Hay cosas que, sinceramente, uno tiene que hacer cuando es joven. Más joven, entiéndeme. Con treinta y dos años aún tenía por delante mucho tiempo hasta encontrarme en ese día en el que eres demasiado viejo para morir joven. Me refiero a cuando eres un crío. Como dormir en un coche en verano y despertarte con el sol clavándose entre ceja y ceja. Agarrarte una borrachera lamentable de la que, además, alguien ha hecho fotos. Cambiar cien veces de grupo preferido. Besar a chicas en las que te fijaste por el corto de su falda. Y enamorarte. Pero de verdad. Como uno solo puede enamorarse cuando tiene dieciséis años. Hasta que te falta el aire si el sol hace brillar su pelo. Hasta creer que te mueres cuando ella no para tu mano después de decidir que a la mierda, que quieres recorrerla hasta aprenderte cada centímetro de su piel. La gente normal supera esa etapa…, crece, se desencanta, aprende. A mí me costó un poco más que a la media. Pasé muchos años besando a chicas en las que me fijaba por el corto de su falda porque no podía permitirme besar a la única que había hecho que me faltara el aire. Ella.
Romántico, ¿verdad? Claro. Esa es la parte más sensiblera del asunto. La parte funcional es que llevábamos tres años sin vernos porque terminamos fatal. Y no nos soportábamos. A pesar de habernos querido tanto. A pesar de que nadie en el mundo me pusiera tan cachondo. A pesar de que sonreír con ella llegó a ser un acto reflejo. No nos soportábamos. Para mí era una prueba con patas de mi debilidad y yo para ella…, un cabrón de mierda. Y probablemente estoy siendo benigno.
Había bajado la guardia, la verdad…, y allí estaba. Cuando menos la esperaba.
Hacía tres años que no la veía. La última noche que quedamos, ELLA llevaba un vestido verde con un escote en la espalda que me enloquecía. «La que con verde se atreve, por guapa se tiene», le susurraba yo en el oído a la mínima ocasión cada vez que se lo ponía, y ELLA solía girarse hacia mí y sonreír con esos labios eternamente pintados de rojo. Pero aquella noche no se lo dije porque la situación era tensa; quizá todo hubiera cambiado si le hubiera susurrado aquella broma; no lo hice y la conversación subió tanto de tono que terminó empujándome. Y gritó. Mucho. Qué mujer. Yo también grité aquella noche, lo sé. Le prometí que sería la última vez que discutiríamos y juré que me iba y que no pensaba volver.
—¡Pues vete! ¡¡Vete!! ¡No puedo creerme que pensara que esta vez ibas a quedarte!
No le faltaba razón. Desde los dieciséis años entré y salí de su vida periódicamente, pero prometí que no lo haría nunca más. No es que fuera un cabrón sin escrúpulos ni sentimientos (no hace falta que nadie pregunte a ninguna otra chica de las que, de una u otra manera, pasaron por mi vida). Es que con ELLA las cosas fueron siempre complicadas. O demasiado sencillas. Lo que quiero decir es que la cosa fluía como un coche a toda velocidad sobre un pavimento mojado. ¿Fluía? Sí. ¿Tenía el control? No. Y siempre acababa mal porque la inseguridad, el miedo y la chulería nos hacían no soportarnos durante mucho tiempo. Dos trenes circulando por la misma vía…, eso éramos.
Perdí muchas cosas con nuestra última ruptura: a ella, el futuro que planeamos juntos e incluso a mi mejor amigo, su hermano. El motivo principal de que rompiéramos definitivamente fue que con ella era o todo o nada y si me quedaba era para comprometerme de verdad, y… volvemos al símil del coche circulando por carreteras resbaladizas. Me conocía. No estaba hecho para eso. No podía darle lo que necesitaba. No era… fiable. Hubiéramos durado nueve meses…, máximo un año. Y vuelta a lo de no soportarse.
—¿Pasa algo?
La voz de Raquel me devolvió al presente de golpe. Creo que hasta me dolió el impacto contra la realidad.
