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LA GRAN BRECHA

 

 

 

Mis primeros meses en el Pekín preolímpico pasaron muy deprisa. Había vivido más de medio año en una ciudad gris de provincias y, en el jing, la capital, todo me parecía moderno, atractivo y fácil. Desbordaba optimismo y sentía que tenía por delante un largo camino por recorrer. Pensaba que, a diferencia de otros extranjeros que habían optado por un itinerario más cómodo —primero aclimatarse en ciudades como Pekín, Shanghái, Shenzhen o Xiamen, para luego descubrir la China profunda—, la experiencia de haber empezado por la parte menos amable me proveía de una coraza que me volvía inmune a algunos de los habituales desafíos de adaptación con los que se encuentra todo recién llegado.

En el plano profesional había abierto la primera corresponsalía de una televisión de España con presencia permanente en Pekín. No tenía ni oficina ni el equipo humano que normalmente acompaña a un corresponsal, ni nadie entendía muy bien qué hacía allí una televisión de un lugar tan desconocido como Cataluña.

—¿Qué televisión? —solían preguntarme.

—Televisión de Cataluña.

—Ah, Televisión de California.

—No, Cataluña —insistía yo.

—¿Cataluña?

—Sí... ¿Conoces Barcelona?

—Ah... ¡España! Toros, Samaranch...

—Eh...

—Sí. Ah, muy bien. ¡España! ¡Televisión Española!

—No, Televisión de Ca-ta-lu-ña.

—¡Ah! ¡Televisión de California en España!

—Da igual.

Aunque «Cataluña» sonara igual de exótico que la mayoría de los topónimos chinos a oídos de la población de mi país, ese pequeño gran logro me daba cierta credibilidad entre periodistas, diplomáticos y otros conocidos, un entorno enormemente más estimulante que el de Taiyuán. Miraba más hacia delante que hacia atrás. Por no hablar de que la avalancha de pequeños o grandes descubrimientos aún por explicar me permitía pensar que no me faltarían nunca historias. Me sentía como un explorador que se adentraba en una jungla virgen y frondosa sin saber qué tesoros iba a encontrar. En parte, así fue.

Pekín es una ciudad muy grande. En tiempos del emperador mongol Kublai Khan y durante la dinastía Yuan se sentaron las bases que definirían el entramado urbano que aún perdura: un asentamiento en perfecta armonía con los puntos cardinales. Como el Ensanche de Barcelona, tiene las calles dispuestas en forma de red, pero las simetrías que genera pueden llegar a desconcertar en vez de orientar. Todo se parece demasiado y todo está más o menos a distancias similares debido a esa simetría. Sobre todo si ese día no se ve el sol y no sabes dónde está el norte. Hasta que un buen día alguien te cuenta que todos los rótulos de calles son a la vez informativos y orientativos: los paralelos al ecuador son blancos con letras verdes, mientras que los meridianos (de este a oeste) son verdes con letras blancas. Todos incorporan en los extremos los caracteres correspondientes: norte (bei), sur (nan), este (dong) y oeste (xi). Tenía que empezar a acostumbrarme a ello.

Bárbara, una amiga italiana que me ayudó con el montaje de los primeros vídeos hasta que me compré mi primer portátil, me recomendó una habitación en un hutong que había quedado libre. Estaba cerca de la Torre del Tambor, en la ciudad antigua.

Apenas me instalé me monté un plan diario de pequeños descubrimientos, siempre por dentro del segundo anillo de circunvalación, la autopista que más o menos sigue el trazado de la antigua muralla, derribada en época maoísta.

Caminaba por donde me llevara el instinto con la curiosidad intacta, hasta que me compré una bicicleta feige (paloma voladora) y expandí mi radio de acción. Más tarde llegaron una moto eléctrica y una de gasolina para ir, en cada caso, un poco más lejos. Exploraba una ciudad en plena transformación pero aún atractiva, poco antes de que la fiebre de los Juegos, el turismo y la capitalidad de la potencia emergente la convirtieran en un lugar cada vez más moderno, cómodo y fácil, pero inevitablemente más globalizado e impersonal. Veía, literalmente, como destruían hutongs enteros borrando para siempre entramados de calles que habían persistido intactos durante siglos. En pocos meses levantaban edificios imponentes, grandes estructuras de acero y hormigón. No paraban, día y noche.

