Capítulo 2

LA CIUDAD DE LOS CIEGOS

c. 682 a.C.

Este mismo Megabazo, por un dicho suyo, dejó entre las gentes del Helesponto memoria inmortal. Estando en Bizancio oyó que los calcedonios habían poblado la región diecisiete años antes que los bizantinos, y al oírlo dijo que debían entonces de estar ciegos los calcedonios, porque no hubieran desechado el lugar más hermoso de poblar para elegir el más feo, si no estuvieran ciegos.

HERÓDOTO, LOS NUEVE LIBROS DE LA HISTORIA1

En mayo de 2016 se tuvo noticia de que en Estambul había tenido lugar otro notable hallazgo arqueológico. Se acababa de descubrir, bajo las airosas mansiones de verano que jalonan la costa del mar de Mármara en la zona de Silivri, una tumba de cuatro mil años de antigüedad, similar a los kurgán (o túmulos funerarios) del Asia Central. En el interior del mismo se encontró el cuerpo de un guerrero que también se hallaba recogido sobre sí mismo en posición fetal. Las autoridades turcas anunciaron que el enterramiento allí descubierto mostraba una influencia centroasiática que se remontaba directamente a los orígenes prehistóricos de Estambul. Se trataba de una afirmación muy significativa, dado que los antiguos griegos habían venido reivindicando desde mucho tiempo atrás que la fundación del asentamiento de Selymbria (la actual Silivri), en el que se había encontrado el cadáver, había sido de hecho obra suya.

Los relatos que siempre se han arremolinado en torno a la antigua ciudad de Byzantion y sus regiones interiores han tenido invariablemente la misma importancia que su historia. Y como era de esperar, las leyendas que explican el mito que refiere cómo alcanzaron los griegos a alumbrar lo que hoy es Estambul son marcadamente vívidas. Zeus, soberano de todos los dioses, se hallaba enzarzado, como de costumbre, en un idilio con una mortal: en esta ocasión la elegida había sido Io, una sacerdotisa de su esposa Hera. Esta última, enfurecida por la infidelidad convirtió a Io en vaca (aunque en otras versiones es el propio Zeus quien transforma a la infeliz en una ternera blanca a fin de protegerla de la cólera de su consorte). Hera decidió entonces enviar un tábano para atormentar a la seductora joven. Se dice que el Bósforo, que como ya hemos visto significa «vado de vacas o bueyes» —en lo que coincide con Ox-Ford—, recibe precisamente su nombre del hecho de que Io lo cruzara. Al poco, Io dio a luz a una hija, Ceróesa, criada por una ninfa llamada Semestra a orillas del Cuerno de Oro (estuario que en la antigüedad recibía el nombre de Keras), donde a su tiempo habría de proseguir la joven la tradición familiar de liarse con los dioses del Olimpo, acostándose con Poseidón, el dios del mar. El hijo de Ceróesa y Poseidón, llamado Bizas, acabaría fundando Bizancio. Otra versión del mito fundacional de la ciudad que posiblemente se aproxime más a la realidad de lo sucedido en las Edades del Bronce o del Hierro recuerda que el rey tracio Bizante, etnarca de los megarenses e hijo de la mismísima ninfa Semestra, contrajo matrimonio con una princesa local llamada Fidalía, que aportó como dote al enlace las tierras sobre las que habría de asentarse Estambul.

De hecho, enterradas a gran profundidad bajo el suelo histórico del centro de Estambul, se han encontrado algunas piezas de alfarería tracia cuya antigüedad se remonta al año 4500 a.C. así como el fragmento de una espléndida maza de piedra verde. Estas comunidades neolíticas, las mismas que utilizaban los féretros de madera que hemos visto anteriormente, sabían que la zona era un buen sitio para echar raíces, y está claro que esa comprensión no pudo desvanecerse misteriosamente ni en el calcolítico ni en la Edad del Bronce ni en la primera Edad del Hierro. La lengua de tierra que se encuentra entre el Cuerno de Oro, el Bósforo y el mar de Mármara (conocido como la Propóntide en la antigüedad), a la que actualmente se da el nombre de Sarayburnu o Cabo del Serrallo* (denominada Acrópolis por los antiguos griegos y Promontorio del Bósforo por los romanos), era un lugar particularmente acogedor para los seres humanos que decidían instalarse en ella. En torno a esta elevación se alzan siete colinas cuya altura, siendo suficiente para ofrecer protección al enclave central, es no obstante lo suficientemente suave como para facilitar su uso como lugar de residencia. Desde luego debió de ser un espacio perfectamente adecuado para construir un hogar.