Aparté los ojos de la espalda de ELLA y miré a Raquel. Era guapa y llevaba siempre faldas cortas que dejaban a la vista sus bonitas y bronceadas piernas. Había muchas razones por las que no iba a contarle que Macarena era mi ex y… la única mujer capaz de hacerme sentir como si acabaran de masticarme el corazón y escupirlo a mis pies a pesar de ser tan ingenua, amable y afectuosa la mayor parte de las veces… con todos excepto conmigo. Una de ellas era que la conocía poco, otra que eso me haría sentir vulnerable…, la última, que Raquel me ponía. Y a alguien que te gusta no se le debe hablar de un antiguo amor, si no estás seguro de que lo superará con creces. Y yo estaba seguro de todo lo contrario: nada ni nadie superaría aquello. De modo que me limité a asentir y agarrar el botellín de cerveza vacío.
—Te has quedado como… pasmado.
—Me pasa a veces —me excusé.
—Será de tanto libro. Te has vuelto loco como Don Quijote. No solo de estudiar vive el hombre…, también hay que divertirse, ¿no?
Bueno…, eso fue lo que pensé la primera vez que le escribí un mensaje para invitarla a tomar algo: debía divertirme un poco. La había conocido en la universidad, después de una charla para los alumnos de cuarto sobre nuevas profesiones, y no dudé en pedirle el teléfono después de hablar un rato con ella. Divertirme estaba en mis planes…, verla a ELLA no. Debía darme un segundo para volver a centrarme.
Iba a contestarle alguna sandez para conseguir un poco de tiempo, pero cedí a la tentación de volver a mirar cómo ELLA se marchaba. Deseé con todas mis fuerzas que volviera a girarse, no sé por qué; que lo hiciera no iba a cambiar nada…, yo seguiría prefiriendo andar en dirección contraria a la suya y es muy probable que compartiera mi parecer. Qué barbaridad…, cómo manipula el tiempo los recuerdos. Creo que me he pasado años convenciéndome de que no era justamente como es. Morena, pequeña, preciosa, torpe, risueña, segura, fiable, cálida, húmeda, dulce… porque la realidad que más pesaba era que siempre fue la mujer de una vida que no estaba preparado para tener. Un ascua encendida. Y yo un almacén de pólvora. Un problema sin solución.
Volví los ojos a la mesa.
«Lo que vas a hacer, Leo», me dije despacio, «es disfrutar de la vida. Demostrarte lo maravillosa que es sin complicaciones».
Me aclaré la garganta, dispuesto a hacerme caso, pero Raquel interrumpió mi intento.
—Debió de ser gordo.
—¿Cómo? —le pregunté extrañado.
—Lo vuestro. Nunca había visto a Maca tan nerviosa y te prometo que lidiar con su jefa la ha puesto en muchas situaciones tensas. Y a ti se te ha ido hasta el color de la cara.
Me froté la cara con las dos manos y después me reí.
—No creas.
—«No creas» es lo que contestaría un chulito con el corazón roto.
—No es eso —le aseguré sinceramente—. Es una historia vieja. Ni pasada ni lejana ni antigua: vieja. Cosas de las que es mejor no hablar porque…
—¿… porque cobran vida?
Percibí un leve levantamiento de cejas y aunque no pudiera escuchar sus pensamientos, estaba seguro de que una señal de «warning» parpadeaba en su cabeza. Las tías listas saben cuándo algo es un problema… independientemente de que quieran o no implicarse con él.
—Es tu ex —afirmó.
—Sí. Y no tenía ni idea de que estaba en Madrid. De ahí la cara de póquer. No esperaba encontrármela aquí ni, por supuesto, que la conocieras.
—¿Y cuánto hacía que no os veíais?
—Casi tres años.
Raquel cogió la copa de vino y se bebió el último trago.
—¿Quieres que nos vayamos? —me preguntó.
Me pasaron muchas respuestas por la cabeza: «¿A mi casa?», era una. Otra: «Sí, mejor lo dejamos para otro día». Macarena me descolocaba como un chute de algo muy fuerte.
Raquel cogió el bolso de mano que había dejado sobre la mesa y lo colocó en su regazo, a la espera de una respuesta por mi parte que empezaba a demorarse demasiado.
—Voy a pedir otra —dije mientras hacía un gesto al camarero, que pasaba convenientemente por allí, y pedía una ronda más.