Recuerdo que, justo antes de los Juegos Olímpicos de Pekín (2008), nos trasladamos a un piso situado cerca del Estadio de los Trabajadores. Estábamos en la sexta planta, el piso más alto de esos edificios de altura discreta. Al lado estaban levantando un gran complejo de apartamentos que, por comparación, empequeñecía el nuestro de forma insultante. Una obra descomunal que nunca descansaba. Desde casa, y con las ventanas cerradas, oías en todo momento el chirriar de las grúas y de vez en cuando el impacto de placas y vigas que resonaba por todo el vecindario. Unos años más tarde acabamos trasladándonos a ese inmenso edificio. También elegiríamos el piso más alto. Con la diferencia de que, allí, el piso más alto era la planta 27, con unas imponentes vistas de un skyline de luces, cemento y grúas.

Eran años en los que a los extranjeros nos trataban con una gran generosidad, incluso excesiva. No sé muy bien por qué. Seguramente eran las ganas incondicionales de abrirse y de ser comprendidos y reconocidos como un lugar hospitalario, por mucho que los extranjeros no siempre les correspondiéramos con la misma amabilidad, generosidad y humildad.

La labor periodística forzaba muchas tensiones incómodas con las autoridades, pero en las cuestiones prácticas de la rutina diaria, los extranjeros disfrutábamos de una gran sensación de libertad.

Como esa vez que iba con la moto de gasolina y me paró la policía en un control:

—¿Hablas nuestra lengua?

—Eh... No mucho —mentí.

—Documentación.

—No llevo —dije—. ¿Se necesita documentación para conducir este vehículo?

—¿Esta moto es eléctrica o de gas?

—Eléctrica —volví a mentir.

El policía fingió que no oía el sonido del motor en ralentí y, cuando me hizo el gesto de que pasara —más bien un «va, lárgate de aquí antes de que cambie de idea»—, di gas tan suavemente como pude para que no se notara el tirón ni saliera la humareda del tubo de escape. Como dirían los chinos, tenía que darle al policía «un poco de cara», no podía hacerle quedar mal y menos aún después de que me hubiera indultado.

—¡Y cómprate un casco! —me advirtió mientras yo asentía con la cabeza al tiempo que él se alejaba.

Sin casco y sin papeles. En realidad, tenía carné de coche chino y unos años antes me había sacado el carné para conducir motos incluso de mayor cilindrada que esa. Pero prefería no enseñárselo; había caducado y seguía sin renovarlo porque era raro que lo pidieran.

El carné de moto me lo había sacado en Taiyuán durante el primer año en China. Me había presentado al examen con una amiga que me acompañó en todo momento. En la prueba teórica, la dejaron sentarse a mi lado para que me fuera traduciendo todo lo que ponía el cuestionario, que solo tenían en chino. Cuando nos dimos cuenta de que no íbamos a conseguirlo, porque ni ella era capaz de traducírmelo al inglés con exactitud ni mi chino daba para más, sacamos el manual de conducción con el que se suponía que tenía que haber preparado la prueba y lo dejamos sobre la mesa para poder consultarlo. Los examinadores hicieron la vista gorda. Uno de los que estaban sentados a nuestro lado también para examinarse se quedó estupefacto. Alguien sonreía. Pero nadie censuró lo que, descaradamente, comportaba fusilar el examen respuesta por respuesta. Nadie se quejó. Los extranjeros lo teníamos prácticamente todo permitido.

En la preceptiva revisión médica, no tuve problemas a la hora de superar las pruebas hasta que la doctora me preguntó qué número veía entre los puntos de colores que aparecían por el visor de un aparato. Una prueba que, ni allí ni en Barcelona, he superado nunca porque soy daltónico.

—¿Qué número ves? —preguntó la voz de la mujer con bata.

—No veo nada.

—¿Qué número? —dijo impaciente.

—No veo ningún número —insistí.

—¿Uno, dos, tres...? ¿Qué número? —se empeñó.

Mi silencio y el atasco que iba formándose en la cola debieron impacientarla.

—¿Alguien habla inglés? —preguntó mientras volvía la cabeza a otros compañeros del centro de examinación.

