Clint Barton se encontraba disfrutando una parrillada con sus vecinos en la azotea de su edificio una tarde veraniega que después sería conocida entre los habitantes del vecindario de Bedford-Stuyvesant en Brooklyn como «el día en que el cielo se abrió». El humo se elevaba en el aire mientras Clint daba vuelta en la parrilla a las salchichas crujientes y deliciosas. Picó una de ellas con una brocheta y la observó, asintiendo satisfecho. Rodó cuidadosamente las salchichas de la parrilla a un plato de papel que sintió caliente sobre su mano callosa y gritó, mirando sobre su hombro para que su voz pudiera escucharse por encima de la música:
—¡Oigan! ¡Están listas! ¡Sírvanse!
Quizás Clint Barton no era el cocinero que él mismo hubiera elegido para hacerse cargo de la parrillada del edificio, honor que hasta entonces había sido de Gilbert, un inquilino de toda la vida, ahora difunto, que había demostrado tal habilidad para las parrilladas que se había ganado el apodo de «Gil, el Asador». Pero ahora que el Asador ya no estaba, Clint hacía su mejor esfuerzo por honrar al hombre sirviendo a las buenas personas de Bed-Stuy con toda su habilidad. Fue de gran ayuda que en ese momento no se encontrara incapacitado por alguna herida corporal grave, cosa que desafortunadamente era muy rara para él: un hombre que dedica sus días a combatir tiranos alienígenas superpoderosos con su arco y flechas, suele acumular una variada lista de lesiones.
Esa era su vida como Hawkeye y, aunque por momentos no resultaba fácil, era lo único en lo que Clint sabía que no existía nadie mejor que él.
Quizá con la excepción de Kate Bishop, pero esa era una historia completamente distinta y algo que Clint no admitiría ante cualquiera.
Agarró una salchicha y la pasó de una mano a otra para no quemarse. Había más salchichas que panes, así que decidió que dejaría que el resto de los invitados gozaran de la experiencia completa y le dio una mordida a la carne sin pan. Asintió mientras arrugaba la cara en una mueca de aprobación.
—Nada mal, Barton —dijo en voz alta entre los chasquidos de su mandíbula, mientras se limpiaba la mano en los jeans—. No has perdido el toque.
Clint se sentó en un bote de basura volteado junto a Janet y Emma, que estaban recargadas contra la cornisa. Janet era madre soltera, una mujer callada pero agradable, y Emma era su hija rubia y llena de pecas, de unos ocho años o algo así, según los cálculos de Clint.
Para Clint, todas las personas que no tenían más de veinte debían tener ocho años o algo así.
—¡Me prometiste una historia! —dijo Emma, regalándole una amplia sonrisa mientras sostenía su hamburguesa con ambas manos.
—Tienes razón, tienes razón. Lo hice —dijo Clint. Le dio otra mordida a su salchicha—. ¿Cómo está la hamburguesa? ¿La hice bien?
Emma asintió:
—Superbuena. ¡Ahora, la historia!
—Bien —dijo Clint. Se inclinó hacia delante con los codos sobre las rodillas y la mano en el mentón—. Bien. Vamos a ver…
—Nada muy loco —interrumpió Janet—. Recuerda que cualquier cosa que le cuentes a Emma se lo contará a todos sus compañeros de la escuela. Me vendría muy bien no recibir las llamadas de la mamá de Timothy Hopper para recriminarme por las pesadillas de su hijo.
—No, nadie quiere eso. Muy bien, vamos a tener que hacer esta historia a prueba de Timothy Hopper —dijo Clint—. Apta para el salón de clases, pero de todos modos intrépida, cautivadora…
—¡Sangrienta! —agregó Emma—. Mamá me deja ver películas de terror si cierro los ojos cuando ella me dice.
—Sangrienta no —susurró Janet.
—Creo que tengo una —dijo Clint todavía con la salchicha a medio comer en la mano. Apuntó con la salchicha a Emma y alzó las cejas entrecerrando los ojos—. ¿Has escuchado alguna vez sobre… Oddball?
Clint estaba seguro de que nadie había pronunciado el nombre de Oddball con el nivel de intensidad con el que había comenzado este relato, pero esta historia era la única en la que Clint podía pensar que no fuera tan sangrienta como para asegurarle a Janet una llamada furiosa de la madre de Timothy.
Emma negó con la cabeza y sus ojos brillaron.
—Muy bien, pues Oddball… es un supervillano —dijo Clint. Luego hizo una mueca y lo reconsideró—: Bueno, no es tan súper. El tipo es un villano, dejémoslo ahí. Nuestros caminos se cruzaron hace un tiempo. Él era, escúchenlo bien, un malabarista malvado.
—¡Quééé! —gritó Emma.