En la década de 1920 y en 1942, una serie de excavaciones permitieron descubrir, cerca del hipódromo de Bizancio, varias vasijas tracias de gran tamaño (una de ellas magníficamente adornada, ya que lleva un rostro humano moldeado en uno de sus costados). Olvidemos por tanto los mitos helénicos: es evidente que esta zona estuvo habitada por gentes de la región mucho antes de que los griegos desembarcaran en ella por su flanco occidental. En los terrenos que hoy ocupa el Palacio de Topkapi han venido estableciéndose sin interrupción —al menos hasta el año 1100 a.C.— hombres y mujeres de origen autóctono dedicados al comercio y las labores agrícolas. Dado que el moderno Estambul es un milhojas histórico, las excavaciones que se efectúan en el centro son bastante complejas, pero podemos tener la completa seguridad de que todavía quedan por desenterrar nuevas pruebas y testimonios de las primeras fases de desarrollo de la urbe. Entre las cosas que más estimulan nuestra imaginación se cuentan los distintos trabajos inéditos sobre las exploraciones subacuáticas efectuadas en 1989 por un grupo de arqueólogos en el puerto deportivo de Fenerbahçe, cerca de la bahía de Kalamış, trabajos en los que se indica que los buceadores tuvieron ocasión de palpar bajo la densa capa de algas de la zona la masa de un conjunto de estructuras arquitectónicas que muy bien podrían corresponder a los restos de los edificios en que una vez se alojara la población de la primera Edad del Bronce, dado que en las inmediaciones se han descubierto vasijas de cuatro mil años de antigüedad.2 Las aguas de esta parte del mundo no solo han alimentado la historia, también se han encargado de ocultarla.

Queda claro por tanto que los primeros estambulitas, los pobladores originales del lugar, nos susurran sus relatos y que lo que desean referirnos ha de ser extraído con esfuerzo de la tierra y las oscuras aguas del Bósforo. Y resulta igualmente evidente que quien vocea a los cuatro vientos su presencia es la población inmigrante venida de la Hélade. Los griegos, que inventaron la noción misma de la historia y que por ello tienden a escribirla de su puño y letra, sostienen que el antiguo asentamiento de Bizancio fue obra suya.

Mientras Zeus, Hera e Io trataban de poner orden en su agrio triángulo amoroso, los poetas épicos nos indican que Jasón y los argonautas (Hércules, Orfeo, el rey Néstor y todos los demás, cuyos nombres componen una lista verdaderamente exhaustiva de los más excelsos personajes legendarios griegos) pasaban con su embarcación frente al emplazamiento de Bizancio camino de las aventuras que les esperaban en el mar Negro. Los minuciosos frescos de tema marino, exquisitamente pintados, que pueden verse en la isla de Tera (Santorini), milagrosamente preservados bajo una capa de piedra pómez desde el año 1615 a.C. aproximadamente, fecha en la que estalló la caldera del volcán que forma el archipiélago en uno de los acontecimientos geofísicos más impresionantes que haya conocido el hombre, nos indican que estas primeras poblaciones griegas fueron efectivamente pioneras en las técnicas de la navegación. De hecho, fueron capaces de protagonizar la singular hazaña de orientarse cartográficamente no solo en las costas del Mediterráneo, sino de abandonar también el cabotaje y adentrarse en alta mar sin extraviarse.

Jarra procedente del puerto deportivo de Fenerbahçe. Estos hallazgos sugieren que en la vertiente asiática del Bósforo existe un asentamiento prehistórico que todavía no ha sido excavado (Cortesía de Şevket Dönmez).

