“¿Puedo comentar algo? Yo le pido que considere que he estado preso toda la vida.
Nunca he tenido una vida, una vida de verdad (...) tengo 26 años preso”.Roberto Martínez Vásquez.
Varios camarotes sucios, descuidados y sin frazadas componían las celdas de los jóvenes detenidos en el recinto penitenciario de Puente Alto. Para 1992 era la cárcel más sobrepoblada de la Región Metropolitana, ya que albergaba tanto a menores de edad infractores, como a adultos condenados. Ahí, en la sección destinada a los adolescentes, cada interno identificaba su cama con un póster en los que diferentes mujeres posaban desnudas o en trajes de baño.
Pero un detalle no calzaba. Sobre uno de los catres alguien había pegado la foto de un computador, de la que se desprendía un cable y un teclado de madera. El teclado era una tabla, sobre la cual su dueño había garabateado cuadrículas a modo de teclas.
Apenas vio la imagen, la periodista Rebeca Araya se sintió intrigada. A sus 36 años, comenzaba sus labores como encargada comunicacional del Servicio Nacional de Menores (SENAME), la entidad estatal responsable de asistir, proteger y reinsertar a niños y adolescentes en riesgo social y en conflicto con la justicia.
Ese día, la primera vez en su vida que entraba a una cárcel, se propuso conocer al dueño de la litera con el computador, el único de los detenidos que además parecía tener cierto apego por la lectura: junto a la cama tenía revistas, libros de mecánica popular e, incluso, reglamentos de Gendarmería.
Un día, mientras los adolescentes estaban en su tiempo libre, Rebeca se acercó al camarote para inspeccionar los libros.
–¿Qué hace ahí, iñora? –la sorprendió Roberto Martínez, el dueño del póster.
–No tenía nada que leer y estaba aburrida –mintió Araya.
–¿Pa’ qué se viene a meter aquí?
–Porque me pagan.
–¿Cuánto le pagan?
La periodista lo desafió a que adivinara su sueldo. Martínez lanzó algunas cifras al azar, hasta que dio con el monto exacto.
Araya quedó impresionada por la astucia del joven. También le llamaron la atención la limpieza de su presentación personal y sus rasgos. El muchacho era delgado, de tez blanca, labios bien dibujados, con pelo y ojos cafés. Tenía 16 años, pero su estatura era menor al normal de su edad. “Era un niño con cara atractiva”, cuenta la periodista15.
Rebeca Araya había sido contratada para realizar una consultoría sobre el clima organizacional e imagen del SENAME, cuya labor por entonces no era muy bien percibida por la comunidad. En la ciudadanía la institución estaba demasiado asociada a los motines que periódicamente protagonizaban los jóvenes en sus dependencias.
Para el común de los chilenos, SENAME era una sigla amenazante.
“Había que persuadir a la comunidad para lograr que se aceptara la construcción de centros para menores”, recuerda la profesional.
Martínez no solo llamaba la atención de Araya. El joven también era atípico tanto para los funcionarios que día a día lidiaban con los menores infractores, como para sus pares dentro de la cárcel. Roberto gustaba mostrarse como estudioso: decía que sus lecturas de interés abarcaban desde las ciencias naturales a la Biblia. “Era tan mateo que le hacía las tareas a los hijos de un gendarme y nos enseñaba a leer”, afirma Patricio Espinoza, en ese entonces otro de los menores recluidos en el centro penitenciario y quien conocía a Martínez desde su infancia. A Espinoza lo apodaban “El Loco Pato”. A Roberto Martínez le decían “El Cabezón”, por su aspecto físico y también por su interés en la lectura16.
A pesar de su aspecto cándido, Roberto Martínez no era un desconocido para el SENAME. Antes había estado recluido en el Centro de Orientación y Diagnóstico de San Miguel (COD)17.
Martínez había llegado al COD por dos delitos de robo con violencia18. Uno era el asalto al departamento de un ciudadano japonés. El otro, haber ingresado al hogar de una profesora alemana, quien denunció que Martínez la había violado de manera brutal.
A Puente Alto había llegado por la sumatoria de estos delitos y por su mal comportamiento en San Miguel.
Pero su historial de arrestos no se quedaba ahí. Los problemas de Martínez con la ley habían comenzado a los cuatro años, cuando fue detenido por vagancia.
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“El Cabezón” vivió sus primeros años en el pasaje 1 Sur de la población José María Caro, en una zona que en 1991 pasaría a formar parte de la comuna de Lo Espejo. Con una bien ganada fama de barrio bravo, la José María Caro había nacido a comienzos de la década del 60’, como uno de los primeros proyectos de vivienda social de Santiago19.
Cuando recibió a sus primeros moradores, la población la componían pequeñas casas de un piso, de solo dos ambientes, construidas una al lado de otra y ordenadas en estrechos pasajes de tierra, que invariablemente se llenaban de lodo con las lluvias del invierno. El conjunto estaba dividido de norte a sur por la Avenida Central, una estrecha franja de asfalto que lo comunicaba con el resto de la ciudad.
Todas las familias eran de bajos recursos. Muchas de ellas provenían de Ñuñoa, un típico barrio de clase media ubicado en una zona mucho más céntrica de Santiago. “Vivíamos en Los Jardines, cerca de la Plaza Ñuñoa. Desde allá nos trasladaron para acá”, recuerda María Troncoso, una vecina fundadora de la población, que a mediados de 2009 seguía viviendo en la José María Caro20.
A poco andar, la población se convertiría en uno de los lugares más marginales de la zona sur de la capital, con altos niveles de delincuencia y pobreza.
En esos mismos pasajes Roberto Martínez nació y vivió su primera infancia, junto a su madre, Matilde Vásquez Vásquez, una mujer de tez blanca y ojos claros que había llegado a la población en sus inicios. A medida que creció, Matilde se hizo conocida entre los vecinos por sus desórdenes mentales.
Cuando superaba los veinte años, “La Tila” –como le decían a Matilde– ya cargaba con dos hijos pequeños, Juan Fernando y Marta, concebidos con parejas anteriores21. A pesar de su situación económica precaria, a los 24 años se embarazó de una tercera pareja. Según la vecina María Troncoso, quien vivía en el mismo pasaje, a pocos metros de Matilde, el padre biológico de la nueva criatura era un tipo de cierto atractivo que rondaba por la población. Al sujeto le decían “El Gitano” y se vestía con abrigos largos22.
