En Chicago, Tracy y yo bajamos del avión y subimos a un autocar lleno de futuros marines, los cuales se habían alistado para ser SEAL... excepto Tracy, que quería ser bombero. Probablemente habría sido el mejor SEAL de todo el puñetero autocar.
Cuando oías a los reclutas, el 99 % de ellos iban a convertirse en SEAL. Habían leído todos los libros y creían saberlo todo al respecto, y lo manifestaban con gran vehemencia. La mayoría eran capaces de levantar ciento ochenta kilos. Al menos eso afirmaban. No había ninguna sala de pesas a la vista, así que nadie podía contradecirlos. Oí a más de uno expresar con absoluta certeza que superaría el duro proceso de selección. Lo peor de todo es que me lo creí. Pensaba que me había puesto en forma con el programa de gimnasia que yo mismo había diseñado, pero allí estaban aquellos hombres de ciudad, que sabían mucho más y sin duda estaban mejor preparados.
Empecé a preguntarme: «¿Por qué me he tomado la molestia? Yo soy de Butte, Montana. No soy tan bueno ni estoy tan preparado como esos tíos de Denver, de Seattle o de donde sean».
A esa edad, hace falta algo especial para darse cuenta de que tanta bravuconería es pura fachada. Es fácil seguir a las demás ovejas, tumbarse y tirar la toalla. Tumbarse y morir. Morir de vergüenza y nada más.
Resulta que eso es exactamente lo que buscan los reclutadores de los SEAL. Quieren a una persona que sepa reconocer la adversidad, entender por qué están fracasando sus compañeros, pero que tenga la voluntad de decir: «No, yo soy mejor. No voy a seguir el statu quo. Nada es aterrador, el estrés es una opción, voy a continuar avanzando para ver qué hay después».
Sin embargo, tardé bastante tiempo en darme cuenta. Los que viajaban en el autobús tenían miedo, y yo también. Tracy estaba nervioso, un nerviosismo curioso, pero no tenía miedo.
Cuando llegamos al centro de registro de la Estación Naval de Great Lakes, en Illinois, desfilamos entre gritos de los comandantes de la División de Reclutamiento (CDR), es decir, «instructores del campo de entrenamiento». Eran buenos, y nunca desperdiciaban la oportunidad de recordarnos que éramos unos gusanos apestosos, pero, para ser honesto, había visto tantas veces La chaqueta metálica y otras películas sobre instrucción militar que no les tenía miedo. No me malinterpretéis, los respetaba y eran profesionales consumados, pero no aparecieron los sargentos Highway, Foley o Hartman.
Aun así, viajaba en un autocar lleno de desconocidos viendo a gente a la que le gritaban unos tíos desagradables con gorro de marine. Pensé: «Qué decisión tan espantosa he tomado. No puedo creerme que haya hecho esto».
Para un hombre blanco proveniente de una pequeña ciudad, el campo de instrucción era como el bar de Star Wars. Todo el mundo (excepto yo) hablaba raro. Había los típicos rednecks del Sur. Su manera de pronunciar la palabra «cantina» siempre me arrancaba una carcajada. Había diferencias perceptibles en los acentos de Virginia Occidental, Carolina del Sur y Texas. Teníamos a unos cuantos de Filipinas, uno de los cuales no sabía una palabra de inglés, que hablaban tagalo o filipino entre ellos. Para mí era como si hablaran wookiee. A los dos de Brooklyn costaba casi lo mismo entenderlos. También había varios negros de distintas zonas del país. El de Misisipí probablemente era el más simpático de toda la división, y elegante, un auténtico James Bond del Sur. Y había un par del centro de la ciudad. Eran muy modernos y habían decidido salir del barrio una temporada. Todos teníamos una cosa en común: «¿Dónde cojones me he metido?».
Por las películas, me esperaba que el campo de entrenamiento básico consistiría en flexiones interminables en el barro y correr por todas partes, excepto cuando estuvieras arrastrándote bajo el alambre de espino. Pero el campo de entrenamiento no es así. Nos pasábamos el día en el aula aprendiendo costumbres y cortesías de la Armada, recibiendo gritos y limpiando y doblando ropa, sábanas, banderas y cualquier cosa que pudiera doblarse. Doblar es muy importante en la Armada. Los marines viven en habitaciones diminutas, así que debíamos aprender a tenerlo todo bien doblado. Es increíble lo mucho que llegamos a doblar. Todavía doblo las toallas así.
