4

Llegó a la cabaña con la luna brillando en lo alto de un cielo cuajado de estrellas. Una vez la carreta quedó a buen recaudo, Harry aseguró las ruedas con grandes cantos y ató con doble nudo la lona bajo la que se amontonaban los troncos que llevaría a casa. Las noches eran húmedas y pudrirían todo lo que no quedara resguardado.

Se sentó en el porche sin hacer ruido para no alertar de su presencia y empleó todo el tiempo que le fue necesario en despellejar los tres conejos que habían caído en sus trampas. Los había recogido a la vuelta del lugar donde debería haber enterrado al hombre que había dañado a Bree. «Bree», volvió a pronunciar en su pensamiento, sintiendo la sacudida que su estómago acusaba cuando el nombre de esa mujer se le perfilaba entre los labios. Bien podría decir que era el hambre quien hablaba, pero en el fondo era consciente de que nunca había albergado una emoción así en sus entrañas, y mucho menos provocada por el apetito. Eran esas cuatro letras, Bree, las que detenían el aire en sus pulmones y hacían temblar los sólidos cimientos sobre los que se había sostenido toda su vida hasta ese preciso momento.

Podía oírla moverse tras la puerta cerrada de la cabaña, como un ratoncillo. Sus pasos eran lentos y, a menudo, jadeaba. Casi podía percibirse el sonido de la tela de las faldas deslizándose por sus piernas y el respirar acompasado que perdía el ritmo y la cadencia posiblemente cuando alguna tarea se volvía especialmente agotadora para el cansado cuerpo que había deambulado por la montaña. Debía de estar muy magullada bajo la ropa, algo que, al tacto, Harry no había podido comprobar cuando la encontró. Entendía el esfuerzo que le suponía haberse levantado, pero también valoraba que intentara hacerlo. Estaba claro que ella no era una de esas mujeres que se quedaban paradas viendo la vida venir. Peleaba por sí misma, de eso no tenía duda alguna. Y, a juzgar por los sonidos que le llegaban, no tenía miedo al trabajo. Sin embargo, también podía estar intentando congraciarse con él, que a fin de cuentas era su salvador y la persona que ponía, en esos momentos, un techo sobre su cabeza y comida en aquel cuerpo delgado y débil.

Decidió confiar en ella y centrarse en la sospecha que le martillaba el pecho desde hacía un buen rato y que no sabía si ocultarle. Callar implicaba dejar a Bree creyéndose una asesina, lo cual era cruel, sin duda. Pero también la convertía en una viuda de un mal hombre que la había dañado y subyugado, llevándola prácticamente al borde de la muerte. Y, como se empeñaba en remarcar su alterado corazón, aquello la hacía libre. Por otro lado, si existía la remota posibilidad que Dairon hubiese sobrevivido, significaría que Bree se encontraría limpia de pecado, pero seguiría casada y estaría obligada a perder cualquier resquicio de paz ante la amenaza de que su marido volviera a por ella. No habría tranquilidad en su vida. Ni motivos para que permaneciera cerca. Tendría que huir nuevamente y no permitiría que nadie se acercara a ella, ni su situación de esposa lo haría decente, se obligó a recordar Harry, con inquietud.

El mal menor sería dejarla pensar que las cosas seguían tal y como ella las había dejado. Dairon muerto, quizá no en aquel claro y a causa del certero golpe, sino tras una agonía lenta por las heridas mortales que se habían ido llevando su vida poco a poco, sepultándolo en algún lugar sin marca ni nombre que Harry no había podido encontrar. Así, aun con el remordimiento a cuestas, Bree se sentiría a salvo.

La decisión de guardar silencio se impuso a las demás.

Terminó de despellejar los conejos, se ocupó de los desperdicios y, una vez limpio el cuchillo y devuelto a su cinturón, dejó las presas en el zurrón y se acercó a lavarse en el abrevadero que había construido tiempo atrás.

