7
La segunda zancadilla es la que vale
Eva se repasó por enésima vez en el espejo. A través de la rendija de la cortina que separaba el dormitorio del salón, Toni y Braxton asomaban sus hocicos.
—¿Qué os parece? ¿Me veis guapa? —Recibió dos sonoros ladridos como respuesta—. Si os confieso que detesto estos trajes embudo, pero muero por los tacones que los acompañan, me diréis que estoy majara, que soy ruda y poco femenina, algo que yo rebatiré, mencionando el memorable trabajo de peluquería que llevo sobre los rizos. ¡Dos horas, dos, ha pasado la pobre chica dale que te pego con el secador y las planchas! Menudo mérito y menudo resultado. —Bamboleó a un lado y otro la larga melena roja—. Suaveeeeee, ¿eh?
Los pastores alemanes volvieron a ladrar y Eva rio con ellos. A veces se preguntaba si no estaría perdiendo la chaveta, vivir sola con dos perros y mantener extensas conversaciones convencida de que la entendían, no era el summum de la vida social, tenía razón Ana Belén, pero no estaba dispuesta a dársela o le haría la vida imposible. Si algo deseaba su amiga por encima de todas las cosas era verla feliz y, por alguna inexplicable asociación de ideas, Ana Belén identificaba la felicidad con vivir en pareja. Bien, puede que funcionase así para ella, pero no para Eva. No quería hombres ni en pintura. Sexo, sí. Sexo, siempre. Pero relaciones… ni loca.
—Bien, allá voy, tiembla, jet set marbellí —dijo al espejo al tiempo que con una mano agarraba su bolsito de fiesta y con la otra tiraba un beso a su imagen: un cuerpo esbelto dentro de un traje de cóctel ajustado azul tinta y soberbias sandalias de pedrería a juego. Incluso sin intención, Eva se había vestido para causar terremotos.
Había rechazado los ofrecimientos de su madre para pasar a buscarla. Bella temía que, de no ser así, Eva acudiría a la gala a lomos de su moto como hacía siempre. No se equivocaba demasiado. De no impedírselo el vestido, eso es precisamente lo que habría hecho, pero no le quedó otra que desempolvar su viejo todoterreno del garaje y ponerlo en marcha tras meses sin conectar aquel motor. ¿Para qué usar coche cuando en Marbella lucía el sol trescientos veinte días al año y la motocicleta se aparcaba en la puerta misma de su destino?
Observó con disgusto la capa de polvo que cubría la carrocería turquesa del Suzuki Santana.
—Margarita, debí lavarte antes de sacarte de fiesta… Bueno, ahora ya no tiene arreglo, espero que mamá no te vea o pondrá el grito en el cielo.
El interior olía a cerrado. Para Eva, el coche era útil solo cuando llovía o se movía con los perros. Suspiró, dejó el bolso en el asiento del copiloto y arrancó con suavidad. Abandonó marcha atrás el techado hasta salir por la puerta principal de la parcela y se despidió de sus chicos con un silbido. Luego apretó el mando a distancia de la cancela y se entregó de mala gana a las curvas de bajada de la carretera de montaña.
La fiesta se celebraba en el hotel Villa Padierna, un lujoso palacete de estilo toscano, donde los ricachones se casaban y las empresas pudientes montaban sus verbenas. Aquella noche la recepción se concentraba en uno de los miradores a cubierto que daban al jardín, rodeado de vegetación y de velas, con un menú renovado de Martín Berasategui. Aparcó el destartalado Suzuki en el parking y entregó las llaves al empleado que la admiró con discreción, a pesar de la birria de tartana que conducía. Entró hasta recepción, donde dio el nombre de su madre para que alguien la avisara. Se retrasaba casi quince minutos aposta y le constaban dos cosas: una, que Bella habría llegado puntual y dos, que no la esperaría en el vestíbulo poniéndose en evidencia.
Bingo.
Al cabo de cinco minutos, su madre se dejaba ver, precedida de un botones uniformado, vestida con un fabuloso traje largo de encaje de Chloé color vainilla que le sentaba a su cabello rubio como esmeralda al dedo. Se acercó a besarla.
