Harry Murphy era un hombre rudo y de pocas palabras, para el que nada tenía más importancia que el cuidado de su familia. Que su padre hubiera muerto cuando apenas había dejado atrás la adolescencia podía haber contribuido a su forma de ser, protector, siempre atento y teniendo en cuenta las necesidades y el bienestar de los demás, pero, como a menudo solía decir su madre, Rose Anne, ese tipo de carácter era algo que, o se tenía, o no. Estaba segura de que, si el padre de Harry hubiese estado vivo, él no habría sido diferente al hacerse un hombre; del mismo modo que Boyle, su hijo mayor, no habría sido más capaz de valerse por sí mismo pese a contar más años con la figura paterna. A menudo, Rose Anne solía bromear diciendo que Harry apartaría del camino un árbol que le impidiera el paso, en tanto que Boyle estudiaría la situación para ver si alguien podía hacerlo por él. No era un mal hombre, pero había dependido de su madre hasta tener edad de casarse y, ahora, esa distinguida posición la ocupaba su esposa.
Aunque estaba soltero, Harry sentía que sus ataduras familiares no acababan nunca, los días como aquel, con el invierno amenazando con llegar al pueblo e impregnarlo todo de frío y nieve, eran una liberación. No le importaba tener que enganchar los caballos a la carreta y subir montaña arriba, protegido con el grueso abrigo de piel y los guantes, mientras la cara se le cuarteaba y la nariz se volvía casi insensible. Dejar su casa y pasar un par de días en el bosque recolectando madera de los gruesos árboles que crecían cerca de la falda de los Apalaches era su retiro personal. Con aquella excursión anual se aseguraba de que en casa no faltara fuego para las chimeneas durante los días más crudos y, además, la soledad y el silencio le daban la oportunidad de pensar y hacer planes para la nueva estación.
Sacudió la cabeza para que las gotas de nieve derretida cayeran del ala de su sombrero y pensó en las personas junto a las que vivía. Su sobrino JJ, con apenas cinco años, se le pegaba a los talones haciendo preguntas y ofreciendo ayuda para labores que no tenía la edad ni el tamaño para realizar. Mary Kate, su cuñada, que aligeraba la carga de tareas de la matriarca de la familia encargándose de guisar, mantener la casa limpia y hacer cuentas. Su madre, una mujer recia, acostumbrada a la vida de granja, trabajadora hasta el cansancio y siempre dispuesta a remangarse. Los años pasaban para ella, pero Rose Anne no estaba dispuesta a prestarles atención. Por último, estaba su hermano Boyle. De él poco podía decirse. Hacía su parte del trabajo, aunque siempre con desgana, y tendía a esperar al último momento, con la esperanza de que otra persona, normalmente Harry, decidiera encargarse por él.
Boyle requería del fuego y el agua caliente casi más que el niño, pero no se ofrecería a cortar la leña a la intemperie bajo amenaza de ponerse enfermo. Entonces, además de soportar sus malas caras, habría que cuidarle. A pesar de ello, Harry quería a su hermano. Sentía un amor y respeto inmensos por toda su familia, pero esos días perdido en la montaña, sin más compañía que el eco del viento entre los árboles y su hacha, eran un bálsamo para su mente. Su tiempo para sí mismo.
Deseoso de llegar a la rústica cabaña del claro que su padre había usado antes que él, planeó la jornada siguiente con precisión, tratando de ignorar el frío que sentía golpearle la espalda mientras su mente se mantenía caliente organizando las horas venideras. Decidió que pondría algunas trampas al llegar para, con suerte, recoger piezas de caza antes de empezar a cortar madera. Así comería caliente y llevaría las sobras a casa cuando volviera.
Su sobrino apreciaría un buen guiso de conejo si nadie decía de dónde provenía la carne.
Cuando llevaba más de medio camino hecho, se caló el sombrero y miró al horizonte, donde el crepúsculo comenzaba a brillar. De no haberse retrasado con tareas de última hora, como aquella tabla suelta de la cocina o abastecer de paja limpia a la vaca, a esas horas ya estaría acomodado en la cabaña, se habría aseado y las trampas estarían puestas. La noche caería pronto y no deseaba que le pillara en medio de ninguna parte.