Hay un gran número de relatos sobre estos viajes transcontinentales, y es probable que su función no se agote en la narración misma, ya que posiblemente sirvieron también para inspirarlos. La epopeya de la nave Argo nos cuenta por ejemplo que Jasón se las ingenió para reunir a los Argonautas (entre los que figuraba Augías, cuyos vastos establos se vería obligado a limpiar Hércules) y partir en pos de aventuras y ganancias, que echó el ancla en las costas del Bósforo y que descubrió las tierras del sol naciente antes incluso de que otros héroes griegos pusieran rumbo a Asia para rescatar a Helena, conquistar Troya y alcanzar la gloria. La épica homérica nos hace saber que Jasón viajó hacia el este, que vivió un azaroso idilio con Medea, hija del rey de la Cólquida, y que recibió ayuda e indiferencia de la tía de esta, Circe, viviendo asimismo varias peripecias con la belicosa tribu de las amazonas. Atraído por la perspectiva de encontrar oro (de hecho, en la región hubo efectivamente orfebres prodigiosos desde épocas muy tempranas, lo que quizá estimulara la imaginación de los griegos y les indujera a creer que en Oriente «abundaba el oro»)3 y detenido más tarde por las pociones y ponzoñas de la princesa Medea, Jasón consiguió penetrar en el Cáucaso, una tierra que rebosaba, a los ojos de los griegos, de peligros y oportunidades.4 Fue en esa región donde Prometeo fue encadenado a una roca y sujeto con remaches de hierro por haberse atrevido a robar el fuego de los dioses. Las excavaciones arqueológicas efectuadas al este de Estambul demuestran que el mito se alimenta de la historia. Los nuevos trabajos de búsqueda que se llevan a cabo en Armenia han ampliado nuestros conocimientos y mostrado la complejidad de la primera Edad del Bronce, en la que el dominio del fuego consiguió desarrollar la metalurgia al este del Bósforo.5 En 1917, al realizar un destacamento de la Marina Real Británica excavaciones en la isla de Imbros, situada justo al sur de Estambul, con el fin de levantar un obelisco para honrar la memoria de sus compañeros caídos en Galípoli, los militares dieron con una reluciente copa de oro del año 2500 a.C. aproximadamente. Esta Copa de Imbros es una verdadera materialización de los cálices de oro que empleaban los dioses de Homero. Las tierras interiores de Estambul no deben su mítica reputación a ninguna razón baldía.

En el viaje, se dice que Jasón tuvo que vérselas con dos gigantescas rocas que chocaban entre sí (lo que casi con toda certeza es una descripción de la entrada del Bósforo al mar Negro), pero también se afirma que consiguió que el paso fuera seguro para todos cuantos quisieran superarlo después de él. No debe extrañarnos que el poeta beocio Píndaro sostuviera que Oriente era un lugar que no solo seducía a los héroes sino que contribuía a conferirles esa condición.

Las nuevas pruebas halladas en el Cáucaso muestran que los griegos de las Edades del Bronce y del Hierro navegaron efectivamente desde el Egeo, que cruzaron el fascinante estrecho del Helesponto, al que hoy conocemos con el nombre de Dardanelos, que después atravesaron el mar de Mármara hasta llegar al angosto Bósforo —cuya anchura apenas llega a los 640 metros en algunos puntos, aunque su paso central alcance profundidades de 120 metros—, que más tarde costearon el arenoso litoral de la zona, y que finalmente cruzaron el mar Negro. Cerca de Batumi, a orillas de dicho mar, en lo que hoy es Georgia, detrás de una necrópolis recién excavada del siglo V a.C. en la que están apareciendo grandes cantidades de tumbas griegas bajo la arena y la maleza —y tan apretujadas unas contra otras como en cualquier cementerio municipal—, hay una serie de túmulos de la Edad del Bronce. La presencia en esta zona de Asia de los artefactos y restos griegos recién desenterrados no solo nos hablan de la existencia de relaciones comerciales, sino también de incursiones militares. Los héroes que pueblan el imaginario occidental, como Jasón, tienen su equivalente en una larga serie de aventureros heroicos de carne y hueso.6

