Tolima (Colombia)
Armero —antes llamado San Lorenzo— era una próspera población algodonera de cincuenta mil habitantes, situada a cuatro horas de la capital, Bogotá, hasta que el 13 de noviembre de 1985, a las once y media de la noche, la erupción del volcán Nevado del Ruiz se llevó todo cuanto encontró a su paso, dejando tras de sí solamente muerte y desolación.
Los lectores de más edad recordarán quizá esta tragedia, que desde España se siguió con especial interés gracias al trabajo de los periodistas que mostraron en directo los padecimientos y la muerte de una pequeña de trece años, Omaira Sánchez, que quedó atrapada en el lodo, y que fue un ejemplo de serenidad y valentía.
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Foto: Shutterstock |
Andar por lo que un día fue Armero es caminar sobre los cuerpos de cientos de víctimas, como la misma Omaira. Hizo falta muy poco tiempo para que todo el pueblo se convirtiese en una sepultura colectiva. Los que tuvieron la suerte de sobrevivir conviven con la idea de que, en un lugar indeterminado, entre la lava solidificada del terreno y las ruinas, descansan los cuerpos de los suyos. Por lo demás, los nombres que se han inscrito en las lápidas, los epitafios con que sus familiares han querido honrarlos ocultan generalmente tumbas vacías. El pequeño camposanto se encarga de rendir tributo a los desaparecidos, aunque buena parte de ellos no estén enterrados allí.
Dicen que entre las ruinas se escucha todavía hoy el dolor que impregna lo poco que queda en pie, que los llantos y los lamentos de quienes perdieron allí su vida siguen resonando en las calles vacías, y las almas de los muertos por la avalancha deambulan por lo poco que todavía resiste. Y también se comenta que esas sombras o fantasmas no están ahí para asustar a nadie, sino porque algunos no son siquiera conscientes de estar muertos y otros reclaman la paz eterna con un funeral apropiado que les permita descansar.
Hace treinta años que el pueblo fue prácticamente borrado del mapa, y hoy, muchos viajeros e investigadores de fenómenos paranormales se acercan al lugar en busca de lo insólito.
Uno de ellos es Carlos Ferro, quien vivió una experiencia en junio de 2012. Carlos se desplazaba por Tolima en compañía de su familia e hizo una parada en Armero para descansar. Movido por la curiosidad tomó unas fotos con su teléfono. Le llamó la atención especialmente una casa en ruinas con un letrero en el que se podía leer la palabra homenaje. Cuál no sería su sorpresa al ver, ocho días después, la foto que había tomado. Debajo de la entrada se apreciaba la imagen de un hombre con la nariz y la boca tapadas con una especie de pañuelo.
También el periodista Carlos Andrés Enciso cuenta en su blog su extraña experiencia en aquellos parajes. Cuando tenía dieciséis años fue allí con algunos amigos y vivió una experiencia inexplicable.
Era espantoso llegar a pensar que alguna vez existió vida ahí pues la densa energía que transmitía convertía todo en un mal presagio.
Justo después de ver aquellas ruinas descubrimos los vestigios de una calle de cemento que aún no se rendía a desaparecer en medio de la maleza que se había carcomido casi todo, y en medio de ella, inexplicablemente, se encontraba un tractor de juguete al que le hacía falta una rueda y varias canicas tiradas a su lado. [...]
Caminamos por ese barrio trajinado imaginando el momento en el que las olas de lava entraban sin aviso por las puertas de los habitantes. Qué duro debió haber sido, ahora que lo vuelvo a pensar, ver la muerte tan de cerca y de la manera menos compasiva.
«Pacho, ¿en dónde queda el cementerio?», preguntó Santiago después de que llevábamos casi quince minutos caminando entre ceibas gigantescas, un silencio sepulcral y una quietud de espanto. «Más allá», volvió a mentir Pacho.