—No, si yo ya la entiendo. No hace falta que me traduzcan. Pero es que... no veo ningún número.

Ignoro si aquel era un test obligado. En cualquier caso, la mujer, ya rendida e impasible, actuó como si allí no hubiera pasado nada. Firmó el papel y llamó al siguiente paciente.

En Pekín, circular sobre dos ruedas me dio libertad. La ciudad no se acababa nunca. Cuando era necesario, taxi. Eran muy baratos. La mayoría de los trayectos te salían por uno o dos euros.

Te perdieras por donde te perdieras, todo estaba sometido a un implacable proceso de transformación urbanística que fue dejando paso a una ciudad completamente nueva. Si en Barcelona, de pequeño, había vivido como un proceso extraordinario que el paseo de la Vall d’Hebron de cerca de casa se convirtiese en la Ronda de Dalt o la desaparición de los chiringuitos de la Barceloneta unos años antes de Barcelona 92, el trepidante cambio de fisonomía que sufrió la capital china aquellos años era descomunal, casi de otro mundo. Las obras formaban parte del paisaje. Todo estaba patas arriba y todo era susceptible de desaparecer o aparecer de un día para otro. Por debajo, construían el metro, cableaban el barrio y mejoraban el alcantarillado. Por arriba, demolían barrios enteros para ensanchar las avenidas y trasladaban o destruían hutongs céntricos para multiplicar el suelo de oficinas y viviendas.

En poco más de una década, China pasó de ser un país mayoritariamente rural a ser un país mayoritariamente urbano. Una urbanización que acompaña al jingji fazhan, el desarrollo económico, concepto elevado a dogma que me cansé de oír durante mis viajes pagados por gobiernos provinciales y autonómicos. Eran visitas perfectamente agendadas y con todos los gastos cubiertos. Está claro que buscaban dar buena imagen porque solo tenía cabida el relato oficial, pero a mí y a otros periodistas nos fueron de gran ayuda para empezar a entender y explicar China sin ir del todo perdidos. Hacían recepciones en las que sentaban a los periodistas extranjeros en cómodos sofás mientras azafatas vestidas con qipao servían té en amplias salas enmoquetadas y con cuadros de acuarelas que ocupaban media pared de amplísimas salas de edificios sobredimensionados. Las comidas y cenas en mesas giratorias incluían tantas delicias de las gastronomías regionales que ni siquiera tenías tiempo de retener su nombre. Era la época en la que los políticos y otros representantes locales presumían de PIB de doble dígito como quien compite para tenerla más grande. El PIB era un mantra que todo el mundo memorizaba y repetía con insistencia.

La construcción de la nueva China urbana no habría sido posible sin un elemento clave: una fuente inagotable de mano de obra, un verdadero ejército de obreros heroicamente sacrificados y disciplinados. Cuando menos te lo esperabas, habían colonizado un solar disponible y habían instalado en tiempo récord los barracones prefabricados donde se quedarían hasta que acabasen la obra. Durante los meses que durara, esa sería su microciudad dentro de la ciudad. También había constructoras que preferían no tenerlos durmiendo en el centro y los trasladaban amontonados en autobuses destartalados desde barracones de la periferia, custodiados por guardias y cámaras de seguridad que los tenían bien controlados. Una vez al mes, tenían un día libre que aprovechaban para descubrir Pekín o las otras grandes megápolis donde trabajaban.

Tan alta era la demanda que enviaban a los pueblos de provincias interiores misiones para reclutar mano de obra. Les contaban que tendrían comida, colchón y un sueldo mucho más alto de lo que cobraban como agricultores.

El factor de la productividad se imponía por encima del factor humano. Muchos constructores se permitían retrasarles semanas o meses el jornal bien porque podrían reinvertir o especular con ese dinero, bien para forzar jornadas y ritmos de trabajo más duros que los volvieran más competitivos, o bien para asegurarse de que se quedaran hasta que la obra estuviera finalizada. Cuando llegaban las vacaciones del Año Nuevo Chino y los obreros estaban a punto de volver al pueblo para compartir un dinero que no siempre habían ahorrado, la policía iniciaba campañas de «golpear fuerte» dirigidas a ese colectivo, al que responsabilizaba sin miramientos de hurtos, robos e incluso violaciones.

