Paulina Zamorano Varea
Historiadora
“La mujer observa, el hombre razona”, así sintetiza Jean Jacques Rousseau, filósofo de la Ilustración francesa, la naturaleza de la mujer,1 Mientras esta se conecta con la experiencia, con lo concreto, lleva a la práctica los conceptos que el hombre descubre y, sólo es capaz de quedarse en lo particular, el hombre posee facultades para dirigirse a lo general. Todas virtudes, según Rousseau, “naturales” en las mujeres, como natural es también que las madres cuiden de sus hijos ya que “… el atractivo de la vida doméstica es el mejor antídoto de las malas costumbres”.2
Por su parte, el Código Civil chileno, promulgado en 1858, en el título VI, “sobre las obligaciones i derechos entre los cónyuges”, se reconoce como excepción a la regla general la situación de las mujeres casadas que ejercieran alguna “profesión u oficio”, entre los que se menciona los de directora de colegio, maestra de escuela, actriz, obstetriz, posadera, nodriza y mercadera.3 ¿Cuáles son las conexiones entre las palabras del filósofo y las del derecho chileno? Creemos que la imagen del trabajo femenino como algo excepcional, imagen reforzada con el discurso reivindicador de la mujer doméstica, de la madre virtuosa, no sólo en el sentido moral, sino también en el nacional y patriótico, se instala como “deber ser” de la mujer, asociado a los procesos de independencia y construcción de la república. Se trataría del repliegue de lo doméstico al campo de lo improductivo, más asociado a los afectos y a la transmisión de los valores que educarán al buen ciudadano.
En una sociedad fuertemente estratificada como la colonial, la condición de la mujer está vinculada a categorías sociales, étnicas, religiosas y culturales. De este modo, encontramos muchas mujeres en una diversidad de espacios y ocupaciones que les permiten sobrevivir o aumentar su patrimonio personal o heredado. Con cargas identitarias disímiles las mujeres coloniales conforman la otra mitad de la sociedad en los campos chilenos, calles, ranchos, casas, conventos, cárceles, hospitales, es decir, en la vida cotidiana donde se relacionan en condiciones de subordinación con hombres y también con otras mujeres.
Desde la Conquista las mujeres constituyeron una poderosa fuerza productiva, aunque dicho aporte económico sea cuantitativamente difícil de determinar. Su origen estaba, por una parte, en el trabajo no remunerado en una diversidad de prestaciones de servicio a particulares, por ejemplo, la familia o los “amos” y “amas” en el caso de las esclavas. También participaban en la estructura laboral de la Colonia en oficios remunerados como los de lavandera, cocinera, partera, amasandera, servicio doméstico; en la producción de bienes comerciables, como las tejedoras, alojeras, y distribuidoras ambulantes, o establecidas en el caso de las pulperas, posaderas y dueñas de chinganas y bodegones.
Si bien desde la Conquista la presencia de la mujer en la estructura laboral es insoslayable, el trabajo femenino, entendido como estrategia de subsistencia, además de estar vinculado socialmente a la pobreza tiene una connotación sobre todo cultural, ya que trabajar implicaba moverse, accionar con elementos y personas, emitir gestos de esfuerzo, dolor, cansancio, protagonizar actitudes desinhibidas en el trato con hombres y forasteros. En el aspecto socio-económico los recursos obtenidos por las mujeres trabajadoras, no marcan una gran diferencia en la estratificada sociedad colonial, sólo la posibilidad de sobrevivir, generalmente en condiciones de dependencia. “Ganarse la vida” más que “trabajar” es el sentido cultural de los afanes femeninos.
Existe un aspecto temporal, histórico que no se puede soslayar. Son muchas mujeres, pero también en muchos tiempos y espacios. Tanto la indígena, como la hispano-criolla, la negra, la mestiza, la mujer del bajo pueblo, tienen su lugar en la historia del proceso de constituir la sociedad chilena, así como es disímil su integración a la estructura laboral formal e informal.
El recorrido por los espacios coloniales ocupados por las mujeres ha permitido a la historiografía nacional dimensionar su presencia como trabajadora, como protagonista del cambio social y de la conformación de ámbitos laborales identitarios, algunos con proyección hasta nuestros días, otros perdidos bajo los estratos del olvido y en proceso de recuperación.
Desde el establecimiento hispánico en el territorio nacional, el trabajo femenino estuvo íntimamente ligado a la estructuración de los sistemas de producción así como al ordenamiento social. Durante el s. XVI la organización de las poblaciones indígenas en el sistema de encomienda con su consiguiente transformación en mano de obra, involucró a las indias, quienes se integraron al trabajo en los lavaderos de oro, así como al servicio doméstico del encomendero o del cura párroco encargado de la evangelización.