La relación con “El Gitano” terminó pronto. Antes de que el niño naciera, Matilde conoció a José Martínez Yaeger, un comerciante que vendía relojes en el centro de Santiago. Cuando el bebé vino al mundo, el 19 de abril de 1976, José lo reconoció como su hijo. Si bien el comerciante nunca hizo el trámite legal en el Registro Civil para formalizar el vínculo, el niño quedó inscrito como Roberto José Martínez Vásquez.
Años después, en su juventud, Roberto Martínez se haría tristemente conocido por un apodo que nunca había tenido: “El Tila”. Ese alias, que en realidad correspondía al apodo de su madre, habría de ser impuesto por la prensa policial. Aunque no era más que una invención, era corto y fácil de recordar. Calzaba perfectamente con la economía de los titulares de portada.
“El Tila”. Incluso años después de su muerte, así sería recordado Roberto José Martínez Vásquez por el común de los chilenos.
Durante poco más de cuatro años, Matilde y Martínez Yaeger convivieron en la precaria vivienda de Lo Espejo, un inmueble de un solo piso marcado con el número 4674, en el Pasaje 1 sur.
Más tarde, en 1981, nacería un nuevo hijo de la pareja, Alberto Andrés Martínez. Tiempo después, sin embargo, Martínez Yaeger dejó la casa y Matilde volvió a quedar sin pareja. En adelante, la vida que emprende el relojero se convertirá en una incógnita incluso para su hijo. Los sucesos posteriores indican que para Martínez Yaeger el hijo que tuvo con Matilde es más un dilema al que de cuando en cuando debe prestar atención, que un objeto de cariño.
La seguridad del pequeño Roberto Martínez quedó en manos de su madre. Pero Matilde no podía entregarle la protección necesaria. La mujer era conocida en el barrio por andar siempre despeinada y en silencio, viviendo su propio mundo23. Incluso a mediados de 2009, cuando Matilde trabajaba con su hijo menor en una feria libre, muy pocos vecinos de su cuadra se relacionaban con ella. Cuando no estaba en la feria, solo salía de su casa para cruzar a un negocio de enfrente, y comprar alguna bebida, huevos y otras menudencias. Su rutina era pagar, tomar lo comprado y marcharse, siempre sin hacer ningún comentario. Para todos era claro que tenía problemas mentales severos.
En términos clínicos, Matilde era esquizofrénica.
Junto a sus hijos, la mujer vivía también con tres hermanos homosexuales, a quienes los vecinos a menudo divisaban saliendo vestidos con ropas femeninas. Los apodaban “El Pelé”, “El Verde” y “El Totó”. Según contaría posteriormente Roberto Martínez en sus declaraciones judiciales, “El Totó” vendía globos en el Parque O’Higgins y abusó sexualmente de él a los dos años24.
Luego de conocerla por su labor en el SENAME, Roberto Martínez le diría a la periodista Rebeca Araya que a los cuatro años le amarraban las muñecas a un árbol de membrillos en el patio de la vivienda y le pegaban con sus ramas, porque se orinaba en la cama. Los vecinos escuchaban los gritos y llantos; más de una vez tuvieron que entrar a la casa para desatarlo25.
Además, su madre lo vestía como niña26. Esto lo confirma la vecina María Troncoso: “La Tila lo vestía de mujer porque era muy bonito y pasaba como niñita. Lo vestía así para salir a machetear (pedir dinero en las calles)”27.
Con sus atuendos femeninos, Roberto se convirtió en el hazmerreír de los demás niños de la población. Según todos los testimonios recogidos sobre esa época, si había algo que abundaba en su entorno era una total y evidente falta de protección y cariño.
En los años de la infancia de Roberto, en pleno régimen militar de Augusto Pinochet, la José María Caro ya tenía fama como una de las poblaciones más peligrosas del sector sur capitalino, con niveles no despreciables de tráfico de marihuana y otras sustancias ilícitas. Además, era famosa por sus “lanzas internacionales”, o carteristas “a chorro”, que se caracterizaban por su rapidez para robar en las calles, y que para ese entonces comenzaban a probar suerte en las avenidas europeas. Eran años en que personajes de la población como “El Chicoco”, “El Plátano” y “La Sonia”, brillaban en el negocio de “exportar” delincuentes chilenos a otros países.
Para muchos niños, era el modelo a seguir.
En esas mismas calles donde delincuentes como “El Chicoco”, “El Plátano” y “La Sonia” paseaban sus autos último modelo, se formó Roberto Martínez. Para evitar los maltratos, el pequeño prefería no estar en su casa. Inquieto como era, podía estar horas jugando y corriendo por los pasajes. “Yo lo veía correr con un quiltro negro y chico. Le preguntaba si no se cansaba y él me decía que le gustaba, porque aprovechaba de hacer deporte”, recordaría años después una vecina, Elcira. Incluso, el niño a menudo optaba por irse lo más lejos posible y se marchaba de la José María Caro. Deambulaba solo, sin tener claro dónde ir. En una de sus salidas, y cuando aún no cumplía cinco años, fue que la policía lo detuvo por vagancia. No sería la última vez.
Su padre decidió intervenir. Aunque ya no vivía con él, para José Martínez Yaeger estaba claro que su hijo crecía en un ambiente de desprotección absoluta. Decidió enviarlo al sur, a cargo de unos familiares, para corregirlo de las malas influencias.
Roberto Martínez tenía cinco años cuando dejó Santiago en dirección a Reumén, un pequeño pueblo de la actual Región de los Ríos. Su madre fue a dejarlo a la Estación Central. Matilde no imaginó en ese momento que recién volvería a ver a su hijo cinco años después, cuando ya era un muchacho.
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Reumén es uno de esos pueblos que no aparecen en las postales del sur de Chile. Ubicado a 70 kilómetros al sur-oeste de Valdivia, en la comuna de Paillaco, ni siquiera ocupa un espacio destacado en los mapas de la zona. Es apenas un punto relegado entre el río Calle-Calle y la impenetrable selva valdiviana.