La industria y la construcción absorbieron enormes bolsas de población. La China rural fue despoblándose y, tanto en las capitales en plena fiebre urbanizadora como en los cinturones industriales de Shanghái o Guangdong, había trabajadores de casi todas las provincias de China.

Con los años, la población flotante fue echando raíces en las ciudades de acogida. Los que llegaban para probar suerte enlazaban un trabajo con el siguiente. Además de los trabajadores de cuello azul, los de la industria, la economía urbana iba diversificándose con nuevos servicios que empleaban a los trabajadores de cuello blanco, los oficinistas.

Las ciudades iban creciendo. Los propietarios de los pisos más baratos los compartimentaban con tabiques sencillos para crear el máximo número de habitaciones posible y sacar así más dinero de los alquileres. El criterio para considerarlo una «habitación» era que cupiera una cama. Daba igual si no tenía ninguna abertura que ventilara el espacio, por ejemplo. También los antiguos refugios de los sótanos de muchos complejos residenciales en ciudades como Pekín tuvieron una segunda vida reconvertidos en una especie de hormigueros humanos. No es casual que durante la pasada década aparecieran neologismos para referirse a la población flotante. Yizu, la «tribu de las hormigas», se usa para referirse a los estudiantes y graduados de provincias que comparten viviendas hipercompartimentadas, donde apenas cabe una cama y una mesita o un pequeño armario. Shuzu es la «tribu de las ratas», por toda esa gente que duerme literalmente bajo tierra, en cuartos igualmente minúsculos de sótanos o antiguos refugios nucleares donde suele compartirse un mismo baño o una misma cocinita en el pasillo.

Hasta bien entrada la década de los años noventa, los chinos no lo tenían nada fácil para trasladarse de un lugar a otro. Si lo hacían, solía ser por obligación, como durante la Revolución Cultural, con la imposición a la población urbana de pasar largas estancias en el campo y compartir y entender el sacrificio de trabajar la tierra. A diferencia de esa época de excesos y absurdos ideológicos, ahora en la ciudad necesitaban a todos esos obreros.

Necesitarlos implicaba aceptarlos sin demasiadas condiciones. Pero el impacto sociodemográfico abrió la brecha y multiplicó la estigmatización. Así es como, por mucho que con el tiempo haya intentado adecuarse su significado, hablar de nongmingong (obrero de origen campesino) o de waidi ren (persona que viene de provincias) tiene todavía una connotación negativa y despectiva, solo suavizada cuando el forastero destaca por su talento o tiene éxito económico, y entonces deja de ser visto como un inconveniente.

Durante esos años acabó de gestarse una doble brecha que tardará tiempo en cerrarse. De entrada, se abrió una brecha territorial, con ciudades como Shanghái que crecían imparables y se distanciaban de las áreas rurales, donde todo iba más lento y donde se perdía población activa.

Junto con eso, el éxodo del campo a la ciudad se cobró el alto precio del desarraigo. Por mucho que se mezclaran con la gente de la calle, esos obreros seguirían siendo waidi, forasteros, en oposición a los bendi, los locales. Unos y otros se comportaban de forma diferente, comían de forma diferente, vestían de forma diferente. Los bendi, a la moda y con todo el tiempo del mundo para disfrutar de su ocio. Los waidi, quemados por el sol y con esa americana que se ponían para trabajar, normalmente sucia en los codos. Parecía que no se la hubieran sacado desde el día en que se la compraron. Incluso se dejaban la etiqueta de la manga que llevaba de fábrica. Nunca entendí por qué llevaban americana y no un mono de trabajo. Quizá alguien había creado tendencia y los demás simplemente lo habían seguido. Era la misma americana que se ponían el día en que descansaban, una vez al mes.

Unos y otros difícilmente se relacionaban. Había un abismo entre ellos. Hasta el punto de que los migrantes se convirtieron en ciudadanos de segunda. Aparte de los comentarios de desprecio por su acento demasiado provinciano, demasiado cutre, y de atribuirles buena parte de la culpa de los males del momento («antes nadie cerraba la puerta de casa», oigo de vez en cuando en cenas con mi familia china), las diferencias de clase se han evidenciado en los agravios que provoca el sistema de hukou o unidades familiares.

