Capítulo 5

LA CIUDAD DEL ASEDIO

c. 450-400 a.C.

El resto de la región es suave y extenso, y contiene un gran número de aldeas habitadas [...]; mientras tanto, salían cada día con los animales de carga y los esclavos para llevarse sin miedo trigo, cebada, legumbres de todas clases, mijo y sésamo, así como abundantes cantidades de higos y de uvas, que producen un buen vino dulce, ya que el país tiene todo tipo de buenos productos naturales, salvo aceite de oliva.

JENOFONTE, ANÁBASIS1

...los atenienses sitiaban Bizancio con un muro alrededor y se dedicaban a disparar y a lanzarse al asalto contra la muralla. [...] Los atenienses, como por la fuerza no podían lograr nada, convencieron a algunos de los bizantinos de que entregaran la ciudad...

JENOFONTE, HELÉNICAS2

Hace veinticuatro siglos, Byzantion se vio afligida por dos persistentes adversidades: una larga y dura serie de asedios y un hombre venido de Occidente que deseaba labrarse una reputación en Oriente.

El siglo V a.C. confirió a Byzantion un inequívoco y sólido estatuto de ciudad-trofeo. Y fue justamente su valor, su atractivo y su utilidad, lo que convirtió al asentamiento en un escenario al que acudirían a dar las representaciones de su vida algunos de los actores más destacados de la historia antigua: el general, historiador y filósofo Jenofonte; el vicesátrapa Mausolo, que da nombre a los mausoleos (ya que el suyo fue una de las maravillas del mundo clásico); y el chaquetero general ateniense Alcibíades. Este último es uno de esos personajes tan extremadamente atípicos que, de haber sido fruto de la ficción, nadie lo habría considerado creíble.3

Nacido en el seno de una familia aristocrática y criado por una nodriza espartana, Alcibíades se ganó fama de hombre pendenciero en todo el mundo clásico, y así ha pasado también a la historia su nombre. Gran amigo y compañero del filósofo Sócrates, con quien compartía mesa y posiblemente cama, la personalidad de Alcibíades era en todo opuesta a la del pensador ateniense. Irresponsable, obsesionado con el sexo, extremista, deslumbrante, disoluto y libertino, los autores antiguos le describieron llamándole «adorado tirano de Atenas».4 Aristófanes señala que el pueblo de Atenas «le añora, le odia, pero siempre desea verle regresar».5 Era un individuo exasperantemente irresistible al que no había forma de ignorar: se pavoneaba por toda la ciudad de Atenea envuelto en un manto púrpura, pese a que la gente viera con malos ojos esos alardes antidemocráticos; se negaba a tocar el aulos (un instrumento musical no muy distinto de nuestro oboe) porque le obligaba a fruncir los labios, dándole una expresión poco atractiva; se abrazaba a la bebida desde primera hora de la mañana, y por si fuera poco, fue también el iniciador, según el poeta cómico Eupolis, de la moda de orinar en un bacín en pleno banquete. En el año 415 a.C. capitaneó a las tropas atenienses en la desastrosa campaña de Sicilia, y a causa de las misteriosas acciones vandálicas sufridas por las hermai* erigidas en las calles de Atenas, se le acusó de sacrilegio en su ausencia. Tras permanecer una temporada con los espartanos, enemigos jurados de Atenas, y confraternizar con ellos hasta el punto de dejar embarazada a la mujer del rey de Esparta, Alcibíades huyó al este y terminó desembarcando en el Asia Menor, donde actuó como agente doble al servicio del virrey persa Tisafernes. Con su tendencia a la ostentación, su ceceo, su ropa extravagante y sus hermosos y rizados cabellos, da la impresión de que Alcibíades debió de encontrarse en su elemento al convertir Byzantion y sus alrededores en su patio de recreo particular, así que no tardó en vérsele navegando febrilmente entre Asia y Europa.