Clint continuó, animado por la reacción:
—Eso es exactamente lo que pensé. Este maldito… eh, tipo, este maldito tipo, bueno, tenía muchas pelotas, pelotas de malabares, obviamente, porque el tipo hace trucos de malabarismo. Estas cosas eran explosivas, algunas tenían ácido dentro de ellas. Había elegido el único artilugio de villanos que quedaba disponible, pienso. Así que entré, porque ¿qué podría hacerme un tipo como Oddball? Soy un Avenger. El mejor arquero del mundo. Me enfrento a él y su banda… y resultan ser mucho mejores de lo que esperaba. No sé cómo puedes ser un buen malabarista malvado, pero estos tipos… eran buenos.
—¿Qué? —dijo Emma. Sus ojos estaban muy abiertos y miraba el cielo. Clint se rio en silencio y pensó que era mucho mejor con los niños de lo que los demás creían. Especialmente, de lo que pensaban sus exparejas.
—Comienzan a golpearme con todo y yo lanzo sus pelotas explosivas, las de malabares, hacia el cielo. Explotan, el ácido vuela por todas partes, humo. ¡Es un desastre! Y entonces…
Emma dejó caer su hamburguesa.
—¿Qué? —repitió.
—Si piensas que eso es increíble, espera a lo que sigue —dijo Clint y se metió a la boca el último pedazo de salchicha—. Oddball se tambalea hacia atrás y…
Emma señaló al cielo con un gesto de terror en el rostro.
—¡Mami! —gritó.
Clint se percató súbitamente de que no era su historia la que estaba provocando esa reacción y se dio la vuelta. Él y todos los vecinos en la azotea miraron hacia arriba, al cielo encima de Bed-Stuy, que comenzó a rasgarse violentamente mientras lo atravesaban relámpagos rojos. La energía se contraía y se expandía rítmicamente, casi como un latido, demasiado cerca del edificio.
—Ay, no —murmuró Clint.
Se tomó un breve momento para lamentar la pérdida de lo que podría haber sido un día absolutamente pacífico y observó la energía que se expandía en el cielo: entraba y salía, crecía y se retiraba a lo que parecía un área concentrada. Clint suspiró, se puso de pie sobre el bote de basura volteado y colocó las manos como un altavoz a la altura de la boca al tiempo que sus vecinos comenzaban a entrar en pánico.
Puede que Nueva York fuera un lugar atractivo para la actividad paranormal, pero eso no significaba que los neoyorquinos estuvieran acostumbrados a ello en lo más mínimo.
—¡Escuchen todos! —gritó Clint—. ¡Lleven su comida adentro, ahora! Voy a averiguar qué está pasando con el…
—¿¡Es un extraterrestre!? —clamó Derrick, del departamento 2B.
—¿¡Vas a pelear con el extraterrestre!? —gritó Rose, del 4C.
Una explosión resonó en todo el vecindario, silenciando cualquier otra pregunta. Un coro de alarmas de carros ululó en la calle. Clint arrugó las cejas intentando ver qué había producido el tronido. Estaba observando el núcleo de energía justo cuando los relámpagos rojos rasgaron el cielo y abrieron un portal. Clint era un Avenger, así que estaba familiarizado con los portales, y ese sin duda era uno. Un portal en las nubes. No tenía un tamaño apocalíptico, pero era suficientemente grande para que uno o dos camiones de basura pudieran atravesarlo.
Eso significaba que lo que estaba a punto de salir de ahí probablemente no era pequeño.
—¡Entren! —gritó Clint mientras les indicaba con gestos que se alejaran. Esta vez le hicieron caso, aunque la aterrorizada plática sobre alienígenas se intensificó mientras corrían para entrar al edificio.
Para la mala fortuna del pobre Timothy Hopper, quien seguramente recibiría más tarde todos los terroríficos detalles, Emma fue la última persona que entró al edificio junto con Clint. Mientras Janet la jalaba de la mano, Emma miró por encima de su hombro justo a tiempo para ver cómo emergía del portal una criatura gris, viscosa y pulsante que parecía un perturbador híbrido entre una babosa, un pulpo y un rinoceronte, y que dejó caer hasta la calle una ola de mucosidad amarilla en la que casi quedó atrapado Clint.
—¡Ay! —dijeron al mismo tiempo Clint y una horrorizada Emma, justo antes de que Janet arrastrara a su atónita hija dentro del edificio.
Clint pensó por un momento que la criatura, que no era tan grande como un camión de basura pero sí del tamaño de un jeep abominablemente espacioso, iba a caer hasta el piso y salpicar a algún pobre taxista. Pero tan pronto como el monstruo comenzó a entrar por el portal en el cielo, unas alas relucientes y huesudas se desplegaron de su espalda con un chasquido húmedo. Emprendió el vuelo y pasó junto al edificio planeando a una velocidad sorprendente.
