Entre sollozos y profundos suspiros, que se alternaban con sonrisas al ir descubriendo los rincones de su nueva habitación, terminó de colgar la ropa en el armario. Estaba metiendo el edredón de plumas dentro de su funda cuando escuchó de nuevo la rodada de unos neumáticos aproximándose a la casa y miró a través de la ventana para comprobar que, efectivamente, un taxi, quizás el mismo que la había llevado a ella un rato antes, se acercaba acompañado del coche de los O’Shea. Fue corriendo al baño para mirarse. Su rostro era un claro reflejo de alguien que había estado llorando durante un buen rato con amargura. Decidió que no les abriría la puerta a esos hermanos y se acurrucó bajo la ventana a la espera de que se marcharan.
Que Imogen se encontrara escondida en su propia habitación era para ella una muestra evidente de hasta dónde se pueden escapar de las manos determinadas situaciones. Ellos estaban ahí fuera discutiendo, podía verlos a través de la ventana si corría un par de dedos la cortina. Todos los O’Shea que conocía al completo, y uno más. Escuchó cómo se bajaban del coche y cómo hablaban acaloradamente.
—¡Es que no esperábamos que llegaras hoy!
—¿Acaso tengo que anunciar la llegada a mi propia casa?
—Claro que no, pero esperábamos tener tiempo para contártelo todo.
Imogen echó un vistazo y localizó al que elevaba la voz contrariado. Debía ser Liam, el hermano con el que compartiría la casa, pero se le hacía difícil diferenciarlos porque todos se parecían bastante. Además, él llevaba un gorro de lana igual que el de su padre, del que sobresalía una oscura melena rizada. Una barba poblada cubría la mitad de su cara, lo que hacía todavía más difícil descubrir sus rasgos.
—Esa no es la cuestión. Teníais que habérmelo consultado antes. ¡Es mi casa!
—¡Saldrá bien!
Escuchó abrirse la puerta principal y los pasos de varios pares de pies entrar en el salón.
«Mierda. Mierda. Mierda.»
—¿Imogen? ¿Estás ahí? —Distinguió la voz de Declan, pero no contestó. Lo que menos le apetecía era meterse en medio de una discusión familiar, que todos descubrieran sus ojos enrojecidos o que la echaran a la calle recién llegada.
Tenía firmado un contrato, había colocado ya la mitad de sus cosas en aquella habitación y no pensaba marcharse de allí porque había decidido que nadie volvería a robarle su vida.
—Habrá salido.
—Genial, ya me presentaré yo mismo. En serio, necesito espacio, dadme un poco de tiempo.
—Lo sentimos, Liam.
—Está bien, sé que lo habéis hecho pensando que sería lo mejor para mí. Id a casa.
No hubo más palabras. La puerta se cerró, el coche arrancó y se produjo el silencio. Imogen se mordió los labios, maldijo aquella situación y contuvo el aliento por miedo a que él lo escuchara; pero cuando pasaron cinco minutos y seguía sin escuchar el más mínimo ruido sopesó la posibilidad de que Liam también se hubiera marchado. Se incorporó y, justo cuando se iba a sentar en el saliente bajo la ventana, le llegó el sonido seco de un golpe en el suelo del salón, como si hubieran dejado un macuto pesado sobre las tablas de madera. Volvió a acurrucarse y se tapó la boca mientras se llamaba mentalmente idiota una y otra vez. El sol de principios de enero se escondía por el horizonte, la habitación comenzaba a sumirse en la penumbra y el frío hacía que le castañearan los dientes. Entonces escuchó ruidos de pasos, una puerta que se abría, se cerraba y se volvía abrir. Hasta que no llegó a sus oídos el crepitar de las llamas no tradujo todos aquellos ruidos y movimientos. Su compañero de casa había encendido la chimenea y desde ese instante decidió que le caía genial. Retrocedió con cuidado de no hacer crujir las tablas del suelo hasta apoyar la espalda en la pared más cercana a la chimenea, se abrazó con fuerza y soltó el aire resignándose al hecho de hallarse encerrada en su propio cuarto. No era el comienzo que esperaba. Desde luego, si hubiera hecho caso a Ava y se hubiera ahorrado el llanto, habría podido darse a conocer. Barajó la posibilidad de hacerse la dormida y aparecer en el salón al rato, pero lo cierto era que tampoco estaba segura, tras la conversación que había escuchado, de que Liam quisiera tenerla allí. Parecía una emboscada organizada por sus hermanos y eso la incomodaba, pero no por ello estaba dispuesta a marcharse. No tenía otro sitio al que ir, debía comenzar a trabajar en dos días en la residencia y, si era cierto lo que le habían dicho en la entrevista, su compañero y ella apenas se cruzarían en el pasillo de aquella casa.
