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Cafés a pie de calle

Si había algo que Eva Kerr no soportaba era la falta de formalidad y la impuntualidad en la gente de empresa, lo consideraba un signo de arrogancia. La desquiciaba el jugueteo con su tiempo, que no era menos valioso que el del ejecutivo con el que estaba citada. Le habían dicho a las nueve y media. Bien. Allí estuvo, como un clavo, mareada sin siquiera desayunar y habiendo abandonando su minúscula vivienda hecha unos zorros, con varios pares de zapatos tirados por el suelo.

—El señor presidente está ocupado y lo estará todavía por un rato —le había recitado la secretaria con voz robótica y sonrisa artificial.

—Teníamos una cita confirmada a las nueve y media —había insistido Eva, más que nada por restregarles su falta. La asistente no se inmutó.

—Puede bajar y tomar un café, mientras.

¡Serían capullos!

Y ahí estaba, en una cafetería semidesierta, con un café con leche hirviendo sobre la mesa, entretenida en mirar desde la ventana la riada de coches y gente apresurada que subía y bajaba por la calle. Pedir que le sirvieran un té blanco solo había servido para que la camarera la mirase atravesada, de manera que tuvo que conformarse con un café de los de toda la vida. Probó a dar otro sorbito al aromático brebaje, pero volvió a abrasarse los labios. ¡Mierda! Envidiaba a la gente que, como su madre, podían consumir líquidos casi a punto de ebullición sin inmutarse.

Consultó su reloj de pulsera. Diez menos cuarto. Eva perdía los nervios con facilidad, la irritaban los prepotentes, así que debía prepararse, contar hasta veinte y no explotar si el cliente, que no se conformó con recibir el informe de campaña por mail, como todo el mundo, se dedicaba a criticar su trabajo sin tacto ni educación.

Volvía a comprobar la temperatura de la taza, aún intocable, cuando sonó su móvil.

—¿Señorita Kerr?

—Al habla.

—Soy la secretaria del señor Castelar. La está esperando.

Vaya, ahora venían con prisas.

—Voy enseguida.

La otra colgó antes de que Eva pudiese recordarle que ella misma la había mandado a tomar café y que no estaba precisamente esperando de pie en la puerta, tardaría unos minutos en regresar. Resignada a quedarse sin desayunar, renunció al café y, con el monedero en la mano, se acercó a la barra a pagar. El camarero era un hombre rollizo, calvo y vestido de blanco, que se la quedó mirando con los ojos muy abiertos y un deje de admiración.

—¿Me cobra, por favor?

—¿A dónde vas con tantas bullas, guapísima?

Ya estábamos. ¿Por qué la gente no podía limitarse a hacer lo que se espera de ellos? Era momento de cobrarle, no de tontear.

—Dígame qué le debo, por favor. Llevo prisa.

El hombre, detrás de la barra, se inclinó sobre ella y adoptó un aire amistoso y confidencial.

—Si yo tuviera una novia como tú, te agarraba bien fuerte y me pasaba el día de baile.

«Joderrrrrr…».

—Tengo que marcharme, me llaman del trabajo, ¿no ve que ni siquiera he podido tomarme el café? —estalló Eva con un poco más de energía de la prevista. El calvo reculó con mala cara y la repasó de arriba abajo.

—Un euro con cincuenta —rugió enfadado.

Eva puso el dinero encima del tablero y se dirigió a todo gas a la puerta. Antes de salir oyó al tipo refunfuñar:

—No veas, guapa, cuando tengas tiempo te tomas una pastillita para los nervios.

Se le encogió de rabia el estómago. Aspiró fuerte, soltó el picaporte de la puerta y regresó a la barra en dos zancadas.

—Si tuviera tiempo, que es lo que me falta, tú continuarías sirviendo cafés con un ojo a la funerala, imbécil.

Dicho lo cual se tiró literalmente a la calle y corrió, convencida de que su humor no era el más propicio para aguantar nuevas chorradas.

Finiquitado el asunto laboral, Eva cruzó Ricardo Soriano, arteria principal de la ciudad, y alcanzó Miguel Cano, donde se ubicaba Fireland, su empresa, tomando un atajo por el paseo marítimo. Marzo daba los últimos coletazos, de vez en cuando hacía frío y el cielo lucía más gris que azul, pero mirar el mar siempre la calmaba, era como si las olas arrastrasen sus penas. Por cierto, se había pasado de lista con su cliente, el señor presidente de la empresa resultó ser un viejecito encantador y bromista que la invitó al mejor té, ¡¡blanco!!, que había probado nunca.

En lo relativo a los hombres, Eva siempre iba un poco por delante. Les tenía una inquina innata, algo reflejo que no lograba dominar y que complicaba todas sus relaciones. ¿Los detestaba así, de entrada? Puede. La culpa la tenía el hombre de su vida, el que más daño le había hecho y que la dejó marcada para siempre. Lo demás eran solo consecuencias, resentimiento bien arraigado.

