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Si no te chiflan los vestidos pijos…

Hay promesas que no deben hacerse si una no quiere amargarse la noche. Si, como Eva Kerr, eres de las que detestan los acontecimientos sociales, opinas que solo sirven para presumir y exhibirse, que las conversaciones son superficiales y los asistentes frívolos, no le prometas a tu madre que la acompañarás a una entrega de premios en Marbella. Eva accedió porque, tratándose de su madre, no sabía decir no ni inventar buenas excusas a suficiente velocidad. Mierda, el sábado, el fastidioso sarao era el sábado y apenas si tenía tiempo para buscar un vestido pijo de esos en los que caber: cabría, pero sin respirar. Dos horas de peluquería y plancha contra sus rebeldes rizos y algo de maquillaje, lo justo para disimular las pecas. ¡Señor! Solo de pensarlo le daban taquicardias.

Su solución para salir de la crisis, una hora de carrera y quemar adrenalina. El gimnasio donde boxeaba había decidido cerrar, aprovechando la temporada baja, para cambiar todo el parquet del suelo y la pintura de las paredes. Nunca imaginó que el no saber qué hacer con su exceso de energía la afectaría tanto.

Salió de la caravana con Toni y Braxton trotando alrededor, cerró con llave, rodeó el primer tercio de la calle y, nada más girar la curva, se topó con los muros del colegio alemán. Mucha gente le preguntaba si tanto niño cerca vociferando no era una incomodidad. Para nada. Eva adoraba a los críos de todas las edades, eran el vivo retrato de la alegría sin límite, de la curiosidad. Si alguien le hubiese concedido un deseo, habría pedido ser niña para siempre. A aquellas horas, sin embargo, las clases habían terminado y el silencio era eclesiástico. Por eso le llamó la atención la figura de un niñito de unos seis o siete años sentado en los escalones de entrada, junto a las cancelas a punto de cerrar. Pero siguió corriendo y pasó de largo.

Braxton no. Braxton se quedó rezagado olisqueando al extraño, le hizo su surtido de gracias con el rabo y finalmente, al ser correspondido, se quedó a bañarlo a lametones. Eva oteó por encima de su hombro al percibir que faltaba uno de sus perros y frenó en seco.

—¿Braxton?

El animal no le prestó la menor atención, seguía encariñado con el niño, zalamero bajo sus mimos. Eva retrocedió dando saltitos, tratando de no perder el ritmo.

—Hola.

—Hola —respondió el crío. Menudos ojazos claros se gastaba el muchachito—. ¿Es tuyo, el perro?

—Sí, son míos los dos. Vaya, parece que le has gustado. ¿Qué haces aquí solito?

—El cole va a cerrar, estoy esperando a mi papá.

—Pero ¿te ha dicho que viene?

—Sí. —El niño le enseñó el teléfono que guardaba en el bolsillo—. Llamó y me dijo que esperase fuera, que venía de camino.

—Ah, vale. Bueno, pues no te alejes de la verja, seguro que ya no tarda. ¡Braxton! ¡Vamos!

El pastor soltó un ladrido como una queja y remoloneó a la hora de cumplir su orden. Eva retomó la marcha antes de comprobar que Braxton la seguía, pero también lo hacía el chiquitajo de ojos de ángel. Se hizo la longuis esperando que parase.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó a voces. Ella, entonces, aflojó el paso.

—Eva. ¿Y tú?

—Gonzalo.

—Vaya, Gonzalo. ¿Has visto el cielo? —Las nubes habían empezado a ennegrecerse —. Va a caer una de las gordas y aquí no hay dónde refugiarse.

El niño se encogió de hombros. La resignación en su rostro y en su gesto la consternó, daba la impresión de estar acostumbrado a esperar y que no le importaba demasiado, parecía feliz solo con que le permitiese acariciar a los pastores alemanes. Eva interrumpió su trote, flexionó la cintura y apoyó las manos en las rodillas. Acababa de maquinar un plan de los suyos: irreflexivo e instantáneo.

—Tienes móvil —afirmó mordiéndose la comisura del labio inferior.

—Sí, ¿por?

—Vamos a mandarle un mensaje a tu padre, anda. Y esperaremos, pero a cubierto.