Hubo una semana fantástica en la que nos enseñaron a extinguir fuegos y cómo son los diferentes tipos de incendio. Eran cosas de la Armada, pero me encantó. Siempre me han interesado mucho sus tradiciones. A la gente todavía la llamo «camarada». Me encanta. Creo que abriré un bar y lo llamaré «Camarada». Exigiré a todos los porteros que acaben cada frase con esas palabras. Ya me los imagino echando a un borracho: «¡Lárgate de Camarada..., camarada!».
Pero sobre todo doblábamos y, cuando no estábamos aprendiendo a doblar, aprendíamos a desfilar. Resulta que se tardan semanas en enseñar a la gente a caminar. Y caminar era el único ejercicio que practicábamos. No nos dejaban entrenarnos en absoluto. Me había puesto en forma durante seis meses para la prueba de los SEAL y ahora nos alimentaban con comida insalubre y nos pasábamos el día sentados doblando cosas. «Engordaremos —le decía a todo aquel que me escuchara—. Perderemos la forma. No estamos corriendo. No estamos haciendo nada. Y todo lo que comemos está cubierto de una salsa espesa.»
Estaba desesperado por someterme a la prueba de selección de los SEAL antes de convertirme en un debilucho de ciento treinta y cinco kilos. Se convocaban los martes y los jueves y me inscribí a la primera que pude. Craso error. Fue el día después de que nos vacunaran. La Armada es famosa por administrarte una tonelada de inyecciones. Al despertar a la mañana siguiente, tenía unas ganas terribles de vomitar, calambres y moratones por todo el cuerpo y la lengua el doble de su tamaño normal y como cubierta de fieltro. Me obligué a levantarme de la litera y me di cuenta de que a duras penas podía mantenerme en pie. Dudaba de que pudiera hacer una sola dominada, y mucho menos las ocho que necesitaba para aprobar.
Cepillarme los dientes aquella mañana fue todo un desafío. La prueba parecía tarea imposible: nadar veinte largos (quinientos metros), descansar diez minutos; hacer cuarenta y dos flexiones de brazos, descansar dos minutos; hacer cincuenta abdominales, descansar dos minutos; hacer las temidas ocho dominadas, descansar diez minutos; y correr 2.500 metros en once minutos y medio. Con botas.
Me arrastré hasta la piscina cubierta, donde habían erigido unas gradas. De una pared colgaba una enorme bandera de los SEAL. Su insignia es un águila (que representa nuestra capacidad para combatir desde el aire) posada sobre un ancla (que representa nuestro legado naval) y sosteniendo con una garra el tridente de Neptuno (que atestigua nuestra capacidad para arrasar al enemigo en el océano) y con la otra un fusil de chispa (que le recuerda a la gente que también podemos arrasar al enemigo en tierra). El águila es la hostia.
Subí a lo alto de las gradas y me senté mirando hacia la piscina. Entonces llegó un SEAL para evaluar al nuevo grupo. Llevaba un bañador con el logo del Equipo Tres de los SEAL y nada más. Lo único que resultaba más obvio que mi horrible decisión de alistarme en la Armada eran los abdominales de aquel hombre. Recorrió las gradas, nos miró a los ojos, se dirigió al trampolín, trepó majestuosamente, ejecutó un salto que Greg Louganis habría admirado por más de una razón y entró en el agua como una cuchilla afilada. Luego se alejó dando unas brazadas casi inhumanas, se encaramó al borde de la piscina y se dirigió al vestuario sin volver la cabeza, como si supiera que ninguno de nosotros merecía una segunda mirada.
Pensé en los quinientos reclutas rapados que descendían en fila delante de mí. Se giraron todos al unísono hacia un segundo SEAL que daba instrucciones para la prueba cerca del borde de la piscina. De repente me sentí estúpido. Cada uno de aquellos quinientos aspirantes a héroe, además de todos los que se incorporan a la Armada, creía que se convertiría en SEAL. ¿Qué me hacía destacar a mí?
La única ocurrencia decente que tuve cuando me alisté, y solo porque mi amigo marine me animó a hacerlo, fue insistir al reclutador que pusiera por escrito que dispondría de tres intentos en el proceso de selección de los SEAL. Fue una suerte.
No sé cómo, pero superé la prueba de natación. Sin embargo, en cuanto empecé con las flexiones, que debes ejecutar a la perfección o no se contabilizan, supe que no podría llegar al mínimo de cuarenta y dos. Era el fracaso que me temía. No tenía nada.
No obstante, sí contaba con esa garantía firmada de dos intentos más.
