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Un papá estresado

—¿Estamos?

Javier descendió por la escalera ajustándose el nudo de la corbata gris acero. Iba impecable en su traje de chaqueta oscuro, formal, ajustado a la puntada.

—¡Voy, papá! —se oyó a lo lejos.

—Hoy llegamos tarde —dedujo Javier camino de la cocina.

—Como siempre —rio el pequeño, aún invisible a sus ojos.

Javier distinguió la tartera de Gonzalo sobre la encimera, preparada por Therese, su asistenta fiel, enamorada del pequeño de la casa, discreta y silenciosa. La mujer más trabajadora que había conocido jamás.

—¿Todo bien, señor? —Precisamente, apareció por la puerta que comunicaba con el jardín a través del porche de los desayunos con las mejillas arreboladas, el pelo canoso revuelto y una cesta repleta de tomates recién cogidos de la huerta—. Van un poco justos de tiempo.

—Lo sé, lo sé —respondió Javier, nervioso—, pero este niño… No sé dónde se mete. Búsquelo, Therese, haga el favor. Voy arrancando el coche.

—Gonzalito lleva un batido de vainilla, su bocadillo de york y una botella de agua fresca. —Señaló la tartera que Javier sostenía entre las manos.

—Pan negro, ¿verdad?

—Más negro que el trasero de una mona, como a usted le gusta.

Aunque él ya no la escuchaba, menos mal, había salido al patio como alma que lleva el diablo, consultando su reloj con gesto compulsivo, y se había olvidado el almuerzo de su hijo sobre la mesa del office. Con un entrecortado suspiro de resignación, Therese lo recogió y salió tras él cuando el pequeño Gonzalo entraba a la carrera por la misma puerta.

—¿Ya? —La mujer le guiñó un ojo.

—Ya. Están comiendo todos, hasta el más canijo —anunció radiante el crío, con una sonrisa como una luna creciente.

—Que no se entere tu padre o los espantará de un bocinazo. Toma la tartera y dame un beso, golfillo.

Gonzalo obedeció con el corazón acelerado por la carrera y la presión de los pitidos del coche de su padre desde fuera.

—¡Falta más de una hora para que empiece el cole! —se quejó con un puchero. Therese le revolvió cariñosamente el pelo oscuro y luego se lo volvió a recolocar.

—Tu padre tiene que llegar pronto a la oficina —dijo a modo de disculpa.

—Ya, pero me toca esperar en la biblioteca. Es un rollazo…

—Venga, no protestes, prepararé algo para la cena de los gatitos de esta noche.

Los ojos verdes de Gonzalo se llenaron de luz.

—¡Guay!

—Sé bueno, no armes guerra y vuelve pronto.

—Cuando papá me recoja, ya sabes —aclaró con un mohín de duda que Therese conocía bien.

—¡Gonzaloooooooo!

—¡Voooooy! Adiós, There.

—Hasta luego, mi niño, que tengas un buen día.

—¡Cuida de los gatos! —rogó el peque en un último susurro. Therese lo tranquilizó con un gesto. Luego juntó las manos sobre el delantal blanco y lo vio marchar.

No tenía más que seis años y un amor desmedido por los animales de toda clase y color, pero la vida, con sus circunstancias, lo estaba empujando a madurar antes de tiempo. Pobrecillo.

—¿Qué diablos estabas haciendo? ¿Has visto la hora que es? —Apenas Gonzalo cerró la puerta, antes incluso de que pudiera abrocharse el cinturón de seguridad en su alzador del asiento trasero, Javier ya metía primera y aceleraba. Los portones del chalé se abrían para él.

—Demasiado pronto —bufó el niño, malhumorado.

—Ponte el cinturón. ¿Llevas el almuerzo? ¿El uniforme completo?

—Sí, sí y sí a las tres cosas.

—¿Tienes deporte? ¿Llevas las zapatillas?

Gonzalo puso los ojos en blanco y pegó la nariz al cristal de la ventanilla.

—Tengo deporte los jueves, hoy es martes —enumeró con mucha paciencia—. Siempre te lías.

—¿Pongo música? —Ya adentrados en la estrecha carretera de montaña, Javier pareció calmarse. Gonzalo se encogió de hombros—. Venga, chaval, no seas aguafiestas. Hoy tengo una reunión importante de la que dependen muchas cosas, estoy nervioso.

—¿Como cuando yo tengo un examen?

—Justo, igual. ¿Ponemos ese programa de la radio que tanto te gusta?