Se bajó los tirantes, abrió la camisa despacio y usó la pastilla de jabón para lavarse más a fondo. Podría haberlo hecho dentro, pero imaginaba que Bree disfrutaría tanto de ese espectáculo como de verle despellejar animales y él tampoco estaba de humor para ser delicado tras una jornada de trabajo tan dura como la que había tenido.

Una vez estuvo razonablemente aseado, decidió que había ocupado todo el tiempo que podía antes de volver dentro de la cabaña. Necesitaba una camisa limpia para no pillar una pulmonía y tenía tanta hambre que la idea de hincar el diente a los conejos crudos empezaba a no parecerle tan descabellada.

Fiel a su promesa, llamó a la puerta de su propia casa y, tras recibir el permiso —su hermano Boyle se habría burlado sin piedad ante algo así—, entró. Saludó con la cabeza a Bree, sin mirarla, mientras recorría el espacio que separaba la entrada del arcón donde guardaba las mudas.

Ella, por el contrario, sí le observó al cruzar la estancia. Harry Murphy tenía el cuerpo de los hombres de la montaña, no había duda. Dairon no era enclenque, pero lo que tenía ante ella en ese momento eran una profusión de músculos perfectos, de un tono lo bastante oscuro para hacerle notar que, en épocas soleadas, ninguna prenda solía cubrir aquella piel que ahora contemplaba. El vello, disparado en el torso y el vientre, bajaba en una línea oscura escondiéndose debajo del pantalón, donde probablemente sería más abultado y rizado. Los brazos de Harry, fuertes y de aspecto duro, aquella espalda ancha marcada por alguna que otra cicatriz y las gotitas de agua que corrían pecho abajo hicieron a Bree olvidarse de lo que estaba haciendo. Con un carraspeo y las mejillas encarnadas, removió el guiso que se calentaba al fuego preguntándose cómo era posible que un cuerpo tan poderoso llamara su atención.

—Tiene buen aspecto —le dijo Harry una vez estuvo vestido y le dedicó, por fin, una mirada. Se fijó en que ella había arreglado su aspecto y en que el cabello lucía ahora lustroso, recogido en una larga trenza roja que le llegaba hasta la cintura, dándole una apariencia limpia y suave.

Bree le sonrió como agradecimiento. Se sentía algo mejor tras lavarse. Aunque no hubiera podido cambiarse la ropa, la había adecentado. Con el pelo peinado y los restos de sangre seca y tierra fuera de su cuerpo, se sentía mucho mejor.

—Me he tomado el atrevimiento de sacar algunas zanahorias y cebollas de esa caja —susurró señalando la olla—, pensé que irían bien para acompañar el guiso que usted había preparado.

—No voy a discutírselo. —Harry dejó los conejos sobre la mesa, sacó el cuchillo y comenzó a trocearlos en pedazos pequeños—. Mientras termina, voy a dejar esto preparado para que mañana podamos comer algo distinto.

—¿Los ha cazado usted?

Con la ceja alzada ante su tono de impresión, Harry se preguntó, no por primera vez, con qué clase de hombres habría dado esa mujer. Sabía lo bastante de Dairon como para descartarlo de inmediato, pues no tenía aspecto de ser un hombre capaz de valerse por sí mismo, pero ¿y el padre de Bree? ¿No había cazado nunca cuando la escasez de dinero impedía comprarle la carne a un tendero?

—Dejé algunas trampas antes de encargarme de la tala. —Con tiento, procurando no rozarla en el escaso espacio donde estaba situada la cocina, buscó un recipiente para guardar la carne—. Esperaba cobrarme alguna pieza a la vuelta y así ha sido. He tenido suerte.

—Esa fue… una decisión muy inteligente. —Su tono dejó entrever que no estaba habituada a personas que pensaran en el futuro con anticipación.

—Tengo una familia a mi cargo —expresó Harry encogiéndose de hombros—, procurar el alimento es una costumbre. No siempre se tiene cerca el mercado del pueblo.