Si el pueblo de Reumén tuvo algún esplendor, hace mucho que fue olvidado. El caserío se formó en 1899, en torno a una estación del tramo ferroviario que en ese entonces unía las ciudades de Osorno y Valdivia. Hoy, un siglo después, entrado el nuevo milenio, el tren hace años que no se detiene aquí. El cierre de la estación, en 1992, y la desaparición del tren, en 1997, marcaron el declive. Una década después de este último hito, la población de mil doscientos habitantes de Reumén la componían mayoritariamente viejos. Los jóvenes y adultos hacía rato que habían comenzado a emigrar a las grandes ciudades, para seguir con sus estudios o buscar mejores expectativas laborales. Los que seguían ahí debían viajar diariamente para trabajar en otros pueblos del entorno. La única construcción reciente era una garita de taxis-colectivos, el transporte habitual para viajar a Paillaco, el pueblo más cercano. Luego de su construcción, la garita acabó por convertirse en un punto de encuentro de los vecinos, quienes a su alero conversaban de las pocas novedades mientras esperaban un vehículo. Hasta 2007, solo tres buses salían diariamente de Valdivia a Reumén, pero los viajes frecuentemente se suspendían.
En Reumén el canto de los gallos no se oye sólo al amanecer. Es un ruido permanente, al igual que los ladridos de los abundantes perros vagos. Cuando Roberto Martínez llegó a vivir ahí, el único sonido fuerte y fugaz era el del tren, cuyo servicio aún seguía vigente. Apenas el ferrocarril se iba, todo quedaba tan pasivo como antes, especialmente durante los largos inviernos. Si las lluvias transformaban los pasajes de la José María Caro en charcos, en Reumén las calles se convertían en pantanos. Podían pasar semanas sin que dejara de llover.
Construida en paralelo a la vía férrea, la calle 12 de Octubre también era un barrial durante buena parte de la estación lluviosa. Ahí, cerca de donde terminaba la vía férrea, se encontraba la modesta vivienda que se transformaría en el nuevo hogar de Martínez.
Trasladado a un entorno completamente extraño y con apenas cinco años, el pequeño Roberto estaba asustado.
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–¡Sale de acá, cabro chico! ¡Casi te corto la mano! –le gritó al pequeño Roberto el albañil que estaba ampliando su nueva vivienda.
El niño no hizo caso. Ignorando la exasperación del hombre, siguió jugando con las huinchas de medir y los serruchos.
Había llegado hacía poco a la casa donde vivía su abuela paterna y una tía, Ruth Martínez, en Reumén. La casa, de una sola habitación, se hizo chica. Su padre, el relojero José Martínez Yaeger, envió dinero desde Santiago para costear los gastos de ampliación. Dos albañiles de la zona se hicieron cargo de remodelarla.
En el mismo pueblo se había criado Martínez Yaeger. Su entretención cuando era niño era la vía férrea. Junto a sus amigos esperaba el paso del tren, para subirse y arrojarse desde los vagones que cruzaban a toda velocidad. Un juego que se repetía una y otra vez, para probar la hombría de los participantes. Todos los niños sabían cuál era la técnica, pero Martínez Yaeger en una ocasión cayó mal y el ferrocarril rozó uno de sus pies. Desde entonces el padre de Roberto rengueaba al caminar. Le decían “El Cojo”.
Como tantos, cuando creció Martínez Yaeger emigró a Santiago, donde se dedicó al negocio de la relojería. En la capital pudo juntar una suma de dinero impensable para sus coterráneos. Entre los reumeninos, “El Cojo” era una suerte de hombre de negocios exitoso, un claro ejemplo de que el futuro estaba en cualquier lado, menos ahí. Sólo una vez había vuelto a aparecerse por la zona, según algunos testigos manejando un Mercedes Benz. El hecho es que varios consultados dicen que nunca más volvió.
Tampoco se apareció durante los cinco años que estuvo su hijo en el pueblo.
Su hermana mayor, Ruth Martínez, fue quien se hizo cargo del pequeño Roberto. En la casa también vivía la abuela paterna, una mujer de edad que había tenido seis hijos: Ruth, Nora, Sonia, Alfonso, Roberto y una niña que murió ahogada en un pozón a metros de su casa. La abuela quería a su nieto, dicen varios testigos, pero una enfermedad la mantenía postrada en la cama y no podía encargarse de su cuidado. Ella misma debía ser atendida por Ruth.
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Sonó la campana y los alumnos se formaron en filas antes de ingresar a las salas. Roberto Martínez comenzó sus estudios en 1982, en la Escuela Rural 151 de Reumén. En absoluto silencio, el estudiante recién llegado se mantuvo en la fila con su uniforme impecable, sin siquiera una arruga en la cotona. Todos los demás niños lo miraban, asombrados. Se formó un círculo en torno suyo. Algunos lo apuntaron con el dedo; otros comenzaron a reír. El niño nuevo, tan ordenado, no traía sus zapatos. Aunque intentó mantenerse en silencio, al rato se puso a llorar28.
Años después, el propio Roberto Martínez recordaría las burlas de sus compañeros por andar con sus zapatos en la mano, para no estropearlos y así prevenir los castigos de la tía Ruth. “Me levantaba a las 7:30 y tenía que irme con los pantalones arremangados y a pata pelada. En el colegio todos me molestaban por eso. Antes, cuando me pegaban, me importaba andar limpio”, afirmaría.
La reumenina Ana Vásquez, cocinera de la escuela del pueblo, afirma que era habitual que Ruth golpeara y castigara a su sobrino por ensuciarse. Después de que sonaba la campana de salida, Roberto se peinaba, se arreglaba la camisa, limpiaba minuciosamente cualquier tipo de mancha en su ropa y lustraba sus zapatos. Era parte de su rutina para evitar los castigos. Luego, corría las tres cuadras que lo separaban de su casa: también era reprendido por atrasarse. “Tenía que llegar bien presentado, y cada vez que se manchaba se sacudía su uniforme. Si llegaba cuatro minutos tarde le sacaban la cresta”, dice Angélica Parada, ex compañera de curso29.
Los rastros del maltrato en el hogar eran visibles en su cuerpo. “Nunca dejó de tener algún moretón o rasmillón. Tenía cicatrices en la cabeza”, dice René Cereceda, quien fue su profesor cuando cursaba quinto año básico, el último año que estuvo en la escuela rural30.
Por la estricta disciplina que le imponía su tía, Roberto no aceptaba las invitaciones que le hacían sus compañeros para ir a sus casas. Tampoco él los convidaba a la suya. Para que no se embarrara, su tía le tenía prohibido que saliera a jugar a la calle. Cuando otros niños lo veían afuera era porque iba y venía haciendo los mandados del hogar, en una destartalada bicicleta. Una de las pocas cosas que podía hacer era tejer. Ruth le exigía también que la ayudara en la huerta de su casa y que la acompañara a vender cotillón a las distintas fiestas religiosas que se realizaban a lo largo del año en las regiones del sur. Con globos en la mano y ofreciendo su mercancía, Martínez se transformó en el vendedor más joven de Valdivia, tal como lo retrató el diario valdiviano 24 Horas, que incluyó una imagen suya en las páginas interiores de su edición del 16 de febrero de 1983. La fotografía fue titulada “El niño de los globos de Reumén”. Roberto va vestido de pantalón corto y gorrito (ver anexo 1)31.