—¿Puedo preguntarte algo, Leo?
—Claro.
—¿Esto… me va a traer problemas?
—¿Por qué te iba a acarrear a ti ningún problema? —Arqueé mi ceja.
—No te hagas el tonto, no te pega nada. —Sus labios pintados se curvaron en una sonrisa—. Aprecio a Macarena y tú me gustas…, lo que estoy intentando preguntarte es si esas dos cosas son incompatibles.
Me reí con tristeza y me rasqué una ceja. Cuánto debemos aprender de las mujeres listas…
—Macarena y yo llevábamos mucho tiempo sin hablar porque… no teníamos ningún interés en hacerlo. Eso debería decirte suficiente, ¿no?
—Fue una ruptura fea, entiendo.
—Bah…, es mejor no hablar de esas cosas.
—¿Porque temes que se despierten las emociones, porque te portaste como un hijo de perra o…?
Le corté de pronto con un gesto rotundo de mi mano y los ojos cerrados. Se me atragantaban todas y cada una de las letras que iba diciendo, como si quisieran entrar por mi garganta a la fuerza para que admitiera la realidad. Porque era mejor no hablar de ello a causa de todas esas emociones que podían despertar…, y que no eran buenas. Y porque me porté como un hijo de puta. Eso también.
Abrí los ojos, pasé el pulgar derecho por mi ceja y suspiré.
—Todos tenemos derecho a enamorarnos de quien no debemos una vez en la vida —le aclaré—. Y derecho a aprender de ello en silencio.
Raquel acercó la copa de vino blanco en cuanto el camarero la dejó sobre la mesa y dibujó una sonrisa que dejaba entender que abandonaba el tema.
—¿Cómo eras hace tres años? —preguntó.
—Más rápido, menos paciente y más terco.
—Tampoco suena mal.
—No me has entendido.
Agarré la cerveza por el cuello y di un trago. Raquel parecía estar haciendo unos cálculos complicadísimos en silencio y me reí. Ella también.
—¿De qué narices estás hablando, Leo?
—Estoy deseando explicártelo.
Acompañé a Raquel hasta el portal de su casa, como en las tres anteriores ocasiones. Macarena seguía rondando en mi cabeza como una sensación molesta, pero no estaba pensando precisamente en ella. No me preocupaba. En aquel momento solo era el recordatorio de que hay trenes en la vida que es mejor dejar pasar. Yo estaba pensando en algo mucho más prosaico.
En cuanto llegamos, Raquel sacó las llaves de su bolso y forcejeó con la cerradura hasta que el pesado metal cedió y la puerta se abrió. Sujeté la puerta con el brazo extendido y Raquel se volvió a mirarme. El silencio de Madrid, siempre sonoro, nos sobrevoló y nos mantuvimos la mirada hasta que a ella le dio la risa. Mis intenciones estaban más que claras. Tercera cita. No sé si me entiendes.
—Te invitaría a subir pero…
—¿Pero? —pregunté con sorna.
—Es tarde, mañana trabajo y para serte completamente sincera lo de Macarena me ha dejado un poco…
¿Macarena? ¿Cómo era posible que una mujer tan pequeña me tocara tanto los cojones incluso sin querer? Suspiré. Pretendía repetir, de un modo mucho más persuasivo, que Macarena y yo no cabíamos en la misma frase, pero Raquel tiró un poco de mi camisa hacia ella y hacia el interior del portal.
—¿En qué quedamos? —le pregunté bajo la luz medio moribunda del plafón del techo que se encendió a nuestro paso.
—Te invitaré a subir otro día.
—¿Y hoy qué? ¿Bajas tú?
Raquel lanzó un par de carcajadas y rodeé sus caderas con mis manos de manera aún galante mientras la acercaba hasta la pared. Me incliné hacia su boca.
—Soy un caballero —susurré—. Te daré las buenas noches y me iré.
—No eres un caballero. Eres cantor, eres embustero, te gusta el juego y el vino y tienes alma de marinero —me devolvió el susurro con los ojos puestos en mi boca.
—Ah, Serrat, ¿eh?
—Eres el prototipo de hombre mediterráneo.
—¿Bronceado y risueño?
—Comerciante y seductor. Medio poeta, medio señor.