El hukou es una especie de libro de familia que no solo certifica el parentesco, sino también la procedencia. Querer vivir en una ciudad y tener un hukou de fuera te excluye de derechos o beneficios sociales en ese municipio. Desde puntuación para acceder a una escuela hasta trámites para legalizar un contrato de trabajo y poder cotizar para una pensión. Tampoco te será fácil conseguir una hipoteca o un crédito del banco. El origen, el lugar de nacimiento, es particularmente condicionante y estigmatizador. Y lo peor de todo es que, aunque tú hayas nacido en esa ciudad, si el hukou de tus padres es rural, heredas esa condición.

—Mi amiga se casa con un chico que tiene hukou de fuera. Pero es un buen chico —me dijo un día mi mujer.

Y es que, para una chica de Pekín, su hukou podríamos decir que es tan preciado como quizá lo fuera la dote. O sea, un hombre que se case con una chica de Pekín no solo tendrá que poner la casa y, como mínimo, convencer a los padres de la novia de que tiene un trabajo estable y, a poder ser, con futuro, sino que a la vez él y su esposa tendrán que lidiar con este tipo de comentarios hasta que algún día todo el mundo se olvide de que su familia vino de fuera.

Y aunque con el tiempo las distinciones territoriales pierden importancia, los habitantes de Pekín y Shanghái todavía tienen cierta preferencia por encontrar pareja de su misma ciudad. Denota, ciertamente, una diferencia de clase y, por eso hay mucha gente que quiere vivir en esas capitales y a la larga conseguir su hukou.

Por reducir esa brecha es, precisamente, por lo que luchaba Zhang Haite, una activista adolescente que, a pesar de ser brillante en los estudios, no podía acceder al instituto de Shanghái donde quería estudiar. Llevaba años viviendo en Shanghái, pero pesaba más que el hukou decía que era de Jiangxi. Con tan solo quince años, Zhang Haite tenía un discurso más parecido al de una activista. Utilizaba un vocabulario que, por variado y erudito, me costaba seguir.

Por una protesta de baja intensidad en un parque de Shanghái, la policía detuvo unos días a su padre y, tras cruzar esa línea, ya no salieron tanto en los periódicos oficiales, que poco antes habían explicado su caso como ejemplo de lo que la mayoría consideraba injusto.

En la última etapa del tándem en el liderazgo chino formado por Hu Jintao y Wen Jiabao, el Gobierno se había apropiado el discurso sensibilizador para cerrar la brecha entre la población local y la población inmigrada. El acceso igualitario a la enseñanza llegó a estar entre los temas más destacados en las sesiones de la Asamblea Popular Nacional. En esa época comenzaron a relajarse algunas restricciones porque el país entendió que no podía exigir a un sector tan grande de la población tantas obligaciones y sacrificios a cambio de nada.

Hoy en día sigue siendo un asunto delicado y el Gobierno chino ha ido ensanchando el número de trabajadores migrantes con derecho a hukou de la ciudad de residencia. Pero, en paralelo, son ahora las familias locales, los pequineses o shanghaineses de siempre, las que se sienten perjudicadas. «¿Por qué deben tener ellos los mismos derechos que nosotros?», argumentan. Más gente engordando el grupo de población con igualdad de derechos significa más presión o competencia para acceder a las escuelas o universidades, según su punto de vista. Más presión para salvar la carrera de obstáculos que supone la escolarización y que fuerza a millones de familias a participar en un sistema perverso...

Me explico. La regla no escrita, y lo que nadie admitirá en público, es que para entrar en las escuelas mejor consideradas hay que desembolsar una buena suma de dinero. Además de la cuota de preinscripción, hay que lisonjear al director del centro o a algún maestro con cierta influencia. Les llevan sobres rojos, que en China es la manera educada de darle dinero en metálico a alguien. No hay registro, nadie te lo exige, pero se acepta que, en circustancias así, nadie mueva un dedo por ti a no ser que se lo compenses económicamente. Ese «favor» será determinante, aunque en el curso anterior hayas hecho reserva de plaza por el canal oficial. No está escrito en ningún sitio, pero todo el mundo sabe que, sin sobre, no hay plaza. Si, encima, tus hijos nacieron en años de baby boom por el efecto del horóscopo (el Dragón y la Serpiente son auspiciosos, la Cabra no), tendrás que pelearte con todavía más familias de lo habitual para entrar en tu guardería de preferencia.

