Prólogo

Virginia Occidental noviembre de 1922

Corría sin ver adónde iba a través de los vastos bosques diseminados por el enorme cinturón montañoso de los Apalaches. No sabía si la dirección que tomaba la llevaba más cerca del peligro del que huía, pero sabía que, si dejaba de moverse, moriría. Por eso, debía continuar sin pensar en emitir un quejido.

Calada hasta los huesos, sin aliento y sintiendo pinchazos en las piernas y costados, aferró con más fuerza la pañoleta con la que se cubría la cabeza, rezando para que los leves copos blancuzcos, que anunciaban la pronta llegada del invierno, dejaran de caer. En la nieve las huellas eran más visibles.

Entonces, él tardaría aún menos en encontrarla.

Sacando fuerzas de flaqueza, arrulló con más tesón el saco que escondía bajo su vestido. Maldecía su peso, pero el escaso contenido era todo cuanto poseía. Sola, desamparada y perseguida por el hombre en el que había creído, Bree no contaba más que con aquellas pocas monedas para procurarse alimento y refugio. Eso si no moría a causa de las bajas temperaturas o perdida en medio de árboles gruesos y tenebrosos, cuyas ramas se le enredaban en las faldas, le arañaban las piernas y la golpeaban sin piedad, como si el andar desorientada y con miedo no fuera suficiente.

Dairon Pickton había aparecido en su vida solo unos meses atrás, en un baile local de Kentucky donde se habían encontrado por casualidad. La había desarmado con su mirada brillante y sus historias sobre la fortuna que iba a lograr explotando minas de carbón en la frontera con Virginia. Parecía conocer aquellos territorios y le narraba con detalle el color de los árboles, el aroma de las flores y la sensación placentera del trabajo duro bien hecho. Le dijo que le gustaría estar allí con ella, que Bree conociera un lugar nuevo y viera más de aquel mundo que la rodeaba. La aventura, el viaje, esa emoción de empezar de cero… todo relucía en los ojos de Dairon y ella hizo suyos sus deseos.

Bree pasó horas escuchándole hablar de todos sus planes y de los compañeros que había perdido en derrumbamientos, cuyos rostros y nombres jamás olvidaría. Qué orgullo había sentido cuando él se fijó en ella. Se sintió tan especial y única, tan perfecta a sus ojos, que no dudó en aceptar cuando ofreció llevarla con él. Había quedado huérfana con poco más de doce años y había vivido desde entonces con una tía solterona a la que había terminado sirviendo. ¿Qué podía esperarla en Kentucky cuando ya no fuera necesaria, sin más familia y nada en lo que desempeñarse? Dairon necesitaba amor, cariño y una familia, o eso le decía para convencerla de que lo poco que se conocían no era en realidad tan importante como los recientes sentimientos que se fraguaban entre ellos. Saldrían adelante juntos, le decía, el gran golpe de suerte llegaría pronto.

Ahora, Bree sabía que todo eso era mentira. Le había costado mucho descubrir cómo era Dairon en realidad. Cegada con su sonrisa de hombre guapo y su mirada seductora, había creído cada palabra que salía de su boca. Nunca había sido bueno ahorrando, le había dicho con aquella risa musical, pero trabajaba duro para ganar cada moneda y poder permitirse algún capricho. Sin que ella lo supiera, gastaba a manos llenas en la cantina, probando licores caros hasta altas horas, pero, cuando amanecía, volvía a estar aseado, luciendo su atractivo rostro fresco y despierto. Dairon vivía y buscaba emociones nuevas, algo que Bree siempre había soñado conocer. Por eso, cuando él le dijo que era momento de buscar la fortuna en otra parte y que esperaba que ella fuera de su mano, ella aceptó.

Bree pensó en su huida juntos. Lo que se le había antojado un momento lleno de romanticismo entre dos enamorados, se le antojaba ahora un gran error. La sonrisa brillante y la mirada de buen hombre pronto se empañaron y Dairon comenzó a mostrar una gran afición a la crueldad. La castigaba a menudo, solo porque podía hacerlo, usando palabras hirientes y haciéndole daño sin que ella entendiera por qué. Aquello parecía satisfacerlo. El dolor en sus ojos lo hacía feliz.