El jueves, el veneno que me habían inyectado el lunes anterior había desaparecido, y me sentía un hombre distinto en aquellas gradas junto a la piscina. Volvía a ser el tipo que había pasado seis meses preparándose para ese momento. Según pude comprobar, era uno de los pocos que lo habían conseguido. Aquel fue mi primer contacto con la verdad que me inculcarían en años posteriores: la preparación lo es todo.
Nadamos los quinientos metros por tandas. De los quinientos reclutas, fui uno de los diez que aprobaron.
Nos concedieron un descanso de diez minutos para que volviéramos a ponernos los uniformes y saliéramos a hacer flexiones. Cayeron dos más. Todos los supervivientes superaron las abdominales. La parte final de la prueba —por alguna razón, todos los ejercicios se llaman «evolución»— era la carrera de dos kilómetros y medio con botas. El tiempo máximo eran once minutos y treinta segundos. Perdimos a cuatro más.
Quinientos hombres que estaban convencidos de que tenían todo lo necesario para ser un SEAL habían quedado reducidos a cuatro. Y todo ello para poder someterse, probablemente sin éxito, a la prueba de veintiocho semanas denominada «Demolición Submarina Básica/SEAL», que hace que la selección sea como beber piña colada mientras te balanceas en una hamaca a la sombra.
Pero yo estaba exultante. Ahora sabía a ciencia cierta que iría al BUD/S. La mera idea me entusiasmaba: viajaría a Coronado, una base naval que comparte isla en la bahía de San Diego con lo que los folletos de viaje describen como una «ciudad de vacaciones pintoresca y próspera». Es decir, playas, chicas y cerveza, y por fin podría lucir el uniforme verde de los aspirantes a SEAL.
Después de alistarme, había visto toda clase de películas sobre los SEAL y leído todos los libros que pude encontrar. Finalmente me enteré de que SEAL no guardaba relación con el mamífero acuático, sino con Sea, Air and Land [Mar, Aire y Tierra]. Sin duda, alguien quiso hacer referencia al esbelto y rápido animal, porque cogió la «e» que necesitaba de la palabra «sea». Por lógica, el acrónimo correcto sería SAL, pero ¿qué gracia tiene?
Los equipos SEAL nacieron durante la segunda guerra mundial de las unidades de buzos de la Armada, que estaban entrenadas en vigilancia y demolición subacuática. Su misión consistía en cartografiar los accesos a las playas de desembarco y destruir obstáculos que se interpusieran en el camino de un contingente invasor. En la guerra de Corea, esos EDS (Equipos de Demolición Submarina) eran tan sigilosos y eficaces que su cometido pasó a incluir las operaciones en tierra firme destinadas a destruir túneles y puentes ferroviarios enemigos. Como explicaba el teniente Ted Fielding, alto mando de un EDS, esa diversificación de sus tareas se produjo porque estaban «dispuestos a hacer lo que nadie más podía ni quería hacer».
Solo por esa razón, en 1961, reconociendo la naturaleza cambiante de la guerra, la Armada decidió convertir los EDS en unidades de guerrilla y antiguerrilla que no estaban limitadas a actuar en el agua y las playas. Ahí entró lo del mar, el aire y la tierra. Los dos primeros equipos SEAL se formaron en 1962. El Equipo Uno estaba desplegado en Coronado y el Dos en Virginia Beach. Desde entonces, los SEAL han tenido un papel especialmente relevante en todas las guerras y acciones militares estadounidenses.
«¡Conozcan su historia, caballeros!» es una expresión que utilizamos habitualmente: sabed de dónde venís. Recuerdo que hace unos años asistí a una reunión de los SEAL en Virginia Beach y me encontré con un buzo que llevaba una gorra de excombatiente de la segunda guerra mundial. Se le veía muy bien para tener más de noventa años. Intentando dármelas de inteligente, le pregunté:
—¿Cuándo pasó usted la Semana Infernal?
—El 6 de junio de 1944 —respondió.
—En 1944 no existía el BUD/S —dije, convencido de que hacía un comentario avispado.
—En la playa de Omaha sí, hijo. Conozca su legado.
Ahora iba a formar parte de él.
O al menos lo haría si no la fastidiaba repitiendo las pruebas del BUD/S una y otra vez. La primera vez que me sometí a ellas me di cuenta de una cosa: en la zona de la piscina había teléfonos y, puesto que todo el personal estaba concentrado en los aspirantes, podía escaparme y llamar a casa, una oportunidad infrecuente en el campo de entrenamiento básico. También quería mantener la mejor forma física posible para cuando llegara a Coronado, y doblando ropa y desfilando no lo conseguiría. Así que volver a hacer la prueba también era la mejor oportunidad de ejercitarme.