Estambul aún conserva memoria de Jasón. El pueblecito de pescadores de Tarabaya, convertido actualmente en uno de los refugios favoritos de los famosos de la ciudad, fue en su origen la población griega de Therapeia (cuyo nombre significa «cura» o «sanación»; se da la circunstancia de que el enclave también fue uno de los rincones estivales predilectos de los embajadores extranjeros durante el período otomano tardío). En el siglo V d.C., Therapeia fue rebautizada durante el proceso de cristianización de la región liderado por el patriarca Ático, que desaprobaba su denominación pagana de Pharmakeus. Ahora bien, desde la Edad del Bronce la palabra pharmaka significa «drogas» o «hierbas medicinales útiles», y de ahí el nombre de nuestras actuales farmacias. Sin embargo, la pharmaka a la que acabamos de aludir aquí al hablar de Pharmakeus pertenece a una época en la que todavía no se había inventado la historia, y por eso se identificaba con los letales venenos que manejaba Medea, la hermosa y joven princesa de la Cólquida, arrojados, según cuenta la leyenda, a la bahía que se abre a media altura del Bósforo, en su orilla europea, al verse desdeñada y lanzarse a perseguir frenéticamente, loca de dolor y de rabia, a su hipócrita amante.

Sabemos por tanto que los griegos no solo viajaron hasta Estambul sino que llegaron incluso más lejos.7 La forma exacta de los barcos que utilizaban y la duración específica de sus periplos suscitan feroces polémicas. Semana arriba o abajo, y teniendo en cuenta que solo se hacían a la mar durante el día y que a última hora de la tarde tenían que atracar en la orilla para dormir y comer, la navegación entre la península griega y el Bósforo debía de suponer un mes de viaje.8 Las elegantes embarcaciones que usaban, largas y estrechas, capaces de avanzar a gran velocidad con los remos en caso de disponer de un buen número de brazos, podrían haber alcanzado los seis nudos* con el viento a favor. Sin embargo, en tiempo de mar gruesa las naves lo pasaban mal, y progresar a barlovento resultaba imposible. Por otra parte, los navegantes sabían con certeza que la ruta les obligaría a correr grandes riesgos, tanto conocidos como ignorados. Había peligrosos puntos que era preciso negociar con cuidado, y de ellos destacan por ejemplo el cabo de Sunión, el extremo meridional de la isla de Eubea, los vientos del norte y la corriente de los Dardanelos, que los empujaba en dirección opuesta.

Al probar suerte y abandonar la mar abierta para trazar su rumbo entre dos continentes, rebasando las boscosas colinas del horizonte y los sombríos peñascos desnudos de la costa, los aventureros griegos debieron de internarse a ciegas en el Helesponto, sin saber con seguridad a dónde habría de conducirles aquel complicado y seductor estrecho. Y se da la circunstancia, no sin cierta ironía, dado que afirmaban haber tenido el genio necesario para comprender el potencial que encerraba Byzantion, de que muy posiblemente el punto en el que pusieron originalmente el pie no fue el correspondiente a la región en que ahora se asienta Estambul. En el lado asiático de la entrada al Bósforo, los colonos griegos levantaron el asentamiento de Calcedonia, aprovechando la bahía natural que se abre en la costa oriental del mar de Mármara. A vuelo de pájaro, Calcedonia se halla a unos mil metros de distancia, aproximadamente, del emplazamiento de Byzantion, justo del otro lado del estrecho. De este modo, la población a la que se aclamó durante siglos en los fuegos de campamento, las plazas de las urbes, las cortes de los reyes y los textos clásicos por considerar que se trataba de la primera colonia europea que se implantaba en una región que hoy ha quedado definitivamente absorbida por la parte asiática de la actual Estambul, fue Calcedonia, «la ciudad de los ciegos».