Escuchó pasos aproximándose y los latidos del corazón se le dispararon. Volvió a maldecirse, pues para simular que estaba dormida debería haberse tumbado en la cama en vez de estar encogida en un rincón del cuarto. Sintió que se detenía frente a la puerta y se apretó los brazos con fuerza. El pomo de la puerta comenzó a girar.
«Mierda. Mierda. Mierda.»
Sin embargo, antes de hacer saltar el pestillo, el pomo regresó a su posición original y la puerta no se abrió. Sintió un golpe pesado, como si hubiese apoyado su cabeza contra la puerta, y luego los pasos se alejaron hasta perderse al otro lado de la casa. Estaba a punto de moverse cuando el teléfono de la casa sonó y los pasos regresaron.
—¿Hola?… Sí… Sí… ¿Imogen? Debe haber salido porque no está en la casa ahora mismo… Claro, lo comprendo… No se preocupe… Claro… Claro…
Imogen puso los ojos en blanco. Apostaba su cabeza a que la persona con la que hablaba Liam era su madre, que llamaba preocupada porque se había olvidado de avisar que había llegado. Lo que no entendía era porqué tenía que hablar y hablar con alguien a quien no conocía. ¡Ni siquiera ella le conocía aún! Resopló enfadada y contuvo el aire de nuevo.
—Por supuesto, no se preocupe… Yo también me alegro… Sí… Sí… Claro… Se lo diré… Claro… Adiós, adiós.
Liam colgó el teléfono y sus pasos se perdieron hacia la otra punta de la casa. Imogen soltó el aire contenido en los pulmones y en dos zancadas se subió a la cama. ¡Su madre no tenía remedio! ¡Ella no tenía remedio! Y no podía hacer otra cosa que esperar y fingir que dormía. En realidad, los parpados le pesaban y su cuerpo estaba agotado tras el largo viaje. Se envolvió en el edredón y se acurrucó abrazando una almohada esponjosa que, junto con el sedante sonido de las olas que rompían unos metros abajo, a los pies de aquel acantilado sobre el que iba a vivir, la hicieron caer rendida al sueño.
Cuando volvió a abrir los ojos era noche cerrada y a sus oídos llegaba una suave melodía apagada. ¿Una guitarra? ¿Una voz masculina grave y ronca? Tardó unos segundos en reconocer dónde estaba y un par más en deducir que aquella voz era la de Liam y que provenía de fuera de la casa. Salió de la cama y se acercó a un lado de la ventana con sigilo para intentar ver a través de la cortina. Él estaba más cerca de lo que se esperaba, sentado en el banco de madera que había pegado a la fachada de la casa. Su canto apenas era un susurro y la música eran suaves caricias a las cuerdas.
