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¡Odio los bichos!

Daban las seis y media cuando el automóvil de Javier de Ávila enfiló la curvilínea carretera que subía al colegio de su hijo. Desde lejos, bordeando la rotonda, localizó a Gonzalo inusualmente contento, embutido en su plumífero azul, con una jaula en la mano. Tanto se concentró en el inesperado bulto, que estuvo a punto de llevarse por delante a una chavalilla despistada que hacía runnig seguida por dos perrazos y se le cruzó sin esperarlo.

—¡A ver si mira por dónde conduce! —lo amonestó ella, esquivando ágilmente el intento de atropello y sin reconocerlo.

—¡A ver si deja de trotar por el aparcamiento, mona, que esto no es un parque! —aulló él con la ventanilla abierta, sin mirarla siquiera. Estaba demasiado ocupado preguntándose qué diablos portaba Gonzalo, por eso no vio, tieso en su dirección, el dedo corazón de ella.

Tampoco se percató de quién era la corredora. Jugarretas del destino caprichoso.

Desconectó el motor y salió del coche dispuesto a descubrir qué se ocultaba en la misteriosa caja de metal, que no llevaba por la mañana al salir de casa.

—¿Qué demonios es… eso? —Señaló con repugnancia la bola blanca, suave y peluda.

Gonzalo no se amilanó lo más mínimo.

—Eso es una cobaya preciosa, la mascota de la clase. Me toca cuidarla esta semana—anunció con orgullo. A Javier se le cortó el resuello, pero trató de disimular mientras perseguía los movimientos de su hijo, acomodando la jaula en el asiento trasero del coche.

—¿Vas a meterla ahí? —Gonzalo sacudió la cabeza para decir «sí» y Javier notó un escalofrío recorrerle la espina dorsal—. ¿Y si se cae el agua sobre la tapicería? O, peor, ¿y si se hace caca?

—Papááá…

—Me juego algo a que estará mejor en el laboratorio.

—No, qué va. La cuidamos todos, la profe dice que tenemos que aprender a ser responsables y que cuidar a un animal es un buen comienzo.

Javier rumió una blasfemia entre dientes acordándose de toda la parentela de la puñetera maestra. Entre brumas le vino a la memoria algún comentario al respecto, en la última reunión de padres. La verdad, no estuvo muy pendiente de lo que la tutora explicaba, tenía en el móvil un montón de mails que chequear.

—Pero ella querrá volver a su casa, con sus hijitos… —Se resistía a poner el motor en marcha. A través del espejo retrovisor vio las cejas arqueadas de Gonzalo.

—Es un chico, papá, y está soltero.

—¿Seguro?

—Seguro.

—¿Te lo ha contado él?

—Papááá…

—Vale, vale, solo preguntaba.

El resto del camino, Javier condujo en silencio, atento al menor ruidito que la cobaya se atreviese a hacer.

—No roerá los sillones, ¿verdad que no?

—Está dentro de la jaula, no puede salir. Además, no comen esas cosas.

—Es cuero. Del suavecito —puntualizó.

—Bill Boy es un buen chico.

—¿Se llama Bill Boy? —Terroríficas lo adelantadas que andaban las relaciones entre su peque y el bichejo—. ¿Tienes hambre?

—Me comería un león.

—Toma. Más bichos.

—¿Qué dices?

—Nada, que seguramente Therese nos tiene preparada una merienda de rechupete.

El resto de la tarde-noche, Javier se la pasó huyendo de la cercanía de Bill Boy. No soportaba a los animales y si tenían pelo, la cosa empeoraba. Cuando lo miraban fijamente, con sus ojitos negros y siniestros, se mareaba. Les tenía auténtica fobia. Una de las razones por las que se casó con Moruena fue la similitud de ambos en este punto. Para complicarle la vida, Gonzalo había salido a sabe Dios qué antepasado de la familia, con un afecto desmedido por todo lo que tuviera bigote y rabo. Sospechaba que Therese y su marido, Pedro, lo encubrían y que los tres, a sus espaldas, daban cobijo a cuanto perro y gato callejero se topaban. Si pensaban que no sabía lo de los gatitos escondidos en la buhardilla… Mientras no se los cruzara, por su hijo haría la vista gorda, pero lo de la cobaya era como muy cercano. Espeluznante.