A finales del siglo V a.C., Atenas se quedó sin aliento. Tras librar durante veinticinco años una agotadora guerra con los espartanos, las arcas y el optimismo de la ciudad se habían agotado. La polis, que ya había perdido prácticamente la tercera parte de su población a causa de una epidemia, empezó a sufrir ahora una hemorragia de aliados y territorios. El trato que ambos bandos dispensaban a los prisioneros de guerra violaba todos los códigos de honor helénicos, ya que unos y otros se marcaban con hierros candentes y se infligían la muerte por inanición o lapidación. Olfateando la sangría fratricida en que se habían embarcado los griegos, los actores de Oriente que anhelaban incrementar su poder volvieron a poner sus miras en Occidente. Dos generaciones después de la derrota sufrida en Salamina, los persas volvían a mostrarse dispuestos a alardear de su vigor imperial. Alcibíades, que era un manipulador político de maquiavélica habilidad, invariablemente deseoso de no cerrarse ninguna puerta, utilizó una red de espías, diplomáticos y mensajeros para peinar el Mediterráneo y sugerir a Atenas que abandonara el experimento democrático y se aliara con Persia para combatir a los espartanos. Los atenienses hicieron caso omiso de tan especioso consejo, optando por librar en cambio una espantosa guerra civil ideológica que les llevó a votar en favor de la eliminación de la democracia y a contemplar impotentes las acciones que Alcibíades —el mismo que un día fuera su niño mimado— llevaba a cabo en Samos al frente de una flota (que en realidad era una verdadera armada privada) y las incursiones de Esparta, que acabó apoderándose de varias ciudades clave, entre ellas Byzantion.6 Un viento febril recorría el Mediterráneo oriental, ya que nadie alcanzaba a saber con seguridad qué podría traer el futuro.

Los vívidos relatos que nos ha dejado Jenofonte sobre las intrigas que se fraguaban a lo largo del Bósforo y sobre el destino de los hombres que luchaban por los despojos de cuantos vencían por tierra y mar, constituyen una lectura apasionante, pues no en vano es un autor tan declarativo como ameno. Gracias a él nos enteramos de que los generales persas se lanzaban a las olas montados a caballo, obligando a los aterrorizados animales a avanzar con el agua al cuello, y de que algunos espabilados manipuladores como Alcibíades se escabullían por los numerosos brazos de mar de la región para entablar negociaciones aquí y proferir amenazas allá. No es difícil comprender por qué los antiguos se empleaban con tanto ahínco en las inmediaciones de Byzantion. Ya sea en el mar de Mármara, en el Bósforo o en el Cuerno de Oro, cualquier barco que aviste la ciudad y surque el intenso e irisado azul de esas aguas agitadas abriendo una blanca estela de espuma, lo hará con una intención premeditada. La bonanza se presenta tentadoramente próxima. A aquellos animosos infantes de marina, el césped de Byzantion debió de parecerles un gigantesco parque temático propicio para la aventura y el medro político.

Llegadas las cosas a ese punto, Alcibíades podría haberse limitado a «entregarse al medo», en el sentido de pasarse al bando de los persas. Resulta evidente que estos quedaron encandilados por su personalidad, como ya antes les había ocurrido a los atenienses y a los espartanos, ya que le rodearon de sirvientes y pusieron su nombre a varios jardines de recreo. Sin embargo, es igualmente obvio que este hombre, cuyas ansias de hacerse notar alcanzaban unas proporciones verdaderamente monstruosas, tenía amigos y familiares en Atenas, además de una reputación que redorar. Conocía perfectamente bien las particularidades del exigente estrecho que media entre Europa y Asia. Maniobrando con la volubilidad del mercurio, revolviéndose y culebreando como una anguila, y tras aprovechar el éxito conseguido en el año 410 a.C. al frente de una flota ateniense en la batalla de Cícico, en la vertiente asiática del mar de Mármara, Alcibíades logró contribuir finalmente a la creación (o la recuperación) de un establecimiento de aduanas levantado en mitad de la costa, cerca de Byzantion y del edificio que hoy recibe el nombre de Torre de Leandro, exigiendo el diez por ciento de todos los bienes que transportaran los buques de paso.7 Era imposible eludir el pago de esta exacción, ya que se gestionaba desde la plaza de Crisópolis, recientemente reconquistada por los atenienses,8 de modo que con esta iniciativa Alcibíades comenzó a devolver importantes sumas a su ciudad natal.9 Y no iba a tardar en presentársele la oportunidad de ofrecer a sus compatriotas un trofeo aún más valioso.