Well I hope that I don’t fall in love with you
’Cause fall in love just makes me blue
Well the music plays and you display
Your heart for me to see…
Miraba al frente, a un punto perdido dentro de la infinita oscuridad que dominaba el horizonte. Era difícil distinguir la expresión de sus labios ocultos por la espesa barba, pero en cuanto alzó la cabeza y aquella melena de rizos oscuros cayó atrás, sus ojos quedaron despejados y percibió una punzante mirada de dolor. Imogen sintió que estaba invadiendo un terreno privado y se retiró de la ventana. Permaneció allí escondida, pegada a la pared escuchándole cantar y volvió a sentir deseos de llorar. Sabía que aquella canción no era para ella, pero la hizo suya y, para rematar un día en el que se suponía que todo iba a cambiar, dio rienda suelta a las lágrimas y reconoció que curar un corazón roto necesitaría algo más que un cambio de aires. Necesitaría tiempo. Suspiró y debió de hacerlo demasiado alto porque Liam se levantó, giró su cabeza sutilmente hacia la ventana y ella le adivinó una sonrisa amarga que desapareció tan fugaz como lo hizo él en la oscuridad.
A la mañana siguiente se levantó decidida a presentarse como era debido. En cuanto el sol se asomó por encima del muro de piedra, se apresuró para adecentarse y practicó varias sonrisas ridículas frente al espejo del tocador antes de salir del cuarto. La casa estaba en silencio, pero olía a café y el fuego crepitaba deliciosamente en la chimenea. Escondió las manos dentro de las largas mangas de su rebeca gris y se asomó al salón con los labios estirados, pero allí no había nadie. Miró hacia la cocina, también solitaria y giró la cabeza hacia el pequeño salón, donde tampoco encontró a su compañero de alquiler. Sus pies avanzaron hacia el origen del aroma tostado y lo que encontró sobre la encimera de la cocina fue una cafetera de latón llena, una taza blanca con un trébol de cuatro hojas cortado dentro y a su lado un papel doblado con su nombre.
Bienvenida. Llama a tu madre.
Liam
Cogió la flor y la nota con una mano y con la otra llenó la taza de líquido humeante. Aquel chico sabía hacer buen café, tenía cuerpo, su aroma era potente y el punto de acidez era perfecto. Aun sin conocerle, ya le había proporcionado un buen fuego en la chimenea y su primera dosis de cafeína del día. Definitivamente, la había hecho sentir en casa. Guardó su obsequio en el bolsillo y, sabiéndose a solas, decidió investigar lo que había en los armarios de la cocina. Descubrió el lugar en el que guardaban la vajilla, los cubiertos y los utensilios de cocina, por lo que cogió del cuarto las pocas cosas de menaje que había traído de Filadelfia para colocarlas en su sitio. En el frigo había mucha fruta y verdura fresca, leche y huevos. No había ningún espacio vacío por lo que se preguntó de qué forma iban a diferenciar sus respectivas cosas. Se encogió de hombros y volvió a salir para inspeccionar el resto. Aquella casa era una maravilla, sus medidas eran perfectas para hacerla acogedora y la distribución de los escasos muebles decapados estimulaba su mente con mil ideas de decoración. Miró hacia el otro lado del pasillo, donde estaba la habitación de Liam y, aunque le tentó abrir la puerta para mirar dentro, decidió respetar su espacio.
Apuró la bebida frente al ventanal del pequeño salón. El sol de Irlanda aquel día brillaba tenue entre nubes grisáceas, pero era suficiente para hacer que el verdor de aquel terreno cobrase vida. Vivir allí y ver aquello a diario debía ser de ensueño, su amiga había hecho un gran trabajo al encontrarle aquel lugar mágico. Agarró el bolso y salió dispuesta a comprar todo lo que necesitaba para comenzar a sentirse libre.
En cuanto llegó al pueblo fue preguntando a todo aquel con el que se cruzaba dónde encontrar las tiendas que buscaba. Le hacía gracia ver a señores con pantalones de tweed y ancianas con un pañuelo anudado al cuello, aunque lo encontró muy práctico para protegerse del endiablado viento que azotaba de forma permanente su melena. Al principio la miraban con curiosidad, quizás porque era difícil saber si solo era una turista más, pero enseguida relajaban la mirada y derrochaban amabilidad. Intentaba localizar alguna tienda donde alquilaran bicicletas, pero al último hombre al que le consultó le resultó muy graciosa la idea.