Y a decir verdad, las tierras de las inmediaciones de Calcedonia tampoco eran ya vírgenes. Como ya hemos visto que sucedía con los descubrimientos arqueológicos efectuados bajo el agua, las culturas neolíticas también han dejado abundantes pruebas de su dura pero esperanzada existencia en las inmediaciones de Fikirtepe. En esta zona, los cazadores y pescadores sobrevivían en toscas cabañas de barro, disfrutando del festín que les ofrecía el territorio, repleto de higueras, y utilizando cucharas y cazos elaborados con los huesos de las vacas silvestres que habitaban la región. En la Edad del Bronce llegaron también grupos de colonos procedentes de Fenicia. En la actualidad, la antigua Calcedonia se ha convertido en el ajetreado barrio periférico asiático de Kadıköy. En las calles se respira una atmósfera relajada. Es el punto al que le conducirán los estambulitas para hacerle ver que la ciudad tiene un importante pasado social y no solo un futuro en el nuevo mundo globalizado. Se vive una especie de sensación de vida doméstica y así se lo recuerdan al visitante los vendedores de avellanas que aguardan pacientemente a que el viajero se les acerque y las amas de casa que vienen desde el lado europeo de Estambul, cruzando el estrecho, para encontrar aquí los mejores quesos frescos de montaña. Clérigos ataviados con vestimentas de todos los colores ofrecen al transeúnte sus artículos, mientras en la iglesia armenia, el vigilante espera sentado, hora tras hora, con la esperanza de que se presente algún recién llegado al que poder saludar. En Kadıköy se encuentra una de las sinagogas más antiguas de la ciudad, y lo mismo puede decirse de los templos de la Iglesia católica y de los santuarios ortodoxos serbios que se levantan en este barrio. De las mezquitas que construyeron los primeros otomanos en el siglo XVI, como muestra de devoción y ejemplo de la nueva estética musulmana vigente en la ciudad, entran y salen apresuradamente ahora grupos de muchachas locales cubiertas con el velo islámico. Sin embargo, lo que actualmente preside el barrio son los centros de transporte, dado que aquí se encuentran la estación ferroviaria de Haydarpaşa — que se asemeja a un castillo europeo cuyo foso fuera el mar de Mármara—, construida en 1908 para comunicar la ciudad con Bagdad, Damasco y Medina, y las terminales de autobuses y microbuses de la metrópoli. Ya en la antigüedad había constituido Calcedonia una importantísima encrucijada, y seguiría siéndolo durante la época medieval y el período renacentista y preindustrial.

Es posible que Calcedonia, que no es tan fácil de defender como Bizancio, no fuera una opción clara como lugar de asentamiento para una colonia, pero es muy probable que el disparate de los primeros griegos no se hallara tan desprovisto de método como pudiera parecer. Los sepulcros, las vasijas adornadas con rostros humanos y los fragmentos de maza hallados en la colina más alta del casco viejo de Estambul nos indican que el lugar que los griegos denominaron Byzantion estaba ya ocupado cuando ellos desembarcaron. Lo que apareció en la zona no fue un ejército invasor en toda regla, sino más bien un grupo de nuevos colonos, y estos no contaban con los recursos necesarios para organizar un asedio de diez años, por muchos cuentos que quieran relatarnos, pecando de optimistas, sobre las hazañas que protagonizaron sus antepasados un poco más al sur de las costas asiáticas, en la ciudadela de Troya. Más que una ciudad de ciegos, Calcedonia fue posiblemente una urbe habitada por personas con una visión unilateral de las cosas. En la actualidad pasamos rápidamente de Asia a Europa por una cantidad que al cambio representa menos de un euro, ya que eso es lo que cuesta el billete del transbordador. Hace veintisiete siglos, el desafío era mucho mayor. Byzantion estaba ocupada por alguien que había llegado primero, aunque la historia ignore todavía su nombre.

Se dice no obstante que en la primera mitad del siglo VII a.C. los propios dioses, valiéndose de los enigmáticos balbuceos de un oráculo, dieron a los megarenses, es decir, a los habitantes de la ciudad de Megara, en la península griega, la orden de sacar (literalmente) los barcos y fundar otra polis «enfrente de la ciudad de los ciegos».

La cuestión es que, siendo Calcedonia una ciudad de ciegos, la metrópoli de la otra orilla, que cuenta en cambio con una vista despejada, se vio de pronto ante un mundo repleto de oportunidades.