Entre los lugareños, Ruth era conocida por su personalidad fuerte. No eran pocos los rumores que la pintaban como alguien con quien convenía mejor no cruzarse. Más de 20 años después de la llegada de su sobrino al pueblo, algunos lugareños seguían retratándola como una mujer “complicada”. En una zona donde todos se conocían y saludaban, Ruth era apática, a menudo hosca. No era extraño que se la viera caminando descalza por las calles embarradas del pueblo. O cortando troncos con la energía de un leñador. “La tía tiene un carácter súper fuerte: costaba darse cuenta que era mujer”, recuerda Angélica Parada.
“La mayoría de la gente de acá cree que todo lo que hizo Roberto después fue por culpa de los maltratos de su tía Ruth, porque (ella) le sacaba la mugre”, dice el propietario del único cibercafé de Reumén.
Años después, Roberto contaría a la policía que su tía Ruth lo obligaba a decirle “mamita”.
–Me tenía secuestrado –declararía32.
Mientras ella llamaba la atención de los vecinos, Roberto lograba lo mismo entre sus compañeros. Cierta vez, durante un recreo, consiguió que todos los demás alumnos lo miraran atónitos, mientras él los observaba desde lo alto, parado sobre un estanque de agua de cerca de 15 metros de altura, en el patio de la escuela. Les gritaba y los desafiaba a que subieran hasta ahí, tal como él lo había hecho. Sabía que nadie se atrevería y eso era lo que más lo entusiasmaba. Fue una de las pocas veces en que enfrentó a sus pares. Aunque en ocasiones era agresivo, no era parte de su estilo.
El colegio era el único lugar donde se sentía feliz. No le gustaban las matemáticas ni la educación física. Pero sí escribir, leer y recitar. Castellano era su ramo favorito y no había acto o conmemoración escolar del que no quisiera ser parte. “Siempre quería estar presente y sobresalir del resto”, recuerda el profesor Cereceda. “Era el primero que levantaba la mano y se ofrecía a participar en todos los actos, especialmente para recitar”, añade el docente.
Curiosamente, durante todos esos años lo llamaron exactamente igual que a su padre: Roberto Martínez Yaeger, omitiendo el apellido Vásquez de su mamá.
Una noche en Reumén, mientras los bomberos realizaban una reunión, Roberto pasó por las afueras del cuartel. Algunas bicicletas estaban estacionadas en hileras en la sala de máquinas. Una de ellas, de color verde, le llamó poderosamente la atención. Sin que nadie se diera cuenta, la sacó, se subió y comenzó su huida. Cansado del maltrato físico de su tía, dejó el pueblo. Estaba cursando el quinto básico, tenía solo diez años y una idea fija: volver en esa bicicleta a Santiago.
No regresó a la pequeña localidad sureña hasta 15 años más tarde; esa vez sin la bicicleta verde33.
Sobre las causas de su huida, la tía Ruth eludió referirse a los maltratos de su parte, que varios testigos avalan. En declaraciones judiciales recogidas en 2002, la mujer dijo que su sobrino estaba “muy presionado” por la disciplina familiar: “Le pedíamos que llegara temprano a la casa. Teníamos temor de que pudiera contactarse con gente del pueblo que había tenido problemas legales. Por este motivo lo cuidábamos bastante”, diría la mujer34.
En Reumén recuerdan que Roberto salía frecuentemente con un primo, apodado “El Negro”, quien de joven se dedicó a delinquir y más tarde estuvo preso. Sin embargo, a pesar de estas amistades y del temor que confesó haber tenido su tía, Roberto –con excepción de aquella bicicleta verde– nunca robó ni ocasionó grandes conflictos en el tiempo en que estuvo en el colegio. O por lo menos nunca lo descubrieron.
Su padre también negaría ante la policía el maltrato hacia su hijo en la casa de su madre y de su hermana: “Durante los años que Roberto estuvo con mi mamá, tuvo una infancia normal”, aseveraría35. La gran debilidad de esta versión, sin embargo, es que el comerciante no tuvo posibilidad de constatarla personalmente, ya que nunca visitó a su hijo durante los cinco años que vivió en Reumén.
Aparentemente Matilde, su madre, quería a su hijo de vuelta, y una orden judicial le habría permitido tener su custodia definitiva años después36.
Lo cierto es que el muchacho regresó definitivamente a Santiago. Según el padre, al volver con Matilde dejó los estudios y comenzó a tener problemas de conducta37. De acuerdo con la versión de Roberto, al poco tiempo de llegar a la capital fue internado en el Hospital Roberto del Río, según él por sufrir de alucinaciones y ser diagnosticado como hiperkinético38. “Desconozco qué otros motivos pueden haber llevado a que me hospitalizaran. Lo que sí sé es que mi padre había llegado a un trato que consistía en que, para evitar darle dinero a mi mamá y costear los gastos de mi tratamiento, me derivaran a un hogar de menores, donde permanecí otros seis meses”, declaró años después el mismo Roberto Martínez39.
Así, ingresó al hogar “El Redil”, un centro administrado por el Ejército de Salvación que recibía niños en situación irregular en el balneario de Llolleo, en la Quinta Región40.
En ese hogar de menores estuvo por menos de un año. Le gustaba saltar la reja para salir y jugar a la pelota, pero era más bien solitario. Prefería conversar con las “tías” que lo cuidaban antes que participar en actividades con los otros niños. “El hogar era lo mejor que le podía pasar, porque era donde se sentía más tranquilo”, recuerda una funcionaria del hogar, conocida como “Tía Ximena”41.
En “El Redil” a Roberto le gustaba que lo llamaran “El Alacrán”. Los testigos entrevistados no recuerdan el origen de este apodo. Es muy probable que haya sido invención propia, movido por su constante interés por sobresalir. Lo claro es que el nombre le agradaba, pues en el futuro en varios momentos haría directa o indirecta alusión a ese arácnido.