—Cielo, estás preciosa, ¿qué te has hecho en el pelo?
Eva se pasó la mano por la melena, un poco azorada.
—Un sacrificio terrible con tal de verte contenta. —Le guiñó un ojo. Bella se enganchó a su brazo y le comentó con aire confidencial:
—Vas a causar estragos ahí dentro, la media de edad de los invitados ronda los cincuenta y cuatro.
La pelirroja frunció el entrecejo.
—Genial. ¡Mamá! ¿Cómo se te ha ocurrido traerme?
—¿Pensabas dejarme sola ante las hordas machistas?
—Pues con no haber venido…
—Cariño, tengo que entregar un premio al empresario más destacado del año, no había modo de zafarme.
—¿Del año? ¡Pero si estamos en marzo! —refunfuñó Eva convencida de que todavía podía surgir otro candidato mejor que le robase los méritos.
—Bueno, es más bien un reconocimiento por su brillante trayectoria, no solo por lo que haya hecho en los últimos meses.
—Qué manera de complicarse la vida. —Hizo rodar los ojos—. En fin, si hay vino blanco a punto de congelación, prometo resistir hasta los créditos finales.
Entraron juntas a la zona de gala, profusamente decorada con velas, plantas y faroles, y muchos caballeros giraron las cabezas con disimulo a su paso. La verdad era que, entre la encorsetada marabunta, Bella y su hija relucían como soles de verano, con la espontaneidad que caracterizaba su actitud y sus risueños semblantes. Llegaron hasta la mesa de las bebidas, pidieron sendas copas de vino y se dispusieron a brindar.
—Por nosotras —sonrió Eva mirando fijamente a su madre.
—Por lo mucho que te quiero aunque me exasperes. —Le guiñó un ojo y las copas chocaron. El tintineo del cristal las acompañó en su sorbo.
—No refunfuñes, estoy aquí, ¿no? Por cierto. —Echó un vistazo interesado alrededor. Muchos ojos coincidieron con los suyos y los propietarios inclinaron sus cabezas con cortesía—. Puede que estos gallardos señores sean demasiado mayores para mí, pero no para ti, mamá, algunos están de toma pan y moja y seguro que no todos forman parte de las «hordas machistas» esas que tanto te sulfuran. Igual alguno, además de guapo, también es decente.
Bella elevó los ojos al techo. Eva insistió.
—Mira aquel del traje gris, es guapísimo. ¿Y este del foulard al cuello? No me negarás que tiene estilo. Y te mira mucho. De hecho, no te ha quitado ojo desde que nos hemos apalancado en la mesa de los borrachos.
—Eva, déjalo —le pidió, divertida.
—Haríais buena pareja —repitió con saña—. ¿Y aquel canoso del fondo? Es alto y tiene una facha impecable.
—Ni lo sueñes. No estoy dispuesta a dejarme engatusar por ningún señorito pizpireto.
La pelirroja, entonces, sonrió maliciosa.
—Me pregunto por qué tanto Ana Belén como tú no paráis de buscarme pretendientes cuando vosotras, ante la sola idea de echaros novio, salís huyendo.
—Bueno, ya conoces el dicho: haz lo que yo diga…
—Pero no lo que yo haga —completó Eva por ella.
—¿Te hiciste el chequeo?
—Mamá, ¿qué chequeo? —se desesperó mirando a lo alto.
—Te lo dije el otro día, cielo, tienes que controlar tu salud. Estás muy delgada, deberías averiguar si estás anémica.
—¡Dios! ¿Cómo voy a…? —Dejó en vilo la pregunta. Bella sabía ponerse tozuda cuando le daba la gana, era mejor transigir y acabar cuanto antes con la discusión—. De acuerdo, el lunes mismo me haré un chequeo si eso te mata de ilusión. ¿Vale? —Luego le hizo un leve gesto con los ojos, señalando por encima de su hombro—. Se acabó la tranquilidad, creo que vienen a buscarte.
—Señora Kerr, por favor…
Bella giró sobre sus tacones. Un miembro de la organización requería su presencia a la mayor brevedad.
—Si no le molesta, hemos pensado entregar el premio antes del inicio del cóctel. Así todos podrán disfrutar con más serenidad de la degustación.