Clint había visto muchas cosas en su vida, pero esta era definitivamente la primera vez que veía uno de esos.
Justo cuando comenzaba a correr escaleras abajo hacia su departamento para tomar su arco y flechas, escuchó un crujido explosivo parecido al primero. El destello de un relámpago de verdad cruzó el cielo, seguido por un trueno y su eco.
Clint reconoció ese sonido.
Justo antes de que el portal se cerrara y la energía roja desapareciera con un efecto de ondas, como cuando se perturba el agua al lanzar una piedra, la silueta de un hombre mucho más grande que Clint voló a través de la fisura en el cielo, persiguiendo la babosa-pulpo-ceronte. Clint sonrió.
—Hola, amigo —dijo en voz baja.
La silueta voló como una bala hacia el monstruo alado y Clint salió disparado por las escaleras que conducían al interior del edificio. Sabía que, si no se daba prisa, se perdería de un combate. Y aunque hubiera preferido poder organizar una parrillada sin contratiempos, el Avenger en su interior sólo quería descubrir qué estaba pasando.
* * *
Thor Odinson, el Poderoso Avenger, asgardiano Dios del Trueno, el único que blande el místico martillo Mjölnir, y otros apodos que él mismo hubiera enlistado encantado si estuviera de mejor humor, atravesó otro portal más en persecución del barglewarf. Había intentado cazar a la criatura a través de cinco de los nueve reinos durante lo que de otra manera hubiera sido un glorioso fin de semana de celebración en el salón de banquetes más grande de Asgard. Pero no. Su misión era atrapar al barglewarf.
—Espléndido —dijo Thor entre dientes, no por vez primera, mientras reconocía con un rápido vistazo el familiar vecindario de Brooklyn, Nueva York. Después de un excéntrico recorrido a través de cinco portales, empezando por el de Asgard, la imprevisible bestia había encontrado el camino hasta el segundo hogar de Thor: Midgard. O, como la gente de ese mundo lo llamaba, «Tierra».
Antes de todo esto, Thor se encontraba con Sif y los Tres Guerreros, sus confidentes más cercanos, sus mejores amigos y las cuatro personas cuya compañía más disfrutaba. Estaban custodiando a un grupo de barglewarfs, bestias feroces y rápidas que normalmente no representaban mayor peligro, para alejarlos de Asgard. Una manada se había acercado demasiado al reino y los guerreros sabían que, si una de las criaturas lograba entrar, remover el hedor de su mucosidad tomaría milenios. Habían retrasado el inicio de sus planes de fin de semana para intentar llevar lejos a los monstruos, pero Thor debió abandonar el grupo cuando el más grande y asqueroso de la manada tomó el camino de regreso directamente hacia el reino. Cuando Thor logró alcanzar al errático barglewarf, una grieta se abrió en el cielo ante él y la tonta bestia galopó justo a través de ella.
Hasta el alma más temeraria de Asgard aconsejaría no cruzar a ciegas un portal, pero Thor pudo echar un vistazo a la tierra más allá de la fisura y reconoció Jotunheim, el mundo de los Gigantes de Hielo. Si una criatura destructiva de Asgard como un barglewarf lograba abrirse camino hasta ese mundo, sería visto como un acto de agresión contra los Gigantes de Hielo, que estaban siempre listos para declarar la guerra ante la más mínima infracción.
Así que Thor siguió al barglewarf hasta Jotunheim.
Después, siguió al barglewarf a través de otro portal hasta Alfheim.
Y a través de otro portal hasta Muspelheim.
Y a través de otro portal hasta Svartalfheim.
Y ahora el barglewarf estaba cruzando Brooklyn a vuelo y dejando caer su repugnante mucosidad sobre los conmocionados neoyorquinos, que, a pesar de estar acostumbrados a lo que las palomas dejaban caer desde el cielo, no estaban listos para ese particular excremento asgardiano.
Thor no tenía la más remota idea de quién estaba abriendo estos portales, pero su paciencia con el maldito barglewarf se había agotado. Parecía incansable y la energía de los portales entusiasmaba a esa cosa inmunda y la hacía moverse aún más rápido. La mayoría de los habitantes de los Nueve Reinos eran capaces de defenderse por sí mismos, pero la cantidad de daño que un barglewarf podía hacer en la Tierra, especialmente en un lugar tan poblado como Brooklyn, era, por decir lo menos, preocupante.
«Además —pensó Thor mientras se lanzaba tras la criatura, con las nubes de tormenta formándose por encima de su cabeza mientras giraba su poderoso martillo hasta hacerlo ver como un borrón resplandeciente de Uru por encima de su mano—, si consigo matar a esa maldita bestia pronto, ¡quizás haya suficiente tiempo para organizar un banquete de la victoria después de todo!».