Entró en su oficina, saludó, colgó el bolso en el perchero y lo cubrió con el abrigo. Su compañera y mejor amiga, Ana Belén, se acercó comiéndose un yogur. La miró directamente a los pies.

—Jolines, esos zapatos son nuevos, la caña. ¿Qué tal la reunión?

—Como la seda, tengo que admitirlo.

—Dijiste que Juan Castelar era un gilipollas de mucho cuidado —le recordó Ana Belén con retintín. Eva apretó los labios.

—Pues me equivoqué, es un abuelete entrañable que no ha puesto ni una sola pega a mi trabajo.

—¿Y no es un viejo verde?

—Nada de eso.

—¡Vaya! ¡Me alegro! Sinceramente, tampoco esperabas que las pusiera, me refiero a las pegas. —Ana Belén ladeó la cabeza y pestañeó con exageración mientras Eva ocupaba su asiento tras la mesa y se afanaba en poner orden alrededor.

—Una siempre puede equivocarse.

—Tú no.

—Yo sí.

—Pero odias que te lo restrieguen.

—¿Qué te pasa hoy? De acuerdo, odio que me lo restrieguen. —Ana Belén compuso un gesto de triunfo—. Eso no significa que no acepte una crítica. Restregar es humillante. ¿Por qué restregar en lugar de comentar razonablemente?

—Ojalá pudiéramos elegir la manera en que el resto del mundo se dirige a nosotras.

—¿Queda yogur?

—Era el último. ¿Sales el viernes?

—Aún no lo sé, no he hecho planes.

—Por Dios, Eva, te vas a convertir en acelga, llevas casi un mes sin poner el pie en la calle.

Eva abrió la boca, sorprendida, y la volvió a cerrar. Sus rizos pelirrojos resbalaron sobre su cara.

—Ana, pongo el pie en la calle a diario, no solo uno, los dos. Y a ser posible, estrenando zapatitos. —Sacó los pies de debajo de la mesa y presumió de Manolos, agitando los tobillos. Los zapatos eran su debilidad, disponía de un armario lleno y tan abarrotado de ellos que, cada vez que abría la puerta, se desparramaban por el suelo. ¿Qué podía hacer si una fuerza sobrehumana la obligaba a comprar zapatos cada vez que un euro le caía en la mano?

—Oh, sí, claro, vienes a trabajar. Pero no me refiero a eso y lo sabes.

—También salgo a correr con Toni y Braxton, entreno en el gimnasio, disfruto de la compañía familiar…

Ana Belén dirigió los ojos al techo, como una frustrada incomprendida.

—Toni y Braxton son dos pastores alemanes cuya conversación dudo que te entretenga mucho, de tu familia solo te tratas cordialmente con tu madre, con tus hermanos casi siempre acabas enganchada…

—Eso no es del todo cierto. Con Miguel no, con Miguel me llevo bien.

—Pero con Ángel…

—Ángel es jelipoller, qué se le va a hacer. Vivimos con eso.

—Y en cuanto al gimnasio… —Hizo una mueca de repugnancia.

—¿Qué? ¿A ver, qué le pasa a mi gimnasio?

—¡Eva, eres una chica! ¡Una chica preciosa!

—¿Y?

—¿Cómo se te ocurre boxear?

—Es una magnífica forma de quemar adrenalina y lanzarla al espacio infinito, deberías probarlo.

—Es una magnífica forma de que te rompan la nariz y te desfiguren esa cara de muñeca que tienes.

Eva dejó escapar una carcajada alegre.

—De momento no ha pasado.

—No tientes a la suerte, igual te castiga el destino por no haber agradecido semejante bendición.

—Se suda mucho, derrites kilos a cascoporro y todo eso que te quita el sueño. Apúntate y prueba. No tienes nada que perder.

—Ah, no, tengo mucho que perder —remarcó la joven morena chupando los restos de la cuchara. Apuntó con ella a la pelirroja—, prefiero la zumba, gracias, deberías ser tú la que me acompañase. ¿Te has liado con alguno de… ellos?

A Eva le hizo mucha gracia que referirse a los boxeadores, le costase a Ana Belén tanto trabajo.

—Demasiada testosterona —respondió dando a entender que no. Mentira y gorda, desde luego. Los tíos de su gimnasio eran ideales para usar y tirar, el rollo que ella defendía y practicaba. Algo había habido, solo que no iba a confesarlo.

—Y sudor. Demasiado sudor, qué asquito. —Ana Belén aposentó sus curvas en el borde de la mesa y se inclinó hacia Eva—. Anda, dime que sí, sal conmigo y con mi prima este viernes.

—Jamás debí permitir que conocieses mis interioridades —rio con los ojos en blanco—, ahora me las echas en cara.

—Es lo que tiene ser tu íntima además de tu compi de oficina. Di que sí, di que sí, joder, siempre que vienes lo pasamos pipa.

