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El frío helaba su subconsciente, pero había algo envolviéndola. El zarandeo repetitivo que movía su cuerpo, lanzándola en bandazos suaves contra algo que le irradiaba calor, era casi agradable. Aquellos susurros constantes, venidos de algún lugar perdido de su mente, la tranquilizaban.

Una voz incomprensible, que realmente no llegaba a escuchar, hacía que el pozo negro en que deseaba sumergirse fuera menos profundo. La salvaba de la trampa. La mantenía luchando, aunque no estaba segura de poder ganar.

Harry decidió que lo mejor que podía hacer era ser práctico, de modo que, tan pronto hubo colocado a la desconocida tumbada en el sofá, prendió la estufa de leña y empezó a moverse a toda prisa a su alrededor.

Lo primero, antes incluso que limpiarle las heridas, era conseguir que entrara en calor. Llenó dos cuencos de agua y los puso a hervir. Mientras el agua burbujeaba, echó una gruesa manta de lana por encima del bulto encogido en que se había convertido la mujer, que no había proferido sonido alguno. Mientras observaba el tono azulado de su piel, Harry pensó que la forma más rápida de dar calor al cuerpo era eliminar todo contacto con la ropa mojada y, por un segundo, se planteó desnudar a la mujer y envolverla bien entre las mantas, pero encontrándose a solas y estando ella inconsciente… no le pareció decoroso. Aunque dejarla vestida con aquellas prendas húmedas no fuera lo más inteligente, iba a tener que servir. Con todo lo que había sufrido ya la pobre desventurada, al menos podría conservar su pudor intacto.

Tan pronto el humo le indicó que la temperatura era la adecuada, llevó los cuencos junto al sofá y, con cuidado, metió las manos amoratadas en cada uno de ellos. Si tenía suerte y había actuado con suficiente premura, no habría que lamentar la pérdida de ningún dedo. Cuando los músculos se ablandaron, dio un tirón certero, le arrancó la piedra manchada de sangre de la palma de la mano y la dejó en el suelo junto al improvisado lecho.

—En un momento de desesperación, cualquier cosa puede ser una buena arma —musitó aunque no pudiera oírle—. Use esa fuerza que usó para sobrevivir para no morirse en mi cabaña, señora.

Revisó las heridas y contusiones dedicándole atención al hombro que, tal como había supuesto, estaba dislocado. Aprovechó que la mujer estaba inconsciente para recolocarlo con un golpe seco. El crujido le hizo sentir culpable, pero haber esperado a que despertara para solicitarle permiso hubiera sido peor. Después, se lo inmovilizó con un cabestrillo improvisado. Poco más podía hacer por el momento.

Sin querer apartarse demasiado, Harry avivó el calor de la estufa echando otro leño, consciente de que aquel retraso en sus planes quizá supondría tener que pasar algún día más en la montaña. Y eso sin contar con que iba a tener una inesperada compañía con quien compartir las provisiones.

—Ahora no te preocupes por eso —se ordenó. Volvió a ponerse el chaquetón, que escurría, y agarró el rifle.

Abrió la puerta, al tiempo que recibía una ráfaga fría como un azote. Fuera, la noche había caído y la nieve cuajada relucía bajo la brillante luz de la luna. Levantó el arma, entrecerró un ojo mirando los matorrales y permaneciendo inmóvil, apenas unos metros alejado de la puerta de la cabaña.

Rogando que la suerte le acompañara tras un inicio de viaje tan accidentado, movió el cañón del rifle a un lado y otro, atento a cualquier sonido que pudiera provenir de los bajos de los árboles. Quizá alguna liebre despistada diera tumbos buscando su madriguera, pensó con esperanza. Aguardó varios minutos, tratando de no moverse para que su presencia no alertara a posibles presas. Por fin, la providencia pareció sonreírle y el susurro de unas pisadas le alertó. Giró medio cuerpo a la izquierda, colocó el dedo suavemente en el gatillo y disparó una sola vez.

El animal cayó con un ruido sordo sobre el lecho de nieve, sin vida.

Con el arma al hombro, Harry se aproximó y valoró a su presa. Era un cervatillo pequeño y algo famélico que probablemente se había separado de su manada y andaba perdido por aquella zona. Mala suerte para el animalillo, pero excelente para él.