Bree había llegado a la conclusión de que el mal que Dairon sufría no se debía a la frustración de no ver logrados sus objetivos. No era algo pasajero. Ahora comprendía que la maldad bullía en su interior, mezclada con la sangre, recorriendo cada vena de su cuerpo.

Y que Dios la perdonara, pero ahora Bree estaba segura de que todos aquellos accidentes de los que milagrosamente había escapado, pero que se habían cobrado la vida y las ganancias de sus compañeros, no podían haber sido una casualidad.

La verdad era que había dejado Kentucky junto a un hombre al que no conocía en absoluto.

Pensar en los besos y caricias, en las entregas que ella había considerado muestra de un amor puro y verdadero, hacía que el estómago se le contrajera y sintiera unas fuertes náuseas que amenazaban con doblarla en dos, como castigo a lo estúpida y crédula que había sido, por lo rápido que había confiado.

Pero, por supuesto, aquel no era el único motivo por el que se sentía enferma.

—¡¿Dónde demonios estás?! —le oyó bramar entre los finos copos de nieve, que habían empezado a caer golpeando las copas de los árboles. Estaba furioso—. ¡Detente ahora mismo o juro que te destrozaré! ¿Me has oído? ¡Te haré pedazos!

Atenazada por el pánico, Bree apretó el paso rogando por su vida a un Dios que parecía haberse olvidado de ella. Solo necesitaba encontrar un refugio o a cualquier persona que la ayudara, quien fuese, para que se interpusiera entre el dolor que Dairon le provocaría y ella. De verse sola mucho más tiempo, bajo aquel frío y con las pisadas amenazantes de él a su espalda, lo que le quedaba de vida podría empezar a contarse en minutos.

—¡Estúpida! ¡Ven aquí ahora mismo!

Sin notar ya las lágrimas que le corrían por las mejillas, Bree apenas hizo una mueca cuando una rama gruesa le golpeó el hombro. Como pudo, se rehízo, sujetó con la otra mano el saco que escondía lo poco que llevaba encima y siguió adelante, negándose a parar y esperar el fin con sumisión.

Ella no merecía morir a manos de un hombre que la había golpeado por motivos que todavía no alcanzaba a comprender. Sentía que, a pesar de lo ingenua que había sido huyendo con Dairon, tenía derecho a salvar una vida que había creído que viviría feliz. Deseaba tener la oportunidad de volver a empezar para hacer las cosas bien. O por lo menos moriría tratando de defenderse, demostrando el mismo coraje que había reunido tras cada golpe e insulto, para meter en el saco las pertenencias de valor y el dinero y echarse a la montaña, consciente de que la incertidumbre y la oscuridad de lo más profundo de los Apalaches era más deseable que los puños de su marido.

Resbaló al intentar alcanzar una cuesta escarpada y la pañoleta que le cubría la cabeza cayó dejando su trenza rojiza al descubierto. Al instante, la coronilla se le llenó de minúsculos copos de nieve que parecieron anidar entre los mechones rojos y despeinados.

Un color hermoso, había dicho él cuando la conoció. Ahora, un blanco perfecto para encontrarla.

Trató de escalar, pero sus pies magullados se negaban a sostenerse en la piedra empinada. Hacerlo con un solo brazo parecía una tarea imposible, mas la intentó de todas formas. Logró trepar algunos metros, pero resbaló a causa de la ligera llovizna que hacía correr el barro montaña abajo. Calada hasta los huesos, sucia y exhausta, recibió con un chillido el tirón de pelo que separó su cuerpo de la pared rocosa.

Estaba hecho, se dijo. Dairon la había atrapado. Su vida pronto terminaría.

—¡Maldita ladrona! ¿Adónde crees que vas con lo que es mío?

Quiso decirle que el dinero también le pertenecía. Bree había trabajado sin descanso todos los días, primero bajo la promesa de que las cosas cambiarían pronto, el dinero llegaría a manos llenas y nunca más tendría que limpiar o padecer penurias. Después, siguió haciéndolo, con más dureza aún, bajo la amenaza de que él la molería a golpes si protestaba.

Jamás la había respetado, nunca la había querido. Cada palabra o gesto amable que le dedicara no había sido más que una burda mentira ideada para encerrarla en su casa y dañarla a placer.

Abrió la boca, pero el sabor de la sangre la obligó a cerrarla cuando el reverso de aquella mano, tan grande y conocida, impactó contra sus labios.