—¿Y dices que vives en la casa del acantilado?
—He alquilado una habitación a los O’Shea, estaré aquí un año —contestó en el intento de ganarse el afecto de aquel vecino.
—¿Y dices que quieres alquilar una bicicleta? —volvió a preguntar entre movimientos negativos de cabeza.
—Eso he dicho, sí. —Imogen mantuvo la sonrisa a pesar de sentirse interrogada.
—¿Y qué piensas hacer cuando llueva? Aquí llueve unos trecientos días al año, el camino de acceso al acantilado es de tierra y terminarías despeñándote, embarrada o cogiendo una pulmonía al mes. El caso es que yo tengo un automóvil en buenas condiciones que no uso y que terminará echándose a perder en mi garaje. ¿Te interesaría alquilarlo?
El hombre elevó una ceja y se ajustó la visera del gorro de paño que le cubría la calvicie delantera. Imogen lo miró con recelo. Tenía que reconocer que la idea de desplazarse en bicicleta no era muy brillante teniendo en cuenta la localización de la casa, pero parecía que aquel hombre quisiera sacar beneficio de su situación.
—Bueno, tendría que pensarlo. ¿Qué automóvil tiene y cuánto me costaría?
—Un Volkswagen. Ese coche no me ha dejado tirado ni una sola vez en mi vida, te aseguro que el motor está en perfecto estado y te lo dejaría por doscientos euros al mes. —Volvió a elevar la ceja y apretó la mandíbula.
—Ciento cincuenta euros.
—Ciento ochenta —repuso mientras agarraba las solapas de su chaqueta de tweed con firmeza.
—Ciento sesenta y cinco euros.
—Trato hecho. Te lo llevaré esta tarde a la casa del acantilado. —El hombre le ofreció la mano para cerrar el acuerdo y aceptó el apretón—. Entonces, ¿es cierto que Liam O’Shea ha regresado?
—¿Regresado? En realidad, aún no nos hemos visto ¿Lo conoce usted? —preguntó con curiosidad.
El hombre torció la boca en una sonrisa lacónica:
—Aquí nos conocemos todos. Bienvenida, Imogen de Filadelfia.
—Gracias, señor Mulligan. Le veo entonces esta tarde. —Imogen le ofreció la mano y antes de despedirse le preguntó la dirección que debía tomar para llegar a una tienda de comestibles.
Las calles eran estrechas, casi laberínticas y con pendientes inclinadas. En el aire flotaba un permanente olor a salitre que entraba frío en sus pulmones y la hacía estremecer por dentro. No estaba acostumbrada a la humedad del ambiente, sentía la ropa como si la cubriera una fina capa de rocío y el pelo se le estaba empezando a encrespar.
Gracias a las indicaciones llegó a una pequeña tienda de ultramarinos donde compró todo tipo de comida no perecedera, como latas de conserva y comida preparada para congelar. Una de sus asignaturas pendientes en la vida era la de aprender a cocinar. Por fortuna, le ofrecieron un servicio de reparto a domicilio para llevarle toda la compra a su casa.
—¿A la casa del acantilado, dice? ¿Es usted amiga de Liam? —le preguntó la chica que tomaba nota de los datos de entrega en la caja.
—Le he alquilado una habitación —contestó Imogen extrañada al ver lo sorprendida que parecía aquella chica ante la noticia.
—Entonces, ha regresado…
Imogen se encogió de hombros como respuesta y se despidió satisfecha de tener dos puntos menos en su lista de cosas por hacer aquella mañana. El reparto se lo harían por la tarde, por lo que salió dispuesta a tacharlos todos.
Tras varios rodeos y un par de personas más a las que tuvo que pedir indicaciones dio con la librería O’Calahan. Tenía un pequeño escaparate en el que los libros colgaban de cuerdas y unos cartelitos escritos con una cuidada caligrafía los catalogaba por géneros. Le pareció muy original y entró animada a comprar.