El hilado y el tejido, junto con la cocina, el lavado y el trabajo en faenas agrícolas convirtieron a las indígenas y mestizas en un factor indispensable para la consolidación del asentamiento hispánico, en la medida que la población femenina española era reducida, definiendo además ciertos niveles de especialización como fue el caso de la artesanía textil tanto de la población indígena en los obrajes como de las mujeres del campo chileno, posteriormente.4
Si bien la mujer indígena estaba acostumbrada a realizar múltiples labores domésticas así como agrícolas, la novedad estuvo en las consecuencias esclavizantes del sistema laboral impuesto, que las obligaba a un trabajo más sistemático, alterando sus tradicionales formas de supervivencia. Tempranamente, en el s. XVI, el trabajo de los indios e indias encomendados intentó ser normado, con el fin de evitar los abusos de los encomenderos en un régimen de trabajo forzoso, estableciéndose como salario por esta labor de los indígenas un vestido de algodón al año, y para los que realizaran labores domésticas un vestido y animales. Además, se formalizó el llamado “asiento de trabajo”, consistente en una suerte de concesión de mano de obra exclusiva para su uso en empresas productivas agrícolas, artesanales y de servicio doméstico, a cambio de un jornal definido por la legislación, extensivo también a las negras y mulatas, que comenzaron a llegar junto con los conquistadores como mano de obra esclava desarraigada de sus orígenes africanos.5
Las indias de encomienda aunque llevaban vida maridable en el rancho familiar, no siempre permanecían en este, entregadas por sus maridos u obligadas a trabajar como sirvientes en la casa del encomendero o de otro estanciero. Aunque permaneciera en su casa, la mujer era imprescindible en las tareas agrícolas, además de dedicarse al cuidado de los hijos y del rancho.6 Así lo hace notar el indio Joseph de la encomienda del marqués de la Pica, quien señalaba que “aunque le den tierras no podrá sembrar” debido a su soltería, y agregaba “que por ser soltero no tiene rancho aparte y vive con sus parientes”.7
La ocupación española se concretó con la fundación paulatina de ciudades. A Santiago en 1541, le seguirá La Serena en 1544 y, más tarde, las ciudades del sur. En los asentamientos urbanos la población española, indígena, negra y mestiza se relaciona en las casas que se comienzan a levantar también con el esfuerzo indígena.
El núcleo doméstico, la casa, el rancho fue, desde la Conquista, primordialmente una unidad productiva destinada al autoconsumo y al comercio, que albergaba a muchas mujeres, fundamentalmente durante los períodos más álgidos de la guerra de Arauco, cuando estas se vieron obligadas a subsistir con su trabajo.
El mundo doméstico de la casa citadina o la residencia rural era múltiple, étnica y culturalmente. Generalmente administrada por el ama, la patrona o dueña de casa, incluía una importante población de servicio, principalmente negras, mulatas, indígenas y mestizas. La encargada de dirigir la casa, podía ser dueña de una encomienda, de un solar en la ciudad, de una hacienda, de una chacra; una viuda pobre que trabajaba en las pulperías municipales, una chacarera que vivía en un rancho al otro lado de la Cañada o en la Chimba. En todos los casos eran mujeres las encargadas de las tareas domésticas, aquellas que dieron origen a la mayoría de las especializaciones u oficios femeninos transmitidos de generación en generación a través de la experiencia, como las matronas o las tejedoras.
En las residencias de la elite, las múltiples labores domésticas eran encargadas a la servidumbre compuesta de negras y mulatas esclavas.8 Entre los oficios que la mujer asumía cotidianamente en el hogar, en su condición de esclava, sirvienta libre o asentada se encontraba el de lavandera, cocinera, dulcera, despensera, sirvienta de razón, partera y nodriza. Dicha servidumbre tenía variados orígenes: la población negra, esclava, desde la Conquista, y los indígenas rebeldes desde 1626; la esclavitud “a la usanza”, práctica que permitía el intercambio de mujeres y niños indígenas por vino, armas o caballos;9 niños entregados por sus padres para el servicio doméstico; la herencia materna del vientre esclavo y, relegación de las sospechosas, llevadas por la autoridad a servir a una casa de bien, entre otros. En la mayoría de los casos se trata de un servicio personal, más que de un trabajo remunerado, aunque también se utilizara el sistema de asiento por el que una mujer entra a servir a una casa a cambio de un salario.
