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La broma cósmica

Esto es lo que he escuchado: en una ocasión, el Buda se hospedaba en Shravasti, en el jardín de Anathapindika en la Arboleda de Jeta, con una comunidad de mil doscientos cincuenta monjes. Temprano por la mañana, cuando llegó la hora de comer, se puso su túnica, tomó su cuenco y entró caminando en la ciudad de Shravasti para mendigar su comida de casa en casa. Cuando hubo terminado, regresó al jardín y comió. Luego, guardó su túnica y su cuenco, se lavó los pies y se sentó.

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Yo soy de California, de un pequeño pueblo del desierto en el que la gente piensa que el Buda es ese hombre gordo y feliz cuya estatua se puede ver en los restaurantes chinos. No fue hasta cuando conocí a Stephen, mi marido, que supe que el tipo gordo es Pu-tai, el dios chino de la prosperidad. El Buda es el flaco, me explicó, el que tiene en la cara una sonrisa serena. Yo respeto lo que me dice Stephen, pero para mí el tipo con la gran panza también es el Buda. Él es el que entiende la broma. La broma es que todo es un sueño; toda la vida, todo. Nada es, jamás; nada puede ser jamás, ya que el instante mismo en que parece ser ya se fue. Esto verdaderamente es para morirse de risa. Cualquiera que comprende la broma puede reírse con esa risa que te sacude hasta las entrañas.

Hay otra forma de decirlo. Para mí, la palabra Buda significa generosidad: una generosidad meticulosa y llena de gozo, sin izquierda ni derecha, ni arriba ni abajo, ni posible ni imposible: la generosidad que fluye espontáneamente de ti cuando estás despierto a lo que es real. La generosidad es lo que queda de ti después de comprender que no hay tal cosa como un «yo». No existe nada que haya que saber, y no hay nadie para saberlo. Y ¿cómo es que sé esto? ¡Qué divertido!

El Sutra del Diamante comienza con el acto sencillo de mendigar. Me conmovió profundamente cuando escuché que el Buda había mendigado su comida. Ya que él sabía cómo funcionaba el universo, sabía que siempre recibiría cuidados y no se veía en la posición de un ser elevado y trascendente, ni siquiera de un maestro espiritual. Rehusaba ser tratado como alguien especial, alguien que debería ser servido por sus alumnos. A sus propios ojos, él era un simple monje, y era su trabajo ir cada mañana a mendigar su comida. Una comida al día era todo lo que necesitaba. Era lo suficientemente sabio para acercarse a cualquier casa y detenerse frente a la puerta, sin preguntarse siquiera si la familia le daría comida. Él comprendía que el universo siempre es amable; lo comprendía tan bien que podía, en silencio, extender su cuenco al dueño de cualquier casa y esperar pacientemente un sí o un no. Si el dueño de la casa decía «no», el «no» se recibía con gratitud, porque el Buda comprendía que el privilegio de alimentarlo le correspondía a algún otro y no a esa persona. La comida estaba de más; él no la necesitaba. No necesitaba mantenerse vivo. Simplemente, estaba ofreciendo a la gente la oportunidad de ser generosa.

Stephen también me dijo que la palabra monje quiere decir alguien que está solo. Me encanta eso, porque en realidad todos estamos solos. Cada uno de nosotros es el único que hay. ¡No existe ningún otro! De manera que, para mí, monje no describe a alguien que ha entrado en un monasterio. Es una descripción verídica de todo el mundo: de mí y también de ti. A mi parecer, un verdadero monje es alguien que entiende que no existe ningún «yo» que proteger o defender. Es alguien que sabe que no tiene un hogar específico, de manera que se siente en casa en todas partes.

Cuando desperté a la realidad en 1986, comprendí que todo mi sufrimiento procedía de discutir con lo que es. Llevaba muchos años en una depresión profunda, y había culpado al mundo de mis problemas. Ahora veía que mi depresión no tenía nada que ver con el mundo que me rodeaba; la causaba lo que yo creía del mundo. Comprendí que cuando creía mis pensamientos sufría, pero cuando no los creía no sufría, y eso es verdad para todo ser humano. La libertad es así de sencilla.