Podría contar la historia de la persecución transdimensional y brindar por su magnífico triunfo. Ahora sólo debía encargarse de triunfar.
La melena rubia de Thor ondeaba mientras el borroso martillo comenzaba a chispear cubriéndose de resplandecientes venas de electricidad. El viento se levantó a su alrededor, creando una tormenta de la nada y canalizándola en su martillo. Sus claros ojos azules tenían el mismo color de la electricidad y su brillante armadura relució cuando el martillo se volvió una esfera giratoria de luz por encima de él.
Finalmente, Thor lanzó a Mjölnir hacia el barglewarf cuando la bestia se acercó a la calle, hacia las personas que abandonaban sus carros para escapar. El barglewarf se elevó súbitamente y dibujó una curva en el aire, esquivando a Mjölnir, que pasó a su lado a la velocidad de un cohete. Pero Thor ya tenía la mano tendida para llamar de regreso al martillo. Más rápido de lo que su veloz y viscoso oponente pudo comprender, Mjölnir se encontró de nuevo en el puño de Thor y estaba listo para otro ataque.
Justo cuando el barglewarf estaba por cambiar de dirección, Thor alzó el martillo al cielo, conjurando hacia el metal asgardiano la cantidad de relámpagos que produciría un huracán. Antes de que pudiera lanzar a Mjölnir, que ahora brillaba de energía con un blanco incandescente, Thor vio pasar volando a su lado una flecha que se alojó en la cabeza del barglewarf, justo detrás de la oreja.
Flotando en medio del aire con su capa roja ondeando a su alrededor, el Dios del Trueno bajó el martillo.
—¿Barton? —preguntó Thor, como si se encontrara con un antiguo amigo de la fraternidad en un bar.
La flecha explotó y mandó al barglewarf en una espiral hacia abajo. El monstruo se estrelló contra un edificio de departamentos y comenzó a deslizarse por la pared de ladrillos, dejando un espeso y burbujeante rastro de baba.
—Barton —dijo Thor con una enorme sonrisa. Esta vez no era una pregunta.
Thor voló hacia la criatura caída y reconoció a Hawkeye: estaba encaramado en una escalera de incendios, sin su traje, con una camiseta morada y unos jeans sucios, y buscando algo dentro de su carcaj. Saludó a Thor cuando el Avenger de Asgard voló a su lado.
—Te veo allá —dijo Clint y colocó en su arco una flecha con una cuerda gruesa anudada en el extremo.
—Sí —dijo Thor con la mirada fija en el barglewarf, que se alejaba cojeando del edificio, con la parte posterior de la cabeza burbujeando justo en el lugar donde la flecha había detonado.
Cuando Thor aterrizó frente a la criatura, Clint disparó la flecha especializada al edificio lleno de baba amarilla y una larga cuerda se estiró desde el astil de la flecha hasta el arco. La punta había perforado la pared de ladrillo con un agudo sonido metálico y se había quedado sujeta ahí, lo que permitió a Clint saltar de su escalera de incendios y deslizarse por la cuerda. Aterrizó junto a Thor y los dos observaron al barglewarf en el suelo, que los miró de regreso, respirando con dificultad y una creciente rabia animal.
—¿Amigo tuyo? —preguntó Clint mientras colocaba otra flecha en su arco.
Thor alzó su martillo justo cuando el barglewarf se preparaba para alzar el vuelo de nuevo.
—Un conocido —corrigió Thor y asestó un poderoso golpe a la cabeza del monstruo. Los relámpagos estallaron en el cuerpo de la criatura, que se retorció mientras Thor invocaba más rayos, provocando que la cuadra entera se iluminara.
Clint se protegió los ojos.
—Presumido.
El barglewarf se encendió con luz blanca mientras Thor lo bombardeaba de rayos hasta que, después de un nuevo y débil intento de escapar, colapsó frente a ellos y dejó escapar un último gemido. Thor retiró su martillo y observó con satisfacción el cadáver de la criatura.
Entonces el monstruo explotó en una marejada de mucosidad caliente y amarilla que empapó a Thor, y Hawkeye de pies a cabeza.
Hawkeye, chorreando grumos pesados, volteó hacia Thor y bajó su arco.
—Podrías haber dejado que yo le disparara.
Thor estaba de pie sobre los humeantes restos de la criatura y no parecía incomodarle la mucosidad que cubría y colgaba pesadamente de su largo pelo y barba.
—No, amigo. Esta batalla tenía que acabarla yo.
Clint miró a Thor, impasible, y le preguntó:
—¿Tu resentimiento contra ese enorme babosa-pulpoceronte valió esto?
—Barglewarf. Y, oh, sí que lo valió.
Thor le dio una palmada en la espalda a Clint.
—Vives por aquí, ¿no es cierto? Ya que he sido yo quien salvó el día, creo que me he ganado ser el primero en usar tu regadera.