La propiedad de una esclava era fundamental para mantener el orden social jerárquico, étnico y cultural. La dependencia social del sistema de esclavitud, llevaba incluso a muchas mujeres a ver en peligro su decencia y honor por tener que dedicarse a tareas que competían a la servidumbre.10 El sistema de esclavitud se reproducía por la herencia materna de tal calidad, lo que le daba un valor económico. De hecho, es por la vía de la compra, pero principalmente de la herencia de mulatillas y negritas menores por la que se mantenía la población esclava, aunque hubo circunstancias, como la descrita por el cabildo de Santiago, en acta del 3 de marzo de 1626, cuando los vecinos, argumentando la pobreza de la ciudad y ausencia de indígenas, solicitaron a la Corona cuatro mil negras y negros para el servicio.11
No obstante esto, las viudas pobres, las mestizas, las dueñas de pulperías, entre otras, debían administrar su hogar sin contar con servidumbre, hecho que marcaba su condición social. En algunos casos se presentaba un recurso a los tribunales para obtener la esclava habida en el matrimonio, luego de un divorcio, única manera, según los argumentos, de mantener la decencia, ya que era la sirvienta la que debía ir en busca de agua, hacer las compras, llevar los recados, lavar la ropa, en síntesis, la servidumbre era expresión del estatus social de sus dueños.
El oficio doméstico se entendía además como una forma de civilidad. De hecho el discurso normativo de la Corona y autoridades eclesiásticas obligaba a recoger y recluir sin juicio a las prostitutas, adúlteras, amancebadas, para depositarlas en la Casa de Recogidas, fundada en 1735, donde las blancas debían aprender a confeccionarse su vestuario, mientras las negras, mulatas e indias realizaban labores domésticas como la cocina y el lavado de la ropa de las reclusas. El destino de las recogidas al salir podía ser el matrimonio, el regreso a la vida marital o el servicio en una “casa de bien”.
La cocina y la despensa eran imprescindibles en las casas coloniales. La primera generalmente ubicada en el fondo del sitio es contigua a los animales, la huerta y la leña. En ella las sirvientas y la dueña de casa preparaban las conservas que se mantenían durante el año, bebidas como la mistela; comidas basadas en carne, papas, zapallo y maíz, la extendida “olla podrida” hecha con carnes y legumbres, o el cochayuyo durante la cuaresma. La llavera era la sirvienta encargada del resto de la servidumbre, quien estaba también a cargo de la despensa, mueble en el que se conservaban los alimentos comprados en los mercados de las ciudades.
La servidumbre era el vínculo de encuentro y relación entre la casa y el espacio público. De hecho, entre sus tareas se contaba la de oficiar de recadera. Las misivas con que las familias se contactaban con sus amistades, confesor, entre otros, no podían ser entregadas directamente por su remitente, así como tampoco era bien visto ir a buscar agua a la pila o salir de compras sin compañía servil. La dimensión peligrosa de la calle, y la sospecha que caía sobre aquellas mujeres que ocupaban libremente el espacio público, obligaba a recurrir a la criada más “lista”, la llamada “sirvienta de razón”, aquella que conocía la ciudad y podía cumplir con presteza los encargos. Se trataba de una mulatilla o negra, generalmente criada en la casa y por ello conocedora de los detalles de la convivencia familiar, fuente de expansión de rumores y “decires” que acompañaban las cartas.12
Algunos quehaceres domésticos constituyeron ámbitos de especialización como el lavado, la cocina, la fabricación del pan, el hilado, el tejido y la costura. De hecho, uno de los oficios más extendidos entre las mujeres era el del lavado de la ropa. Tarea realizada en las casas cuando se contaba con una fuente en el patio, o más comúnmente en las acequias de las ciudades y asientos mineros, donde las lavanderas se congregaban a lavar sus prendas y a cumplir con los encargos de lavado ajeno. El oficio de lavandera se extendió durante el s. XIX, al mismo tiempo que la diversidad y cantidad del vestuario y ropa blanca, constituyéndose en un oficio femenino reconocido hasta el s. XX, como lo ejemplifica Cornelia Chacón, almacenera en Cerro Barón, quien, arrancando de las ruinas que dejara el terremoto de Valparaíso en 1906, llegó a Santiago con su hija Amelia Rosa e instaló una lavandería en Quinta Normal, donde daba trabajo a más lavanderas, creando un espacio de madrinazgo y ayuda.