Conocía aquella zona de los Apalaches tan bien como cada marca de su cuerpo, no en vano, de crío, habían sido necesarias tres partidas de búsqueda por causa de su afán de explorador. Recordaba, ahora con una sonrisa en los labios, el sudor frío en la nuca mientras trataba de dejar marcas visibles en los troncos y los senderos usando la sangre de las raspaduras de sus manos y rodillas, cómo se movía por los claros con el oído alerta, a la espera de oír a los perros de rescate o la profunda voz de su padre yendo a por él…
Pese a todo, no se sentía cómodo si la oscuridad le sorprendía en el camino; durante la noche, las alimañas salían de sus escondrijos y lo que menos necesitaba, con el frío que imperaba, era que los caballos se asustaran y amenazaran con volcar la carreta.
—Será mejor que lleguemos cuanto antes —le dijo al silencio del bosque.
El destino quiso que Harry tomara un desvío por el que raras veces decidía pasar. Normalmente, si contaba con más tiempo, bordeaba la zona baja de las montañas y echaba un vistazo a los árboles que cortaría con las primeras luces del alba. En aquella ocasión, no obstante, oscurecería pronto y, con el tiempo galopando más deprisa que sus bayos, decidió atajar por la senda que discurría paralela al río Potomac. Así tardaría menos de una hora en divisar la cabaña, que estaba bien situada al amparo del viento, en un claro de robles recios que la rodeaban. Desde dentro se oía el rumor del río, que quedaba lo bastante cerca para ser de utilidad, pero lo suficiente lejos para evitar las crecidas.
Echando una mirada a las heladas aguas, Harry divisó el brillo de algún pez rezagado que todavía no había subido río arriba para desovar. Trató de recordar si había cargado los útiles de pesca; de ser así, tal vez hiciera una parada rápida para hacerse con un esturión que llenara su estómago esa noche.
Ya iba a echar el brazo hacia atrás para destapar la lona que cubría el contenido de la carreta, cuando algo llamó su atención. Con todos los sentidos alerta, tiró de las riendas y siseó. Los caballos se detuvieron.
—Eso no parece una roca —murmuró al tiempo que entrecerraba los ojos bajo el ala del sombrero—, y desde luego no es un pez.
Giró el cuerpo hacia un lado, pues la figura le resultaba difusa en la distancia. No creía que se tratara de ningún montañero extraviado, pero no dormiría tranquilo si avanzaba sin comprobarlo. Quizá algún animal se había visto herido y agonizaba, en cuyo caso, podría aliviarle el sufrimiento y asegurarse una cena caliente. Agarró el rifle con la mano derecha, después, saltó al suelo y colocó el arma sobre su hombro por si tuviera que abrir fuego. No le gustaba disparar, pero lo hacía con pericia si las cosas se ponían feas. Cuando uno tomaba caminos como ese, a veces se veía en la tesitura de tener que decidir entre el pellejo propio y el de alguna bestia que se cruzara en el camino.
Con tiento, fue acercándose todo lo que pudo a la orilla del río, notando cómo el agua fría le mojaba las suelas de las botas. Se agachó lo suficiente para poder ver a través de las ramas bajas de los arbustos, que habían crecido al amparo de la humedad, y siguió avanzando.
Con asombro, se percató de que aquello que yacía junto al agua, humedecido por los copos de nieve que caían sin cesar desde hacía un buen rato, era un cuerpo de persona. Bajando apenas el arma, dio un par de pasos largos, hasta situarse a un escaso metro. Entonces, la vio con toda claridad.
Una mujer.
Sin perder un segundo, se colgó el rifle del hombro y cruzó aquella sección del río Potomac en dos zancadas, sin hacer caso al agua que empapaba sus perneras. Una vez junto al cuerpo, se arrancó un guante con los dientes y colocó los dedos en el cuello de la mujer. Estaba helada y apenas sentía el pulso, de tan débil como era.
Indeciso sobre si debía o no moverla, Harry trató de encontrar en su cuerpo alguna fractura evidente. Le tocó la cabeza, coronada por una mata de pelo rojizo muy largo y despeinado; los brazos, y los hombros, delgados y hundidos. Uno de ellos parecía dislocado y tenía heridos varios dedos. No le parecía que hubiera huesos rotos o, por lo menos, ninguna fractura tan grave como para que él pudiera detectarla a simple vista. Con cuidado, le rozó el torso notando algo bajo la ropa que parecía un saco, al que no dio importancia. La mujer era menuda y estaba demasiado delgada, lo que no ayudaría a que recobrara pronto el calor corporal.