Había quedado meridianamente claro que a menos que Atenas arrancara a Esparta la ciudad de los ciegos, es decir, Calcedonia, y también Byzantion, quedaría cortado el decisivo cordón umbilical por el que le llegaban, a través del mar Negro, los suministros de grano. El control del estrecho, la supervisión de los barcos que transportaban alimentos por todo el Mediterráneo oriental y la dominación de los asentamientos situados en la misma costa pasaron a ser instrumentos indispensables para la construcción o conservación de cualquier imperio. Lo primero que hicieron los atenienses fue enviar tropas a Calcedonia para poner cerco a la plaza. Pese a que Alcibíades no se hallara presente desde el principio en esta acción, no tardaría en dejarse caer por el teatro de operaciones, mediada ya la campaña: originalmente para respaldar al general Trasilo, con el que compartía el mando, aunque poco después partía precipitadamente al Helesponto con el fin de requisar recursos, trabar amistades de gran importancia estratégica y provocar pendencias. Al regresar al fuerte ateniense de Crisópolis, reagruparse y utilizar su considerable carisma para convencer a varios asentamientos, como el de Selimbria en el litoral del mar de Mármara, de que se pusieran de su parte, Alcibíades se unió a sus conmilitones atenienses decidido a recuperar la ciudad misma de Byzantion.

Esta se había perdido poco antes a manos del ejército regular espartano, de modo que en ese momento se hallaba bajo el control de una mezcla de antiguos ilotas esclavos espartanos a los que se había concedido la libertad tras prestar servicio de armas durante algún tiempo, de espartanos carentes de la condición de ciudadano, de megarenses, de beocios y de bizantinos (todos ellos a las órdenes de Clearco, un espartano un tanto psicótico enviado dos años antes a la zona con la misión específica de impedir que Atenas reconquistara Byzantion). A finales del año 408 a.C., en un invierno marcado por una climatología implacable, y al frente de un contingente de cinco mil hombres, Alcibíades rodeó el emplazamiento. Se levantó un muro de asedio, similar al que se había construido apenas unos meses antes en torno a Calcedonia, se colocaron artilleros emboscados en posiciones estratégicas, y se prepararon escalas para asaltar los muros de la ciudad. Entretanto, en el puerto, se hostigaba a los barcos del Peloponeso. Mientras se producían todos estos movimientos, Clearcos aprovechó para hacerse a la mar, abandonando Byzantion con la intención de conseguir ayuda de los persas, oportunidad que explotaría a su vez una ruidosa facción del interior de la plaza cercada, aparentemente ansiosa por negociar con el legendario general que acampaba a sus puertas. Durante el asedio se habían venido gestando una serie de resentimientos, ya que se tenía la impresión de que el severo Clearcos estaba reservando las mejores raciones —y más tarde la práctica totalidad de los víveres— para sus compatriotas peloponesios. La guarnición espartana ocupante se hallaba bien aprovisionada, pero los habitantes de la localidad pasaban hambre. De algún modo, la noticia llegó a oídos de Alcibíades, dado que era un hombre que contaba con amigos y contactos en todas partes, y este comprendió inmediatamente que acababa de presentársele una ocasión propicia. A partir de este punto las crónicas divergen. Jenofonte nos dice simplemente que Alcibíades logró entrar en la ciudad valiéndose de lisonjas y que varios agentes infiltrados intramuros le abrieron las puertas durante la noche, permitiendo que penetraran por ellas sus antiguos enemigos. Diodoro de Sicilia sugiere una sucesión de acontecimientos bastante más compleja, ya que refiere que la flota ateniense fingió abandonar el asedio para atacar después el puerto de Byzantion y distraer así a los defensores, ocultándoles la traición que estaba produciéndose en el interior de la ciudad. Cuando la guarnición bizantina comprendió su error, los partidarios de los atenienses que se hallaban dentro del asentamiento ya habían dejado que Alcibíades y sus hombres penetraran en la plaza, debido, entre otras cosas, a que el hábil manipulador ateniense había prometido tratar con indulgencia a quienes optaran por no ofrecer resistencia.