Sacó el cuchillo sin perder el tiempo y procedió a despellejar y despiezar el animal antes de volver a la cabaña. Desechó la parte del animal que había recibido el plomo del rifle y, después, enterró los restos, ocultando la sangre y la piel con la nieve para no atraer carroñeros. Tomó entre las manos los pedazos limpios de carne y volvió dentro de la cabaña, donde preparó una olla de puchero lo bastante grande para varias raciones.

Las provisiones estaban en la carreta, todavía sin descargar, pero habría tiempo cuando la carne estuviera tierna y cocida. Iba a ser una noche larga, Harry lo sabía bien. Cuando la mujer despertara, sería bueno recibirla con algo caliente que llenara su estómago y aplacara aquel espíritu que alguien había tratado de quebrar a base de golpes.

Después, cuando su buena acción estuviera hecha y ella mínimamente recuperada, volvería a centrarse en sus pensamientos y se ocuparía de las tareas que se había pospuesto durante aquellas horas. No podía decir que se arrepintiera de esa decisión, claro. Había hecho lo que querría que alguien hiciera por su madre o su cuñada de encontrarse en apuros, pero aquello no significaba que estuviera dispuesto a alterar sus planes por completo.

—Con suerte mañana todo esto habrá pasado —se dijo mientras troceaba los pedazos del ciervo y los echaba a la cazuela, que hervía—; ella estará a salvo y yo podré empezar con mi trabajo.

Pasó el resto de la noche sustituyendo el agua de los cuencos cada vez que se enfriaba y masajeándole los dedos cuarteados de frío, pero ella no recuperó la conciencia. Le echó otra manta por encima, avivó el fuego en la estufa y valoró con seriedad la escasez de leña que quedaba en la cabaña. Su tez continuaba pálida como la muerte, pero sus labios tenían ahora un color más vivo. Le hubiera gustado saber si estaban calientes o fríos, pero no creyó correcto aprovecharse de su inconsciencia para besarla como le pedían los rincones más oscuros de su mente. No debía ni siquiera planteárselo, lo que había ocurrido en el bosque no podía volver a repetirse.

Molesto consigo mismo, tomó un poco de caldo y lo mantuvo a buena temperatura por si acaso ella abría los ojos, mas no mostró signo alguno de recuperación. Harry esperó con paciencia mientras el crepitar del fuego lo acompañó en la soledad de sus pensamientos.

Dos horas antes de que rayara el alba, exhausto tras vaciar la carreta y aprovisionar a los caballos en el cubículo del lateral de la cabaña, Harry intentó acomodarse en una silla, apoyó la cabeza en sus manos y dejó que el sueño le venciera.

Bree emitió un sonido sordo que apenas se oyó. Intentó alzar los dedos, pero el dolor la paralizó. Dolía demasiado como para moverse, dudaba de ser capaz incluso de abrir los ojos. Sin embargo, notó el calor que emanaba de aquella habitación, algo impensable en la cruda montaña por donde había estado deambulando, tratando de salvarse de una muerte segura. Percibió también la blandura sobre la que estaba recostada y las confortables pieles que cubrían su cuerpo magullado.

Nada de aquello tenía sentido, a menos que no se encontrara más a la intemperie, sino dentro de algún refugio. Lo cual solo podía significar una cosa, Dairon había sobrevivido y había dado con ella. Atenazada por el pánico, trató de incorporarse y, al hacerlo, se apoyó en el brazo que llevaba sujeto al pecho. El dolor fue tal que profirió un grito que retumbó en las cuatro paredes de la cabaña.

Oyó pasos que se acercaban presurosos. El sonido de unas botas que resonaban contra la madera. Aventurándose a mirar a su verdugo a la cara, Bree abrió los ojos rogando a Dios que todo acabara pronto, que él no se ensañara con ella.

«Por favor, que me mate rápido. Que tenga piedad y no me cuente los horrores que me esperan en sus manos. Otra vez no, por favor, Dios mío, te lo suplico», rogó Bree para sus adentros. ¿Por qué la habría salvado? ¿Por qué llevarla a un refugio y abrigarla para luego acabar con ella?

—¿Señora? ¿Puede oírme? —preguntó una voz ronca pero clara y agradable. Una voz masculina que no pertenecía a Dairon.

Bree enfocó la vista nublada y vio a un hombre alto y corpulento inclinado sobre ella. Llevaba el cabello ligeramente despeinado y del color del trigo oscurecido, que hacía juego con una barba que se le diseminaba sobre las mejillas y el mentón, cuadrado y fuerte. Le parecía vagamente familiar…

Percibió los hombros y el torso amplio, cubiertos por una camisa metida dentro de unos pantalones gruesos con tirantes. Los brazos, fuertes como troncos de árbol, caían a los lados de su cuerpo. Le vio levantar una mano, grande y ruda, que movió ante su cara. Pálida del susto, intentó removerse en el sofá, pero él la sujetó con cuidado y firmeza.