—Me parece perfecto. —Se dirigió a su hija—. ¿Me esperas?
—Por supuesto. —Eva se hizo cargo de la copa de Bella y esperó a que el caballero se retirase un tanto para agitar un puño en el aire y animarla— ¡A por ellos, mami!
Bella se dejó escoltar hasta el fondo de la estancia, donde habían dispuesto una tarima ligeramente elevada y una mesa de ceremonias. Con la soltura que la caracterizaba, la dama se acercó al atril con micrófono y saludó a la concurrencia.
—Bienvenidos todos, gracias por estar aquí esta noche y acompañarnos en un acto tan especial.
Eva chasqueó la lengua, apuró su copa de vino, mantuvo entre los dedos la de su madre y se preguntó qué tenía de extraordinario aquella gala que no tuvieran las otras tres mil a las que Bella asistía de tan buen grado.
—En nombre del Club Internacional de… —retomó Bella su discurso.
—Oh, oh. Ahora viene el aburrimiento supino. Eva, pies en polvorosa.
Había oído aquellas mismas palabras u otras muy parecidas cientos de veces, su madre llevaba asistiendo a actos benéficos y sociales desde que Eva se mantuvo sobre sus zapatos, de modo que la joven se desentendió del pomposo acto y se escabulló hasta la terraza. Allí abrió su bolso de fiesta y sacó su pitillera. Había cuatro Marlboro Light. Los miró dubitativa.
—Prometiste dejar de fumar, cochina inconstante —se reprendió a sí misma mientras atrapaba un pitillo y lo posaba entre los labios. No podía quejarse, con el incremento de horas de entrenamiento y el boxeo, prácticamente había aborrecido el tabaco, pero en ocasiones como esta, de fastidioso tedio o de nerviosismo, un cigarro se convertía en su mejor aliado.
Dentro se oyó una salva de aplausos.
—Bla, bla, bla. Menuda panda de chupópteros tragacanapés que están hechos la mayoría de los que vienen a estas cosas. —Eva rumiaba sus inquinas y fumaba con deleite, apoyada sobre la baranda de piedra que daba acceso a unas vistas espectaculares con el mar al fondo. Atardecía y la paleta de rosas y anaranjados del cielo era formidable.
Pasado un buen rato, cuando calculó, por la frecuencia decreciente del aplaudir y la reanudación de la música de fondo, que la entrega de la condecoración se había finiquitado, apagó el pitillo en un cenicero de pie dispuesto para la ocasión y regresó al redil resignada a encontrarse con su madre en la misma mesa de los vinos.
Pero, con quien se cruzó nada más entrar, fue con un hombre alto y moreno que sostenía una estatuilla con placa entre las manos. La exhibía orgulloso, con una sonrisa de anuncio a través de una blanca caja de dientes, mientras que los asistentes lo felicitaban y le daban palmaditas en la ancha espalda. Eva lo reconoció en el acto. Era el Monolito, el padre desaprensivo que atendía más a sus negocios que al resto del planeta, incluido su hijo y recibía así homenajes «al más currante».
«Vaya mierda », pensó.
Javier no podía saber que aquella divina criatura que acababa de cruzarse, y a la que se había quedado mirando con un descaro que rayaba la grosería, era la misma que se ocultaba bajo la gorra de béisbol y la ropa deportiva días atrás. La misma a la que había insultado y amenazado con denunciar por secuestradora y a la que tampoco reconoció cuando estuvo a punto de atropellarla al día siguiente. Lo único que sabía era que, por una noche con una hembra como aquella, daría los beneficios empresariales de todo un semestre. Incluso trató de sonreírle seductor, pero ella había elevado la barbilla y pasado de largo muy digna.
—¿Qué, hija? ¿Qué tal ha salido? —Bella abordó a Eva con la pregunta nada más verla aparecer.
—Has estado de miedo —mintió. No había escuchado una sola palabra del discurso—. Increíble. Bueno, como siempre. ¿Ya podemos comer?
—Sí, ahora empiezan a circular las bandejas.
—¡Dios, me suenan las tripas! —Se llevó la mano a la barriga. Su madre la reprendió con la mirada—. ¿Me prometes que llenamos el estómago y nos largamos?