Sea cual sea la realidad del asunto, lo cierto es que, empleando más la astucia que la fuerza bruta, Alcibíades consiguió tomar una ciudad que a lo largo de los siglos habría de frustrar los planes de otros muchos atacantes. Aquel inconformista, mujeriego y siete machos, había logrado, mediante artimañas, que se le franqueara el paso a uno de los emplazamientos de mayor importancia estratégica de la región, añadiendo así una muesca más a su historial de conquistas.

Exagerando la relevancia de las arteras maniobras con las que también había engatusado a las potencias persas que todavía continuaban operando a las claras en la zona, Alcibíades dejó bien sentado que los atenienses le debían gratitud por aquel éxito. Para que Atenas se hiciera con el control de la más importante encrucijada del Bósforo había sido precisa la intervención de un héroe de su magnitud, por entonces ya legendaria. Entretanto, Alcibíades se aseguró, muy a su conveniencia, de que Crisópolis siguiera actuando como una oficina de recaudación de impuestos, obteniendo de ese modo unos saneados ingresos, puesto que gracias a esas exacciones sus compatriotas tenían la posibilidad de hacer que los barcos pagasen por el derecho de aventurarse al norte o al sur del estrecho que separa el mar de Mármara del mar Negro. Mientras tanto, en Atenas, los grandes dramaturgos como Eurípides conmemoraban las gestas de Alcibíades, ensalzándose con los tonos propios del hijo pródigo que regresa convertido en héroe tras haber escaldado a los espartanos.10

Tuviera o no motivos Alcibíades para reclamar para sí todo el éxito de la operación, la verdad es que la recuperación de Byzantion y Calcedonia, junto con la liberación de la vía de suministro de grano que llegaba a El Pireo, alimentando a los atenienses, bastó para convertir en centro de todas las adulaciones al extraviado hijo de Atenas. Cuando Alcibíades decidió tantear los ánimos durante la maniobra de aproximación al puerto de El Pireo, todo el mundo comprendió rápidamente que el díscolo Alcibíades iba a ser recibido una vez más con clarines de éxito. Las crónicas nos dicen que, tras pronunciar un discurso ante la Boulé del ágora, y dirigirse más tarde a la asamblea reunida en la colina del Pnyx, junto a la Acrópolis, los atenienses, apiñados, prorrumpieron en gritos y vítores para celebrar su regreso a casa. La ciudad decidió enseguida que Alcibíades debía recuperar las propiedades que le habían sido confiscadas y que era preciso derribar y arrojar al mar la estela en la que se habían consignado los cargos que pesaban sobre él.11

Sin embargo, menos de cuatro meses después, Alcibíades regresaba una vez más a Oriente. La metrópoli ateniense no estaba de humor para clemencias, dado que, hallándose en los últimos momentos de la extenuante guerra del Peloponeso, la ciudad se había visto obligada, entre otras cosas, a fundir sus magníficas estatuas, e incluso los elementos decorativos de la rutilante Atenea del templo del Partenón, para acuñar monedas. En el año 405 a.C., en la batalla de Egospótamos (junto a la desembocadura del río y la ciudad del mismo nombre, situados en el litoral, a unos 240 kilómetros al sur de Byzantion y a solo 9 del escenario del futuro conflicto de Galípoli), Lisandro, el victorioso almirante ateniense, y sus hombres lograban maniobrar con gran pericia marinera. Para esta época, Alcibíades se había convertido ya, por todos conceptos, en un jefe militar tracio. Acudió rápidamente al campamento ateniense lleno de buenos consejos, pero los oficiales de la marina ateniense le ignoraron, pese a que les había advertido de que en el yermo paisaje de la zona, carente de todo refugio o parapeto, era absurdo dejar expuestas las trirremes atenienses. Los generales de Atenas se desentendieron del contrito antihéroe y optaron por salir en busca de víveres. Y entonces los espartanos se abalanzaron sobre ellos. Todas las embarcaciones, salvo dos, fueron apresadas, y la totalidad de los ciudadanos atenienses que se hallaban a bordo, posiblemente unos tres mil, fueron puestos en fila y ejecutados de forma sumarísima.12