Cuando abrí los ojos esa mañana, ya no tenía un hogar ni una familia ni un yo. Nada de todo eso era real. No sabía nada, aunque tenía el banco de memoria de Katie y podía conectarme con su historia como punto de referencia. Las personas me decían: «Esto es una mesa», «Esto es un árbol», «Este es tu marido», «Estos son tus hijos», «Esta es tu casa», «Esta es mi casa». También me dijeron: «Tú no eres dueña de todas las casas» (lo que, desde mi punto de vista, resultaba absurdo). Al principio era necesario que alguien apuntara el nombre, la dirección y el teléfono de Katie en un papel, y yo lo guardaba en su (mi) bolsillo. Tomaba puntos de referencia y los depositaba en la mente como migajas para poder encontrar el camino de vuelta a lo que todo el mundo llamaba mi casa. Todo era tan nuevo que no me resultaba fácil encontrar el camino de vuelta, incluso desde una distancia de cinco calles en el pequeño pueblo donde había crecido, así que a veces Paul —el hombre que según ellos era mi marido— o alguno de los niños me acompañaba a caminar.

Me encontraba en un estado continuo de éxtasis. No había «mío» o «tuyo». No había nada a lo que me podía apegar, porque carecía de nombres para todo. Con frecuencia, cuando me encontraba perdida, me acercaba a alguien y le decía: «¿Sabes dónde vive ella?» (En esos primeros tiempos, me era imposible decir «yo». Me parecía una falta a mi integridad; era una mentira que no podía obligarme a verbalizar.) Todo el mundo sin excepción fue amable. La gente reconoce la inocencia. Si alguien deja un bebé sobre la acera, la gente lo recogerá y lo cuidará, e intentará encontrar su hogar. Yo podía entrar en cualquier casa, comprendiendo que era mía. Abría la puerta y entraba. Siempre me sorprendía que ellos no se dieran cuenta de que todo era de todos. Pero las personas fueron muy amables conmigo, sonreían y no se ofendían. A veces se reían, como si yo hubiera dicho algo gracioso. Algunos decían: «No, esta es nuestra casa», y me tomaban suavemente de la mano para llevarme hasta la puerta.

Cada mañana, en cuanto despertaba, me bajaba de la cama, me vestía e inmediatamente comenzaba a caminar por las calles. Me sentía fuertemente atraída por los seres humanos. Esto resulta muy extraño si consideras que, poco tiempo antes, era paranoica y agorafóbica y odiaba a todo el mundo tanto como me odiaba a mí misma.

A veces me acercaba a un extraño, sabiendo que él (o ella) era yo, solamente yo otra vez, y le abrazaba o le tomaba de la mano. Esto me parecía muy natural. Cuando veía miedo o incomodidad en los ojos de las personas, daba un paso atrás. Si no, les hablaba. Las primeras veces, simplemente les decía lo que veía: «¡Solo hay uno! ¡Solo hay uno!» Pero inmediatamente notaba la falta de equilibrio en esto. Lo sentía como imponerme a las personas. Las palabras no las sentían como naturales, y no las podían escuchar. Aparentemente, a la gente le gustaba lo que veía en mí y se reía y se sentía segura con ello; no le parecía importar que lo que yo decía no tuviera sentido. Pero algunas personas me miraban como si yo estuviera loca. También notaba que no me sentía cómoda al no decir toda la verdad. De modo que decía cosas como «¡No hay nada! ¡No hay nada!» y dibujaba un cero con los dedos. Sin embargo, cuando decía esto, tenía la misma sensación que cuando le decía a la gente que solo había uno. Así que dejé de hacerlo, y eso resultó ser una amabilidad.

La verdad es que no hay nada. Hasta «No hay nada» es la historia de algo. La realidad es anterior a eso. Yo soy anterior a eso, anterior a nada. No se puede decir. Incluso hablar de ello es alejarse de ello. Rápidamente me di cuenta de que nada de lo que había experimentado podía ponerse en palabras. Y, sin embargo, aquello me parecía muy sencillo y obvio. Sonaba a esto: El tiempo y el espacio realmente no existen. El no saber es todo. Solo hay amor. Pero estas verdades no podían ser escuchadas.

Pasé meses caminando por las calles de Barstow, donde vivía. Me encontraba en un estado de constante arrebato, tan ebria de gozo que me sentía como una bombilla andante. Escuchaba que las personas me llamaban «la dama iluminada». Yo sentía que aquello me separaba de los demás. A la larga, aunque el resplandor continuó (y continúa aún), se interiorizó y yo comencé a parecer más normal. Hasta que aquello fuera común y corriente, y equilibrado, no podía ser de mucho valor para la gente.