—Si no hay más remedio… Ya te agradezco bastante que me hayas acompañado.
Por encima del mar de cabezas, dada su impresionante estatura, Javier volvió a destacar y llamó la atención de Eva. Notó que la furia le subía desde el vientre directa a la cara y arrebolaba sus mejillas. Aquel imbécil engreído, pavoneándose con su estúpido premio mientras su mujer y su hijo estarían probablemente solos en casa, esperando. Esperando al rey.
Le sobrevino una arcada. Eva era muy extrema con algunas sensaciones como la de tenerle tirria a alguien.
—No lo trago —susurró para sí—, es superior a mis fuerzas.
—¿Cómo dices?
—Nada, mamá, cosas mías. Mira, por ahí vienen los langostinos con gabardina.
Gracias a la comida, el cóctel se puso de lo más interesante. Eva era de buen comer y las delicias que sirvieron merecían el calificativo de manjares. Regadas con un blanco helado, la chica llegó a congratularse por haber aceptado la invitación. Eso es lo que pensaba cuando no veía pasar a Javier, seductor en plan actor de cine oscarizado, sonriendo todo el rato como un bobo egocéntrico. Miró alrededor. Bella atendía a un matrimonio de príncipes rusos muy engalanados, parecía distraída por completo. Se fraguaba el momento ideal para una travesura.
Eva se deslizó entre la gente musitando un sinfín de «perdón» y «disculpen» y se colocó estratégicamente cerca del premiado, de quien, por el momento, solo conocía el nombre de pila.
En el instante en que aquella copia viviente de Hugh Jackman levantaba el «trofeo» por encima de su cabeza para que los pelotas de turno le hicieran la ola, Eva estiró con disimulo la pierna, la colocó en medio y le puso la zancadilla por segunda vez en su corta relación de enemistad. Javier tropezó cuan largo era, trastabilló aparatosamente y no cayó de bruces al suelo gracias a las decenas de brazos que se extendieron para impedirlo, pero el preciado galardón, una estatuilla de cristal con adornos en plata, voló lejos de su alcance y golpeó a un invitado ilustre en la espalda. Al volverse, malhumorado y ladrando por el ataque de retaguardia, el premio cayó directamente al suelo, donde se hizo añicos.
Si las miradas matasen, Eva habría caído asesinada allí mismo. Sin embargo le echó cara y compuso la más candorosa de sus sonrisas.
—Lo siento muchísimo, creo que sin querer lo he hecho tropezar.
Aquella voz… y la puñetera manía malvada de ponerle la zancadilla hicieron que la luz estallase en el cerebro de Javier igual que un cartucho de explosivo. La señaló con el dedo y los ojos muy abiertos.
—¡Aaah! ¡Tú!
—¿Yo? ¿Quién? —Ella le siguió la corriente, en plan desquiciante.
—La de la caravana.
—No sé de qué me habla, señor.
—Te habrás disfrazado de princesita, pero sigues siendo una tocapelotas, guapa.
—Y tú un sieso de primera —replicó ella con garbo. A Javier le rechinaron los dientes.
—Ordinaria.
—Imbécil.
Todo siseado entre dientes para que nadie, salvo el interesado, lo oyese. En mitad del corrillo que los observaba, las cuatro pupilas se quedaron irremediablemente enganchadas en un baile de desafío. Eva supo que aquello era una declaración de guerra sin cuartel, pero daba lo mismo, no pensaba volver a ver a aquel energúmeno en lo que le quedaba de vida.
—¿Pasa algo, querida?
Mierda, su madre. No podía seguir agrediendo al protagonista de la velada y que este se enterase de que era la hija de Bella Kerr. Dio media vuelta muy resuelta y se alejó de allí a toda prisa, dejando a Javier a punto de arder por combustión espontánea, con la mirada clavada en aquel culo redondo y tentador, y en la melena sedosa danzando contra su espalda.
—Esto no quedará así, pelirroja hostil, ni hablar —juró con las mandíbulas apretadas antes de responder con toda la amabilidad posible, dadas las circunstancias, a las muestras de interés por su estado.