Un examen más preciso le dijo que iba poco vestida para haberse aventurado en semejante paraje, no llevaba abrigo ni calzado de montaña y, desde luego, no parecía que hubiera tomado ninguna ruta que la llevara a lugar alguno.
La roca que sostenía entre los helados dedos de la mano izquierda y los moratones que surcaban su rostro, de un feo color carmesí, le pusieron tenso de repente. Por algún motivo, la imagen de la esposa del posadero vino a su mente. Los cardenales que lucía cada vez que su marido se pasaba la noche bebiendo tenían el mismo aspecto que las marcas que veía en la cara de esa desconocida. Maldiciendo por lo bajo, Harry se echó hacia atrás el sombrero mientras miraba entre las sombras de los árboles y se preguntaba si el dueño de aquellos puños todavía seguía por allí.
Con toda probabilidad aquella desgraciada criatura había subido a la montaña huyendo, aunque no acertaba a comprender qué la había impulsado a creer que hallaría refugio alguno montaña arriba. Solo la desesperación ante la amenaza de una nueva paliza podría haberla llevado a tomar una decisión como esa.
Tal vez hubiera logrado escapar, pero no viviría mucho más en tales condiciones. Harry supo que solo había una cosa por hacer. La arrastró lejos del agua para evitar que siguiera mojándose con todo el cuidado que pudo, luego, con dedos suaves, la zarandeó tratando de infligirle el menor daño posible.
—¿Señora? —llamó, sin obtener respuesta—. ¿Puede oírme, señora?
No hubo reacción alguna.
Volvió a tomarle el pulso y no encontró ni rastro del latido que segundos antes la mantenía con vida. Acercó la mejilla a los labios azules de la mujer para asegurarse de que todavía no era tarde para hacer algo por ella. Si no respiraba, si había exhalado su último aliento, más le valía sacar la pala de la carreta y pensar en darle cristiana sepultura.
A sabiendas de que no estaba obrando con la corrección que se le exigía, pero consciente de que el tiempo corría en su contra, Harry tanteó las precarias ropas que llevaba la muchacha y soltó algunos botones de la camisa en busca de algún signo de vida. La piel inmaculada y fría que lo recibió le arrancó un suspiro, pues jamás había contemplado tanta delicadeza mancillada por la mano del hombre. Sus dedos calientes hallaron el lugar donde el corazón palpitaba con debilidad, pero no notaba aliento ni existía movimiento alguno en su pecho que le diera esperanzas. Si no lograba hacer algo para que volviera a inhalar aire, moriría.
—Vamos, señora, no me complique más el día, por Dios —musitó acercando de nuevo el rostro a su boca entreabierta.
El roce de aquellos labios al punto de la congelación en su mejilla sin rasura, provocó un brote de furia que rugió en las entrañas de Harry. Era demasiado hermosa para dejarla morir y haría lo que estuviera en su mano por darle aliento. Dejándose arrastrar por su lado más irracional, deseó incluso poder darle el suyo propio, cualquier cosa, antes que verla perecer y perderse el resto de una vida que apenas había empezado.
La idea lo hizo reaccionar y, sin pensar en lo que se proponía, acercó sus labios a los de ella hasta que la boca de la mujer tomó posesión de una ínfima parte del calor que la suya desprendía. Tan solo unos inocentes segundos después, comenzó a notar un leve movimiento y sintió que se la arrancaba poco a poco a la muerte. El hálito tenue de su respiración actuó como un bálsamo para el orgullo de Harry y, acicateado por la idea de hacerla despertar de la pesadilla que estaba viviendo, se estrechó más contra su cuerpo para transmitirle vida y esperanza, sin prestar atención a lo indecoroso de las circunstancias ni a la intensidad que tomaba el beso que ambos ya compartían. Le pareció que ella le correspondía, pero ordenó a su mente alejar locura semejante de sus pensamientos.
Con mucha lentitud y delicadeza, se apartó de los violáceos labios de la mujer, que ya cobraban un nuevo tono más saludable, y la miró con expresión preocupada. Sin apenas separarse más que unos centímetros, recorrió con la mirada los finos rasgos sucios y heridos, el pelo enmarañado y las escasas ropas que vestía, preguntándose una vez más qué hondo temor la habría llevado a aventurarse a un lugar como aquel.