Stephen me dice que los pintores muchas veces imaginan al Buda con un halo alrededor de su cabeza. Pero cualquier luz que emergía de él, o de otros como él, era de un relumbre interior. Era el resplandor que surge de estar totalmente a gusto en el mundo, porque entiendes que el mundo nace de tu propia mente. El Buda ha desenmascarado todos los pensamientos que se sobrepondrían a la experiencia de la gratitud. Cuando sale a mendigar, experimenta un recibir tan profundo que es, en sí, un dar. Es el alimento más allá del alimento. Regresa a la Arboleda Jeta y se sienta con lo que le han dado y come su comida, y luego lava el cuenco que contiene todas las posibilidades y se lava los pies y se sienta tranquilamente, preparado, sin saber si hablará o no, si las personas escucharán o no, sereno, agradecido, sin ninguna evidencia de un mundo anterior o posterior a ese instante: sentado como quien ha sido alimentado, como quien ha sido apoyado, como quien ha sido nutrido más allá de lo que puede nutrir la comida. Y en ese sentarse aquietado, la mente está lista para cuestionarse a través del aparente otro y encontrarse consigo misma con comprensión, sin pasado ni futuro, el «no-yo» radiante.

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Dices que la vida es un sueño. ¿Qué te motiva a ser amable con otros si solo son personajes de tu sueño?

Amo todo lo que pienso, y de ahí surge amar a toda persona que veo. Eso es simplemente natural. Amo a los personajes de mi sueño. Solo están ahí como mi propio yo. Como la soñadora, es mi trabajo observar qué hay en el sueño que me duele, y qué hay que no me duele, y una falta de amabilidad siempre duele. En esto oigo la voz del Buda, el antídoto y la bendición y la puerta y, adentro, una consciencia que nunca disminuye.

Dices que, después de despertar, las personas tenían que decirte: «Este es tu marido», «Estos son tus hijos», que no tenías ningún recuerdo de ellos. ¿Los recuerdos volvieron más tarde?

Me encontré, de la nada, casada con Paul. La mujer que se casó con él en 1979 había muerto, y algo diferente vivía aquí adentro. Ni siquiera lo reconocía; literalmente, no sabía quién era él. Las mujeres del centro de rehabilitación lo trajeron, un hombre corpulento, y dijeron: «Este es tu marido». Era un completo extraño para mí. Lo miré y me dije: «Además de todo, ¿esto también, Dios? ¿Este es mi marido? Está bien». Estaba totalmente rendida a lo que es, casada con ello, era ello. Así que se puede decir que lo que fuera que surgió como Katie, en su cuerpo, esa mañana, nunca había estado casado con nadie. Y cuando me dijeron que venían mis hijos, esperaba bebés. No tenía idea de que «mis» hijos eran adolescentes y jóvenes adultos. Pensé que me iban a traer bebés de dos o tres años. Cuando llegaron los hijos, observé y dejé que el sueño se desplegara. No los reconocí como diferentes a nadie más. Pero no sabía por qué no debería aceptar que eran «míos». Simplemente, viví la historia. El amor obedece. Se encontrará a sí mismo en cualquier forma, sin condiciones.

Siempre dejaba que las personas definieran su relación conmigo: quién pensaban ellas que eran, quién pensaban ellas que era yo. El recuerdo de Paul y de los niños nunca volvió. No era necesario. Ellos venían a mí con sus historias, y a mí me tocaba ver a cuatro mujeres diferentes incluidas en un «yo misma». En el momento, había como un eco, la sombra de un recuerdo según comenzaban a definirme. Si los conocía en algo, era como una esencia, como una música a lo lejos en el trasfondo, y no se podía alcanzar. Ellos llenaron los huecos. Estaban encantados con sus historias de mí. Decían: «¿Recuerdas la vez que…? ¿Recuerdas cuando nosotros…, y tú dijiste esto, y yo hice aquello?», y todo comenzó a completarse, aunque jamás había sucedido en realidad. Llegué a vivir sus historias, y no tuve problema con eso.

Durante los primeros siete meses, más o menos, las personas continuaron definiéndome. Lo que quedaba de aquella a la que llamamos Katie me era ajeno a mí y, sin embargo, tenía su sombra, sus recuerdos; algunos de ellos, al menos. Era como si yo tuviera su huella digital, y yo sabía que no era mía. Era su historia. Yo era solo el «yo» dándose cuenta de sí mismo; o más bien, el «yo» dándose cuenta de su no-yo.

Después de tu experiencia, dices que no tenías ningún sentido de lo «mío» y lo «tuyo». ¿Cómo difiere eso del sentido que un bebé tiene del mundo? Convertirse en adulto, ¿no significa desarrollar límites adecuados y diferenciar entre «lo mío» y «lo tuyo»?