—Aun así yo… un hombre que se encarga de todas esas cosas es muy respetable. Deben de estar orgullosos de usted. —No recordaba haberse sentido más agradecida en toda su vida. Harry Murphy hacía mucho por ella, tenía gestos y detalles de los que hasta ese momento no había disfrutado. Su destreza la impresionaba y la actitud que mostraba hacia ella la abrumaba.

Incómodo ante tanto halago, Harry dejó el cuchillo convenientemente guardado y se cruzó de brazos. Bree no le miraba, se limitaba a remover el guiso con su mano sana.

—No hay necesidad de que sea tan amable conmigo, señora. —Tan pronto lo dijo, supo que sus bruscas palabras no habían tenido el sentido esperado.

—¿Cómo dice? —preguntó Bree, cuyo asombro fue notable en el tono ligeramente chillón que impregnó sus palabras. ¿Había oído bien? ¿Él le pedía que no fuera amable?

Harry maldijo por lo bajo su torpeza. No estaba acostumbrado a convivir con desconocidos ante los que tuviera que medir sus palabras. En su casa, su familia le conocía y entendía lo que quería decir. Con Bree, por supuesto, no podía contar con aquello. Y ahora le estaba mirando como si su grosería la hubiera ofendido más allá de todo límite.

—Quiero decir —Harry carraspeó, preguntándose qué iba a explicar en realidad— que no tiene que decir esas cosas buenas de mí por temor a nada. Nadie va a echarla de aquí, ya se lo he dicho. Está segura. A salvo. Eso es todo.

—¿Le molesta que hable bien de usted? —Para Bree, que no había recibido palabras de aliento ni siquiera cuando se esforzaba con dureza para hacer las cosas bien, era importante demostrarle cuánto valoraba sus atenciones.

—Solo si… —maldición, ¡qué difícil era!—, solo si lo hace por temor a que me porte mal con usted.

Bree ya estaba negando con la cabeza antes de que Harry pudiera terminar de hablar. Por lo visto, aquella mujer pensaba más rápido de lo que él era capaz de componer una frase.

—Expreso lo que pienso, señor Murphy. No trato de gustarle para evitar que me eche, aunque admito que estaría en su derecho. Es su casa. —Y qué gratificante era, pensó Bree, poder hablar sin temor a que una bofetada le cruzara la cara por decir algo considerado como inconveniente.

—No sé con qué clase de hombre está acostumbrada a tratar, señora. Aunque me hago una idea. —Harry se hizo con dos cuencos y un par de cucharas del estante—. Sin embargo, le aseguro que no soy uno de ellos.

—Entonces no puede reprocharme que valore sus virtudes y se las haga saber como agradecimiento.

—Cualquiera en mi situación…

—No, señor Murphy. —Bree le miró a los ojos sin titubear. Sus palabras encerraban verdades que llevaba marcadas a fuego por el cuerpo—. No habrían hecho lo mismo que usted.

Como se le pusieron las orejas rojas, Harry decidió que la conversación debía morir en ese punto. Le indicó a Bree con un gesto que fuera a la mesa y él se encargó de servir la comida. Durante unos momentos, cenaron el uno frente al otro en perfecto silencio, llenando sus estómagos mientras sus mentes estaban muy lejos de allí. La de Bree, puesta en qué sería de ella cuando estuviera lo bastante fuerte para valerse por sí misma y Harry Murphy abandonara la cabaña para volver junto a los suyos. La de él, que no se alejaba mucho de aquellos pensamientos, se planteaba cómo seguir con su vida acostumbrada cuando estaba casi seguro de que aquella mujer iba a quedar sola, desprotegida y sin un lugar seguro al que ir. Se repetía una y otra vez que aquello no era asunto suyo, pero debería haberlo pensado antes de bajar de la carreta y arrancársela a la muerte de los brazos. Le había dado cobijo y se había hecho responsable de ella. No podía desampararla, pues moralmente se sentía comprometido con su bienestar.