Después de esos meses en Llolleo, Roberto Martínez volvió a Santiago para vivir definitivamente con su madre. Era noviembre de 1990. Roberto estaba cerca de cumplir 15 años y ya no era el niño temeroso que solo conocía los pasajes de la José María Caro y al que su madre dejó una vez en la Estación Central.
Los años en Reumén y Llolleo, lejos de su mundo y de sus padres, lo habían endurecido.
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–¿Tu nombre?
–José Martínez Yaeger.
Había pasado menos de un año desde que había vuelto a vivir con su mamá. A Roberto lo habían detenido detectives de la Comisaría Judicial de la José María Caro. Cuando le pidieron su nombre dio el de su padre. Recién doce años después la policía se daría cuenta del engaño.
Días antes, junto a otros dos menores había ingresado a robar a un departamento ubicado en calle Merced 336, en el centro de Santiago. Ahí vivía una profesora alemana de 31 años de nombre Anne Susanne, quien llevaba un tiempo trabajando en Chile. Eran las nueve y media de la noche cuando los tres entraron desde la azotea del edificio a la vivienda. Cuando los vio, la propietaria comenzó a gritar. Uno de ellos la golpeó con un macetero en la cabeza. Quedó inconsciente. Cuando despertó, Roberto Martínez la estaba amarrando y apuntando con un cuchillo. El joven la violó dos veces y luego tranquilamente le pidió algo de comer. El conserje había escuchado los gritos y avisó a Carabineros. Cuando salió al pasillo, Martínez se encontró con el vigilante y decidió escapar por donde mismo había entrado: la azotea. Sus dos compañeros se quedaron y fueron atrapados por los policías42.
Con sus cómplices arrestados, la huida duró pocos días. Cuando la policía lo detuvo admitió la violación, pero las pericias del Servicio Médico Legal no pudieron acreditarla. Además, Roberto ni siquiera había cumplido 16 años, la edad mínima para someterlo a exámenes de discernimiento. A ojos de la ley, era inimputable43.
La joven alemana se marchó de Chile.
El mismo año en que violó a la profesora extranjera participó en otro robo. Ingresó al departamento de un ciudadano de origen japonés, de donde se llevó poleras, un par de zapatillas y un video.
Antes de cumplir los 18 años habría de ser detenido en diez ocasiones44.
Roberto Martínez fue derivado al Centro de Orientación y Diagnóstico (COD) de San Miguel, donde iban a parar los menores con mayor compromiso delictual, pero sin discernimiento, mientras un juez determinaba su destino45. En los COD no había armas ni gendarmes. Personal civil del SENAME se hacía cargo de los internos.
En San Miguel Roberto Martínez se reencontró con un viejo compañero de andanzas: Patricio Espinoza, apodado “El Loco Pato”, a quien había conocido en un hogar de menores cuando a los cuatro años fue detenido vagando, antes de ser enviado a Reumén.
Era comienzos de 1991 y Martínez Vásquez llevaba algún tiempo en San Miguel, cuando los internos realizaron un motín. “El Cabezón”, como le decían sus pares, ya había planeado un acto similar, pero esta vez no estaba entre los instigadores. Un denso humo cubrió el recinto cuando los revoltosos comenzaron a quemar colchones. En pleno verano, el fuego se les fue de las manos y varios terminaron con quemaduras. “Un cabro de Renca quedó con todo el hombro quemado, yo casi me muero; el humo me iba a matar así que me fugué”, recuerda “El Loco Pato”46.
Tras el incidente, “El Loco Pato” fue recapturado y junto a “El Cabezón” fue enviado a la sección de menores de la Cárcel de Puente Alto. Se pretendía que ahí, bajo la vigilancia de gendarmes armados, los jóvenes lograran por fin ser disciplinados. Para ese momento, una nueva apuesta del SENAME había intervenido el área destinada a los adolescentes en ese recinto penal. Su objetivo era avanzar en la rehabilitación, mediante la segregación real de los menores del resto de los reclusos.
Ni “El Cabezón”, ni “El Loco Pato”, ni ninguno de los adolescentes que llegaban por primera vez a Puente Alto, sabían que estaban a punto de ingresar a un verdadero campo de concentración para adolescentes.
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La legislación chilena sobre delincuencia juvenil vigente en esos años tenía sus bases en el sistema tutelar contenido en la Ley de Menores de 1928. La normativa daba al Estado un rol activo en la educación y protección de la infancia, cuando las familias no estaban en condiciones de hacerlo. Dicha acción estaba a cargo del juez tutelar de menores, quien contaba con amplios poderes para decidir47.
El sistema tutelar, que se mantuvo en vigencia hasta 1994, daba el mismo tratamiento a los niños que inflingieran la ley y a los que se encontraran en situación irregular o de abandono48. Establecía que los niños mayores de 16 y menores de 18, al cometer algún delito o falta, debían ser sometidos a exámenes psicológicos de discernimiento. Sobre esta base, el juez de menores decidía si eran o no imputables. Si se establecía que el adolescente había actuado con juicio, era tratado igual que un adulto: se le procesaba, condenaba y a menudo iba a la cárcel.
Cuando se consideraba que el joven había actuado sin discernimiento, el juez de menores asumía su rol tutelar: se le consideraba no un infractor, sino un niño en condición irregular. Para resguardar sus derechos y mientras se decidía su situación, tenía que ser llevado a un centro especial, donde en teoría debía estar separado de infractores adultos. Esos mismos centros acogían también a niños abandonados, en situación de calle o víctimas de abuso. Juntos quedaban jóvenes delincuentes y niños que no habían cometido fechoría alguna. La acción tutelar de los jueces de menores no hacía distingos.
Hasta 1973, el sistema tutelar era complementado por un Estado que invertía fuertemente en el gasto público social, especialmente en infancia y adolescencia a través de la educación. El advenimiento del régimen militar, sin embargo, dio paso a la paulatina implementación de un Estado subsidiario. El aparato público redujo drásticamente el gasto social. En cuando a las políticas de infancia, el SENAME comenzó a traspasar sus centros de menores a instituciones privadas49.
“El régimen militar basaba la protección de menores entregándolos a corporaciones privadas, a las que inicialmente se les ofrecieron asignaciones cuantiosas”, sostiene el abogado Francisco Cumplido, quien asumiría como ministro de justicia de Patricio Aylwin, una vez restablecida la democracia50.