Y esa no es una cuestión menor. Por lo que supone en cuanto al nivel del profesorado, a la calidad y los recursos educativos y las conexiones personales que facilitan ciertos ambientes selectos, entrar en una buena guardería condiciona toda la ruta educativa y, por extensión, toda la ruta vital. El acceso al centro de educación infantil condicionará la entrada a una buena escuela de primaria, de ahí a secundaria y de ahí a las mejores universidades. Una locura competitiva de la que nadie se atreve a escapar por miedo a quedarse aún más al margen.

El traslado gradual pero masivo del campo a la ciudad ha transformado China y ha profundizado la doble brecha de desarraigo y desigualdades territoriales. Problemas que, en 2003, vi a cámara rápida con la inauguración de la presa de las Tres Gargantas.

Habían pasado dos meses desde que empecé a hacer crónicas para Televisión de Cataluña cuando convencí a mis jefes para cubrir uno de los traslados de población más masivos de la historia, el que acompañó la construcción de esa espectacular obra de ingeniería.

Pensada para regular el caudal del calamitoso río Yangtsé, para que fuera más navegable y para generar electricidad en esta etapa histórica de gran crecimiento, la monumental presa se inició a mediados de los noventa y no se finalizó del todo hasta muy entrada la década de 2010. Pero si la obra en sí misma ya era de una gran complejidad, lo que realmente suponía un desafío extraordinario era el efecto de la inundación de la presa hacia arriba, es decir, el agua que quedaría acumulada al levantar un muro inmenso ahí en medio. El nivel del río pasaría de 110 a 175 metros sobre el nivel del mar. Alterar el flujo de uno de los principales sistemas fluviales del mundo suponía adaptar infraestructuras y trasladar ciudades enteras más allá de la presa y montaña arriba.

De Yichang a Chongqing, el área afectada, el río serpentea recorriendo más de seiscientos kilómetros. Mi ruta empezaba en la presa y seguía el curso del río a contracorriente, de este a oeste. Visité la zona en la fase de más intensidad, justo después de que hubiesen cortado el paso del agua, que empezó a acumularse río arriba. Más de 1,2 millones de personas tuvieron que ser trasladadas por la inundación de centenares de poblaciones.

Mi empresa tampoco era sencilla. Moverse por las Tres Gargantas en plena fase de inundación requería desplazarse en múltiples medios de transporte debido a una orografía caprichosa y al efecto de una navegabilidad cambiante por la crecida del río. Lo más habitual era hacer los recorridos largos en feichuan, el barco volador, y recorrer las etapas cortas por carretera. El feichuan costaba más que el ferri convencional, pero este podía tardar horas en ir de puerto en puerto, mientras que el rápido te transportaba en trayectos de media hora cada uno.

Siguiendo el Yangtsé, atravesé ciudades de nueva planta pensadas para acoger a millones de habitantes. La mayoría ya estaban instalados, pero aún iban llegando muchos más, a medida que el agua crecía y se tragaba las antiguas ciudades y todo lo que quedaba en esa franja del valle, desde templos milenarios o yacimientos arqueológicos que solo habían podido trasladarse parcialmente, hasta cementerios donde nadie volvería a enterrar a un muerto. Cuanto más adentro, más altas eran las montañas y más impresionante resultaba todo cuando alguien te contaba que ese descomunal puente que veías tan arriba, a más de sesenta o setenta metros del barco, quedaría solo un poco por encima del río cuando se hubiera completado el proyecto, y todo el espacio por donde entonces navegaba pasaría a estar sumergido.

Como si fueran las figurillas de un pesebre, familias de campesinos se movían en la lejanía en medio de campos que habían labrado hasta el último día. El ferri dejó atrás a una mujer que observaba desde el portal de casa como el agua empezaba a cubrir una plantación de maíz. Mientras las olas de las barcas acariciaban mazorcas que no habían tenido suficiente tiempo para acabar de germinar, el resto de la familia cubría con un plástico los últimos muebles que habían salvado de la casa y que habían amontonado encima de un vehículo destartalado que escupía humo negro.