Clearco, que según todos los cronistas era un hombre autoritario y sediento de sangre, volvió a convertirse en tirano de Byzantion. Según parece, la población local, al ver que los atenienses perdían la guerra, habían vuelto a recurrir a Esparta a fin de que pusiera orden en la región, esgrimiendo quizá como oportuno argumento en su favor el recuerdo del perfil dórico de sus padres fundadores, los megarenses. Tras el cambio de poderes, muchos de los aristócratas de la ciudad fueron ejecutados por el siniestro y despiadado Clearcos. De entre los que eran probados partidarios de los atenienses, unos pocos consiguieron escabullirse por la noche y terminaron regresando a la polis de Atenea.13

Entretanto, frente a Byzantion, en el asentamiento de Crisópolis, que los atenienses habían utilizado como cuartel general durante la guerra del Peloponeso, se registraba un último y frenético episodio de actividad. Con las poblaciones de Esparta, Atenas y sus aliados heridas o muertas, muchos griegos decidieron paliar un tanto sus pérdidas y vender sus servicios como mercenarios a los persas.14 En uno de esos contingentes mestizos —el formado por la Expedición de los Diez Mil— viajaba un seguidor de Sócrates: el general e historiador Jenofonte.

En el año 399 a.C., el mismo en el que Sócrates bebía la cicuta en Atenas por haber cometido presuntamente varios delitos contra el estado, los Diez Mil regresaban a Crisópolis poco menos que a rastras, tras una campaña demoledoramente difícil. Una vez llegados a esa ciudad se proponían vender el «botín» conseguido (integrado fundamentalmente por vasijas repujadas de metales preciosos elaboradas en la Anatolia, aunque también contaban con cabezas de ganado y esclavos). El plan que habían acordado con los persas estipulaba que las huestes militares griegas, exhaustas y baqueteadas en mil campañas, debían ser embarcadas en Byzantion para cruzar el Bósforo, proporcionándoseles además un salvoconducto con el que regresar sin inquietud a casa. Llegados al fin al continente europeo, ayudados por su buena fortuna, y sintiendo ya en el ambiente el aroma de su país natal, Jenofonte y sus compañeros mercenarios se reagruparon ansiosamente en un pedazo de terreno al descubierto, próximo a la puerta bizantina de Tracia. Sin embargo, en lugar de agua para los caballos, vendas para las heridas y dinero para el camino, lo que se les tenía reservado era un brusco recuento de efectivos y la orden de dispersarse. No es difícil imaginar el sordo murmullo de descontento e incredulidad que recorrió las filas griegas, transformado casi inmediatamente en un bramido de rabia. Furiosas, las tropas se desquitaron con la propia Byzantion y expulsaron del lugar a la máxima autoridad espartana que la regía. En las hartas y agotadas tiendas de campaña de la soldadesca se llegó incluso a sugerir la descabellada idea de que Jenofonte diera un paso al frente, se apoderara de la ciudad y se convirtiera en su tirano. De ese modo, se sugería, podría fundar una nueva y virtuosa civilización basada en los principios del filósofo Sócrates al que tanto reverenciaba, entronizando una dinastía de inspiración socrática, como el mismo Jenofonte había preconizado en sus escritos. Sin embargo, el general, al igual que el propio Sócrates, se atenía a las ideas lacónicas (es decir, espartanas, ya que Laconia, o Lacedemonia, es el nombre con el que se conoce la tierra de ese pueblo helénico) y a veces hasta daba muestras de un cierto chovinismo lacedemonio, al señalar por ejemplo que Byzantion era una ciudad de tendencias dóricas, gobernada por espartanos y radicada en un mundo dominado por esa misma ciudad-estado. Sin embargo, si los mercenarios se apoderaban de la ciudad, esta sería pasto del furor bélico y la potencia artillera de los poderes regionales en pocas semanas. Jenofonte convenció a sus hombres de que no organizaran un asalto en toda regla.

Aunque su plan inicial consistía en regresar navegando hasta Gitión, el pequeño puerto espartano desde el que según se cuenta habría partido Paris al fugarse con la secuestrada Helena varios siglos antes, en la Edad de los Héroes, Jenofonte volvió a ser engañado y terminó prestando sus servicios en el bando espartano*, combatiendo en la pugna que enfrentaba a persas y a lacedemonios en el Asia Menor.

