Chile prehispano: un acercamiento a la mujer  desde los estudios arqueológicos en la Zona Central


María Teresa Planella y Fernanda Falabella

Arqueólogas


Introducción

La distancia temporal que nos separa de los escenarios prehispanos cuando se desenvolvieron las actividades cotidianas de nuestros pueblos originarios es un factor que disminuye fuertemente nuestra capacidad de acercamiento al tema de lo femenino, entre otros, en las sociedades del pasado. A esta deficiencia, señalada por varios autores(as) europeos y americanos que han incursionado en el tema, (Ehrenberg 1995, Boserup 1970, Gero y Conkey 1991) se suma el hecho de que sólo podemos aproximarnos a la mujer desde los objetos y otras evidencias arqueológicas.

La arqueología regional, con un historial de investigaciones y resultados, ha sido reveladora de insospechadas expresiones tanto materiales como intangibles que dicen relación con dichos pueblos en los distintos períodos de su desarrollo cultural, y en los cuales la participación de la mujer se hace evidente, si bien los datos que lo sugieren o confirman son escasos.

Parte importante de la información se apoya en los estudios de antropología física que posibilitan inferir el sexo de los individuos. Al reconocer a la mujer en los restos esqueletales, podemos distinguir las particularidades por la posición anatómica al ser inhumada, el ajuar que la acompaña, las ofrendas, las patologías óseas derivadas de trabajos particulares reiterados, los rasgos en el canal óseo de parto que evidencian maternidad, y proporcionan una instantánea individual plena de contenidos sobre su vida y entorno cultural.

Por otra parte, los restos materiales cerámicos, líticos, objetos de adorno, torteras para hilar y molinos y manos utilizados en las actividades de molienda, fogones y ollas para la elaboración de alimentos, abren ventanas elocuentes que permiten interiorizarnos en el mundo de la mujer, roles y asignaciones culturales en las sociedades del pasado.

Debido a las condiciones de clima y suelos de la Región Central, están ausentes los tocados, peinados y vestimentas, así como otros productos de cestería, tejido o hilado, los cuales, en contraste, hacen parte de extraordinarias y versátiles evidencias en el norte de Chile. (Agüero 1994, Uribe y Agüero 2001)

Mayor complejidad aún para acceder a este tema sobre la mujer en tiempos prehispanos presentan los aspectos relacionados con la dinámica social: caracteres sustanciales como su participación en las innovaciones culturales y económicas (por ejemplo, en la introducción de la horticultura y adaptación a modos de vida más sedentarios), la sujeción al sistema de patrilocalidad de las mujeres de la época de contacto visualizada por los cronistas; la inclusión activa en los rituales de la comunidad; como sujeto de reproducción, alianzas e intercambio, e injerencia en las influencias y trasmisiones culturales.

En este ensayo intentaremos aportar al tema medular de este libro a través de la información que ha sido posible rescatar de dichos antiguos escenarios a través de los estudios arqueológicos llevados a cabo en la región central, dando cuenta de distintos grupos y períodos culturales, refiriendo diversos aspectos que involucran a la mujer.

La identidad del ser mujer, conductas, comportamiento y actitudes, son un fenómeno profundamente cultural. Estos cambian en el tiempo ya que se van construyendo en la práctica cotidiana y en las relaciones con los otros. El estudio de la prehistoria nos enseña que la dinámica de construcción particular de los géneros tiene raíces profundas en la historia de la humanidad y que, así como en la actualidad distintas sociedades perfilan el ser mujer de maneras muy diversas, a lo largo de la historia encontramos modos particulares de ser. En el caso que nos ocupa, se aprecia una diferencia interesante entre dos momentos en el tiempo, los períodos Alfarero Temprano e Intermedio Tardío, que muestran que la condición femenina tuvo una modificación patente, reflejada en el registro arqueológico.

La mujer, los cultivos y los desarrollos tecnológicos tempranos

En tiempos cercanos a la era actual se visualizan cambios trascendentales en el desarrollo de los pueblos habitantes de la Zona Central de Chile, referidos a los inicios de la horticultura y de la producción alfarera. Estos cambios tuvieron profunda repercusión en los modos de vida, relaciones sociales, sistemas económicos y tecnologías. No obstante, las interpretaciones de estos fenómenos siempre han dejado en segundo plano la eventual participación femenina, y le han asignado un rol más bien pasivo en el desarrollo de las innovaciones sociales. Sin embargo, si nos remitimos a la información de la etnografía en diversos continentes, la mujer es quien tradicionalmente ha estado involucrada en las actividades generadoras y afianzadoras de estos procesos.