—No se mueva. Tenía el hombro dislocado y tuve que colocárselo. Le dolerá como el infierno si se apoya en él.

Sin poder pronunciar palabra, Bree recorrió el interior de la cabaña con la mirada. Vio la enorme olla humeante colocada sobre el fuego, el rifle apoyado junto a la puerta, los fardos y cajas con suministros de comida y agua apilados, la estufa cuyo calor le recorría el cuerpo y, a sus pies, la roca todavía ensangrentada con la que había huido de Dairon. ¿Le serviría una vez más si lograba alcanzarla?

Notando la inquietud en aquella mirada desvalida, Harry la soltó despacio y tomó asiento en la silla que había colocado junto al sofá. Pensó a toda velocidad cuál sería la mejor forma de enfrentar aquello y decidió que, dado que la mujer estaría temblando de miedo bajo las mantas, probablemente por encontrarse de frente a un perfecto desconocido, lo más sensato sería presentarse y exponerle los hechos tal como habían sucedido.

—Mi nombre es Harry Murphy —anunció con voz clara pero baja—, vivo en una granja con mi familia, cerca de Morgantown, montaña abajo. La encontré a un lado del Potomac.

Bree procesó toda la información diciéndose que aquello era imposible. ¿El río? ¿Había llegado al río? Ni siquiera recordaba haber visto u oído agua. ¿Cuántos días habían pasado? ¿Cuánto tiempo?

—Ha pasado la noche inconsciente, medio congelada —siguió Harry, señalando con la cabeza sus manos—. No ha perdido ningún dedo, pero el brazo necesitará tiempo para curar y la cara…

Bree se cubrió con la mano sana, notando que las lágrimas se abrían paso sin que pudiera esconderlas. Todo volvió a su memoria de repente, las pisadas a su espalda, las amenazas de brutalidad que Dairon le había declarado y el instinto de supervivencia, que al parecer la había llevado a aquel lugar. Con otro hombre desconocido.

De forma inconsciente, volvió a mirar la piedra y se sintió extrañamente insegura sin tenerla aferrada en su mano. Harry comprendió cómo debía sentirse, se inclinó, recogió la roca y la dejó en su regazo.

—Téngala si la necesita, pero le aseguro que no voy a hacerle ningún daño. Soy una buena persona, aunque tal vez mi palabra valga poco para usted. Esté tranquila, no corre peligro.

Con cuidado y torpeza, Bree giró el cuerpo lo suficiente para poder mirar a Harry de frente. Aunque su aspecto parecía amenazador, grande y rudo, mantenía con ella una distancia suficiente para no hacerla sentir amenazada. Agradeció aquel gesto, e imaginó que no sería lo único por lo que debería dar gracias a aquel hombre.

—¿Puede decirme su nombre?

Por fin, la desconocida de cabello rojo despeinado, cara magullada y ojos tristes de color avellana separó los labios, dispuesta a darle a Harry un foco de esperanza que le llevara a descubrir como su vida, tan organizada y rutinaria, había dado semejante giro en solo unas horas.

—Bree… —Recordó los últimos meses… el engaño, la boda que no había tenido lugar, toda aquella desilusión. Tragó saliva, dejando a un lado la impotencia para obligarse a continuar—. Bree Caser.

Harry asintió con la cabeza, devolviéndole el saludo. Como no deseaba apremiarla demasiado, se levantó de la silla y sirvió en un cuenco el caldo del ciervo. Fue generoso con los trozos de carne, consciente de que nada mataba el frío de los Apalaches como un buen guiso.

Después, sin pedirle permiso, ayudó a Bree a incorporarse en el sofá y le colocó delante el cuenco y una cuchara. Con un gesto de la barbilla, le indicó que empezara a comer, y ella, que ni siquiera recordaba la última vez que había llenado el estómago, no tuvo reparos en hacerlo. Si debía volver a escapar, mejor hacerlo estando fuerte, pensó mientras tragaba un trozo de carne muy tierno.

Harry cruzó los brazos y ocupó de nuevo la silla, dándole unos minutos para que comiera en silencio mientras, en su mente, toda suerte de cuestiones campaba a sus anchas.