Eva no había equivocado ni chispa sus augurios, llovía a cántaros; incluso agradeció el encontronazo con el pequeño Gonzalo, que le hizo volver y le evitó empaparse bajo el chaparrón. No le disgustaba correr bajo la lluvia, pero aquello era el segundo diluvio universal. Estaban mucho mejor y más a gusto dentro de la caravana que era su casa, calentitos, con la música a toda pastilla y pegándose un homenaje meriendil con colacao, galletas caseras y sándwiches de pasta de salami.

—Me encantan los animales, pero a mi papá, no. Dice que le dan alergia —explicaba Gonzalo, mordisco va, mordisco viene, tanto al bocadillo como a las galletas.

«¡Cielos! He recogido a un crío verdaderamente hambriento», se dijo Eva.

—¿Le salen ronchas por todo el cuerpo y se pone coloradote? —preguntó simulando un desmedido interés. Gonzalo negó con la cabeza.

—No, pero se pone muy nervioso.

—Vaya.

—Por eso, aunque yo quiero una mascota, no puede ser. —Cortó con los dedos un pedacito de sándwich y se lo dio de comer a Braxton, que no se separaba de su lado.

—Entiendo. Menuda faena. ¿Más colacao?

En el exterior, por encima del grueso sonido de las cortinas de lluvia, se oyó el chirriar de unos frenos y un potente motor que se extinguía. Eva había dejado la verja abierta a propósito. Gonzalo saltó de su silla.

—¡Es papá!

—Ya era hora de que se acordara de que tiene hijo —musitó la joven entre dientes.

La puerta de la caravana se abrió de un brusco empujón antes de que ellos pudieran asomarse. Todo lo que Eva pudo ver fue un hombre enorme y supersexi que casi no cabía dentro del vehículo, con un traje oscuro chorreando y la cara desencajada de puro pánico, que se abalanzó contra el peque y lo estrechó con ansiedad entre sus brazos.

—¡Gonzalo, hijo! ¡Qué susto! ¡Qué susto me has dado! —repetía como un autómata mientras lo separaba, lo palpaba por todas partes y comprobaba su perfecto estado.

—¿Susto por qué? —intervino Eva molesta—. Si le hemos mandado un mensaje…

¿Para qué se le ocurriría abrir la bocaza? Cuando el tipo, que estaba agachado delante del niño, se puso en pie, Eva le llegaba apenas al nudo de la corbata y su mirada iracunda, verde y fuera de sí parecía tan peligrosa que la chica retrocedió asustada, calculando la escasa distancia entre el techo de su casa y la cabeza del desconocido. Así que ese guerrero de apariencia peligrosa, terriblemente provocador era Javier, el padre de Gonzalo. Pues cabreado y todo, estaba para ponerle un piso.

—¿Está usted loca?

—Pero ¿qué dice?

—¿Cómo se le ocurre ir por ahí secuestrando niños de las puertas de los colegios? —bramó inclinado sobre ella.

Gonzalo le tiró de la pernera del pantalón.

—Papá…

Como era de esperar, no le hizo ningún caso.

—¡Debería denunciarla!

—Papá…

Tras esa amenaza, la indignación de Eva superó al miedo y saltó la fiera que llevaba dentro.

—¿Denunciarme? No, espere, gran hombre, igual lo denuncio yo a usted —lo retó hirviendo de coraje.

—¿Usted? ¿A mí?

—¿Corremos y probamos? A ver quién llega antes a comisaría. Le advierto que llevo deportivas.

—Usted no tenía ningún derecho, es mi hijo, ¡mi hijo! No la conozco y él tampoco la conoce. ¿A cuento de qué se lo lleva de la calle?

—¡Le digo que le hemos mandado un…!

—¡Ah, eso lo cambia todo! —silabeó irónico—.¿Y no ha visto mis doscientas respuestas? ¡Claro! ¿Cómo va a estar usted pendiente del móvil? Si el malo soy yo… ¿Quiere hacer el favor de bajar el volumen de esta condenada música? No me extraña que no oiga las alarmas del teléfono.

Eva se tragó su orgullo, le costó contenerse, pero, sin ser madre, guardaba el suficiente instinto como para saber que no era una discusión que ventilar delante de un crío. Se acuclilló y le tomó el bracito.

—Gonzalo, ¿te quedas un minutito cuidando de Toni y de Braxton? Papá y yo tenemos que hablar de una cosa.

Al mencionar a los perros, Javier tomó repentina conciencia de su presencia y dio un respingo.

—¿Dejarlo aquí dentro? ¿Con los perros? ¿Respirando sus virus? Nada de eso, está usted como una maraca, guapita de cara.