Sin el peso de un sentido de identidad, yo despertaba en una cama y eso estaba bien, ya que era como era. Había otro ser humano aparente acostado junto a mí, y eso estaba bien. Yo tenía piernas, aparentemente, y me llevaban a la calle, y eso estaba bien. Aprendí las costumbres de este tiempo y lugar gracias a mi hija Roxann, que tenía dieciséis años. Yo me ponía un calcetín rojo y uno azul, y Roxann se reía de mí. Yo salía por la puerta de casa en pijama, y ella corría detrás de mí para meterme de nuevo dentro. Ah, entiendo, pensaba, no pijama en público, no hacemos eso aquí. Ella me tomaba de la mano (bendita sea) y me servía de guía en todo. Me lo explicaba todo, una y otra vez. ¿Cómo podía ella saber que, a través de mis lágrimas, yo estaba teniendo una dichosa historia de amor con la vida? ¿A mí qué me importaban los nombres? Pero en el supermercado, por ejemplo, ella se detenía y con paciencia señalaba y me decía: «Esta es una lata de sopa. Esta es una botella de kétchup». Me enseñaba, como una madre enseña a un niño pequeño.

Así es que, sí, en un sentido yo era como un bebé. Pero en otro era muy práctica, muy eficiente. Podía ver dónde las personas estaban atoradas con sus pensamientos estresantes. Podía enseñarles cómo cuestionar esos pensamientos y deshacer su profunda tristeza, si eso era lo que querían y si sus mentes estaban abiertas a la indagación. Mi comunicación era un poco salvaje al principio. He ido aprendiendo a ser más clara.

A veces digo que un límite es un acto de egoísmo. No necesitas límites cuando tienes claridad… con respecto a tu sí y tu no, por ejemplo. En los primeros tiempos, un par de hombres querían tener sexo conmigo; estaban seguros de que durmiendo conmigo se iluminarían. Aunque yo amaba la sinceridad de estos adorables hombres confundidos y su hambre de libertad, dije: «Gracias por pedírmelo, y no. Eso no te daría lo que estás buscando».

Pero ¿no es un límite el «no»? «No, no voy a tener sexo contigo», ¿por ejemplo?

Cada «no» que digo es un «sí» a mí misma. Lo siento como correcto para mí. Las personas no tienen que adivinar lo que quiero o no quiero, y yo no necesito fingir. Cuando eres sincero respecto a tus síes y tus noes, es fácil vivir una vida amable. Las personas vienen y se van de mi vida cuando digo la verdad, y vendrían y se irían si no dijera la verdad. No tengo nada que ganar de una manera, y tengo todo que ganar de la otra. No me dejo a mí misma en duda o sintiéndome culpable.

Si un hombre quiere tener sexo conmigo, por ejemplo, no tengo que decidir acerca de mi respuesta. Estoy casada y soy monógama; mi «no» surge con una sonrisa. En verdad, estoy dándole a ese hombre el regalo más grande que puedo dar: mi verdad. Tú puedes ver eso como un límite, pero si con un límite quieres decir una limitación, una contracción, así no es como lo percibo yo. Yo lo veo como integridad. No es algo que yo establezco, es algo que ya se ha establecido para mí. Decir «no» no es un acto de egoísmo, es un acto de generosidad, tanto para mí misma como para el aparente otro.

Dices que estabas ebria de gozo al principio cuando descubriste la verdad de que no hay un «yo» y no hay un «otro». ¿Sigues aún ebria de gozo?

El gozo se equilibra, pero permanece igual.

¿Qué significa para ti que el Buda mendigue su comida? ¿Te puedes imaginar sin dinero y sin hogar, como un monje, totalmente dependiente de otras personas para comer?

¡Pero si estoy totalmente dependiente! Si las personas no plantan verduras, no hay verduras en las tiendas. Si las personas no me pagan a mí o a mi marido, no puedo comprar comida.

El Buda solo pide lo que ya le pertenece. Nunca padece hambre; sin embargo, es lo suficientemente generoso para pedir comida. Sabe qué pedir y cómo pedirlo. Sabe qué comer, que es precisamente lo que le das, y no más. Nunca tengo hambre, hasta el momento en que llega la comida; siempre estoy perfectamente alimentada, exactamente a tiempo, con la comida adecuada, regalada por la gracia. Si me das alimentos, te lo agradezco; no con palabras, sino desde dentro de ti mismo. Si no me das alimentos, te lo agradezco, y quizá, tal como es el amor, en otro tiempo y conciencia estarás listo para consumir el único alimento que vale la pena consumir, lo que todos anhelamos, y lo que yo sinceramente ofrezco: servir a lo que sirve.

La generosidad es lo que queda después de comprender que no existe tal cosa como un yo.