Los problemas detonaron con la crisis económica de 1982. Para las corporaciones simplemente dejó de ser rentable el cuidado de estos infantes, producto de la devaluación del peso chileno frente al dólar ocurrida el 15 de junio de ese año. “Estas instituciones devolvieron los niños al Estado y no se supo qué hacer con ellos”, señala Cumplido.
La pobreza que generó la propia crisis agudizó esta situación. Incluso en 1987, el año en que Chile inició el despegue económico, el 45% de los chilenos era pobre: cinco millones quinientas mil personas51. El número de menores que vagaba y delinquía creció sin precedentes. En 1987 más de dos millones de personas estaba en situación de indigencia52; la mitad de estas eran menores de edad53. El gobierno de Augusto Pinochet actuó. Se instauró una nueva estrategia: “Limpiar las calles”. Eran los tiempos de la detención por sospecha y las atribuciones policiales amplias.
Los centros de reclusión de menores se atiborraron de jóvenes infractores considerados un peligro para la sociedad. Algunos de esos centros, como el de Puente Alto, estaban a cargo de gendarmes y en cárceles comunes, sin una real segregación de la población adulta. No obstante, también ahí llegaban menores de 16 años e incluso niños que, por abandono de los padres, violación, vagancia u otra situación irregular, estaban bajo protección del SENAME. Incluso, no eran extraños los casos de niños trasladados hasta ahí por error. Es decir, niños bajo protección –que representaban un número considerable– compartían celda con los que habían delinquido54. A su vez, los jóvenes infractores y los pequeños en riesgo social convivían con delincuentes adultos.
La abogada democratacristiana Soledad Alvear, quien a partir de 1994 asumiría como ministra de justicia, recuerda esa realidad: “Por ejemplo, si un papá con un hijo eran detenidos por estar robando, muchas veces era el pequeño quien lo pasaba peor: era dejado en un centro para determinar su discernimiento y a veces la demora era extensa. Sin embargo, si el padre no tenía mucha historia delictiva pedía la libertad bajo fianza y se la daban, mientras el hijo quedaba en un centro. Esa era una cosa muy absurda”, comenta55.
En esas condiciones, los más indefensos quedaban a merced de los más grandes y curtidos, quienes los sometían a cotidianos abusos y humillaciones, tales como la violación colectiva56.
Incluso, la solución que entregaba el sistema en algunos casos podía ser peor. A menudo los internados no recibían a menores de 16 años considerados conflictivos, por lo que cientos de ellos fueron recluidos en centros penitenciarios comunes. “Yo vi a niños de 12 años en las cárceles de adultos por medidas de protección”, recuerda Oriana Sanzi, ex directora del SENAME57.
La sección de menores de la cárcel de Puente Alto era un dramático reflejo de las deficiencias del sistema. Sin las más mínimas condiciones de segregación, ahí el contacto de los jóvenes con la población adulta era cotidiano; el traspaso de la cultura delictual, permanente. Durante la década de los 80’, la mitad de los niños chilenos acusados de algún delito pasó por ese recinto58. Muchos de ellos se transformarían en delincuentes peligrosos, sin vuelta. Bombas de tiempo que se activarían apenas retomaran la libertad.
Puente Alto era una escuela del delito.
A mediados de los 80’, los jóvenes internos dormían en barracones insalubres, donde se amontonaban 30 ó 40 muchachos. Permanecían encerrados 16 horas diarias, con poca o nula vigilancia59. La vida adentro podía ser una pesadilla, especialmente para los adolescentes en riesgo social o inimputables, que estaban ahí por medidas de protección. Menos fogueados, indefensos, muchos de facciones infantiles, quedaban a merced de sus compañeros.
Puente Alto también era un campo de concentración para niños.
Entre 1979 y 1985, el régimen militar llevó a cabo la política de erradicación de los campamentos de las comunas de Santiago y Las Condes en la Región Metropolitana. La idea de reubicar a la pobreza en zonas acotadas de la capital pretendía focalizar la inversión social. Más de 40 mil familias de estas comunas fueron ubicadas en La Pintana, San Bernardo y Puente Alto, todas zonas situadas en la periferia sur de Santiago. Muchos de los niños que terminaron detenidos en la cárcel de Puente Alto provenían de esos lugares60.
En 1984, el profesor Sergio Ávalos era el encargado del programa de la familia del Hogar de Cristo. Un día, uno de los niños que atendía cayó detenido en Puente Alto por robar unas zapatillas. Cuando lo visitó en el penal, el niño apenas hablaba. Pedía que lo sacaran de ahí. Gracias a abogados amigos, Ávalos logró su libertad 12 días más tarde. Al llegar a su hogar, el menor trató de suicidarse. Ávalos supo después que había sido violado por sus compañeros de encierro61.
Debido a este caso, el Hogar de Cristo ya no solo se involucró en el seguimiento de los infantes, sino también en su defensa judicial62.
En 1990, con el retorno de la democracia, Chile ratificó la Convención Internacional de los Derechos del Niño. Bajo la administración del Presidente Patricio Aylwin, el SENAME se comprometió a que muy pronto no habría más niños en las cárceles. Bajo esas directrices, dos de las cinco torres del penal de Puente Alto fueron destinadas exclusivamente a adolescentes infractores. En las tres restantes siguió hacinándose la población penal adulta.
A pesar de esas medidas, cuando Roberto Martínez llegó a Puente Alto en 1991 la realidad seguía siendo muy parecida a la de principios de los 80’. En la práctica, bastaba saltar una pared para convivir con la población adulta63. Los menores recibían el mismo trato y castigos que los mayores, y ambos grupos compartían los pasillos del recinto y los carros celulares para comparecer ante los tribunales.
Las violaciones también eran la norma.
Roberto Martínez no pasaba de los 15 años. Puente Alto se convirtió en su escuela. Muy pronto demostró que era un alumno aventajado.
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Al igual que en los centros penitenciarios adultos, en la sección de menores de Puente Alto había una estructura jerárquica no escrita. Una suerte de cadena de abusos, donde el eslabón más débil lo ocupaban los menores con medidas de protección y los primerizos. “Un primerizo no sabe defenderse, no sabe el vocabulario, no conoce el coa, camina distinto, lo podían hasta matar”, explica Sergio Ávalos, quien por su labor de rescate en el Hogar de Cristo en varias ocasiones visitó el recinto64.
En la cúspide estaban los “choros”, aquellos que habían pasado más de una vez por el sistema, ostentaban un prontuario amplio, dominaban los códigos carcelarios y se hacían respetar a través de la violencia.