—Coma despacio o le sentará mal. Tenemos una larga charla por delante, no quisiera que estuviera indispuesta cuando empezáramos a hablar.

Ella notó que se sonrojaba bajo los moratones de su cara. Se llevó otra cucharada a la boca, y la mano le tembló. Con un suspiro, Harry se acercó un poco, mirándola a través del cabello que tapaba parcialmente el rostro de Bree.

—No debe avergonzarse, pues, sea lo que fuera de lo que huía, no dudo de que supo defenderse.

Temerosa de confesarle la verdad, Bree dejó los restos del caldo a un lado y se abrazó con el brazo sano tratando de esconderse bajo las mantas de piel para no tener que revelar que su propia estupidez la había llevado a estar a expensas de la muerte. Ser confiada casi le había costado la vida, así que la idea de volver a abrirse a alguien no le parecía nada atractiva aunque la persona que tenía delante la hubiera ayudado.

Harry cruzó las piernas y se echó hacia atrás en la silla, pretendiendo mostrar un gesto desenfadado que no resultara preocupante para ella.

—Cuando no era más que un crío imberbe —empezó a decir, mirando hacia el techo como si los viejos tablones de madera le ayudaran a recordar—, me escapé de casa y subí a la montaña solo. Era invierno, uno mucho más crudo de lo que creo que será este.

Tal como esperaba, la atención de Bree se posó en él. Harry se rascó el mentón, buceando en su memoria, y sonrió un poco, como si se contara la historia a sí mismo más que a ella.

—Miraba hacia atrás y me decía que, mientras siguiera viendo el humo de la chimenea de mi casa, todo estaría bien. Fui estúpido, señora, porque confié demasiado en saber algo que no sabía y, cuando anocheció, no era capaz de encontrarme la punta de la nariz en medio de la oscuridad.

—¿Y qué… qué pasó?

—Mi padre envió una partida de hombres a buscarme y dieron conmigo cuando tenía el culo casi congelado. —La sonrisa de Harry se amplió, mostrando una dentadura cuidada y solo un poco irregular—. Después de abrazarme y asegurarse de que no me había roto ningún hueso, me dio una paliza tremenda como castigo a cada lágrima de preocupación que había derramado mi madre.

Bree se tensó a causa de un escalofrío que se hizo notar a pesar de las abrigadas mantas que la cubrían.

—Eso es horrible.

Harry negó con la cabeza, acercándole el cuenco y animándola a acabarse su contenido aunque se hubiera enfriado. El ciervo no había muerto para nada, sino con el propósito de que la pobre criatura de la montaña pudiera recobrarse. Desperdiciar la carne habría sido un gesto muy egoísta.

Bree accedió a la muda petición y comió, a la espera de que él siguiera con su historia.

—Me merecí hasta el último golpe, señora, no lo dude. Sobre todo porque, menos de tres meses después, volví a subir a la montaña y necesité que volvieran a rescatarme.

—¿Y qué hizo su padre? —Llena de inesperado interés, Bree sorbió el cálido caldo con avidez.

—Ponerme a trabajar con más dureza para que no me quedaran fuerzas de explorar. Pero yo siempre he sido un hombre de seso duro, así que subí por tercera vez y, en esa ocasión, encontré este claro. —Harry abarcó con la mirada el interior de la cabaña—. Un lugar bien situado rodeado de árboles perfectos con los que hacer leños.

—¿Pudo volver a su casa?

—Creí que sería capaz, pero solo pude recordar una parte del sendero. —Soltó una risa ronca, recordando haberse sentado en medio del claro esperando una vez más a que alguien lo auxiliara—. Necesité un poco de ayuda, pero mientras mi padre y los demás hombres me bajaban de la montaña una vez más, memoricé el camino. Cada árbol que bordeaba el camino, cada saliente de roca. Hice marcas duraderas, todo un mapa en plena naturaleza a simple vista. Y aprendí. A partir del siguiente invierno, fui yo quien condujo la carreta y los caballos para conseguir la leña para mi familia, pues, según mi padre, ahora era capaz de orientarme sin importar a qué parte del bosque fuera. Construimos la cabaña para tener refugio y le aseguro que he subido con tormentas y ventiscas, y jamás me he vuelto a perder.

Bree vació el cuenco. Lo dejó en el suelo y se quedó pensativa unos segundos, intentando encontrar el sentido a aquella conversación. Agotada, miró a Harry a los ojos, grandes y azules, buscando en ellos signos de crueldad, sin encontrar nada más que verdad en cuanto le decía.