—¡Hola! —saludó a una chica rubia que sostenía una torre de libros con un equilibrio magistral.
—¡Buenos días! Ahora mismo estoy contigo.
Depositó los libros en una mesa y le regaló la mejor de sus sonrisas a Imogen. Era esbelta, llevaba un traje ajustado a la cintura, al estilo de los años cincuenta, un cuidado moño de bailarina del que no se le extraviaba ni un solo cabello y unos tacones que Imogen calculó serían de al menos cinco centímetros. Verla le hizo replantearse el atuendo simplón que ella había elegido para dar su primer paseo por aquel pueblo costero. Juntó la punta manchada de sus botas australianas de lana, como si así pudiera esconder una sobre la otra, y se atusó el pelo que parecía un deshecho nido de gaviotas. Le entregó su lista con otra gran sonrisa, convencida de que al menos así podría resultar igual de encantadora que ella.
—Quiero todo esto y… —Recordó los huecos vacíos a ambos lados del banco de su ventana y miró a su alrededor con la esperanza de sentir un flechazo por alguna de las portadas que cubrían cada palmo del interior del local—. Y algún libro.
—¿Qué tipo de libro quieres?
—Si te soy sincera, no tengo la menor idea —confesó con tono inseguro.
—Vale —dijo la librera alargando la última vocal, como si se preparara para una misión especial.
Se giró y cogió dos ejemplares de una pila de libros idénticos que tenía sobre el mostrador y, antes de entregárselos, dio la vuelta a una pizarra que estaba de pie en el suelo apoyada en un caballete.
—Estas son dos apuestas seguras. Además, el próximo domingo haremos reunión del club de lectura y charlaremos sobre ellos, por si te apetece venir. Será un debate apasionante.
—Oh, suena bien.
Imogen cogió el ejemplar de Salvaje con una mano y Hacia rutas salvajes con la otra. Leyó las sinopsis de las contraportadas y, aunque sintió un pellizco en el pecho revelador, pues se sintió identificada con ellas, simplemente se encogió de hombros para aceptarlos.
—Me pongo en tus manos —volvió a sonreír, consciente de que aquello era una señal, y decidió que era el momento de presentarse—. Soy Imogen, acabo de mudarme aquí, a la casa del acantilado.
La librera abrió los ojos, frunció el ceño y luego corrigió el gesto con una sonrisa.
—¿En serio? ¿Vives en la casa de Liam? ¿Ha regresado? —Hizo aquella sucesión de preguntas entonadas con desconcierto.
—Eso parece —le contestó Imogen intrigada por saber de dónde se suponía que había regresado su compañero. Aquella mujer tenía en su cara una expresión que no sabría decir si era de esperanza romántica o si esperaba oír un chisme jugoso.
—Oh, perdona, soy Anna O’Calahan. En cualquier caso, bienvenida a Howth. Voy a prepararte todo esto. Puedes darte una vuelta por las estanterías mientras tanto, si te apetece.
—Genial, gracias.
Imogen giró sus talones y husmeó los lomos de unos cuantos títulos. Lo cierto es que hacía años que no leía, era algo que había perdido por el camino, una parte de su identidad sustituida por alguna de las aficiones de su ex.
—Todo esto pesa mucho, ¿podrás tú sola? —Anna le entregó las bolsas e Imogen hizo el cambio mental de euros a dólares cuando le dijo la suma a abonar.
—No me queda otro remedio. Podré con ellas.
—Dale recuerdos a Liam de mi parte y bienvenida, Imogen.
Recolocó las asas de aquellas pesadas bolsas e intentó descifrar qué escondía aquella mirada al pronunciar el nombre de su compañero de casa.
—Gracias, lo haré. —«Cuando lo vea», completó en su mente.
Imogen se despidió tras echar un último vistazo a la pizarra donde se anunciaba la hora de reunión del club de lectura.