Los clasificados como “perkins” eran los esclavos. Estaban obligados a lavar la ropa de los más fuertes, a hacer las camas, traer el agua, barrer, regalar su comida y todos los utensilios que recibieran desde el exterior. Ocasionalmente, también eran un objeto de entretención sexual65.
En el último escalón de la humillación estaban los “mamitas”. Eran forzados a asumir ese rol a través de un ritual de iniciación, que incluía severos golpes físicos, amenazas de cuchillo y simulacros de ahogo. Así, estaban obligados a transformarse en objeto sexual de todo el dormitorio, donde a menudo dormían 40 muchachos. En cada barraca había uno o dos niños en esta categoría. Su estatus era tan bajo que incluso los “perkins” podían violarlos.
Los “mamitas” podían ser ultrajados 15 a 20 veces diarias. Era común que se les exigiera que simularan disfrutar el ultraje. “En Puente Alto se vivía mucha locura, se violaban a los cabros más débiles y si tú no te violabas a uno eras huevón. A los más pollos les ponían una toalla como minifalda, los calzoncillos como colaless y los hacían bailar”, cuenta Patricio Espinoza, “El Loco Pato”, compañero de celda de Martínez Vásquez en el COD de San Miguel y luego en la cárcel de Puente Alto.
Gracias al bagaje delictual obtenido en centros de detención de menores anteriores, Roberto Martínez y su amigo sabían cómo defenderse. Según “El Loco Pato”, ambos tenían un “perkin” encargado de ordenarles y lavarles sus cosas66. “Roberto era respetado, era una especie de líder”, recuerda Luis Arias, quien fue gendarme del penal durante esos años67.
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En Puente Alto, a Roberto le gustaba “tirar la línea”. Se trata de un ritual típicamente “canero”, que consiste en caminar en línea recta, de ida y vuelta, por los minúsculos patios del recinto. Los internos, generalmente conversando en duplas, dan zancadas hasta llegar a una muralla o reja, para luego volver sobre sus propios pasos, hasta alcanzar la muralla contraria, donde reinician el circuito. A través de este mecánico paseo, pueden estirar las piernas y evadirse del encierro por algunos momentos.
Para “El Cabezón”, “tirar la línea” era una de las pocas actividades que podía hacer en las escasas horas de patio que tenía; el resto del tiempo lo encerraban en las torres junto a otros 120 jóvenes.
A él le apasionaba la mecánica. Aunque nunca obtendría la licencia de conducir, su gran sueño era convertirse en el mayor ladrón de autos del país. Para lograr su propósito, durante el amplio tiempo libre que tenía en el SENAME leía sobre mecánica. También, se instruía en nuevas técnicas para delinquir. El traspaso de la información se hacía en rondas de conversaciones con mate, donde la infusión pasaba de mano en mano mientras los internos narraban sus delitos. Una tradición carcelaria denominada “operar la carreta”.
Dentro de la cárcel, los adolescentes se agrupaban como “familias” en las que cada miembro cumplía un rol, desde el jefe hasta el que debía limpiar y lavar las cosas del resto. A esta estructura se le llama “carreta”, y la forma de hacer lazos es a través de delitos similares y de la procedencia de sus integrantes. En la “carreta”, mientras los más curtidos hacían alarde de sus delitos, los demás escuchaban y aprendían para subir de estatus. Todo, a través del “coa”, la jerga de los presos. El lenguaje que Roberto Martínez pulió durante su encierro en Puente Alto.
Más que los modismos, el idioma carcelario tiene mucho que ver con el lenguaje corporal y el uso de las manos. “La comunicación se basa en la mímica: los gestos son más importantes que las palabras”, explica Sergio Ávalos. El que no lo maneja, delata ser nuevo en el sistema, por lo que recibe el trato de los primerizos. Si tiene suerte puede quedar como “perkin”.
Es probable que en Puente Alto también Martínez haya aprendido los nudos que más tarde utilizaría para reducir a sus víctimas, auque ya siendo adulto dijo que esas técnicas las había adquirido en su presunta estadía en el Hospital Roberto del Río.
Martínez era solitario y marcaba distancia frente a sus compañeros, una característica que ostentaría durante toda su trayectoria carcelaria. Entre sus escasos cercanos estaba “El Loco Pato”. No era usual que se integrara a las actividades en grupo, salvo cuando había un mate de por medio. “Operar la carreta” era esencial para amenizar las 16 horas del encierro diario en las barracas.
La rutina en Puente Alto comenzaba a las 8:00 de la mañana. A esa hora, los internos debían estar levantados para “pasar la cuenta”, el conteo matutino que constataba que estuvieran todos. Luego, retornaban a las barracas. Al mediodía almorzaban; tenían media hora para hacerlo. En la tarde salían al patio y, como no había nada que hacer, “tiraban la línea”. Eran las únicas horas de distracción, que aprovechaban para ir al baño y ducharse. A las 17:00 volvían a ser encerrados en la torre hasta el día siguiente. Según “El Loco Pato”, en esos largos encierros nocturnos Martínez escribía.
Las barracas colectivas contaban con unos 30 camarotes. Los colchones eran viejos; las sábanas y frazadas no alcanzaban para todos y las pocas que existían eran comercializadas con los presos adultos, con quienes los menores tenían contacto a menudo. Los recursos fiscales alcanzaban para financiar necesidades básicas como la comida y la enfermería. “No se invertía en otras cosas que los jóvenes necesitaban, y no había quién se hiciera cargo de que los recursos llegaran a ellos”, dice Gloria Gaete, una sicóloga que trabajó en el SENAME para mejorar estas condiciones.
A pesar de que niños y adultos formalmente debían estar separados, las cartas y recados pasaban de un sector a otro a través de un cordel. Además, había instancias en que el contacto era directo: los presos adultos que trabajaban en el penal también lo hacían en el área de menores, donde los niños escuchaban sus historias de delitos. Los adolescentes los admiraban. “Más que compartir con los mayores, lo grave era que los idealizaran y que empezaran a pensar lo malos que debían llegar a ser para asimilarse a ellos”, cuenta Sergio Ávalos.
El sector de menores siempre estaba sucio y la mayoría de los internos tenía piojos. El ambiente estaba impregnado de olor a formalina, un fuerte desinfectante que se aplicaba en baños y pisos. “A mí se me paraban los pelos cuando iba a la cárcel: el olor todavía lo tengo metido en la nariz”, recuerda el antropólogo Víctor Lucero, quien trabajó en el SENAME a comienzos de los 90’.