Eva estiró el dedo índice, se empinó sobre sus puntillas, se lo metió entre las cejas y se le acercó al oído.

—Si vuelve a llamarme eso, le daré una patada en el culo y le dejaré la zapatilla de correr dentro —susurró asegurándose de que Gonzalo no la entendía—. Y ahora, salga. Tengo una buena lona, podemos charlar debajo sin mojarnos.

—No tengo nada que hablar con usted —aulló Javier al tiempo que la perseguía. Con toda parsimonia Eva abrió la puerta, cruzó una mirada cómplice con el peque y bajó las escaleras de la caravana. A la derecha había montado una especie de porche de verano plagado de macetas, cubierto con un toldo, que ahora se veía encharcado y tristón—. Cojo a Gonzalo y me marcho. Dé gracias a Dios que soy buena persona pese al susto…

—Usted lo que es es gilipollas—lo cortó cuando más emocionado entonaba su discurso. Javier abrió desmesuradamente los ojos—. ¿Desde cuándo se le olvida que es padre? Ese niño estaba solo en mitad de la calle, con un colegio cerrado y un papá olvidadizo, a expensas de que, no yo, sino cualquier desaprensivo lo fichara al pasar y… No quiero ni pensarlo.

—¡Venía de camino! ¡Se me hizo tarde! ¡Estaba trabajando, menudo crimen!

—Oh, sí, trabajar, la gran excusa del macho ibérico.

Él miró despreciativo la caravana y su entorno.

—Seguro que usted no sabe siquiera lo que es eso.

—¿Se refiere a trabajar? —Los ojos azules de Eva echaban chispas. Prácticamente, lo único visible de ella bajo la visera de su gorra. Por un segundo y por encima de su enfado, Javier se quedó enganchado en ellos.

—Efectivamente.

—No, yo vivo de lo que cae de los árboles.

Hippies harapientos… —masculló con desprecio en cuanto se vio libre del embrujo de aquellos iris—. Y con todos esos animales sucios y pulgosos alrededor…

¡¡Plaf!!

Eva no lo pensó dos veces. Tal cual se le pasó por la mente, así lo hizo: abrió la mano, estiró el brazo y le propinó, al gigantón furioso, la madre de todos los bofetones.

—¡Y encima violenta!

—¡No se atreva a quejarse! ¡Ni vaya de víctima! Le he mandado un mensaje desde el teléfono de su hijo y el mismo desde el mío. Sabía perfectamente dónde estaba, a cien metros del colegio, a salvo y acompañado. Y usted, en lugar de agradecerme el detalle, me insulta y amenaza con denunciarme.

Javier no estaba dispuesto a seguir soportando aquella prueba, muy por encima de los límites de su paciencia, así que le dio la espalda a Eva y abrió la puerta de la caravana.

—¡Gonzalo! ¡Sal, nos vamos!

—Supongo que habría preferido que esta «hippie medio loca» lo dejase tirado bajo la tormenta, ¿no?

—¡No se te ocurra toquetear a esos perros asquerosos, Gonzalo! —volvió a ordenar Javier, ignorándola a voluntad.

Eva apretó los puños. «Menudo imbécil».

—El padre perfecto, vaya, le van a llover los premios —siguió chinchándolo mientras pudo.

Él parecía haber recuperado ya el dominio de sí y de la situación. Ofreció una mano a Gonzalo para que descendiese los pocos escalones y, considerando que se portaba como un auténtico señor al no denunciar a aquella robamenores, sacó las llaves del coche del bolsillo.

Ni corta ni perezosa, antes de que diera el primer paso, Eva le puso la zancadilla y el metro noventa de dios griego trastabilló y estuvo a punto de caerse de boca al barro, pero reconquistó el equilibrio de milagro.

Fue un momento tenso, un cordel a punto de romperse, cuando se desafiaron con los ojos, verde contra azul. Eva sonreía torcido, a punto de liberar una carcajada. Que encima se estuviese divirtiendo, era más de lo que él podía soportar.

—Las mujeres en general me sacan de quicio, pero usted ostenta el dudoso honor de haberse ganado mi enemistad de por vida en menos de siete segundos.

Eva no replicó, andaba muy ocupada correspondiendo al abrazo que Gonzalo le regalaba con los ojitos húmedos.

—Puede meterse su amistad por donde le quepa, pedazo de monolito viviente —farfulló ladeando la visera de su gorra, cuando ellos ya se alejaban sendero adelante.