En fin, mejor no indagar demasiado. La jornada en el despacho había sido dura, protagonizada por un arduo forcejeo con sus colaboradores franceses, y no tenía ganas de preocuparse por nada más.

—Papá…

Gonzalo lo llamaba desde la puerta, lo hacía cada noche. Giró la cabeza lentamente y dio un respingo que casi lo levanta del asiento.

—¡Cagüen…!

Gonzalo, amoroso, sostenía a Bill Boy en brazos.

—¿Qué haces con eso? ¡Te va a llenar de pelos el pijama!

—Bill Boy también quiere darte un beso de buenas noches, papá.

«Antes muerto y enterrado», se dijo, blanco como la pared.

—Creo que no hará falta, cielo —lo disuadió Therese aguantando la risa.

—Pero es que…

—Hazle caso a Therese, cariño. Déjalo dentro de su jaula, seguro y calentito.

—Pensaba dormir con él —protestó el pequeño con un puchero. Javier sufrió un espasmo.

—¡Mala idea, malísima! Podrías aplastarlo sin darte cuenta. Y no querrás que pase, ¿verdad que no?

El niño se quedó mudo y meneó la cabeza despacio. Javier alzó unos ojos verdes e implorantes hacia la mujer. Therese acudió al rescate.

—Haremos algo: recortaremos hojas de periódico y le fabricaremos una camita.

—¡La mejor de las camas! —la apalancó Javier con desbordante alegría. Gonzalo no parecía muy conforme—. ¡Vamos, Ezio, Bill Boy te lo agradecerá toda la vida!

—Vale, está bien —accedió desganado.

Javier resopló aliviado y volvió a sus noticias tan pronto como su hijo lo besó y se marchó escaleras arriba con el horrible monstruo.

A la mañana siguiente madrugó más y dispuso su plan. Lo primero que haría el peque al despertar sería comprobar el estado de la cobaya, así que preparó dos zanahorias, lavadas y peladas para desayuno.

—Baja a tomarte los cereales, ella sabe comer solita. Mira qué contenta está con sus crudités —apuntó mirando al roedor con repugnancia.

—Que es un chico, papá —le recordó el mocoso con severidad—. ¿Me echará de menos mientras estoy en el cole?

—Bueno, no sabría decirte… Las cobayas son muy suyas. Solo aprecian a los de su especie. A ti te ve más bien como un… un gigante que lo atemoriza.

De no haber acompañado su frase con un gesto cómico, imitando el ataque de un león, Gonzalo se habría puesto muy triste, pero al ver la expresión en la cara de su padre rompió a reír.

—Conseguiré que me quiera —afirmó testarudo.

—No me cabe la menor duda de que será así. Vamos, despídete y baja a la cocina, no tenemos mucho tiempo.

—Como siempre, vamos —rezongó el crío—. Ya voy…

Javier se entretuvo hurgando en los cajones de la consola del recibidor y, con el rabillo del ojo, lo espió. Cuando se sintió a salvo, entró a la carrera en el dormitorio de su hijo, cubrió la jaula de Bill Boy con una toalla fina, la agarró por la argolla superior y se deslizó hasta el garaje sin que Gonzalo se percatase. Abrió el maletero del coche e introdujo la jaula dentro. Regresó silbando a la cocina. Con tanto ajetreo no había disfrutado ni el café que se tomó de pie.

—¿Le hago otro, don Javier? —ofreció Therese.

—Se lo agradezco, Therese, pero vamos justos. ¿Listo para irnos?

Gonzalo se puso en pie, se encajó la mochila en la espalda, dijo adiós a la mujer y, cuando ya salían, pareció recordar algo y galopó de nuevo hacia adentro.

—¿Qué pasa? —se alarmó Javier pisándole los talones.

—No me he despedido de Bill Boy.

Desesperado, Javier lo agarró de un brazo y, sirviéndose de mil bromas, lo arrastró hasta el coche.

—Ni se te ocurra, las cobayas, después de desayunar, se quedan dormidas como ceporras, no puedes despertarla, es un sueño taaan profundo que, si lo interrumpes, podría sufrir un ataque al corazón.

—¿En serio? —se horrorizó el peque. Therese cruzó con Javier una mirada de reproche que él ignoró.

—Tienes mucho que aprender, tú, acerca de cobayas, ¿eh?

Hasta que los seguros del vehículo hicieron clic con su hijo dentro y el coche tomó velocidad carretera adelante, Javier no consiguió relajarse.