Cada martes y jueves iba a la piscina, nadaba de nuevo mis largos y llamaba a casa. Estaba bien, pero si fallaba, tenía un mal día y suspendía una sola fase de la prueba, mi viaje a la playa de Coronado sería cancelado.
Debí de hacer la prueba diez veces y, por suerte, mi puntuación no dejaba de mejorar.
Uno de mis mejores amigos en el campo de entrenamiento era Matthew Parris. Lo conocí el primer día en los barracones improvisados, en los cuales nos repartieron en divisiones de unos setenta reclutas cada una. Matthew y yo pertenecíamos a la misma división. Lo admiré desde el primer momento porque parecía llevar el ejército en la sangre. Tanto, que se había tatuado en el pecho el lema «This We’ll Defend» («Defenderemos esto») que llevaban los sargentos instructores, lo cual no era de extrañar, ya que él también lo era, pero había decidido empezar desde abajo en la Armada porque... En efecto, quería ser SEAL. Cuando terminó su servicio en el ejército, entró en la oficina de reclutamiento de la Armada vestido de negro y con unas botas de combate relucientes, intentando parecer duro, pañuelo en la cabeza incluido, y dijo al reclutador:
—Convertidme en un SEAL.
El reclutador lo miró con los ojos entornados y respondió:
—Con esa pinta, no.
A Matthew le gustaba fanfarronear, pero le gustaba aún más el humor, aunque el blanco de la broma fuera él.
Matthew suspendió las pruebas BUD/S la primera vez que lo intentó, que fue el día que yo aprobé. A la semana siguiente, volví a someterme a la prueba a modo de entrenamiento y esta vez la superamos ambos. Pese a las bravatas, solo nos presentamos seis miembros de la división y aprobamos dos. Celebramos juntos el éxito de Matthew y nos hicimos íntimos de inmediato. Incluso trabajábamos cuando se habían apagado las luces y los comandantes de división de reclutamiento se habían ido. Hacíamos flexiones en las casetas, abdominales en el suelo y tríceps utilizando dos lavamanos. A veces intentábamos completar mil flexiones de brazos en un día.
Cuando terminó el entrenamiento básico, juntamos nuestras cabezas rapadas y nos decantamos por la escuela Aircrew Survival Equipmentman de Millington, Tennessee, para la formación posterior que nos requerían. Con ese nombre tan sofisticado, costaba intuir que la escuela enseñaba a los reclutas a arreglar paracaídas, lo cual incluía coser. Un licenciado de este curso de instrucción se gana el derecho a ser llamado «costurera» por sus compañeros de tripulación. Matthew y yo no nos alistamos en la Armada para ser costureras. Lo hicimos para ser SEAL. Pero nos apuntamos al curso porque era el más corto. Eso nos llevaría más rápido a Coronado y nos importaba un carajo lo que nos llamaran.
Pero, al final, la escuela Aircrew Survival Equipmentman estuvo bastante bien. Tenía un catre nuevo («cama» para los que no sois marines), un armario más grande y, cerca de allí, una piscina que Matthew y yo utilizábamos a diario.
Y aprendí a coser. Me enseñó un gigantesco sargento primero afroamericano de los Marines, que me parecía el hombre más duro de la Tierra. Aquella escuela sería mi primera experiencia con el Cuerpo de Marines de EE. UU., y él merecía aparecer en los carteles de promoción. Las mangas de la camiseta de camuflaje le llegaban hasta la mitad de sus enormes bíceps. A día de hoy sigo sin entender cómo lograba enfundársela. Llevaba los pantalones perfectamente metidos por dentro de unas botas relucientes. «Come alambre de espino y caga napalm» habría sido una buena descripción para él. Sus trapecios eran tan grandes que parecía que no tuviera cuello y estoy convencido de que no le temía a nada. Una vez, Matthew lo llamó «sargento», algo perfectamente aceptable en el ejército. En el Cuerpo de Marines, no. Allí es sargento primero. «Joder, la has cagado a base de bien», susurró un compañero de clase cuando lo oyó. Matthew se acojonó cuando el sargento primero apretó su potente mandíbula, abrió las fosas nasales y se lo quedó mirando. No dijo nada. No hacía falta. ¡Aquel hombre era una bestia!