De pronto, los ojos de la muchacha se abrieron aterrados y se anclaron a los de Harry, impresionado por la profundidad color avellana que lo observaba.
—¿Se encuentra bien, señora? —pronunció con cuidado de no asustarla más de lo que ya se encontraba. Aun así, no se movió. Continuó protegiéndola con la fuerza de su cuerpo.
El bramido de la mujer alteró a los caballos de la carreta de Harry, que piafaron incómodos con el frío y el lugar en el que aguardaban. Pronto se separó de ella al notar sus finos puños golpear contra su pecho, en un desesperado acto de defensa y huida. Harry se apartó al instante, dejándole el espacio necesario para que se sintiera segura, dispuesto a explicarle la situación para que no existiera temor en su mirada. Pero la joven no tenía fuerzas para ponerse en pie siquiera y, después de arrastrarse unos centímetros en dirección a ninguna parte, emitió un jadeo y cayó desmayada de nuevo.
Sin apenas esfuerzo, Harry recompuso lo mejor posible sus ropas mojadas, la levantó en vilo y la pegó a su pecho para tratar de infundirle calor con el cuerpo. Le pareció tan liviana como su sobrino de cinco años, lo que no era una señal de buena salud, pero sí algo útil para cargar con ella. No se molestó en preguntarse qué hacía, solo actuó, decidido a procurar la supervivencia de la mujer a cualquier precio. A pasos rápidos, cruzó de nuevo las aguas del río para auparla a la carreta. Después, temiendo que se cayera al no poder sostenerse sola, subió a su lado de un salto y la sujetó.
—Vamos, señora, aguante —le dijo, aunque sabía que no le escuchaba—. Si ha escapado de un malnacido capaz de golpearla, el viento de la montaña no debe ser nada para usted.
Sin pensárselo, se desprendió del chaquetón y lo colocó con torpeza sobre los delgados hombros, sacando el pelo húmedo y cubriendo tanta piel como pudo bajo la gruesa tela. Le pasó el brazo por encima, se la pegó al costado y tomó las riendas.
Dios sabía si llegaría viva a la cabaña. Y él haría cuanto estuviera en su mano para que lo lograra. Espoleó a los bayos sin descanso, dedicando miradas preocupadas a la mujer, que se bamboleaba con cada roca del camino que golpeaba las ruedas. Trató de no pensar en su reacción aterrorizada cuando le había visto inclinado hacia ella y también se forzó a olvidar la rara calidez que había anidado en su pecho al rozar su boca contra la de ella.
—No pienses en eso —se obligó, aferrando las riendas—. No lo pienses.
Al echar otro vistazo más allá de las magulladuras y arañazos, Harry encontró una piel blanca y suave, huesos delicados y formas menudas. Saltaba a la vista que era una mujer, pero bien podría pasar por una chiquilla desvalida. Asombrado, vio que aún sostenía aquel canto entre los dedos. Mirándolo más de cerca, notó que había manchas en él. Sangre.
De forma repentina, le creció un orgullo profundo que calentó su cuerpo, que ya empezaba a acusar la falta de abrigo conforme se adentraban en el bosque.
—Se defendió con todo cuanto tenía —aseguró apretando más el abrazo en que la tenía refugiada—. Toda una mujer.
Harry respetó que hubiera sido capaz de luchar por su vida y, en honor a aquel sentimiento, se juró a sí mismo que no iba a dejarla morir sentada en su carreta.
—Aguante, señora. —Apretó los dientes al decirlo y azuzó aún más a los caballos—. No deje ganar a ese hijo de puta.
Vislumbró a los lejos los altos robles y casi pudo ver la chimenea, erigida en el tejado de la cabaña, justo en el centro de los árboles. Animado ante lo poco que faltaba, Harry tiró de las riendas para avanzar más deprisa y en su mente empezó a trazar a toda velocidad el plan por el que se guiaría tan pronto pusiera un pie sobre el suelo.
Cualquier idea que llevara organizada había sido desterrada. Ahora, su principal prioridad era que esa mujer entrara en calor, se repusiera de sus heridas y, si era capaz, le dijera de dónde había salido y qué demonios había pasado en esa montaña.