Con todas las precauciones del mundo y sin atreverse a destaparla, Javier subió la jaula hasta su despacho, la colocó sobre un mueble bajo cerca de la mesa de su secretaria, fabricó un cartelón que ponía «Dadle mimos» y, solo entonces, se permitió retirar la toalla, sin mirar demasiado la cara chata de Bill Boy y sus ojitos redondos que lo taladraban. Se sentía culpable por el berrinche que se llevaría Gonzalo, pero solo un poco. Seguro que era capaz de inventar algo genial que lo distrajese, le compraría el último juego de la Play, lo llevaría, solo por un día, a devorar toneladas de comida basura y al cine. Todo con tal de que el niño olvidase al maldito bicho y que la profesora saltara su turno de cuidado en favor del siguiente alumno.

Sin embargo, no había sido capaz de dejar encerrada a la cobaya en el coche. Durante toda la mañana, muchas empleadas circularon alrededor de la jaula y se deshicieron en mimos y carantoñas.

—Solo cariñitos, no se regala —les recordaba continuamente la secretaria, a instancias del propio Javier.

La respuesta fue, una y otra vez, un estúpido coro de risitas tontas. Javier era consciente de las murmuraciones por los corredores de Fireland: todos hacían apuestas tratando de averiguar qué afortunada se lo llevaría al huerto. Y todos se equivocaban. Javier de Ávila no estaba interesado en tener relaciones formales con futuro. Su matrimonio lo había dejado noqueado para los restos y aún sufría pesadillas. No necesitaba más de aquella amarga medicina.

—Se llama Bill Boy y es más listo que el hambre, se amaestra fácilmente. Igual hasta baila —explicó con las manos en los bolsillos del pantalón, preguntándose por qué él era incapaz de emocionarse ni acariciar al animalito.

—Es una preciosidad —aseguró la supervisora de relaciones públicas, mordiéndose un labio y mirando con descaro el bulto de la entrepierna de Javier.

—Creo que su mascota le está granjeando mucha suerte, jefe —siseó, divertida, su secretaria cuando al fin se disipó el coro de curiosas—. Aunque no necesitaba traerla para disparar sus índices de popularidad.

Javier contrajo el gesto.

—¿Ha visto lo seductor que es el bicho? ¿A usted no le interesa cuidarlo una semanita?

La mujer, elegante y de unos sesenta años, asistente eficaz, heredada del anterior supervisor en la empresa, dejó ir una suave carcajada.

—¡Ay, no! Tengo tres gatos en casa, posesivos y celosos, no daría un céntimo por la integridad física de Bill Boy.

—Analíe…

—No me convencerá, jefe, ni lo intente.

Se dio por vencido y se encerró en su despacho, decidido a elaborar un plan B que incluyese un nuevo destino para Bill Boy. Un par de golpecitos en la puerta dieron al traste con su inspiración.

—¡Pase! —rugió molesto.

La puerta se abrió y dio paso a un hombre atractivo, algo más bajo que Javier y aproximadamente de su misma edad. Con los ojos negros, el pelo claro y unas incipientes canas en las patillas a sus treinta y cinco años.

—Hombre, Antonio.

—¿Estás liado?

—No, no, siéntate. —Empujó su silla de director y las ruedas lo separaron de la mesa. Se frotó el puente de la nariz y cerró los ojos para reposar un segundo. Antonio era su socio en Fireland, su mejor amigo desde los tiempos de la universidad y el paño de lágrimas de Javier tras su sangriento divorcio. Juntos habían pasado mil y una desventuras, incluyendo la dura etapa en la que Javier vivió en Madrid, donde su mujer tenía más oportunidades profesionales, y se pasaba la vida yendo y viniendo, metido en trenes y aviones. Antonio cubrió sus ausencias y defendió, por los dos, el castillo. Sin quejarse.

—¿Tienes más claro lo del proyecto con los franceses?

—La junta de ayer fue un jodido desastre, esos tres se están aliando contra nosotros, piensan salirse con la suya e imponernos su punto de vista.

—A mí, personalmente, no me importa demasiado un cliente u otro, la verdad. Ambos son buenos proyectos, tienen futuro y pueden implicar un desafío que nos haga crecer.

—Pienso lo mismo.

—¿Entonces? —Antonio lo miró perplejo. Javier se había retrepado en su asiento y parecía concentrado.