Tanto los enmarañados cambios de régimen como los mal concebidos y precipitados intentos de autodeterminación o las tornadizas alianzas sugieren en todos los casos que, en esta época, a Byzantion y a sus satélites (Calcedonia y Crisópolis) apenas se les reconocía otro estatuto que el de una mera posta o escala en el camino entre Europa y Asia. Se trataba efectivamente de emplazamientos estratégicamente ubicados, pero al carecer de tácticos propios, su ventaja geopolítica, enormemente útil, apenas revertía en su beneficio, dado que solo servía para concentrar las ambiciones de otros individuos. En esta particular franja histórica, Byzantion sufrió constantes asedios, así como una interminable serie de incursiones.

Quizá no sea casual que una de las obras más completas que nos ha dejado la antigüedad en materia de ingeniería, la Mechanike Syntaxis, saliera justamente de la mente de Filón de Bizancio, nacido en dicha ciudad en torno al año 280 a.C. Este compendio de mecánica dedica un amplio espacio a exponer los mejores métodos de preparar un asedio, a estudiar la concepción de las máquinas de asalto y a explicar cómo construir un puerto o fabricar un proyectil (y de hecho incluye el diseño de una ballesta de repetición). Curiosamente, dos de las recomendaciones que ofrece Filón para una situación de asedio sugieren que los implicados se aseguren de tener a mano un número de médicos capaz de atender a los inevitables heridos, así como la necesaria cantidad de hombres versados en criptografía para poder cruzar mensajes con los aliados que, habiendo venido a apoyar a la plaza cercada, se encuentren acampados en la retaguardia del enemigo. Debió de haber momentos en que la magnífica situación geográfica de Byzantion debió de aparecer como una verdadera maldición a los ojos de sus habitantes.

A casi diez mil kilómetros al este de Byzantion, unas nuevas excavaciones arqueológicas apuntan a lo que entonces era el inmediato futuro de la ciudad, y cabría decir incluso que su salvación.

En el año 2002 se descubrió una sepultura extraordinaria bajo la plaza principal de la población de Luoyáng, en el centro de China, en el sitio mismo en el que las parejas de ancianos aprenden hoy a bailar el vals y los maoístas protestan bajo la Bandera Roja. Veinticuatro caballos habían sido sacrificados y tendidos en el suelo frente a los ostentosos carros de guerra de su rey aproximadamente por la misma época en que Alcibíades ponía cerco a Byzantion. Estos animales muertos eran el signo definitivo de una elevada posición social. Traídos de las estepas, y calificados muchas veces de Tianma, que significa, «corceles celestiales», se decía que eran engendrados por dragones y que transpiraban sangre. En todo Oriente, el intenso deseo de hacerse con una de estas criaturas acabó estimulando el surgimiento de una larga cadena comercial que terminaría transitando por los caminos que asociamos con la Ruta de la Seda (y que iban desde la Xian china hasta las más lejanas estribaciones del imperio romano, siendo Byzantion su punto nodal más occidental). El enterramiento de Luoyáng es un espectral eco anticipado de los tiempos que se avecinaban en la atribulada Byzantion. Espoleado por el deseo de adquirir en países remotos bienes susceptibles de representar el poder y la clase social de sus poseedores, el comercio internacional iba a consolidar el carácter, la posición y el prestigio de la urbe debido justamente al hecho de ser una ciudad capaz de conectar el refinado Extremo Oriente con el tosco Occidente. El emplazamiento estaba por tanto a punto de convertirse en un trofeo por el que valía la pena luchar y en un enclave digno de ser protegido. En vez de verse reducida a ser un simple puesto militar bien ubicado por su radicación en la linde de dos continentes, la plaza empezó a atraer gente por razones emocionales, lo que a su vez permitiría que Byzantion materializara su inmenso potencial.

Sin embargo, antes de acceder a ese brillante futuro, Byzantion tenía que labrarse un nombre como ciudad de refinamientos intelectuales y espacio de placeres y pecados.