Las panaderas o amasanderas coloniales, por su parte, abastecían a las ciudades de pan, dulces, biscochos, tortillas, bollos y empanadas. Aún cuando la fabricación del pan era parte del autoconsumo, desde el s. XVII fue usual que la harina que producían los molinos de las ciudades se vendiera a las amasanderas que proveían del pan a las pulperías. En el s. XVIII, la venta del “pan de mujer” como se denominaba al de más baja calidad, se extendió como una forma de subsistencia para las mujeres, quienes lo vendían en las calles, mercados y a las instituciones hospitalarias y cuarteles, llegando incluso, a comienzos del s. XIX, a organizarse “consorcios de mujeres” en algunas ciudades como Concepción, con el objeto de negociar las condiciones de venta al ejército.13
La hilandería y el tejido adquirieron también la condición de oficio entre las mujeres de pueblo hasta muy entrado el s. XIX, habiendo sido en su origen un eficaz medio de complementar la economía familiar de los indios encomendados. Los tejidos, destinados primero al autoconsumo, hacia el s. XVII alcanzaron la condición de productos exportables, llegando a competir con los europeos que arribaban cada vez en mayor cantidad durante el siglo XVIII.14 En el poblado de Mincha, hacia mediados del s. XIX, existían familias compuestas en su mayoría de tejedoras e hilanderas, como la de la tejedora Rosario Mansilla, que de sus cuatro hijas mayores de 14 años, tres eran hilanderas.15
El oficio de costurera, entre las mujeres criollas, fue otro medio de obtener recursos. Se tiene noticia de ello en el s. XVIII, cuando aparecen comprando telas de Castilla en las pulperías o reclamando el pago de algún trabajo. Las costureras se encargaban de proveer de ropa blanca por encargo, así como de coser vestidos, zurcir, bordar, estableciendo incluso talleres donde se formaban en el oficio otras mujeres.16
El trabajo doméstico femenino se proyectaba al espacio público a través de la venta de los frutos cosechados y alimentos preparados en las casas, ranchos y chacras de los alrededores de las ciudades. Este tipo de comercio era realizado principalmente por mestizas, indias o mulatas, así como por españolas pobres, quienes, contando con alguna mulatilla la enviaba a vender alimentos a las calles, plazas y mercados, conformando un conjunto laboral denominado “regatonas” y “vivanderas”. El comercio se constituyó a lo largo de los siglos coloniales en un oficio sobrevivencial, tanto el establecido en tiendas y pulperías como el callejero y ambulante.
Desde temprano en la Colonia fue común que algunas mujeres, las llamadas “cosecheras”, vendieran en las tiendas de sus casas “frutos, velas y mantenimientos”, vino; así como pescados y mariscos;17 también lo hacían en la plaza, en tiendas temporales, o cobijadas en los portales y sombra de los edificios mayores de la Plaza de Armas desde donde ofrecían aloja, alfajores, sandías, pan,18 mientras en el invierno se guarecían de la lluvia debajo de los portales junto a las tiendas de los mercaderes.
La plaza y los alrededores de las iglesias y conventos, como el de San Agustín y el de las monjas Claras, en Santiago, se encontraban rodeados de comercio, permitiendo el intercambio económico de la ciudad, siendo también lugar de entrecruce de poblaciones jerarquizadas social, étnica y culturalmente. Dentro del comercio establecido, controlado por el Cabildo, que aseguraba el abastecimiento de la ciudad, estaban las Pulperías del Rey. Se trataba de tiendas de venta de licores y alimentos, cuya licencia era concedida por el Cabildo, a hombres y, especialmente, a viudas pobres para asegurar su mantenimiento. Se instalaban en casas de las pulperas, produciéndose allí vino y otras cosechas; o también en recintos arrendados a tal efecto, generalmente en las esquinas. Si bien la pulpería y el bodegón vendían toda clase de productos, desde leña y carbón hasta charqui y cigarros, la venta de licores es lo que las distingue, constituyéndose en lugares de juego de rayuela o naipes y de ingesta de alcohol en la trastienda o el mesón. Desde el s. XVII, las pulperías se constituyeron en un ámbitos de sociabilidad popular, consideradas perniciosas para el orden público por la concurrencia de negros e indios que bebían en exceso, provocando desórdenes y violencia, en los cuales también se veían involucradas las pulperas, por lo que el Cabildo sistemáticamente ordenaba cerrarlas o limitaba su funcionamiento hasta las nueve o diez de la noche.19