—¿Por qué me cuenta esa historia?

—Porque hablar de algo vergonzoso a un desconocido es más fácil que hacerlo con alguien que te conoce. —Harry levantó la mano y tocó con cuidado la de ella, sin hacer presión—.Y porque sé cómo se debió sentir al darse cuenta de que no sabía dónde estaba, cuando su única certeza era que debía seguir andando. A veces solo podemos seguir adelante, señora, aunque no sepamos hacia dónde nos llevarán nuestros pasos.

—Si volvía a casa tampoco me esperaba nada bueno. —Pensó en su tía, en cuánto le había advertido que Dairon no era un buen hombre. Cada palabra cayó en saco roto cuando él le había sonreído, embaucándola sin apenas esfuerzo.

—Todos merecemos cometer errores, ¿no cree? —Harry vio cómo le temblaban los labios y usó toda su paciencia para evitar ser brusco con ella al seguir indagando—. ¿Su padre la golpeó, Bree?

Ella negó con tal vehemencia, que fue evidente que no mentía.

—Su marido, entonces.

No levantó la mirada al contestarle, temiendo que notara que aquello que pensaba contarle era solo una verdad a medias.

—Sí.

Con la mandíbula apretada, Harry se obligó a cruzar los brazos para que ella no viera como los nudillos se le ponían blancos al cerrar los puños. Aquel tipo, quienquiera que fuera, no merecía llamarse hombre. Observó las manchas de sangre resecas en la piedra que ella mantenía en su regazo, al alcance de la mano. Sin duda, el desgraciado había tenido lo que merecía.

—Ahora está a salvo —le repitió Harry controlando cómo pudo la ira en su tono de voz—, si aparece por aquí yo…

—No lo hará. —Los labios de Bree, todavía amoratados, hicieron el intento de curvarse en una sonrisa, aunque la mueca que mostraron distaba mucho de serlo—. Le golpeé.

Observó a Harry, atenta a su reacción. Él solo se la quedó mirando, aguardando en silencio a que quisiera continuar.

—Me iba a matar. Lo había dicho muchas veces, pero esta… fue diferente. Él… me persiguió montaña arriba, corrió tras de mí, diciéndome los horrores que iba a hacerme. Y luego… iba a matarme. Lo dijo y yo le creí. Supe que esta vez era de verdad.

Hasta ese momento, Harry se había hecho una idea de lo que podría haberle ocurrido a ella, pero ahora sospechaba que tal vez todo el asunto se había tratado de un acto de venganza entre esposos. Tenía que conocer la verdad con detalles.

—Hábleme de él, señora.

Bree necesitaba tan desesperadamente desahogarse con alguien que no fuera a juzgarla que, si bien sentía el recelo cerrándole la garganta, decidió hacerlo.

—Lo conocí en Kentucky. —Decidió que empezar por el principio sería lo más fácil—. Fui a vivir allí con mi tía después de la muerte de mis padres. Estaba en un baile de pueblo y él, Dairon, apareció. Habían encontrado carbón en una mina y se jactaba de que pronto sería muy rico. Yo no era muy popular, ¿sabe? Sin dote y con una tía bastante huraña, no había muchos jóvenes que intentaran un acercamiento, pero él lo hizo. Fue cortés con ella y galante conmigo. Me sonrió y me sacó a bailar.

A Harry no le pasó desapercibida la nostalgia con la que la muchacha, ajada por la tristeza y la decepción, narraba ese momento. Aquel hombre había llegado a su vida prestándole una atención que no había recibido hasta entonces. Teniendo en cuenta cómo la había dejado, el tal Dairon se había aprovechado de aquella debilidad.

—¿Dónde dijo que estaba la mina? ¿Aquí, en Virginia?

Bree asintió.

—Había sobrevivido a algunos… percances y perdido compañeros. Necesitaba cambiar de aires y alguien con quien compartir su suerte, de modo que…

—… que se la llevó a usted después de encandilarla con sus planes. —Harry no permitió que la vergüenza que vio en el rostro de ella le detuviera—. Así que le acompañó aquí.