Nunca olvidaré cómo me enseñó a enrollar un carrete, algo que podría haber hecho mi abuela.
El primer fin de semana que disfrutamos de un permiso, Matthew y yo fuimos a Memphis, donde compartimos habitación de hotel y nos dirigimos a Beale Street. Recuerdo que iba tan borracho que volví en mí en un banco situado cerca de varios restaurantes. Habíamos estado bebiendo chupitos. Matthew estaba sentado a mi lado con la cabeza entre las manos. Cerca había un par de camareros que estaban tomándose un descanso y riéndose de lo ebrios que íbamos.
Oí que uno le decía a otro:
— ... y se quedan ahí sentados.
Matthew se lo tomó como una instrucción para retener un poco de vómito en la boca y escupírselo en los zapatos al cabo de un segundo.
Segundo camarero:
—Vaya, ¡qué bien!
Limpiamos los zapatos de Matthew, volvimos a Millington y terminamos el curso en menos de tres semanas. Invité a Matthew a acompañarme a Butte aprovechando un permiso y luego ir en mi camioneta hasta Coronado. En el vuelo de regreso a casa tuve una gran experiencia: por primera vez, alguien reconoció el servicio que estaba prestando. Un caballero, probablemente excombatiente, se dio cuenta de que Matthew y yo pertenecíamos a la Armada y nos invitó a un par de cervezas a cada uno. Me pareció muy bonito por dos motivos: 1) Me reconoció como marine (aunque todavía no había hecho nada); y 2) la cerveza cuesta siete dólares en un avión.
Matthew conoció a mi familia y a unos cuantos amigos y logró mantener sus zapatos secos. Fue un placer pasar una semana alejado de la Armada. Pero no era consciente de lo mucho que añoraba y amaba Butte. Echaba de menos juntarme con mis amigos. Echaba de menos a mi hermana y el baloncesto. Echaba de menos el Club 13, donde no hacía falta carné para beber. Echaba de menos «la Casa de los Animales», una enorme casa verde que alquilaron mi hermano y unos amigos y que convirtieron en una fiesta perpetua. Echaba de menos el bar de al lado; se llamaba Chaparral e íbamos allí a cantar karaoke. Echaba de menos las costillas Wop Chops de The Freeway; las costillas normales de John’s Pork Chops; un pastel de carne cubierto de salsa que era la especialidad de Joe’s Pasty Shop; y una tortilla hecha de sobras que servían en el M&M, un viejo bar-restaurante de mineros que no había cerrado sus puertas en más de cien años. En serio. Yo aún era un niño, así que volver a marcharme fue duro. No tenía ni idea de dónde me metía y me aterraba el curso BUD/S. Pero Matthew y yo montamos en la camioneta y nos pusimos en marcha. Al salir del pueblo hicimos una última parada en casa de mi hermana Kris. Quería despedirme de ella y de mi sobrino Kolton. Solo tenía dos años, así que no entendía qué estaba ocurriendo. Recuerdo que lo cogí, lo abracé y le dije adiós con lágrimas en los ojos. No sabía que las despedidas más duras llegarían años después. Ahora ya no puedo coger a Kolton en brazos. Es más grande que yo.
Una vez que las despedidas quedaron en el espejo retrovisor, pusimos rumbo al sur por la I-15, pasando por Salt Lake City, y no nos detuvimos hasta llegar a Las Vegas. Nos hospedamos en el hotel Circus Circus, pero no podía hacer nada divertido; solo tenía veinte años. Sí, había conseguido que me sirvieran alcohol, pero eso fue en aviones y en Butte. En caso de necesidad, siempre utilizaba el carné de mi hermano Tom. Estaba caducado y no nos parecíamos en nada. Así que, muy inteligentemente, decidí no probar una maniobra tan burda en un sitio como el Circus Circus. No quería despertarme con una cabeza de caballo en la cama.
Desayunamos en McDonald’s y salimos a primera hora. Había estado leyendo Rogue Warrior, de Richard Marcinko, cuando no me tocaba conducir. Marcinko era el SEAL al que en 1979 le fue asignada la tarea de crear un contingente de operaciones especiales específicamente diseñado para responder al terrorismo y ofrecer un uso quirúrgico de la fuerza militar cuando las amenazas no provengan de un gobierno extranjero, sino de pequeñas redes móviles de terroristas que pueden fundirse casi imperceptiblemente con la población civil. La falta de esa capacidad había resultado dolorosamente obvia aquel mismo año, durante la crisis de los rehenes en Irán, en la cual más de sesenta estadounidenses fueron retenidos durante 444 días en Teherán por partidarios de la revolución islamista y no fueron puestos en libertad hasta que así lo quiso el líder iraní. Un primer intento de envío de comandos estadounidenses para liberar a los rehenes terminó en desastre. La misión estuvo mal planificada, preparada y ejecutada, y hubo que abortarla debido a problemas con los helicópteros antes de que los comandos llegaran siquiera a su objetivo. Al retirarse, uno de los aparatos que seguían funcionando colisionó contra un avión de transporte cargado de combustible y ocasionó una enorme explosión que acabó con la vida de ocho soldados.
