. Su único juramento era «¡Por san Fernando!», y su único exabrupto «¡Que os lleve Dios!» Hablaba bien español pero con un acento que nadie acababa de reconocer. Nunca había dicho de dónde procedía exactamente, pero la mayoría lo consideraban genovés. Había estado en Guinea y en las islas de Cabo Verde y, por tanto, conocía los asombrosos logros de los navegantes que partían de Lisboa y recorrían la costa occidental de África desde los tiempos del tío abuelo de Isabel, don Enrique el Navegante. Decían de él que había vendido azúcar en las Canarias por cuenta de mercaderes florentinos. Tenía amigos poderosos. Contaba con la simpatía del duque de Medinaceli, e incluso el cardenal Mendoza se interesaba personalmente por él de vez en cuando. Era un personaje exótico en una corte que, pese a sus alianzas y matrimonios con extranjeros, tenía un talante básicamente peninsular. En 1488, Pedro Mártir había escrito que España era el último rincón de un enorme palacio, mientras que Italia era el salón principal, el emporio del mundo.146 Aquel extranjero era muy conocido por todos porque llevaba mucho tiempo aguardando un gesto de ánimo por parte de los reyes. Era un hombre respetado, y aspiraba al apoyo de la Corona para realizar un viaje que deseaba hacer a las «Indias» cruzando lo que entonces llamaban la mar Océana. Su nombre era Cristóbal Colón.147