—Huimos en mitad de la noche, sin más que lo que llevábamos puesto. Al amanecer paramos en una posada y… nos casamos. —Tragó saliva, sintiéndose tonta por haber creído que aquellos serían siempre recuerdos felices—. Después, todo cambió. Dairon cambió. Y al poco tiempo empezaron a ocurrir cosas… terribles en la mina. Cosas de las que él siempre salía con bien. Debía dinero a sus compañeros y… un día…

Estremecida, Bree recordó lo que había sentido, medio escondida en su habitación, al oír a Dairon hablar con uno de los capataces. Su supuesto marido le prometía la mitad de todo cuanto habían sacado los otros si le ayudaba a colocar dinamita que volara en pedazos la mina, con todos los demás dentro.

—Supo que le había escuchado y me amenazó con hacerme daño si abría la boca. Agarró el saco con las monedas que siempre llevaba con él y se fue con la mitad de su contenido a alguna cantina, probablemente a «celebrar» el trato que acababa de cerrar. Me ató a la cama antes de marcharse. Y me pegó.

—¿Qué hizo usted? —Harry estaba asqueado, pero se forzó a permanecer impasible, escuchando. Mantener activa aquella conversación le era útil por varios motivos, primero, porque contar todo lo sucedido sin duda ayudaba a Bree a desahogarse, y, segundo, porque él necesitaba saber a qué atenerse con respecto a ella. No le parecía que estuviera mintiéndole, tan afligida como se veía. Y, cuanto más escuchaba de su terrible historia, más le costaba permanecer sentado, aparentando calma ante una situación que le enfurecía.

Se inclinaba a creerla… y la lástima que le producía imaginar semejante calvario le secó la garganta.

Bree casi podía ver la mirada asesina de Dairon al abandonar el asqueroso lugar, burlándose de ella, de lo poco mujer que era, lo mucho que lo aburría y las ganas que tenía de cambiarla por otra. Estaba desaliñada, le decía, ya no le gustaba ni mirarla, de modo que no tardaría en reemplazarla y librarse de ella.

—Había estado bebiendo con el capataz y estaba borracho, de modo que las ataduras eran torpes —prosiguió, notando el temblor en las muñecas, como si volvieran a estar sujetas con cuerdas—. Escapé, pero antes… me llevé el resto del dinero que había dejado en el saco. No tenía nada más. Si seguía allí, moriría. La montaña era el único sitio al que podía huir.

Harry se preguntó qué grado de pánico debía haber padecido una mujer tan menuda y desprovista de medios como Bree para creer que los Apalaches, en plena noche y con el invierno arreciando, eran su única posibilidad.

—Por supuesto, me descubrió. Había estado furioso antes, pero nunca como en ese momento. Supe que, si me alcanzaba, me mataría.

La mirada de Bree se había vuelto brillante a causa de las lágrimas que no podía contener. En aquel rostro pálido y herido, sus ojos parecían tan grandes y desesperados que tocaron la fibra sensible que Harry reservaba solo para su familia. Pensó en el miedo y la impotencia que había debido sentir, sin apenas abrigo, subiendo la montaña escarpada mientras a su espalda el hombre en quien había confiado se cernía sobre ella.

La compasión le inundó con tanta fuerza que se sintió mareado.

—Me encontró enseguida. —Bree tragó saliva, aunque tenía la garganta cerrada—. Me tenía atrapada contra las rocas, decía unas cosas terribles, cosas que pensaba hacerme, yo solo… no podía… intenté sujetarme y encontré ese canto suelto. No lo pensé, solo… le golpeé. En la cabeza. Le vi caer y sangrar. No se levantó. Se quedó allí… solo se quedó allí.

Con su aspecto desvalido y el temblor sembrado en sus palabras, ella había logrado que la historia que estaba contándole le afectara, a Harry, como propia. Aquella repentina debilidad, le incomodó. Era importante tener la cabeza fría, se recordó, por más pena que le diera la joven mujer que tenía delante, por más inclinado que se sintiera a ampararla a causa de todo lo que le había contado, no podía permitirse hacerse juicios hasta que ella pronunciara las palabras finales. Debía mostrarse prevenido con ella, por más que el corazón le latiera de impotencia en el pecho, hasta estar seguro de que ninguno de los dos, ni ella ni ese hombre, eran una amenaza.

—¿Dónde está él ahora, señora? —Ella no respondió. Inquieto, Harry se inclinó hacia delante en la silla, estiró la mano y levantó con ella la barbilla de Bree, que le miró como el ciervo que espera el tiro de gracia, pero no esconde la cabeza en el momento de recibirlo—. ¿Está muerto?

No tuvo que soltarla para saber que ella iba a asentir.

—Sí —la oyó susurrar—. Yo le maté.