Aquel final estaba escrito. Esa era la conclusión de la teoría catastrofista, y algo egocéntrica, que Imogen escuchaba con atención de boca de su amiga Ava. Según ella, aquello había sido como una caída de naipes en cadena, que comenzó cuando ambas tenían quince años.
Ese fue el curso en el que Andrew llegó nuevo a su instituto, y mientras Ava lo detestó desde el primer instante, cuando lo vio entrar en el aula atusándose el flequillo, el resto de chicas de la clase suspiraron por él embobadas, incluida Imogen. A los pocos meses, el océano Atlántico también se interpuso entre ellas dos. Ava tuvo que dejar Filadelfia y trasladarse a Dublín porque su familia había heredado una importante suma de dinero, varios inmuebles y un negocio de lanas en Ballymount. Ella se fue mientras él se instalaba en la vida de Imogen como un chicle.
Jamás le confesó a su amiga del alma su animadversión por el pedante Andrew, y eso que continuaron hablando por teléfono casi a diario, desafiando el paso del tiempo y la distancia que las separaba; sin embargo, en cuanto ocurrió lo que ella siempre había temido, que aquel largo noviazgo de adolescencia le rompiera el corazón a Imogen, soltó todo lo que llevaba guardando dentro durante ocho años. Fue una serie de calificativos despectivos que incluían las palabras ególatra, altivo y manipulador, entre otras menos amables. A Imogen no pudo sorprenderle más, y a la vez menos, cada una de las cosas que escuchó. Y le dolió, aunque no por eso dejaban de ser verdades absolutas.
Andrew la había anulado a lo largo de los años, o quizás era más justo admitir que ella se había dejado anular, pues en algún momento, Imogen había dejado de ser ella para ser el molde de sus zapatillas y hacer lo que a él le apetecía. Siempre, hasta convencerse de que lo disfrutaría mientras estuviera con él. Teniendo en cuenta que habían empezado a salir cuando ella comenzaba a descubrir quién era, y que durante aquellos años ella había sido simplemente una sombra, en aquel momento se sentía como alguien sin instrucciones de uso. Flotaba en el mundo como una astronauta por el espacio a sus veintidós años. Y probablemente habría seguido caminando ciega por aquel dudoso sendero del amor si no hubiera descubierto su infidelidad. Quizás la última de una larga lista, quizás la única… para Imogen no había diferencia.
Cuando Ava le propuso mudarse a Irlanda no le pareció una buena idea. Tenía la sensación de que hacerlo sería huir de la vida que conocía, pero Ava había llegado a Filadelfia como un huracán y se había instalado en su apartamento de universitaria dispuesta a tomar el control de la situación. Lo cierto era que Imogen no era capaz de pensar otra alternativa, pero tampoco reconocía como su vida aquella situación en la que de pronto se encontraba. Básicamente, su mente no podía tomar decisiones mientras su realidad se convertía en humo.
Ava se había presentado con los planes hechos y la firme decisión de que Imogen los llevara a cabo, lo cual a ella le resultó cómodo. Era como sustituirla por Andrew, pero su amiga no tardó en dejar claro que para nada esa era su intención.
—Nadie te conoce mejor que yo, por lo que sé que solo necesitas un empujoncito. Voy a ayudarte a arrancar, pero luego te quedarás sola, amiga. Tomarás las riendas de tu vida y podrás seguir con el plan, o cambiarlo, o regresar a Filadelfia si es lo que realmente deseas.
Ava era una persona resolutiva e independiente, práctica y con tendencia al éxito. Básicamente, Imogen la veía como su antítesis. Estaba convencida de que ella había sido su mejor amiga porque las románticas siempre necesitan a alguien realista que las mantenga con los pies en el suelo. De una forma maravillosa ambas se admiraban y eran complementarias. Ava se esforzó para convencerla de que aquello era una señal del destino, ese del que tanto había hablado Imogen siempre. Lo había preparado todo para que fuera capaz de decir «hola» a una nueva vida «hecha a su medida», lo que incluía su primer empleo recién salida de la escuela de enfermería y un lugar de ensueño donde vivir no muy lejos de ella. Allí, en Irlanda.