Llegamos a otra calle donde vimos a un señor de overol y gorra azul barriendo, nunca entendimos qué. Le gritamos imprudentemente para ver si nos volteaba a mirar pero no lo hizo. Entonces decidimos acercarnos hasta donde él.
El barrendero movía su escoba con una parsimonia casi maniática y se quedó estático en el mismo lugar con su joroba inclinada y su cara oculta. No nos volteó a mirar incluso teniéndonos a dos pasos de él.
«Buenas tardes, señor —saludé de manera formal, pero no me respondió—. ¿Sabe usted dónde queda el cementerio?», le pregunté sin caer en cuenta de que estábamos en uno de los cementerios más grandes como lo es Armero y sus ruinas.
El barrendero al fin pareció prestar atención y alzó su mano señalando hacia más abajo y haciendo un ruido extraño con la boca. Pudimos ver al fin su rostro levantado y notamos que su cara estaba llena de marcas y cicatrices que fueron provocadas por fuertes quemaduras. «Gracias, muy amable», le dije y nos fuimos.
Un tractor de juguete en la mitad de una calle con varias canicas, un paisaje de miedo y ahora esto, un barrendero en medio de esas calles que ya no existían barriendo absolutamente nada. Lo que pasaba tenía tintes de suspenso que no nos terminaba de envolver porque siempre le sacábamos un
chiste a todo para despistar el miedo.
<http://canndres.blogspot.com.es>
Héctor Manuel Pachón, superviviente de la catástrofe, narra una experiencia similar. Grababa una pieza para un programa sobre el viejo pueblo cuando, al acercarse al antiguo hospital, vio pasar una sombra que le aterró. Algo le arañó con fuerza las piernas. Luego, en el cementerio, oyó pasos que se arrastraban y hacían crujir las hojas secas. Pero allí no había nadie.
Hay quien dice que el final de Armero estaba escrito, ya que arrastraba consigo una maldición, vinculada a un hombre: el sacerdote Pedro María Ramírez. En abril de 1948, estalló en Colombia una revolución tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, candidato a la presidencia de la República. La situación desató una guerra entre liberales y conservadores, y el pueblo de Armero no escapó a las revueltas. Algunos asesinos aprovecharon las circunstancias para sembrar el caos y la violencia en las calles. Cuando el sacerdote regresaba a su casa, oyó gritos y se refugió en la iglesia. Temiendo por su vida, las monjas del pueblo y algunas de las familias conservadoras alentaron a Ramírez a huir, diciéndole que allí poco podría hacer y que sin duda su vida corría peligro, ya que ningún miembro de la Iglesia se encontraba a salvo. Sin embargo, él se negó, diciendo que el pueblo le necesitaba. El 10 de abril, hacia las cinco de la tarde, una multitud entró en la iglesia pidiendo que se les entregaran unas armas que supuestamente estaban allí escondidas. No encontraron nada, pero apresaron al sacerdote y lo asesinaron a machetazos en la plaza pública.
El cuerpo del padre quedó expuesto toda la noche a la intemperie, porque, temiendo represalias, nadie se atrevió a recogerlo. A media noche los asesinos lanzaron el cadáver a una cuneta en la puerta del cementerio. Fue sepultado al día siguiente sin sotana ni ataúd alguno, en un intento de humillarle incluso tras su muerte. Dicen que antes de expirar, profirió una maldición: «En este pueblo no va a quedar piedra sobre piedra».
El 21 de abril llegaron a la ciudad las autoridades permitiendo que se hiciera la autopsia al cuerpo del padre Pedro. Pasados varios días, sus familiares trasladaron el féretro a su tierra natal y se le dio sepultura de acuerdo con el rito católico. Su importancia dentro de la Iglesia ha sido confirmada por el papa Francisco, quien le declaró beato en 2017.
Son muchos los que creen que a pesar de todo, el padre hizo verdad sus últimas palabras y que es su venganza lo que se esconde tras la destrucción del Nevado del Ruiz.