El ferri llegó a la pasarela de placas metálicas que, provisionalmente, servían de muelle flotante para nuevas ciudades como Badong o Zigong. Zigong Nuevo quedaba justo a unos kilómetros más al oeste y montaña arriba de Zigong Viejo, víctima del progreso. El agua estaba turbia. En la orilla del muelle se acumulaban peces muertos, aceites de talleres e industrias, y todo tipo de desechos que flotaban en la superficie. El pasaje saltó a tierra con la ayuda del personal del ferri, que enseguida volvería a contar billetes y llenar la nave hacia un nuevo puerto. De repente se me acercaron cinco bangbang.

—¡Bang bang! —repetían como si fuera un ritual de bienvenida.

Los bangbang son porteadores que cargan decenas de kilos de peso al hombro gracias a un tronco de bambú con ganchos en los extremos. Es habitual encontrarlos en la montañosa provincia de Sichuan, con ciudades llenas de rampas y pendientes.

Señalaban la bolsa y reducían la conversación a monosílabos para ponérselo fácil a este laowai. Pero decliné con una sonrisa. Iba bastante ligero y me gustaba tener mis cosas a mano.

Alguien me señaló el camino hacia la nueva ciudad. Levanté la cabeza y vi una inacabable escalinata de cemento que salvaba el trecho entre lo que servía entonces de muelle y el lugar en el que iba a detenerse la crecida del río.

Me pasé el día grabando en la ciudad nueva y, cuando fue suficiente, regateé con un motorista para que me llevara de vuelta a Zigong Viejo. Ahí localicé una pensión y, tras mucho buscar, encontré a la encargada.

—Una noche —precisé.

—Es la última noche —dijo mientras señalaba un calendario mal colgado—. El viernes ya estará todo inundado.

Me cobró 15 o 20 yuanes por adelantado, unos dos euros, la propina final de un negocio que, nunca mejor dicho, tenía los días contados. Dormí en un catre de sábanas con olor a humedad en una habitación de paredes amarillentas, telarañas de todos los tamaños y un armario que ya no servía ni para quemar madera.

Miré el móvil y comprobé que en ese rincón de la habitación no tenía cobertura para llamar a nadie. Me dormí rápido.

A la mañana siguiente, el aspecto del lugar era todavía más desolador. Guardé mis cosas en la mochila y dejé la llave en recepción sin que nadie me pidiera explicaciones. Ni rastro de la recepcionista. Era como si hubiera dejado su puesto de trabajo antes de que lo hiciera su último cliente. Una vez en la calle, tuve la tentación de entrar y cotillear en una comisaría de policía abandonada, pero finalmente pasé de largo. En un futuro no muy distante me daría un atracón de pisar comisarías como esa. Me distrajo el oleaje del Yangtsé, que, como quien no quiere la cosa, iba llenando silenciosamente ese espectacular valle.

Las Tres Gargantas fue una prueba de la capacidad del Gobierno chino para movilizar de forma más o menos coordinada grandes volúmenes de población en un periodo muy corto de tiempo. Hubo denuncias de corrupción y no todo el mundo estaba plenamente satisfecho, pero mi percepción es que, en general, fue recibido mayoritariamente como una mejora en sus vidas.

Pero, sobre todo, esa fue una gran operación de urbanización de la zona. Las nuevas ciudades eran más grandes y podían acoger a más población. Muchos pasaron de ser población rural a convertirse en urbanitas, con lo cual también se había producido un cambio radical de estilo de vida.

En el plano personal, las Tres Gargantas fue la confirmación de que tenía futuro como periodista en China y una prueba de lo que iba a vivir a partir de entonces: muchos viajes en espacios de tiempo muy cortos, desplazamientos largos, reporterismo de subsistencia y sospechas de gente a quien no le hacía ningún tipo de gracia que un extranjero les pusiera una cámara delante, pero también con incontables muestras de generosidad de espíritu de gente dispuesta a echar una mano. Pero quizá tenga que contar antes cómo me convertí en un reportero que la gente empezaba a reconocer, algo que todavía hoy algunas personas me comentan cuando recuerdan de qué les suena mi cara.