—No me da la gana de que nos manipulen. No juegan limpio, no exponen las opciones democráticamente, se pasan nuestros votos por el forro de los cojones. Hoy, todos los proyectos son interesantes, me pregunto qué pasará mañana. Estamos en desventaja.

Antonio se relajó.

—Se trata de una simple colaboración que podemos romper cuando nos interese, Javier. Además, estamos aquí para ganar dinero y ellos siempre escogen lo más rentable. Desde ese prisma…

Javier se puso en pie de un salto.

—No es dinero, lo que me falta. Quiero disfrutar con lo que hago, por eso fundé la primera empresa contigo y por eso, después, compramos esta y las fusionamos. ¿Por qué narices mantenemos un acuerdo de colaboración con puñado de extranjeros desubicados, joder?

—Porque asumen parte de nuestro trabajo. Esta empresa ha crecido demasiado y yo no estoy dispuesto a trabajar veinticinco horas al día, a no bajarme de un avión ni a entregar mi vida a una compañía. —Abandonó también su silla y apoyó una mano en el ancho hombro de Javier—. Mi familia me necesita y la tuya también lo haría si te decidieras a recomponer tu…

Javier se apartó de su lado.

—Ni lo sueñes. Gonzalo sí, Gonzalo me necesita y él es toda mi vida.

—Me has malinterpretado, nunca dije que un hijo no fuese toda una familia, es solo que…

—Me sobra y me basta, estamos muy a gusto juntos. Los dos solos —recalcó sombrío.

—Bien, tú decides. Al fin y al cabo, es tu plan.

—Hablando de planes. —Javier cruzó el despacho, salió al recibidor que ocupaba Analíe y volvió a tapar la jaula de la cobaya. Antonio alzó las cejas desconcertado.

—¿A dónde vas con ese conejo?

—No es un conejo, es una cobaya. ¿Te interesa adoptarla solo por una semana?

—No, ni hablar.

—Sería un buen detalle para tus pequeñajas.

—Ya me conozco el cuento: si no quiero verla muerta, al final me toca a mí alimentarla y sacarla a pasear.

—Es muy apañadita, hace sus cosas dentro de la jaula —lo animó con un gesto cómico. Antonio se atrincheró en su negativa—. Entonces volveré después de comer.

Invirtió la hora del almuerzo en conducir hasta el colegio de su hijo. Saltó del coche con la jaula tapada en la mano y preguntó al conserje por la disponibilidad de la tutora de Gonzalo. Una vez ante la puerta del despacho, golpeó con los nudillos y, sin esperar, empujó.

—¿Puedo pasar?

La mujer lo miró desde su mesa por encima de las gafas. A la vista de semejante ejemplar masculino, la cara se le iluminó como un sol privado.

—¡Hombre, Javier! ¿En qué puedo ayudarle? —Él extendió una mano y la mujer se apresuró a estrecharla—. Siéntese, se lo ruego —balbuceó con las mejillas ruborizadas por el contacto.

—La verdad es que tengo que marcharme enseguida, no me lo tome a mal. He venido a devolverle… esto. —Plantó la jaula en lo alto de su mesa, sobre los exámenes que estaba corrigiendo y retiró la toalla de un tirón—. No vuelvan a encargarle ningún animal a mi hijo y procure que no sepa que estuve aquí. Le contaré que se ha escapado o algo por el estilo. Usted me cubrirá confirmando que el animalito echaba de menos el laboratorio y regresó al hogar sano y salvo. Punto y final. Todos felices, cero traumas —dictaminó sin la menor simpatía.

—Pero la responsabilidad del cuidado de un animal vivo es parte de nuestro proyecto educativo…

—Soy alérgico —la atropelló por si no había quedado clara su negativa.

—Solo es una semana…

—Y fóbico.

—¿Qué tal un pez? ¿Una tortuga?

—Alérgico a todo lo que no hable —puntualizó.

—Entonces, ¿un loro?

La mirada de Javier fue tan fulminante que la tutora se tragó el resto de ofertas que tenía pensadas.

—Que no se vuelva a repetir. Si hay próxima vez, el bicho no tendrá tanta suerte.

Y salió del despacho sin cerrar la puerta, dejando a la profesora con la boca abierta y el corazón acongojado ante un hombre tan atractivo como, evidentemente, enfadado con el mundo.