—¿Señor Murphy?

Levantó la cabeza al oír que le llamaba. La mirada penetrante le provocó la tentación de pedirle que utilizara su nombre de pila, solo para poder oírlo de sus labios rosados. Azorado, comprendió que no iba a ser capaz de dejarla marchar a su suerte. Los ojos que le miraban eran los más bonitos que había visto nunca. Ni la mirada tierna de un cervatillo recién nacido podía compararse al brillo intenso que parecía adueñarse de cada rincón de la cabaña cada vez que Bree parpadeaba, iluminando la tristeza de un rostro que Harry se sorprendía deseando acariciar con las yemas ásperas de sus dedos.

—¿Pudo encontrar… le… le encontró? —El temblor en su voz hizo evidente a qué se refería.

Harry tragó un gran pedazo de carne sin masticarlo, buscando hacer tiempo para componer una verdad a medias lo bastante creíble para no incitar a Bree a hacerle más preguntas. Sin querer entrar en detalles, asintió con la cabeza.

—No se preocupe más por eso, señora. Ya ha pasado.

Bree asintió mientras removía unas zanahorias que, de pronto, no sabía si podría comerse.

—Ignoro si está bien sentirme en paz cuando fui yo quien…

—Usted solo defendía su vida. Cuando se trata de uno mismo u otro, siempre hay que pensar en el propio pellejo.

—¿De verdad lo cree? —Bree lo vio asentir, sin dudarlo—. Según me ha contado, usted abandonó su carreta y se metió en el río solo para auxiliarme. Eso no me parece pensar en el propio pellejo.

—Esa situación es distinta. Usted no suponía una amenaza para mí. Él sí lo era para usted. El mundo no ha perdido nada con que esté muerto y usted ha ganado el derecho a vivir.

«El derecho a vivir»… esas palabras le sonaban a Bree tan desconocidas como si hubieran sido pronunciadas en algún idioma extranjero. Los últimos meses con Dairon había creído que jamás podría seguir adelante y se había limitado a luchar a diario por ver ponerse el sol sin recibir insultos, golpes o amenazas. ¿Sería cierto que ahora se abría un nuevo capítulo para ella? ¿Podría volver a empezar y esperar lo que le deparara la vida, sin miedo?

—Si necesita cambiarse de ropa… —Harry carraspeó con torpeza indicándole con un gesto de la barbilla su arcón—. No encontrará nada de mujer, pero… quizá le sirva alguna camisa o prenda interior.

—Se lo agradezco, señor Murphy. Me temo que no me alcanzará con lo que tengo para pagarle.

—Eso no será necesario, señora. Me sentiré más que recompensado si continúa recuperándose como hasta ahora. —Con un gesto amable de los hombros, Harry le quitó un poco de importancia a la seriedad que veía en la mirada de Bree. Quería que se sintiera bien después de todo lo que había pasado, y que no temiera tener deudas que saldar—. Tal vez, si le parece bien, mañana podría terminar de preparar el conejo para la cena. Lo que ha hecho con esas cebollas y las zanahorias le ha quedado de maravilla.

Bree se sintió tan agradecida de ser útil que asintió con firmeza. Aquello podía hacerlo y, además, sería con enorme gusto.

Rato después, una vez la cena quedó recogida y la estufa provista para la noche, Harry sacó de una de sus cajas una botella de cuerpo redondeado cerrada con un tapón de corcho. Pasando la mano por la superficie de la etiqueta para retirar el polvo, se la mostró a Bree.

—Traiga dos vasos. La noche será fría y un trago nos ayudará a conciliar el sueño.

Muy impresionada, obedeció. Él vertió dos dedos de whisky ambarino en cada vaso y le ofreció uno. Antes de que ella pudiera reaccionar, Harry apuró el suyo agradeciendo el calor del alcohol que se deslizaba garganta abajo. Tal vez eso aclarara sus ideas. O quizá solo las enredara más.