A fines del s. XVIII y comienzos del XIX, cuando las estrategias de supervivencia de las mujeres del bajo pueblo las llevó a definir espacios de comercio popular al margen de las licencias municipales, proliferan las pulperías y bodegones, chinganas y ramadas en la mayoría de las ciudades de Chile.20 Los ranchos levantados en los suburbios de la ciudad, administrados por sus dueñas, las “arranchadas”, se convierten en tiendas espontáneas donde venden empanadas y alcohol, ofrecen almuerzo, dulces, e incluso el lavado de la ropa y hospedaje para los viajeros.21 Fondas, como la de Ña Teresa Plaza en la Alameda, además de vender chicha, empanadas y buñuelos fritos, ofrece a los concurrentes música y bailes animados por un grupo de mujeres y su cantora, especialmente durante las celebraciones de Pascua, Corpus Christi y de los santos patronos.22
La pobreza y la desvinculación de los ámbitos comunitarios rurales por la migración a las ciudades, y la instalación de estas mujeres en los suburbios en locales de venta y diversión, hace de la sociabilidad popular femenina un nuevo núcleo de supervivencia, “demonizado” por la cultura de la elite, quien ve en la desinhibición de estas mujeres el germen del desorden social. Sin embargo, como señala Gabriel Salazar: “… de la chingana surgió gran parte de la cultura criolla, genuinamente nacional. Su éxito, sin duda, tenía que ver con su espontaneidad, su feminidad central y su flexibilidad moral”, que atraía a todos los grupos de la sociedad.23
Desde el mundo doméstico femenino, además de los oficios centrados en las necesidades básicas de subsistencia, alimentación, vestido y refugio, se proyectan otros asociados al cuerpo y a la enfermedad, los cuales adquieren la condición de formales, a través de su posterior institucionalización. Así, por ejemplo, la relación de la monja Úrsula Suárez, quien viviera entre 1666 y 1749, descubre la costumbre de dar a luz en la casa con asistencia de la partera, así como el amamantamiento a cargo de las llamadas “amas” o nodrizas.24 En la sociedad tradicional era la partera la encargada de ayudar en el alumbramiento dentro del espacio doméstico.25 Llegado el momento la comadre de parir era llevada hasta la casa donde, junto a las mujeres de la familia, asistía a la parturienta usando brebajes calientes de hierbas para evitar el dolor, plantas con efectos milagrosos, como la rosa de Jericó, y recurriendo a la cirugía si era necesario para facilitar la salida del niño. Terminada la faena, el recién nacido era bautizado inmediatamente por la partera cuando se temía por su supervivencia, luego se lo bañaba con agua de hojas de palqui y se mantenía su temperatura con grasa de gallina.26
El oficio de partera, junto con el de físico, cirujano, boticario, sangrador, entre otros, fue regulado en España desde el s. XIII. Durante la Conquista los monarcas Carlos V y Felipe II insistieron en su regulación a través de la examinación de las matronas por parte de los protomédicos y alcaldes examinadores mayores, procedimiento al que se sometió Isabel Bravo en 1568 en la ciudad de Lima. Esta disposición se renovó en 1750, agregando la obligatoriedad de las parteras de pagar cien reales, y la autorización a los cirujanos para realizar la función de partero. De hecho, el cuerpo femenino era un asunto de mujeres, percepción que las transformaciones en la salud durante el s. XIX tendería a reafirmar con los sucesivos esfuerzos por gestar una escuela de obstetricia, encargada de formar matronas.
La práctica, sin embargo, superaba con creces la norma. Las parteras, generalmente mulatas, indias, “gentes sin Dios ni ley”, como denunciaban los médicos a fines del s. XVIII, practicaban el oficio como una forma “de ganarse la vida”, sin mediar la examinación y sin manejar las instrucciones de la “cartilla de parir”, control y educación, garantes de su buen desempeño. Sin embargo, matronas populares como Rosa Morán o Josefa Orrego, acusadas de abusar del oficio de parteras en 1790, eran muy solicitadas pues cobraban más barato que lo dispuesto en la reglamentación sobre honorarios que fijara la Real Audiencia en 1799: sólo cinco reales frente a los cuatro pesos que señalaba la tasa.27 Además, las parteras eran reconocidas en la ciudad y en el campo, por su experiencia en el cuidado y alumbramiento de los niños, así como en el manejo de plantas medicinales. María Becerra, por ejemplo, como partera principal del Hospital San Francisco de Borja, hacia 1799, estaba a cargo de confirmar los embarazos o enfermedades obstétricas de las pacientes a solicitud de los mismos médicos. María Becerra era analfabeta, pero a diferencia de Rosa Morán o Josefa Orrego trabajaba en una institución donde sus tareas eran supervisadas por los médicos expertos.28
En el s. XVIII se dieron los primeros pasos en orden a establecer la atención hospitalaria del parto. En 1758 se fundó la Casa de Huérfanos que incluía una sala para parturientas asistida por matronas, nodrizas y enfermeras, sala que daría origen en 1831 a la Casa de Maternidad de Santiago, donde además se realizaban los cursos de obstetricia de la Escuela de Medicina. De hecho, en el s. XIX se intentó profesionalizar el oficio de partera a través de la creación de una escuela de obstetricia donde concurrirían gratuitamente y a cambio de un salario y manutención, jóvenes “que deseando dedicarse a la profesión, sepan leer y escribir, hayan recibido una educación decente y sean jóvenes, robustas y bien constituidas”, es decir, el ideal femenino que se venía definiendo desde hacia más de un siglo por parte de los médicos coloniales y la normativa.29
