NOTA SOBRE LA NOMENCLATURA

Estambul no es solo una ciudad con muchas denominaciones, es también un espacio marcado por las mil maneras que existen de transliterar, organizar y deletrear los nombres de sus gobernantes, pobladores, protagonistas, territorios, enemigos y aliados. En el caso de los emperadores de Oriente, por ejemplo, he preferido emplear, en general, la forma griega de sus nombres, pero también he usado algunas versiones populares, como Constantino o Miguel, cuando lo he juzgado más oportuno. Es prácticamente imposible proceder de un modo por completo sistemático, y probablemente resultara además un tanto petulante. Por consiguiente, y dado que se trata de una ciudad a la que muchas veces se ha llamado «luminosa», he cifrado mi esperanza en arrojar más luz que oscuridad. Para el empleo de la fonética turca he contado con la amable ayuda de Robin Madden, Lauren Hales y los magníficos Peter James y Anthony Hippisley, que han revisado y corregido el texto.1

El clásico nombre griego de Byzantion (Byzantium en latín) deriva casi con toda seguridad del protoindoeuropeo bhugo, que significa ciervo. En un plano más local, es posible que guarde también relación con la raíz tracia Buz, vinculada a su vez con las aguas y los manantiales. Sea como fuere, es claro que Byzantion, la primera denominación histórica de Estambul y sus alrededores, es un tributo a la riqueza natural de la flora, la fauna y la geología de la región. Constantinopla procede del nombre latino de Constantinus, en referencia a Constantino el Grande, el emperador romano que refundó la ciudad en el año 324 d.C., haciendo surgir con ello una civilización a la que solo empezaría a llamarse bizantina en el siglo XVI (debido al historiador Hieronymus Wolf, que acuñó este uso en 1557). A partir del año 330 d.C. la ciudad comenzaría a ser conocida con el nombre de Nueva Roma, y la denominación habitual que se empleaba en Persia y el Oriente Próximo para designar al imperio bizantino era, y sigue siendo, Rum. Estambul procede, bien del dialecto turco, bien de la expresión griega eis ten (o tin) polin —dentro de la ciudad, o en dirección a ella—, bien de la fórmula islam-bol, es decir, «rebosante de religión islámica». A partir del siglo X d.C., como mínimo, los propios griegos empezarían a aludir al lugar con los términos de Stinpolin, Stanbulin, Polin o Bulin. Tras la conquista otomana surgió una oportuna semejanza entre la forma turca de Stanbulin, Stambol, y la voz Islam-bol. Además de contar con la resonancia religiosa de Islam-bol, hasta el siglo XX los otomanos dieron en referirse también a la ciudad con la palabra Kostantiniyye o Kostantiniye, que no es otra cosa que una versión de la voz árabe al-Qustantiniyya. En términos formales, los nombres de Constantinopla o Kostantiniyye no dejarían de emplearse sino después de la aprobación de la Ley del servicio postal turco del 28 de marzo de 1930, en la que se insistía en que no debía continuar enviándose correo con la denominación «Constantinopla». La ciudad pasaba así a llamarse oficialmente Estambul. Y durante más de mil quinientos años, tanto en los discursos como en los textos, la designación de la metrópoli sería simplemente La Polis, es decir, La Ciudad, cuando no Ten Polin, A la Ciudad. El nombre chino del imperio bizantino, Fulin, es una corrupción de Polin.2

En su primera forma histórica como tal Bizancio, ni la Biblia hebrea ni el Nuevo Testamento griego dedican una sola referencia a este asentamiento, ni siquiera de pasada (hoy se ha mostrado que la mención al Bósforo es en realidad un error de traducción).3 Pese a que Estambul iba a acabar teniendo una próspera población judía, lo cierto es que en la tradición bíblica hebraica el enclave es siempre una suerte de «alteridad», una especie de brumosa presencia que no puede definirse ni como ciudad pecaminosa ni como tierra prometida. Bizancio tampoco aparece en la Ilíada. También los antiguos griegos consideraban que la lengua de tierra que se abisma en el mar de Mármara para formar el Bósforo era un territorio impreciso y boscoso repleto de misterios, como una vaga energía situada en los límites externos de la civilización. La tradición sostiene que el demonio mostró a Jesús una perspectiva del Bósforo, el Cuerno de Oro y la acrópolis de Bizancio, vistos desde Çamlıca, en Asia, para darle una prueba de «toda la gloria del mundo y los reinos que contiene». El emplazamiento de Bizancio iba a encarnar la representación misma de la perfección y a constituir por tanto el símbolo de las tentaciones.