—¿El de las bromas?

—El de las bromas. Espera, que lo busco.

Javier trasteó un segundo en el dial y pulsó. De los altavoces brotó la voz exaltada de un paisano al que amenazaban con denunciar porque su mujer había robado un boli en el hotel de Disneyland París donde se habían alojado; en el paquete de futuras desgracias se incluía la Interpol, encarcelamiento seguro, denuncias a embajada y prensa amarilla.

—¡Yo lo devuelvo, lo devuelvo! ¡Se lo envío hoy mismo! —juraba el pobre hombre, ignorando ser víctima de una broma encargada por su propia esposa.

Una maniobra estúpida de otro coche obligó a Javier a frenar en la rotonda. Bufó, maldijo entre dientes y apoyó el codo de la mano en la bocina hasta fundirla.

—¡No basta con enviarlo por correo!lo atosigaba el gancho—. ¡Se va usted a lo fácil, menudo caradura! Tiene que venir a París personalmente y dar la cara.

Pero fue mi mujer, yo…

—¡Muy bonito! ¡Echándole la culpa a ella!

No, mire, no le echo la culpa a nadie, es solo que…

Bueno, no aparezca, si no le importa que su esposa salga acusada en todos los periódicos de Francia…

Pero esos no se leen aquí, ¿verdad que no?

Gonzalo se apretaba la barriga en mitad de un ataque de risa. A Javier también se le escapó un amago de carcajada mientras aceleraba y adelantaba.

—Son buenísimas, ¿quién se inventará…?

—Chsss… —Gonzalo lo mandó callar. La víctima empezaba a revolverse.

Me parece… —arrancaba con cierta timidez.

—¿Qué? ¿Le parece qué? La chulería del tipo de la radio era inverosímil.

—…que están ustedes haciendo una montaña de un granito de arena. Total, es solo un bolígrafo.

Ahhhh, como se trata de un boli, usted defiende que se vaya por ahí, hala, hala, robando, a diestro y siniestro.

Hombre, no, tanto como eso, no…

Llegaron a la puerta del colegio, ya abierto. Javier se adentró hasta el patio, maniobró, frenó su Audi A8 y se giró para mirar a su niño. El peque seguía pegado a la conversación, sin intención de moverse.

—Vamos, baja —lo azuzó impaciente.

—Espera un segundo a que acabe.

—Gonzalo…

Así va el país —continuaba el bromista—, los ciudadanos encubren a sus esposas ladronas…

—¡Oiga, sin faltar!

Gonzalo volvió a soltar otra carcajada. Pero el rostro de su padre volvía a ser tenso y le cortó el rollo.

—Ya me bajo —aceptó sin ganas. Soltó el cierre del cinturón, se colgó la mochila y abrió la portezuela—. Luego me lo cuentas.

—Luego te lo cuento —respondió, ansioso, Javier—. Vamos, cierra, que llevo prisa.

Gonzalo aún retuvo un instante a su padre, de pie, mirándolo a través de la puerta abierta.

—¿Por qué vas siempre tan agobiado?

—Porque tengo un trabajo que sacar adelante y una oficina que gobernar. Porque la vida de los mayores no es un patio de recreo. Por eso.

El crío sacudió tristón la cabeza y empujó la pesada portezuela. El coche salió escopetado y lo dejó rodeado por los profesores de primaria que ya se ocupaban de otros alumnos en sus mismas circunstancias. «Vaya caca, eso de hacerse mayor», se dijo. Pero un súbito frenazo, el chirriar de unos neumáticos y el rugir de un motor volviendo a aproximarse lo hicieron detenerse y volver la cabeza.

Era su padre, con la ventanilla abierta y el cabello revuelto por el aire, que daba marcha atrás y paraba justo a su lado.

—¿Se te ha olvidado algo? —preguntó Gonzalo con disgusto. Javier sonrió sin afán de batallar.

—Se me había olvidado decirte lo mucho que te quiero, Ezio. Pórtate bien.

Entonces sí que se marchó, pero al menos esta vez Gonzalo quedó feliz. Su padre solo lo llamaba Ezio en sus mejores momentos, en los más cercanos. El nombre del personaje protagonista de Assassin’s Creed II, Ezio Auditore da Firenze, el juego de consola favorito de papá. Solo no le permitían jugar, pero cuando él estaba en casa, a veces, luchaban juntos por la salvación del mundo.

Loco de alegría, el pequeño atravesó corriendo el zaguán y subió hasta la biblioteca superando los escalones de dos en dos.