—¿De verdad creías que podías abandonarme, estúpida? ¡Cómo si tuvieras un sitio mejor al que ir! ¡Cómo si pudieras permitirte hacer tu voluntad!

Sosteniéndola todavía del pelo, Dairon la zarandeó sin piedad, sin importarle la poca ropa que la cubría ni que el frío y la nieve estuvieran haciendo mella en su cuerpo. De un empellón, la lanzó contra la dura superficie de pared escarpada, haciendo que le crujieran los huesos. Después, una sonrisa cínica le cruzó las facciones, ahora dominadas por completo por la maldad que siempre había dormido en su interior.

—Nunca serviste para nada más que limpiar y obedecer, Bree. Has demostrado valor al robarme, lo admito, pero ese único momento de orgullo va a costarte la vida. —Levantó el puño ante su cara ya amoratada, sin dejar de sonreír—. Voy a matarte, furcia, pero te aseguro que, antes de que exhales, vas a sufrir lo que no está escrito. Esa es una promesa que cumpliré.

Bree trató de alzar las manos para protegerse, pero el dolor del brazo que se había golpeado lo impidió. Con los ojos llenos de lágrimas, decidió que no le importaba suplicar por su vida. Rogaría por su vida si eso le satisfacía, pues cualquier cosa era mejor que esperar la muerte con rendición.

—Por favor, Dairon… ¡por favor, te lo suplico, te lo ruego! ¡Soy tu esposa, ten piedad! ¡Soy tu esposa!

Él se rio a carcajadas, con aquel sonido intenso que a ella la había hipnotizado al conocerle. Como un hombre joven y despreocupado, que reía ante los problemas y siempre encontraba el modo de salir adelante. Le había visto como alguien alegre y divertido… qué diferentes eran las sensaciones que el ruido de su risa le provocaba ahora.

—Oh, Bree, mi ingenua y estúpida Bree… todavía no lo has entendido, ¿verdad? —Se inclinó hacia ella, todavía con la sonrisa pintada en los labios, y bajó el tono—. La boda… los votos, las promesas… todo fue una farsa. Una mentira. Jamás me habría casado con una mujer como tú, Bree. Haces que sea tan fácil engañarte que no tiene ninguna gracia. Conseguir que abrieras las piernas no fue satisfacción suficiente. Torturarte, sin embargo… casi valió la pena. —Dairon enredó un dedo en su pelo, tirando de él. Ensanchó la sonrisa—. Nunca fuiste la esposa de nadie ¿pero sabes qué? Representaré bien mi papel. Ofreceré la imagen de un viudo lleno de dolor… y obtendré el consuelo que necesito desesperadamente tras tu horrible y trágica muerte.

Bree se echó atrás tanto como pudo. No sabía si intentaba fundirse con la montaña para escapar del inevitable destino que la aguardaba o si solo buscaba apoyo en lo único que podía mantenerla en pie. En ese momento, con la seguridad de que el primer golpe no tardaría en llegar, contuvo el aire en los pulmones, se aferró a los salientes que tenía a su espalda y, entonces, cerró la mano en el primer canto suelto que encontró.

Demasiado ocupado en insultarla y humillarla, narrándole cómo pensaba satisfacerse con su cuerpo una vez más mientras aún respirara, él no se dio cuenta de que ella calculaba el momento exacto del golpe para su último intento desesperado de sobrevivir. Tan pronto él alzó la mano en su contra, luciendo aquella sonrisa de placer que siempre adornaba su rostro al saberla quebrada, Bree se echó a un lado y provocó que los nudillos de Dairon se rompieran contra la dura ladera de la montaña.

Cuando todavía bramaba de dolor, Bree levantó el canto y le golpeó en la cabeza con cada ápice de fortaleza y rabia que pudo reunir. Le vio caer como un fardo, sin mirarla ni pronunciar sonido alguno, con un ruido sordo que retumbó en el silencio de las montañas. La profunda brecha sangró a borbotones que impregnaron la nieve.

Paralizada y todavía agarrando la roca con las manos, Bree dio un paso atrás y luego, otro. Dairon no se movió. Estaba allí tirado, sangrando sin parar. Inmóvil.

Lo había matado.

Su cuerpo reaccionó con temblores, profirió un grito que nadie pudo oír y, después, echó a correr.