Hacia el 2000 a.C. vemos las primeras señales de que los grupos que tradicionalmente se sustentaban de la caza y recolección, incorporan la quínoa como complemento de su dieta. (Planella et al. 2005) La trascendencia de esta innovación, el cultivo de plantas, anteriormente disponibles sólo en forma silvestre, involucra distintas esferas del quehacer humano. Por una parte, incide profundamente en los componentes medulares de la organización social. Da paso a la permanencia cerca de los huertos, al almacenamiento, a la creación de mecanismos de interacción y ritualidad asociadas, cambios de roles, mayor concentración poblacional, con el consecuente potencial de complejidad. Por otra parte, la manipulación programada de la naturaleza y sus expectativas debió conllevar una forma distinta de ver, entender y relacionarse con el mundo.

Un componente insoslayable de la reproducción de la naturaleza es la fertilidad y en esto, la mujer es el actor natural. En un sentido, es una proyección y, en otro, es participación en la fructificación de las simientes. Durante esta época vemos aparecer señales indicadoras de que se están manifestando conceptos relacionados con la fertilidad, particularmente en la actividad ritual de los grupos Llolleo, habitantes de los valles de Maipo/Mapocho y Cachapoal. (Falabella et al. 2001) En el sitio arqueológico La Granja, cercano a Rancagua, donde ya hay un variado registro de cultivos (maíz, porotos, calabazas y quínoa) está documentado el depósito ritual de artefactos relacionados con la molienda de granos, algunos de ellos en asociación directa a una fuente de agua. La fertilidad probablemente queda expresada también en la representación humana registrada en el lugar, relevante en esta época. Estas representaciones, si bien a nuestra mirada no presentan rasgos distintivos de sexo, pueden relacionarse con el fenómeno tan universal de representación de la figura femenina en los inicios de la agricultura. Del mismo modo, la forma de “jarro pato” de las vasijas con caras antropomorfas, se vincularía con el símbolo de la mujer, al menos en lo que se ha recogido de la tradición mapuche en el sur de Chile. (Dillehay y Gordon 1979)

En forma contemporánea se produce un desarrollo tecnológico de relevancia, la transformación del barro en continente manufacturado. Aquí, si bien la experiencia es distinta a la señalada en relación a las plantas, también entra en juego la manipulación de la naturaleza. Debe haber respondido a un largo proceso de observación y experimentación, en un contexto tan cercano a la mujer como es el fogón donde prepara los alimentos. Es ahí donde fue posible observar la magia del cambio de una tierra maleable en una “estructura” sólida y resistente y donde fue factible jugar con las posibilidades de estos nuevos materiales, al igual como lo hacen hasta el día de hoy las artesanas que tiran un “chanquito” al fuego para saber si la “masa” está buena. (Alarcón et al. 1987) Es por ello que creemos altamente probable que sea la mujer la responsable de producir y reproducir los tiestos cerámicos. El desarrollo de la alfarería fue muy gravitante. Potenció la inclusión en la dieta de algunos recursos cultivados, como el poroto, al eliminar sus toxinas mediante una buena cocción. Facilitó el almacenamiento y distribución de los alimentos y, al igual que los cultivos, obligó a permanencias más prolongadas impuestas por el proceso de producción, dando una nueva configuración a la organización de la comunidad y, por cierto, constituyendo un medio de expresión y creatividad. Tampoco son menores, para sus formas de ver y entender el mundo, las implicancias que, desde otra perspectiva, puede haber tenido. La arcilla tiene un rol central en un sinnúmero de mitos de origen de diversos grupos de América dándole al barro el significado de generador de vida. Del mismo modo, en algunos casos, se establece una equivalencia entre el proceso fisiológico de la digestión —y por ende del ciclo vital— y el proceso cultural de la elaboración cerámica. (Lévi-Strauss 1986) Nos parece importante señalar estas concepciones pese a que en la Zona Central de Chile no se ha mantenido una tradición oral que permita rescatar las ideas de la población originaria en relación a estas materias. Lo que sí ha quedado registrado son las innumerables vasijas que cobraron vida por manos femeninas, soporte del alimento diario de la familia, vehículo de agasajo para invitados e iconos de categorías identificatorias que, en forma activa, ayudaron a transmitir ciertos códigos sociales.

En los primeros momentos del desarrollo de la alfarería, que en la prehistoria de Chile central conocemos como período Alfarero Temprano (200 a.C. – 1000 d.C.), en el que conviven diferentes grupos sociales como Bato y Llolleo, la cerámica aporta información relevante acerca de los posibles roles y estatus de la mujer. (Sanhueza 2004)

En el caso Bato, si bien la mujer pudo ser responsable, al igual que en el caso Llolleo, de la producción alfarera, el ámbito de participación de las vasijas se restringe al dominio de lo doméstico. Es decir, al ámbito medular de las actividades de la mujer. En el caso Llolleo, en cambio, algunas de estas juegan, además, un rol preponderante en el dominio de lo ritual y de congregación social. Son los elementos más comunes de las ofrendas funerarias y son jarros con los que se celebran las reuniones en las que deben haberse convenido alianzas, pactos, intercambios de bienes y traspaso de conocimientos, entre otros. Estos jarros tienen diversas implicancias. Por una parte, reflejan que sus productores, creemos las mujeres, conocen los códigos, significados y saberes requeridos para darle sentido a los objetos creadores del entorno del ceremonial. Por otra, deben ser responsables de la elaboración de lo que, en esas ocasiones, se come y bebe en las vasijas. De esta manera la mujer está participando en el proceso completo sugiriendo tener un espacio no sólo en lo doméstico sino en lo ritual.