Cierto. Juntas sabían sacar tanto partido de una copa de vino como de unos carnavales completos. Eva se puso en pie con un mazo de folios mecanografiados entre las manos y golpeó con sorna el hombro de la morena de pelo corto.

—Ya veremos. Aún estamos a martes.

—Eres como un restaurante elegante: si no te reservo con anticipación, te pierdo. —Apuró apresurada el yogur y lo arrojó a la papelera—. ¿A dónde vas?

—A fotocopiar todo esto.

—¿Por qué no se lo pides a Marjorie?

—Porque encerrarme en ese cuartito lejos del mundanal ruido me produce placeres insospechados.

—Nena, parece mentira. Con lo alegre y dicharachera que eres, te estás volviendo una ermitaña. Te acompaño.

—¿No tienes nada mejor que hacer?

—¿Mejor que seguirte? Desde luego que no.

Atravesaron juntas los compartimentos divididos con mamparas acrisoladas de color vino. Si algo destacaba en Fireland, empresa de servicios capaz de facilitar prácticamente cualquier cosa que otra compañía, independientemente de su tamaño, necesitase, era lo innovador de su decoración, en vivos colores que impulsaban la creatividad. Y eso que estaban en el edificio antiguo. Había otro en la plaza del Pirulí que jamás habían visitado, pero del que todo el mundo hablaba: el lujoso universo de los jefazos.

—¿Sabes algo de Ángel?

Ante la pregunta de Ana Belén, tan repetida y previsible ya, Eva suspiró.

—Olvídate de mi hermano. —Lo sugirió arrastrando mucho la i de olvídate.

—¿Algún sarao familiar a la vista al que podamos asistir?

—Es un cretino integral, ¿cuántas veces tengo que decírtelo? Somos de la misma sangre y me toca quererlo, pero tú… Tú puedes librarte de ese cáliz, querida.

Ana Belén soltó un bufido muy poco diplomático, puso morros y cruzó los brazos sobre el pecho. Eva se limitó a contemplar su desilusión, deseando poder cambiarla.

—Llevas enamorada de él desde los quince años, Ana. Olvídalo, olvídalo ya. Te hará trizas el corazón si es que algún día se fija en ti.

Su funesto presagio pareció poner a Ana Belén de muy buen humor. Incomprensible.

—Si esa oportunidad llega, te aseguro que le sacaré tanto jugo que a partir de entonces no podrá vivir sin este cuerpo serrano.

—Oh, sí —se mofó Eva pulsando con brío el interruptor de la fotocopiadora—, como si lo viera. Parece mentira que seas una mujer madura y con un porrón de títulos bajo el brazo.

—Vale, tiene muchas chicas a su disposición, no se decide por ninguna…

—Juega con todas y luego las manda a cruzar el Estrecho de un patadón.

—Eso ocurre cuando eres guapísimo como él, no podemos culparle.

—Es un monstruito, engreído y egoísta. Y Miguel disimula, pero debe estar cortado casi por el mismo patrón.

—Son gemelos.

—Pues por eso.

La pizpireta Ana Belén se quedó momentáneamente sin argumentos. Se mantuvo quieta y callada, observando la eficiencia con que Eva deslizaba los documentos por la ranura de alimentación automática, preguntándose mil cosas.

—Alguna vez tendrás que aceptar que tu filosofía no es la más acertada. No todos los tíos son el demonio. ¿Tampoco vas a seguir sola hasta el fin de tus días, no? —declaró con algo cercano a la desesperación, los ojos medio cerrados y las palmas de las manos hacia arriba. Eva tuvo la impresión de que su modo de vida afectaba seriamente a su amiga.

—El fin de mis días está aún lejano, espero. Y no digo de este agua no beberé, pero el caso es que no me conformo con lo primero que llega y no conozco más que a imbéciles que piensan con la polla y se creen mejor que nadie solo porque tienen pelo alrededor de las tetillas.

—¡Demuéstrame que eres humana! ¡Dime que te gusta alguien!

—Lo siento, de momento, no. Hija, qué empeño.

Eva recogió originales y copias, cruzó un montón sobre el otro y salió trotando del estrecho cuartito que ya empezaba a producirle claustrofobia. Ana Belén la persiguió de nuevo, cansina e incombustible.

—¿Qué me dices de Antón?

La pelirroja derrapó al frenar de golpe. Dedicó a su amiga una mirada como un disparo.

—¿Antón?

—Es inteligente y atractivo.

—¡Chsss! ¡Baja la voz, puede oírte! Si nos pilla nombrándolo se hinchará como un pavo y explotará de puro placer. —Reanudó la marcha hacia su oficina.

—No me negarás que es un buen partido.

—Ese… ese… soplapollas engreído. Me recuerda demasiado a mis hermanos cuando tienen el día insoportable.

—Oh, vamos, Eva… Tú le gustas mucho.

—El que yo pierda el tiempo con alguien como Antón Sevilla no te acercará a Ángel. ¿Nos tomamos un aperitivo? Se ha hecho tarde. A ver si con una cerveza delante consigo que te calles.