Tan solo debía superar aquella entrevista, y aunque parecía algo fácil, para Imogen no era un trago fácil de pasar. Permanecía con la mirada fija en la pantalla del ordenador a la espera de que se produjera de un momento a otro la conexión. Odiaba tener que usar aquel maldito aparato. Tenerlo delante solo hacía que aquellas imágenes acudieran de nuevo a su mente, las de la traición, las que habían quebrado su corazón como si fuera la cáscara de un huevo. Las de Andrew y aquella comercial de dentífricos posando desnudos y desinhibidos frente a la cámara. Sus expresiones, sus posturas… jamás hubiera pensado que su novio era del tipo de personas que disfrutaban con esas cosas. Por muy listo que fuera Andrew había cometido la estupidez de descargar aquellas fotos en el escritorio del ordenador junto con el resto de las de su teléfono móvil. O quizás las había dejado a propósito, con el fin de que ella las descubriera y rompiera con él. Era una manera efectiva y cobarde de terminar con su relación, y eso sí que le pegaba a su ex.
Sentía un odio feroz por todas las tecnologías desde entonces, a sabiendas de que era algo irracional. De hecho, quería machacar aquel ordenador, hacerlo trizas o tirarlo por la ventana, no volver a usarlo jamás. Pero lo necesitaba y en vez de eso, repiqueteaba con las yemas de los dedos sobre la mesa de madera de la cocina manteniendo a raya su frustración.
—Péinate un poco, Imogen.
—Este es mi pelo, lacio y sin gracia —le contestó a su fiel amiga con la que llevaba una semana compartiendo su todavía apartamento en Penn.
—Tonterías, tienes un tono pelirrojo envidiable, pero ponte algo de maquillaje, que parece que tengas diecisiete años y no sabes lo que me ha costado encontrarte este chollo —la instó con los ojos muy abiertos.
—No me voy a presentar a un concurso de belleza, solo esperan ver que no tengo cara de psicópata. Y mira —sonrió mostrando su reluciente dentadura perfectamente alineada fruto de la ortodoncia que había llevado durante cinco años—, me he lavado los dientes a conciencia.
—Porque… ¿los psicópatas tienen los dientes sucios? —Ava elevó una ceja y arrugó la frente.
—Segurísimo —afirmó.
—De acuerdo. Pero como mínimo desabróchate un botón de la blusa para airear tus encantos, que al menos ese par dicen que tienes veintidós —se rio y avanzó hacia Imogen para recolocarle la delantera.
Ella le dio un empujón y la apartó suspirando al cielo.
—¿Cuánto falta? —le preguntó ansiosa mientras infusionaba un par de bolsitas de té en un enorme tazón verde.
Al mirarla, Imogen recordó el día en que compró aquel juego de desayuno. A ella le habían gustado los tazones rosas de William Sonnoma, pero Andrew, el futuro ortodontista con ínfulas de decorador de interiores, pensó que no estaban en sintonía con los tonos tierra de la cocina de su apartamento. Y como siempre, cedió y terminó comprando los verdes, reconociendo además que tenía razón en cuanto a la gama de colores conjuntados. Pero cada día al desayunar recordaba los rosas con un pellizco de frustración en la boca del estómago.
—Solo un minuto. —Imogen se acomodó en la silla de madera frente al monitor del portátil, comprobó que la cámara la enfocaba bien y que la página de Daft permanecía abierta a la espera.
—¡Ya suena! —Su voz salió débil y asustadiza al oír la llamada entrante vía Skype.
Madonna maulló alarmada y pegó un salto desde el asiento que había a su derecha para volar sobre la pantalla del portátil hasta los brazos de Ava, que estaba apoyada en la encimera. Su amiga se la había regalado como tirita curativa, como si la gata pudiera llenar el espacio vacío en su corazón, pero por el momento lo único que había conseguido era llenar sus piernas de arañazos y volcar el ordenador. La primera decisión que Imogen había tomado, aún sin tener el juicio lúcido, había sido rechazar aquel regalo, aunque viniese de Ava. Se negaba a convertirse en una solterona con gatos, aunque su amiga decía que eso solo te lo podían llamar si tenías más de cuarenta años.
Imogen recolocó nerviosa el aparato, aceptó la llamada con algo de temblor en la mano y enseguida apareció en una ventana grande la imagen bien enfocada de varias personas. Había un chico joven en el centro y otros tres hombres a su lado. En cuanto su altavoz se conectó le llegó un estridente alboroto. El chico miró hacia delante con los ojos abiertos como platos mientras el resto comenzaba a reír.
«Pues empezamos bien si esta es su reacción al verme», pensó Imogen.