Sobre el terreno, en la mezcolanza cultural de la ciudad, vivían romanos que habían dejado de hablar latín en el siglo VII d.C. y musulmanes de lengua griega llamados a permanecer in situ hasta el IX. Si los invasores latinos del año 1204 d.C. habían dicho que los habitantes de la zona eran Graikoi (Niketas Choniates, Historia), los hombres y mujeres cristianos de la plaza evitaban utilizar la voz griega antigua de helenos debido a que traía a la mente evocaciones paganas, prefiriendo valerse en cambio del término Romaios. En el siglo XXI, los griegos de todos los continentes todavía se dan a sí mismos el nombre de Romaioi, es decir, romanos, hijos de la Nueva o la Segunda Roma. Y aún hoy se denomina Romoi o Rumlar a las personas de etnia griega que viven en Estambul.

Pese a tratarse de una importante opción psicolingüística, redactar un texto en el que se llame romanos a los nacidos en esta ciudad entre los años 700 a.C. y 1450 d.C. resulta un tanto confuso. Por consiguiente, en el presente libro llamaremos romanos a los antiguos romanos y a los habitantes de lo que un día fuera Byzantion, luego Byzantium y más tarde Constantinopla, los denominaremos bizantinos. La voz Bizancio alude bien a la ciudad en sí, bien al imperio de los bizantinos. Desde luego, el nombre de la metrópolis misma se empleaba tanto para exaltar su carácter urbano como para trazar sus límites. Y en el Occidente medieval, la civilización surgida gracias al empuje de Constantinopla recibió durante siglos el nombre de constantinopolitana. No obstante, justo antes de que la ciudad cayera en manos de los turcos otomanos, en el año 1453, Constantinopla era básicamente un conjunto de ruinas amuralladas de la que dependía una pequeña cantidad de tierras.4

En Estambul, los otomanos usaron en un principio la palabra turco (Turc) para designar a una persona de carácter bastante tosco, es decir, a un paleto procedente de una remota aldea. En la actualidad, la voz turco (Turk) se emplea en la jerga urbana de la costa occidental de Estados Unidos para apuntar a un joven extremadamente valiente, invirtiendo con ello una estereotípica ansiedad popular que dura ya varios siglos y que se ha visto recientemente reactivada en la retórica política al proponerse Turquía ingresar en la Unión Europea.5 En el año 1578 d.C., John Lyly se preguntaba si «ha habido jamás un demonio tan malvado y bárbaro, un turco tan vil y brutal».6 Por otra parte, los diccionarios de 1699 aplicaban la palabra «turco» a todo hombre de carácter cruel. El término de otomana, además de significar un mueble bajo y sin brazos propio de los dormitorios, se escuchaba con mayor frecuencia en los mentideros de Occidente para hacer referencia al peligro otomano que se cernía amenazadoramente sobre la civilización cristiana.7

El latín y el griego medievales transformaron el Bosporus (vado para el ganado) en Bosphorus, y el nombre arraigó; personalmente, tiendo a utilizar esta última forma antes que su versión más pura e inicial. Al referirme a algún aspecto de carácter general de la ciudad que además no sea específico de ningún período histórico concreto emplearé el nombre de Estambul, o en caso de que así me induzcan a hacerlo las fuentes, los de Bizancio, Constantinopla o Kostantiniyye. En ocasiones, esta opción puede resultar cronológicamente inadecuada, pero creo que los habitantes de Byzantion, Byzantium, Constantinopla y Estambul —desaparecidos hace ya muchísimo tiempo— no solo sabrían entenderlo, sino también, o así lo espero, perdonármelo.