La combinación de productos alimenticios incluidos al interior de las ollas debieron ser materia de experimentación y búsqueda de dietas apetecibles. Clasificar y mezclar los ingredientes disponibles, tareas a la vez creativas y productivas, suponen que la mujer debió permanecer ocupada de la preparación y cocción de los alimentos durante largos, sucesivos y reiterados tiempos. De esta manera, con esta temprana preocupación por las combinaciones de productos, se fueron creando las bases que normaron algunas de las comidas, o ilelkawn, y su trasmisión oral. (Montecino 2005)

Otras evidencias arqueológicas apuntan en el sentido de que hombres y mujeres comparten espacios sin develar estatus preferenciales o marcando diferencias sustantivas entre unas y otros. Es lo que sucede al momento de la muerte, donde las formas de inhumación, las ofrendas —que no están relacionadas con el trabajo— y la distribución espacial son similares. No obstante, en un caso, en el sitio arqueológico El Mercurio, en la cuenca de Santiago, las mujeres fueron enterradas en posición sentada, a diferencia de los hombres que lo fueron en posición lateral o ventral. (Falabella 2000) Quizás uno de los datos más elocuentes en este sentido es que utilizan en común, al menos un tipo de adorno corporal, los collares de pequeñas cuentas discoidales de piedra. Esto no invalida que podrían haber existido diferencias expresadas en materialidades que no se han preservado, como vestimentas, peinados y tocados.

No podemos dejar de mencionar durante el período Alfarero Temprano el aporte de la antropología física para conocer diferencias, en trabajos, modos de vida y atribuciones exclusivas de la mujer como la maternidad reflejada en las huellas de parto que presentan todas las mujeres adultas estudiadas. Es frecuente encontrar, en ellas, signos óseos de haber realizado trabajos frecuentes en cuclillas y, en algunos casos, asociados a problemas en las extremidades superiores derivados de la actividad de molienda. (Solé y Alfonso 1997, Solé 1992)

Los elementos de molienda invitan a pensar a la mujer en un rol protagónico en las unidades domésticas. Molinos y manos de moler constituyen evidencias acerca de procesos de elaboración de alimentos en forma de harinas u otros preparados que requieren trituración y ablandamiento. Su presencia en diferentes tipos de asentamientos y la profundidad cronológica de su utilización entre las poblaciones originarias dan cuenta de la importancia en los sistemas económicos de contar con estos funcionales elementos elaborados en materiales líticos, graníticos u otros. Ya los cazadores recolectores de fases tempranas hacían uso de ellos no sólo para moler o machacar vegetales silvestres sino también para pulverizar colorantes minerales y carbonatos, esto último tal vez como tarea masculina. Más adelante los grupos horticultores organizaron esta actividad dando énfasis creciente a la molienda de productos cultivados, entre ellos la quínoa y el maíz. La forma, tamaño, superficie activa, capacidad y otras facetas descriptivas de sus características han cambiado a través de los distintos períodos, asimismo, respecto del producto que se procesa, pero su utilización en el medio rural y también en ciertos contextos domésticos urbanos se mantiene hasta la actualidad. Esta notable permanencia ha permitido constatar en la Región Central que es la mujer quien está íntimamente asociada, ligada a “su piedra de moler”, transportada con ella dondequiera que cambie su residencia. Si bien esta observación etnográfica no avala su proyección a lo prehispano, es muy sugerente. Por otra parte, este mismo registro alude directamente a la intervención del hombre y no de la mujer en la confección de los molinos y morteros dejando claro quién los formatiza y prepara para que sean utilizados eficientemente. Esta tarea, indudablemente requiere de la fuerza asignable al género masculino.

Lo interesante de destacar en relación a los artefactos de molienda es, nuevamente, el traslado que de ellos se realiza de los contextos habitacionales a los rituales de funebria. Este accionar socialmente sancionado les imprime una nueva connotación, sugerente de expectativas de continuidad de las actividades y funciones realizadas en vida o, al menos, un claro reconocimiento de ellas por parte de la comunidad ritual. Al revisar las asociaciones de molinos y/o manos de moler con el género de los individuos en el sitio El Mercurio, del contexto Llolleo, se aprecia una clara asociación de la mujer adulta con molinos. El hallazgo de estos con menores también es sugerente de que la relación del género con el trabajo se consolida durante la niñez.