Aquello la incomodó, pero recordó la irresistible oferta en Daft.com: «Cuatrocientos euros al mes por una habitación con cama doble y baño interior en un encantador cottage sobre los idílicos acantilados de Howth». Por las fotos parecía de cuento, totalmente amueblada, situada en una colina apartada pero cerca a la vez del pueblo pesquero. En los primeros mails, de los cuales se había encargado Ava mientras Imogen aún se licuaba en lágrimas, se especificaba que su compañero de casa sería alguien que trabajaba en el mundo pesquero, lo que conllevaba largas jornadas laborales desde primera hora de la mañana, e incluso ausencias frecuentes. Aquello implicaba que a duras penas coincidirían en aquella vivienda, ya que el puesto de trabajo como enfermera que ella había conseguido era en el turno de noche. Sonaba tan ideal que, de hecho, a veces dudaba de que aquello encajara en la sucesión de hechos caóticos en los que se había convertido su vida.
El muchacho en el centro de la pantalla parecía bastante joven, más de lo que ella había pensado. Tenía una cicatriz en el mentón y su gesto resultaba agradable, incluso divertido, con aquellos rizos oscuros alborotados sobre unos ojos muy abiertos.
—¿Eres Declan? —preguntó ella elevando la voz para imponerse sobre ese gallinero.
El chico asintió con la cabeza sin despegar los labios, pero al menos el resto guardó silencio y prestaron atención a la pantalla de su ordenador.
—Vale, soy Imogen. Quién si no… —rio un poco y él movió varias veces los labios antes de hablar finalmente.
—Hola, bueno, yo, nosotros… queríamos conocerte en persona antes de cerrar el trato. Hablar un poco y ver cómo eras. Como supondrás, tenemos más interesados en el alquiler. —Declan se acercó un poco a su monitor y como acto reflejo ella hizo lo mismo.
—¡Wow! Hay que coger a esta chica, no hay la menor duda. —Uno de los hombres, el que estaba a su derecha, estalló en carcajadas tras decir aquello. Se parecía mucho al que tenía detrás y, en aquel instante, Imogen habría apostado la cabeza a que quien le había pegado un codazo en el costado era su hermano gemelo.
—Sí, gracias por querer hacer la entrevista a distancia. —No se sentía cómoda con todos esos entrevistadores mirándola y riendo de manera absurda, por lo que quiso aclarar los términos—. ¿El piso es solo a compartir con uno, no es cierto?
—Oh, sí, sí… Pero somos familia y nos gusta tomar las decisiones importantes entre todos. —Declan apretó los labios con determinación y los demás movieron la cabeza en sentido afirmativo.
—De acuerdo, entiendo perfectamente lo que dices. Yo también tengo sangre irlandesa y seis hermanos, tres chicas y tres chicos. Una locura —comentó y volvió a reír como una tonta.
Miró nerviosa por encima de la pantalla a Ava, casi tanto como lo había estado en la entrevista de trabajo para la residencia de ancianos. Su amiga levantó los pulgares y luego hizo un gesto para recordarle que siguiera sonriendo.
—Sabes que la única condición es que firmes por un año, ¿verdad?
—Sí, un año es lo que necesito. —Al contestar, sintió un doloroso pellizco de esperanza y vértigo en el corazón.
—La casa está recién reformada, lo hemos hecho todo nosotros mismos, es un sitio fabuloso. Seguro que te encanta: sin Internet ni tecnologías demasiado modernas, como buscabas. —Todos inflaron el pecho con orgullo y ella reconoció que la imagen de aquel conjunto de brazos bien musculados cruzados sobre el pecho impresionaba.
—Estoy deseando verla —sonrió a la pantalla, aunque a su mente acudieron de nuevo las imágenes guardadas en el ordenador.
—Sí, todo está arreglado. Aunque hay línea de teléfono, eso sí —aclaró Declan mientras el resto de la familia sonreía con satisfacción.
—Genial. Bueno, supongo que el teléfono es necesario si vives algo aislada.
—Bien… —Declan miró al frente, pero apartó la mirada del monitor con rapidez. Luego se miraron entre ellos, se encogieron de hombros y asintieron conformes.
—¿Queréis hacerme alguna pregunta más? ¿Os gusta lo que veis u os parezco una psicópata? La verdad es que esta no es la entrevista convencional que se hace a un inquilino. —Imogen rio nerviosa y Ava, se tapó los ojos con las manos.
Como respuesta todos dieron rienda suelta a unas risas demasiado infantiles con aplausos. Todo estaba fluyendo tan bien que Imogen sopesó la posibilidad de que quizás fuera una persona más afortunada de lo que se consideraba. Sonrió y respiró profundamente. Parecía que al menos aquello iba a salirle bien.
—La familia O’Shea tiene un veredicto —anunció Declan—. Yo creo que ya está todo hablado, así que te esperaremos en la casa para darte las llaves.