No obstante, la existencia de estas instituciones de salud, extendidas durante el s. XIX, en los campos y también en la ciudad, la población recurría a la medicina natural y tradicional. Si bien entre los oficios médicos admitidos por la legislación indiana se consideraba la labor de las mujeres como parteras y enfermeras, no admitía las formas tradicionales y populares de sanación a cargo de hechiceras y médicas. En el mundo rural la mujer que conocía de plantas medicinales oficiaba también de partera, y la misma partera podía ser tildada de hechicera.30
En las instituciones coloniales de salud y beneficencia como los hospitales San Juan de Dios y San Francisco de Borja, la Casa de Huérfanos y la Casa de Recogidas, esta última como institución de control moral, las mujeres cumplían tareas y funciones más o menos formalizadas. Era común que los hospitales estuvieran atendidos por órdenes religiosas femeninas como el Hospital de San Felipe, al cuidado de las monjas de San José. La Casa de Recogidas, era administrada por las seis beatas del Colegio de Esclavas de Jesús quienes oficiaban de rectora, ministra o ama de llaves, portera, ayudante de portera, escucha del locutorio, encargada de atender las conversaciones de las recogidas e informar a la rectora; sacristana y maestra de sala a cargo del orden en los dormitorios.31 La creación del Hospital de mujeres San Francisco de Borja, en 1782, también demandó el servicio femenino, en este caso, de una enfermera mayor encargada de la administración del hospital, cargo que detentara por primera vez Petronila Solís; ocho enfermeras menores dedicadas al aseo y atención de las enfermas durante el día y la noche, además de una ropera, una despensera, dos cocineras, dos lavanderas y cuatro sirvientas de la calle.32
La maternidad en la sociedad colonial estaba marcada no sólo por la suerte que corriera el parto, sino también por la capacidad de subsistencia del infante, considerando que de cada cuatro niños nacidos dos morían antes de cumplir el año.33 A esta situación de gran alcance demográfico, se sumaban todos los aspectos asociados a la condición económica y social de la madre. En los hogares de la elite se hizo costumbre entregar los hijos a mujeres traídas de los alrededores de las ciudades, a sirvientas o esclavas de la casa, para que los amamantaran y, combinando las tareas domésticas, los asistieran de día y de noche. La monja Úrsula Suárez recordaba, según se lo contara su madre, que su precaria salud al nacer la había llevado a contratar diez nodrizas para que la alimentaran.
Durante el s. XVIII la práctica del cuidado infantil por parte de nodrizas se extendió y formalizó con la creación de la Casa de Huérfanos.34 Su fundación en 1758, respondió a una política primaria en orden no sólo a reducir la mortalidad infantil, sino también a rescatar los huérfanos de los peligros públicos y hacerlos “seres útiles para la sociedad”.35 Las nodrizas eran fundamentales para cumplir estos objetivos, pues tenían la función de amamantarlos. Existían dos tipos de amas de pecho, las internas que atendían a los niños en la institución hasta los tres meses de vida, o hasta que les salieran los dientes, y las externas, o “amas de media leche”, especialmente campesinas, quienes se creía estaban mejor alimentadas, las cuales cuidaban niños en sus casas por un salario de doce reales al mes, más yerba mate y jabón.36
Si bien los oficios femeninos se definían, en gran parte, por las relaciones de dependencia que generaban, la condición de propietaria de casas, solares, chacras, viñas, mercedes de tierra adquirida por herencia, dote, compra o donación del Cabildo, admitía cierta autonomía en la tarea de ganarse la vida. Es el caso de las “abandonadas” o “arranchadas”, mujeres del bajo pueblo urbano —antes señalado—, quienes lograron de la autoridad la concesión de un pedazo de tierra donde pudieran subsistir, criando animales, cultivando hortalizas y ofreciendo su hospitalidad, comida y diversión a un universo masculino dispar, siempre de paso. Por otra parte, desde la conquista, mujeres como Inés Suárez o la marquesa de Piedra Blanca y Guana, de La Serena, fueron propietarias de solares y encomiendas de indios, oficiando de administradoras de su patrimonio o el de su familia en el caso de que fueran designadas cuidadoras de bienes por un testador.37 En las haciendas podían reclamar la propiedad de una mina y explotarla, así como instalar o administrar molinos.