La mujer del período Intermedio Tardío: nuevo escenario

El período Intermedio Tardío representa un cambio bastante radical en la historia de los pueblos originarios de Chile central. Si bien existen opiniones diferentes en relación a los factores que gatillan estos cambios, hay acuerdo en considerar que serían las poblaciones del período Alfarero Temprano, anteriormente analizadas, quienes activan y son actoras de las transformaciones. Hacia el 1000 d.C. prácticamente todos las costumbres sufren profundas modificaciones. Cambian los adornos, técnicas, materias primas, formas y decoraciones de la alfarería; también los instrumentos líticos; los ritos mortuorios se desplazan fuera del asentamiento y conforman verdaderos cementerios; las formas de entierro y la posición en que se disponen los individuos es radicalmente diferente; los cultivos alcanzan mayor desarrollo y las comidas adquieren nuevas combinaciones; se percibe una reelaboración de las identidades, en este momento aglutinadas en un cuerpo social, en grupos que, en el pasado, se diferenciaban explícitamente entre sí. (Durán y Planella 1979, Sánchez y Massone 1995) Es decir, nos hallamos frente a un nuevo escenario social denominado en arqueología “cultura Aconcagua”. En este escenario el rol de la mujer en relación al género masculino cambia.

Se han constatado diferencias en la distribución espacial, tipos de ajuar y ofrenda para hombres y mujeres, incluso según edad, en distintos cementerios Aconcagua. Las mujeres ocupan un espacio hacia el poniente, junto a ancianos y niños, mientras que los adultos masculinos se sitúan hacia el oriente, en el punto de referencia de mayor jerarquía en las poblaciones tardías de los Andes. Hacia el oriente se encuentra también la mayor concentración y tamaño de túmulos funerarios. Esto sugiere una jerarquía en la que las mujeres ocupan un lugar de menor rango. (Sánchez 1993, González 2000) Los individuos masculinos, a diferencia de los femeninos, en los cementerios como El Valle Chicauma e Higueral, han sido depositados junto a puntas de proyectil y en un caso con una espátula de hueso, objetos que se pueden vincular a la caza y consumo de sustancias psicoactivas, respectivamente. También se ven diferencias según género en los patrones decorativos de las vasijas, cuyo característico “trinacrio” aparece orientado en varios casos hacia la derecha en los adultos masculinos y a la izquierda en los femeninos, si bien los casos hallados aún son escasos. Otro refuerzo para el contraste entre géneros se logró con deformaciones craneanas por cuna, lo que ha quedado en evidencia en el sitio María Pinto donde las mujeres presentan la plagiocefalia en el lado izquierdo del cráneo y los hombres en el lado derecho. (Quevedo 1979)

Si bien las actividades domésticas de la mujer deben haberse mantenido, resulta significativo que sus artefactos más emblemáticos, como los molinos, no la acompañen en la morada final y que la cerámica, cuya producción sigue manteniéndose a su cargo, disminuya su presencia en el ritual. Creemos que esta situación habla de diferencias sustantivas del sentido y significancia social de la mujer y sus artefactos en comparación a las poblaciones del período anterior.

La actividad hortícola fue adquiriendo mayor relevancia y, de acuerdo a las patologías óseas, al parecer estuvieron involucrados en ella tanto hombres como mujeres, estas últimas con musculatura más marcada que las de períodos anteriores. Un dato muy significativo proviene de los estudios de isótopos estables, los que permiten estimar la proporción de maíz en la dieta. El maíz es un recurso cultivado que en esta época muestra mayores tamaños y, eventualmente, mayor rendimiento, sugiriendo manipulación y un cultivo incentivado. Fue importante en la alimentación, pero también en el aspecto ritual ya que esta planta ha tenido tradicionalmente una gran connotación simbólica en los ceremoniales andinos. Los análisis de isótopos muestran que, a diferencia de las poblaciones Llolleo donde hombres y mujeres consumen cantidades similares, pero más bajas de este producto, en las Aconcagua se produce una diferenciación marcada en su consumo. Los hombres acusan mayor ingesta de maíz que las mujeres y este fenómeno es generalizado en todos los casos analizados. (Falabella et al. 2006) La raíz de las preferencias puede estar, más que en la alimentación propiamente tal, en las prácticas del uso de bebidas como el muday, elaboradas en base al maíz, en los eventos de relación social.

Todo lo anterior señala una situación de preeminencia social de los individuos masculinos en relación a la mujer que responde a normas sociales establecidas por la comunidad. Este escenario es el que encuentran los incas al llegar a los valles centrales y que probablemente perpetúan hasta la llegada de los europeos a mediados del siglo XVI.

Referencias citadas

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