Marcinko, que había ganado un montón de medallas por su valor y éxito en acciones de combate en Vietnam, concibió una fuerza atacante de élite que sería como un equipo normal de los SEAL cargado de esteroides: cohesionado, muy móvil, excelentemente equipado y obsesivamente preparado. También sería sumamente secreto. En aquel momento, los dos únicos equipos SEAL eran el Uno y el Dos, así que Marcinko y los demás planificadores se decantaron por el nombre de Equipo XXX SEAL para confundir a los soviéticos y hacerles preguntarse dónde estaban los equipos Tres, Cuatro y Cinco.
Marcinko cumplió sus órdenes con creces. Para ser efectivo al máximo, el nuevo contingente tendría que pisotear todas aquellas costumbres y cortesías que tanto le gustaban a la Armada. El Equipo XXX de los SEAL sería una hermandad de iguales llamados «operadores», todos ellos plenamente implicados e informados y con la misma voz en el diseño y ejecución de las misiones, así como una libertad máxima de conducta. En la práctica, ello creó un grupo de combatientes que recordaban más a los guerreros de rostro azul de Braveheart que a la idea habitual de la Armada. Leí una gran anécdota en un artículo de The New York Times que lo condensaba muy bien: un alto mando del Equipo XXX estaba mostrando a un almirante un crucero durante una simulación de rescate de rehenes. Al cabo de unas horas, lo llevó a uno de los bares en los que se encontraban los operadores. El alto mando dijo a The New York Times: «Cuando abrimos la puerta, me recordó a Piratas del Caribe». No era un análisis después de la acción, era un motín. El comportamiento pendenciero, el cabello largo, las barbas pobladas, los pendientes y los uniformes, que ignoraban por completo la regulación, sacudieron al almirante como la onda expansiva de una granada aturdidora. No paraba de repetir: «¿Esos tíos están en mi Armada?».
Cuando Marcinko se retiró en 1989, se dedicó a la asesoría privada. Al año siguiente lo acusaron de fraude en un contrato con el gobierno, fue condenado y pasó quince meses en la cárcel. Según afirmaba, la condena fue una farsa, una represalia por el bochorno que había causado a las autoridades de seguridad con sus actividades XXXXXX. Sin embargo, sería él quien riera el último: vendió muchos libros y cobraba elevados honorarios dando conferencias de motivación.
No puedo juzgar los actos que llevaron a Marcinko a prisión —yo no estaba allí—, pero creo que su corazón y su mente estaban en el lugar adecuado. A fin de cuentas, lo que más le interesaba eran su misión y sus hombres.
Matthew y yo llegamos a Coronado cuando oscurecía y fuimos directos a la playa. Nos registramos en un turbio motel —o el más turbio que encontramos en aquella elegante zona turística— y decidimos esperar al día siguiente para inscribirnos en el BUD/S. Aprovechando que nos hospedábamos en la playa, Matthew y yo cogimos las gafas de buceo y nos zambullimos por primera vez en el Pacífico. Llevábamos más o menos una hora allí cuando divisamos en el horizonte unas barcas hinchables con luces de emergencia adosadas a los lados. Debía de haber unas siete. Se dirigían al norte y parecía que intentaran rodear la isla. Era un jueves al anochecer.
A bordo iban hombres de la Clase 207 del BUD/S. Hay cuatro clases por año, numeradas consecutivamente desde el 1 hacía medio siglo. Este grupo 207 estaba concluyendo la fase final de su última noche en la Semana Infernal. Se llama «Alrededor del mundo», una circunnavegación completa a la isla de Coronado en aquellos botes hinchables. Los hombres llevaban despiertos desde el domingo, pero pronto terminarían. Al verlos, Matthew y yo nos quedamos boquiabiertos. Joder. Esto va en serio; ahí están.
Al día siguiente nos registramos en el BUD/S. Clase 208.