—¿Cómo ha conseguido la botella con la Prohibición? —preguntó Bree, sin atreverse a beber.

—Digamos, señora, que todo hombre acostumbrado a visitar la montaña tiene alguna reserva a buen recaudo. Sobre todo, con el invierno encima. Vamos, beba, la ayudará.

Desconfiada, Bree olisqueó el whisky. Hizo un mohín y la nariz se le arrugó. Harry compuso una media sonrisa y la animó con un gesto.

—Vamos, ¿ha cruzado la mitad de los Apalaches a pie y le tiene miedo a un par de sorbos de alcohol? No la tenía por una cobarde.

—En ese momento, mi vida corría peligro.

—En unas horas llegaremos a los siete grados bajo cero. Y conforme avance la madrugada, serán más. Una vida puede correr peligro con ese frío, ¿no le parece?

Decidida a borrar de la cara de Harry el gesto burlón, Bree se llevó el vaso a los labios, cerró los ojos y bebió. Fue desagradable y no le gustó nada en un principio; sin embargo, el calor que recorrió su interior empezó a reconfortarla. Con las cejas alzadas en un gesto muy seguro, levantó el mentón y dejó el vaso junto al de Harry. Él se rio negando con la cabeza.

—Uno será suficiente por esta noche. Está muy malherida para soportar más alcohol.

—¿Está seguro de que me ayudará a dormir?

—Como una recién nacida. Confíe en mí. —Bree asintió. La palabra de Harry Murphy había demostrado tener mucho valor, de modo que no encontró razones para desconfiar.

Harry, que no podía tolerar una noche más en la silla, colocó en el suelo el jergón de plumas y dejó que Bree se arrullara bajo las mantas de piel en el sofá. Con el chaquetón puesto y agradeciendo la posición horizontal, se acomodó doblando los brazos bajo su cabeza y mirando al techo, sin moverse.

Bree dio algunas vueltas en la oscuridad hasta hallar la postura. Después, suspiró, oculta casi por completo bajo el calor que una buena cena, el abrigo y el whisky habían dado a su cuerpo. Tal vez esa noche durmiera sin pesadillas.

—Que descanse, señor Murphy.

—Usted también, señora —respondió Harry, al que no dejaba de parecerle raro tener un ritual de sueño con alguien. Imaginaba que algo parecido hacían las parejas casadas, pero era una idea que no pretendía dejar germinar en su mente—. Mañana saldré al alba, así si me doy prisa y con un poco de suerte, tal vez al mediodía haya acabado con el trabajo. Uno no puede demorar la estancia aquí demasiado, el invierno va a encrudecerse pronto.

Bree guardó silencio, aunque registró con mucho cuidado la verdad que ocultaban aquellas palabras. Harry había sido amable, solícito y respetuoso con ella. Había compartido refugio, comida y hasta su bebida. Dormía en el suelo para que ella estuviera cómoda y había llamado a la puerta para no asustarla a pesar de que aquella cabaña le pertenecía. Nadie era tan desprendido durante tanto tiempo, Bree lo sabía bien y, ahora, con aquellas palabras que él acababa de decirle, se lo ratificaba.

Tan pronto estuviera bien provisto de leña, volvería a casa para pasar la peor parte del invierno en compañía de su familia. Un hombre con obligaciones y hogar no podía dilatar su estancia en la montaña en épocas tan precarias cómo aquella, eso estaba claro. Al igual que estaba claro para ella, que notó cómo el agradable calor del alcohol la abandonaba alejando el sopor que la había invitado a dormir, que su seguridad junto a Harry Murphy iba a terminar muy pronto.

En cuanto él marchara montaña abajo, ella debería irse también, pues de ninguna manera podría seguir abusando de su hospitalidad solicitándole quedarse unos días más. Contrariada por haberse permitido sentirse arraigada en tan poco tiempo, se recordó que así era su vida ahora. Estaría sola ante lo que viniera. Esperar cobijo de los demás ya había demostrado ser un error antes y no volvería a cometerlo.