—Voy a callarte antes de que te creas lo que dices. Buenas noches.
No contestó. Al menos no con palabras. Lo hizo con los labios húmedos sobre los míos, abriendo la boca en respuesta a mi lengua y enredando los dedos entre los mechones de mi pelo. No pude evitar pegar mi cadera a su estómago para que sintiera cómo iba endureciéndome. Tercera cita.
Besar es genial. Seguro que todo el mundo está de acuerdo conmigo. Pero hay cosas más placenteras. Cuando uno piensa en ellas, los besos se quedan cortos. Son… agradables, pero no tanto como la sensación de tensión antes de dejar escapar todo… encima de un cuerpo húmedo. Con eso quiero decir que…, que me perdone todo el mundo por tener las manos largas aquella noche.
Envolví sus nalgas y la pegué más a mí con un jadeo, separando su boca de la mía lo suficiente como para intentar averiguar cuántas ganas tenía. Miré su mirada turbia, sus labios entreabiertos y bajé los ojos hasta sus pechos, cuyos pezones se marcaban tímidamente en la ropa, llamándome.
Abandoné su culo y metí las dos manos por debajo de la blusa y del sujetador. No me paró. Solo inclinó la cabeza hacia atrás, hasta apoyarla en la pared. La luz del portal, de esas que responde al movimiento, se apagó y nos dejó un poco de intimidad.
Tenía los pezones duros, como mi polla. Me moví hasta clavarla en su cadera y su mano derecha la buscó sobre el vaquero.
—Estás duro —gimió cuando, sin soltar sus pechos, me abalancé sobre su cuello.
—¿Qué esperabas?
—No me lo pongas tan difícil.
—¿No te he demostrado ya que soy un buen chico? Déjame subir.
Dudó. Sé que dudó, pero finalmente dijo que no. Que no podía.
—Hoy no —aclaró.
Apoyé mi frente en su hombro, derrotado. No iba a insistir más, así que solté despacio sus pechos, besé por última vez su piel y cogiendo aire me erguí. Raquel se mordía nerviosa el labio inferior, sobre el que el pintalabios era solamente un borrón. No quise ni imaginar qué pinta tendría yo en aquel momento. Ay…, el carmín. A veces me daba por pensar que me paso media vida limpiándomelo de la boca.
—Te llamo —me prometió.
—Claro.
La luz volvió a activarse con un «clac» seco en cuanto nos movimos y una especie de «tic tac» en el que no había deparado antes nos acompañó de nuevo hasta la puerta. Raquel se puso de puntillas para besarme cuando nos despedimos.
De camino hacia la avenida principal, donde pensaba coger un taxi, me limpié la boca con el dorso de la mano, que dejé perdida con un rastro de color borgoña.
Cuando llegué a casa, ni siquiera me molestaron las cajas de la mudanza que aún no había abierto y que seguían junto al recibidor ni el olor a especias que entraba por Dios sabe dónde en todo el edificio, proveniente del restaurante indio de abajo. Me encontraba francamente mal. Una sensación rancia se había instalado en la boca de mi estómago y no alcanzaba a deshacerme de ella.
No sé en qué momento la frustración de una polla dura obligada a abandonar su entusiasmo dio paso a cómo me sentía de verdad. Hacía rato que había vuelto a cruzar mi cabeza. Después de alardear para mis adentros de que todo estaba superado y olvidado… solo podía pensar en ella. En las tardes de verano, a principios de los años dos mil, cuando la miraba tendida al sol, junto a la piscina, con todo el disimulo del que era capaz. En la euforia que siguió a todos y cada uno de nuestros primeros besos. En sus labios siempre rojos. En sus pechos pequeños endureciéndose bajo la palma de mi mano. En todas las veces que, queriendo arreglarlo, lo rompí más.
Pero no…, no sonrías. El recuerdo romántico, dorado, envuelto en una bruma dulce, se evaporó hacía ya muchos años. Y de ella, de esas tardes de verano, de la euforia y la pasión, solo quedaba la sensación de haber sido un idiota, de haberme cegado, de no haber entendido. Ella me jodía la vida. Siempre me jodía la vida. Y yo se la jodía a ella.
Me senté en el sofá y resoplé. Puta Macarena.