Fue el caso, por ejemplo, de Marcela Bravo de Saravia, quien heredó el marquesado de la Pica y los mayorazgos de Soria y Almenar, en España; al fallecer su abuela, se convirtió en la única dueña de todas las propiedades rústicas que pertenecieron a sus padres: las estancias de La Ligua e Illapel, la chacra y casas de Santiago las que administró. Antonio Irarrázaval, al casarse con Marcela obtuvo la encomienda de indios de Pullalli, Illapel, Curimón y Llopeo propiedad de su esposa, ya que la legislación disponía que al casarse la heredera de una encomienda debía ponerla a nombre del marido.38
Sin embargo, esta norma no impidió que las mujeres administraran sus encomiendas como Ana Benavides, quien, hacia 1616, estaba a cargo de la suya cerca de Malloa.
En una economía de mayor escala, desde el s. XVII, las dueñas de haciendas, como María de Córdoba, proveían de vacas, novillos y trigo al ejército, mientras que las dueñas de estacas de minas o intermediarias, como María de Vetanzos, vendían metales a la Real armada.39 Tampoco faltaban las que compraban los derechos del estanco de naipes para administrarlo. Es el caso de María de Ormaechea, designada “Estanquera mayor de los naipes” hacia 1630, la misma que en 1639 es reconocida como vendedora de vino de las cosechas de su casa.
En suma, una diversidad de oficios y tareas permitieron a las mujeres de la Colonia “ganarse la vida”, en una tensa dinámica de supervivencia y esquivas autonomías que las llevaron a hacerse cargo de la múltiple dimensión de lo humano: parto, amamantamiento, asistencia a enfermos, alimentación, vestuario, placer y diversión.
1 Jean-Jacques Rousseau, Emilio, o De la educación, Alianza Editorial, 1990, p. 525.
2 Ibíd, p. 47.
3 Código Civil de la República de Chile, Imprenta chilena, Santiago, julio 1858, p. 22.
4 Gabriel Salazar, Labradores, peones y proletarios. Ediciones Sur, Santiago, 1985, p. 263.
5 Sergio Villalobos, Historia del pueblo chileno. Tomo II, Editorial Zig-Zag, Santiago, 1983, p. 71. Cecilia Salinas, Las chilenas de la Colonia. Virtud sumisa, amor rebelde. Editorial LOM, Santiago, 1994.p. 27; Juan Guillermo Muñoz, “Mujeres y vida privada en el Chile colonial”, en Sagredo, Rafael y Cristián Gazmuri (Coords.) Historia de la vida privada en Chile. El Chile tradicional de la Conquista a 1840. Santiago, Editorial Taurus/Aguilar, 2005, p. 103
6 Paulina Zamorano Varea, “Notas sobre la vida y desintegración de la encomienda, 1700-1720”, en Cuadernos de Historia, nº 21, Santiago, 2001: 37-60.
7 Archivo Nacional, Real Audiencia, vol. 2744, pieza 2, foja 15 v.
8 Véase Rosa Soto, “Negras esclavas. Las otras mujeres de la Colonia”, en Proposiciones 21, Santiago, 1992: 36-49.
9 Sergio Villalobos, Historia del pueblo chileno, Tomo IV. Editorial Universitaria, Santiago, 2000, p. 49.
10 Véase Alejandra Araya, “Cuerpos aprisionados y gestos cautivos: el problema de la identidad femenina en una sociedad tradicional (Chile 1700-1850)”, en Nomadías. Monográficas 1, Santiago, 1999: 71-84.
11 Actas del Cabildo de Santiago, 3/3/1626, en Colección de historiadores de Chile y de documentos relativos a la historia nacional.
12 Véase Margarita Iglesias, “Las recaderas de la Colonia o las sirvientas de razón”, en Nomadías. Monográficas 1, Santiago, 1999, pp. 49-59.
13 Gabriel Salazar, Labradores, peones y proletarios, op. cit., p. 277.
14 Ibíd, p. 263.
15 Igor Goicovich, “Mujer, trabajo y reproducción social en el Chile decimonónico. Mincha, 1854”, en Nomadías. Monográficas 1, Santiago, 1999, p. 133. En 1854 existían 85.084 hilanderas y tejedoras, lo que correspondía “al 38% de las mujeres con profesión y al 18% de la clase trabajadora en su conjunto”, Salazar, Labradores, peones y proletarios, op. cit., p. 264.
16 Daniela Urrutia, “La mujer y su rol económico independiente: Las pulperas en Chile colonial”. Tesis para optar a grado de Licenciado en Historia, P. Univ. Católica, Santiago, 2003, p. 31.
17 Archivo Nacional, Manuscritos Medina, T. 234 A, 6187.
18 Actas del Cabildo de Santiago, T. XXXIII, del 22 de noviembre de 1760, en Colección de historiadores de Chile y de documentos relativos a la historia nacional, T. XLVI, Santiago, 1933, pp. 73-74. La aloja era una bebida refrescante preparada con miel y especias.