—Genial. Las cajas de mi mudanza llegarán el miércoles. Solo son dos. Y si no hay retrasos en el vuelo allí estaré el sábado a media mañana. Ahora al menos podréis reconocerme, si es que también vais a recibirme todos allí…
Volvieron a reír y ella sintió que, sin lugar a dudas, estaban en sintonía. ¡Qué buen ojo había tenido Ava! Aquella familia de hombres era encantadora. Declan parecía afable, le habían temblado tanto las cejas durante la entrevista que a Imogen le habían dado ganas de abrazarlo como a un oso de peluche. Incluso llegó a lamentar el hecho de que apenas fueran a coincidir en la casa por su diferencia de horarios.
—Casi todos estaremos, creo que sí —contestó el chico mientras el resto de figuras masculinas coreaban un sí rotundo y animado.
—Genial, pues hasta el sábado, Declan… y al resto.
Imogen se despidió con un baile de dedos y pulsó el teclado para finalizar la conversación. Se levantó de la silla dando saltitos para dirigirse directamente al armario donde guardaba el chocolate. Había estado muy nerviosa durante toda la entrevista y necesitaba disfrutar de aquella pequeña victoria. ¡Tenía casa en Irlanda!
—¿No te han parecido encantadores? Eran tan agradables, alegres y simpáticos… ¡tan irlandeses! —dijo con la boca llena de Maltesers.
—Desde aquí solo se oía una jaula de grillos con tanta risa. ¿Es guapo el tal Declan? —Ava dejó la taza y dio un salto desde la encimera en la que estaba sentada para acercarse a la pantalla de su portátil.
—Parecía un crío, será como compartir piso con un hermano pequeño.
—¿Qué dices? —preguntó extrañada.
Ava se sentó a la mesa del comedor frente al monitor y empezó a reírse como si le acabaran de contar el mejor chiste de la historia de los chistes.
—¿Qué pasa? —quiso saber Imogen dejando de masticar.
—Se ha quedado congelada la última imagen de vuestra llamada —acertó a decir con tono chillón entre unas carcajadas que le impedían respirar de forma adecuada.
—¿Tan feo te parece? —Imogen dejó sobre la encimera la bolsa de chocolates y se aproximó.
—No es eso. De hecho, me parece que Declan está tremendo. Pero es que…
—¿Qué pasa? ¿Por qué te ríes tanto?
Imogen miró por encima de su hombro y sintió cómo la última bola de cereal bañado en cacao se le atascaba.
—En cuanto te han visto no les ha quedado ninguna duda de que tenían que escogerte a ti. ¿Cómo no te has dado cuenta? —Ava aumentó los decibelios de su risa hasta punzarle los tímpanos.
En la esquina inferior derecha del monitor permanecía abierta la pequeña ventana con su última imagen. No sé podía decir que fuera ella porque realmente lo único que se veía era un primer plano de su delantera bien expuesta por el generoso escote que le había formado Ava con su tirón en pico de la camisa.
—¿Cómo narices me ha enfocado la cámara del ordenador ahí? —preguntó horrorizada.
—Supongo que Madonna y su salto sobre el portátil justo antes de la llamada es la respuesta. No has debido recolocarte bien frente a la cámara.
—Voy a matar a esa gata. ¡Qué vergüenza! ¿Cómo no me he dado cuenta? Solo les miraba a ellos… Yo estaba bien y luego casi lo tira y… juraría que yo estaba centrada frente a la maldita pantalla.— Su labio inferior comenzó a temblar—. ¿Entiendes ahora por qué quiero alejarme de todos estos trastos? Odio los ordenadores, odio Internet, los móviles, odio mi vida. ¡Odio a esa gata!
—Oh, vamos Imogen, no es para tanto. Ya te he dicho que Madonna se quedará conmigo en Dublín ¡Lo importante es que te han elegido y has conseguido la casa!
—¡No me han elegido a mí! ¡Han elegido a estas dos! —gritó señalando su delantera.
No pudo evitarlo, sus ojos comenzaron a humedecerse. Tenía una pasmosa facilidad para dar rienda suelta a sus emociones por el lagrimal, y a aquellas alturas era una costumbre cotidiana. Llevaba semanas sintiendo que lo único que podía hacer era llorar hasta vaciarse por dentro. Pero en su interior había un pozo sin fondo de autocompasión y era incapaz de apartar la gran nube negra con truenos aposentada sobre su cabeza.
—¡No llores otra vez, Imogen! —exclamó Ava con desesperación.
—No puedo evitarlo. Todo, absolutamente todo, me va mal. ¿Cómo no voy a llorar? —Se sentó sobre el regazo de Ava a pesar de que sus piernas huesudas eran el peor asiento posible. Su amiga sabía confortarla.