19 Paulina Zamorano V., “Si las paredes hablaran. El espacio y su investidura femenina. Santiago 1650-1750”, en Revista chilena de Historia y Geografía, Nº 166, año 71-72, Santiago, 2001-2002.
20 Las pulperías fueron estrictamente normadas por el bando de Guill y Gonzaga del 21 de enero de 1763, cuidando la “calidad” de las mujeres que las administraran. Leonardo León, “Elite y bajo pueblo durante el período colonial. La guerra contra las pulperas en Santiago de Chile”, en Monografías de Cuadernos de Historia nº 1, Historia de las mentalidades, Homenaje a Georges Duby, Ediciones LOM, Santiago, 2000.
21 Leyla Flores, “Mujeres del bajo pueblo y la construcción de una sociabilidad propia: la experiencia de las pulperías en Santiago, Valparaíso y el Norte Chico (1750-1830)”, en Dimensión Histórica de Chile, n° 13-14, Mujer, Historia y Sociedad. Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación, Santiago, 1997-1998, p. 23.
22 Guillermo Feliú C., Santiago a comienzos del siglo XIX. Crónicas de los viajeros. Editorial Andrés Bello, Santiago, 1970.
23 Gabriel Salazar, “La mujer de ‘bajo pueblo’ en Chile: bosquejo histórico”, en Proposiciones 21, Santiago, 1992, p. 100.
24 Úrsula Suárez, Relación autobiográfica. Recopilación y estudio preliminar de Armando de Ramón. Ediciones Crítica, Concepción, 1984.
25 Incluso los testamentos consignan entre los bienes de algunas mujeres, la “silla de parir”.
26 Teresa Pereira, “Formas de vida en el mundo rural durante el siglo XIX. El ámbito de lo privado”, en Vida rural en Chile durante el siglo XIX. Academia Chilena de la Historia, Santiago, 2001, p. 273.
27 Véase Ariadna Biotti y Paulina Zamorano, “Parirás con dolor. Las parteras y el discurso médico a fines de la Colonia”, en Cuadernos de Historia, N° 23, Departamento de Ciencias Históricas, U. de Chile, Santiago, 2003, pp. 37-50.
28 Archivo Nacional, Real Audiencia, vol. 2232, Pa. 3ra., fs. 43, 1799.
29 José Grossi, Reseña del progreso médico en Chile. Imprenta La Opinión, Valparaíso, 1895, p. 119.
30 Benjamín Vicuña Mackenna, Los médicos de antaño en el Reino de Chile. Editorial Ercilla, Santiago, 1932, p. 35.
31 Patricia Peña, “La Casa de Recogidas de Santiago, un hospital de almas”, en Sergio Vergara, Paulina Zamorano y Zvonimir Martinic (Eds.) Descorriendo el velo. II y III Jornadas de investigación en Historia de la mujer. Fac. de Filosofía y Humanidades, Universidad de Chile, Editorial LOM, Santiago, 1999, p. 126.
32 Imelda Cano, La mujer en el Reyno de Chile. I. Municipalidad de Santiago, Santiago, 1981, p. 360.
33 Salinas, René y Manuel Delgado, “Los hijos del vicio y del pecado. La mortalidad de los niños abandonados”, en Proposiciones 19, Santiago, 1990, p. 54.
34 En 1626, Isabel Benítez ofrece su casa y personas para acoger a los niños huérfanos de la ciudad. Actas del Cabildo de Santiago, 9 de noviembre de 1626.
35 Gabriel Salazar, “Ser niño ‘huacho’ en la historia de Chile (S. XIX)”, en Proposiciones 19, Santiago, 1990, p. 71.
36 Salinas, René y Manuel Delgado, op. cit., pp. 52-54; Gabriel Salazar, “Ser niño ‘huacho’...”, op. cit, pp. 70-71. Imelda Cano, op. cit., p. 356.
37 Juan Guillermo Muñoz, op. cit., pp. 118-119. Margarita Iglesias, “La Marquesa de Piedra Blanca y Guana: una mujer en La Serena colonial”, en Bases históricas del desarrollo regional de Chile. Actas de la VII Jornada Nacional de Historia Regional de Chile. Departamento de Ciencias Históricas, U. de Chile, Santiago, 1996, p. 329.
38 Paulina Zamorano, “¿Peones o reinas? el rol femenino en la elite colonial. Un estudio de casos”, en Descorriendo el velo. II y III Jornadas de investigación en Historia de la mujer. Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad de Chile, Editorial LOM, Santiago, 1999, p. 105.
39 María Elisa Puig, “Pasos callados. Participación de las mujeres en el espacio público. Santiago 1598-1647”. Tesis para optar al grado de Licenciada en Historia, U. de Chile, Santiago, 2005. p. 121.
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