La amistad de Ava era un pilar estable en su vida, se entendían y complementaban hasta tal punto que era la única persona con la que le apetecía estar después de lo que le había pasado. Su familia la asfixiaba entre algodones y se había quedado sin amigos tras la ruptura con Andrew, ya que en realidad siempre habían sido más amigos de él y se habían decantado a su favor. La posibilidad de escapar de todo con ella era mucho más que un consuelo.
—Venga, vamos a trabajar la actitud positiva. Has conseguido tu primer puesto de trabajo y, además, en un lugar junto al mar con el que siempre soñaste, el de tus antepasados, ¿verdad? —A Ava le encantaba aplicar sus conocimientos de psicología aprendidos en la peluquería.
—Ajá. —Imogen se sonó los mocos con uno de los kleenex sin usar que llevaba dentro de la manga de su larga rebeca gris.
—Vas a estar separada por todo el océano Atlántico de tu sobreprotectora familia, que tendrá que superar el duelo por Andrew sin ti —ironizó Ava.
—No seas mala.
—Vas a vivir a pocos minutos de Dublín y podremos salir de fiesta juntas los fines de semana, ¿verdad?
—Sí, eso desde luego.
—Y, sea por lo que sea, delantera incluida, has conseguido una casa alucinante por una ganga de alquiler, ¿verdad?
—Cierto.
—¡Todo te va increíblemente genial, Imogen!
Tenía que reconocer que Ava conseguía contagiarle un valioso porcentaje de su optimismo. De hecho, se propuso intentar adoptar aquella manera de ver el mundo esperando que a ella también pudiera funcionarle.
Se despidieron de toda la familia de Imogen en el aeropuerto de Filadelfia. Sus padres intentaron retenerla, pero Ava actuó con determinación y no permitió que todo el plan se viniera abajo en el último momento. Hizo lo posible por acortar la despedida avisando del poco tiempo que les quedaba para embarcar. Durante el vuelo la instó a meditar sobre su nueva vida, sin vetos ni pensamientos imposibles porque según ella «nada era imposible» y, sobre todo, porque dada su situación tenía todas las posibilidades al alcance, todas las opciones estaban disponibles. Tan solo tenía que elegir una a una y llevarlas a cabo.
Imogen creía que contaba con mucho tiempo para meditar sobre cómo debía afrontar su vida de ahí en adelante. La visión a través de la ventanilla se revelaba inspiradora, la de un cielo salpicado de algodonosas nubes que, de tanto en tanto, se condensaban en espesos bancos que hacían agitar el Boeing de American Airlines, como si fuera una coctelera en manos de un barman aficionado. Diez horas sobrevolando el gran océano le parecían bastantes, pero por mucho que pensaba…
Por mucho que pensaba en su relación con Andrew no encontraba nada, ni un solo instante de los últimos ocho años, que pudiera ser el causante del devenir de las cosas, el que la conducía a aquella inesperada situación. Y si no sabía en qué había fallado ella, se cuestionaba cómo podía afrontar un futuro en el que no volver a tropezar con la misma piedra.
Al final, aquel acabó siendo un vuelo largo y tedioso con una infructuosa sesión de introspección. Al comenzar el descenso, fijó la mirada en los cristales de la pequeña ventana ovalada para ver las nubes que atravesaban y sintió que el pulso se le aceleraba cuando por fin divisó la isla de color esmeralda. Según tomaba tierra se sintió más cerca del final o, si se forzaba a pensar de forma positiva, del comienzo de todo.
Miró al techo, donde los pequeños pilotos encendidos indicaban que aún debía permanecer con el cinturón abrochado, y puso los ojos en blanco resignada a esperar un poco más. Se deshizo la larga trenza color zanahoria que reposaba sobre su pecho para rehacerla con dedos ansiosos. Estaba nerviosa, aterrada, profundamente triste y a la vez emocionada.
Ava había acudido a su rescate cuando literalmente ella se estaba hundiendo en un mar de autocompasión, había cruzado medio mundo con la intención de lograr llevarla consigo al otro lado y, en aquel instante, estaba roncando con la boca abierta mientras a ella se le encogía el estómago.
Sola, tenía que hacerlo sola. Debía hacerlo sola, y aunque lo sabía, al llegar a Connolly Station para coger el cercanías que la llevaría hasta Howth, se despidió de Ava aguantando las lágrimas.
—En Irlanda no se llora —la amenazó con la mirada.
—Ni una lágrima más —prometió Imogen.