Muchos niños, especialmente los más vulnerables, no se bañaban en semanas y olían a pestilencias. Era su única arma de defensa contra las violaciones colectivas. Luis Arias, gendarme de la cárcel de Puente Alto en esos años, recuerda que “era bien frecuente que los niños tuvieran sarna, pediculosis, impétigos en la piel y hasta enfermedades venéreas”.
La cocina tampoco era un modelo de pulcritud. “No existía un interés por el cuidado sanitario de los alimentos a la hora de prepararlos, y daba lo mismo si los utensilios que se ocupaban estaban limpios o sucios”, recuerda la sicóloga Gloria Gaete. A pesar de que el penal recibía recursos para preparar carne o algo mínimamente nutritivo, esto rara vez ocurría. “Siempre he dicho, mirándolo duramente, que estos son centros de exterminio del ser humano”, afirma el sacerdote Nicolás Vial, quien conoció de cerca la realidad de Puente Alto durante los 80’ y 90’: en su calidad de capellán nacional de Gendarmería visitaba constantemente el lugar.
Dos veces por semana los internos tenían derecho a recibir visitas. Cuando llegaban esos momentos Martínez pedía un cigarrillo, daba media vuelta y se marchaba del lugar en el que las visitas eran recibidas. Prefería aislarse, que nadie lo viera. Nadie lo fue a ver en los dos años que estuvo detenido en Puente Alto y a él no le gustaba acompañar a los demás en esos encuentros. Pese a que los funcionarios del recinto intentaron contactarse con algún conocido, nadie llegó.
Solo en el patio, “El Cabezón” “tiraba la línea”.
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La adopción de la Convención de los Derechos del Niño en 1990, durante el primer año de la transición democrática, hizo ineludible un cambio radical de las políticas públicas en ese ámbito. Entre otras cosas, la Convención reconocía que niños y adolescentes tenían derechos y que no eran únicamente objetos de protección por parte del Estado. Además, señalaba que es el interés superior del niño, no el de la sociedad, el que debía regir en las medidas que se adoptaran a su respecto68.
Sin embargo, en un primer momento este hito no pasó de ser simbólico. Para el gobierno de Patricio Aylwin (1990-1994) las grandes prioridades eran llevar a cabo exitosamente la transición política y consolidar el sistema democrático. Poner al país al día en la protección de los derechos infantiles, aunque ineludible, debía marchar supeditado a estos dos objetivos principales.
La reforma al modelo tutelar de menores tendría que esperar.
Así lo explica Francisco Cumplido, ministro de justicia de Aylwin: “Preparamos el programa de gobierno basados en los puntos fundamentales en ese momento para el país, y después realizamos todas las acciones concretas que eran necesarias para poder implementar esos puntos”69.
En marzo de 1990, al comenzar el mandato de Patricio Aylwin, los problemas más urgentes para la cartera de justicia eran cuatro: los presos políticos, las violaciones a los derechos humanos, el hacinamiento en las cárceles comunes y la desprotección de los menores infractores.
En relación a los menores, el gobierno se planteó como prioridad la construcción de nuevos centros de resguardo para los niños y jóvenes en condiciones vulnerables. Mientras se implementaban, el SENAME contrató a un grupo de profesionales para crear un programa de rehabilitación que mejorara las condiciones en que vivían los menores privados de libertad en los centros ya existentes.
Entre 1990 y 1993 se llevó a cabo el Programa Nacional de Rehabilitación Conductual (PRONARC), que consistía en la implementación de talleres recreativos, apoyo de profesionales y optimización de recursos para los internos. “Nosotros supervisamos que las camas tuvieran sábanas y que se abrigara el espacio en tiempos de invierno”, señala la sicóloga Gloria Gaete, reclutada para esta iniciativa70.
El plan de intervención del SENAME también abarcaba actividades culturales, artísticas y educativas. “No se pretendía rehabilitar a nadie, sino que tratar de mejorar las condiciones carcelarias y hacer más grata su estadía en la cárcel”, explica Osvaldo Vásquez, en ese entonces sicólogo del organismo71.
Con los talleres súbitamente la sección de menores de Puente Alto se transformó en un centro de exposición. Varios jóvenes habían encontrado una mejor forma de aprovechar las horas libres y por un tiempo dejaron de “tirar la línea” y “operar la carreta”. Estaban descubriendo que también podían matar el rato escribiendo, dibujando y componiendo. Los resultados fueron expuestos en el patio.
“El Tila” era uno de los que más se divertía creando versos como estos:
Esperando buenos días
Y una visita que ha de llegar
No me importan las comidas
Sean buenas, sean malas
Siempre han de estar
Mirando por la reja
Si me vienen a llamar
Prisionero de la verdad72.
Una iniciativa importante fue el proyecto “Tu vida cuenta, cuenta tu vida”, organizado por el SENAME en conjunto con el Ministerio de Educación, dirigido entonces por el ministro Ricardo Lagos. La actividad, iniciada en 1992, involucró a jóvenes reclusos de todo Chile en talleres artísticos orientados al relato autobiográfico. La idea era mostrar a la sociedad que los niños en las cárceles eran iguales a todos los niños y que tenían los mismos derechos. “Queríamos que la gente los mirara desde la perspectiva de sus historias, no de los delitos que habían cometido”, explica la periodista Rebeca Araya, quien por entonces trabajaba en el SENAME73.
Se buscaba también mejorar la alicaída imagen pública del rol del SENAME, que el chileno común asociaba a la cara más temida de la delincuencia juvenil. Los anuncios de construcción de nuevos centros de acogida despertaban invariablemente la oposición de los vecinos de cada lugar seleccionado. En buena medida, “Tu vida cuenta, cuenta tu vida” estaba enfocado a aminorar ese rechazo.
“El Cabezón” prefería pasar sus días solo, leyendo, tocando guitarra o pensando. Sin embargo, mostró un interés inmediato en participar en estas nuevas instancias de recreación. “Hacía artesanías como veleros o cuadros con rosas de madera. Por eso nos separamos, porque a mí esos talleres no me interesaban”, cuenta “El Loco Pato”, su compinche en Puente Alto74.
Martínez nunca había pintado. Pero eso no fue obstáculo para que obtuviera el primer lugar nacional en esa categoría. El dibujo con el que participó era un inquietante autorretrato, donde su rostro de rasgos finos aparecía al centro, enmarcado en un círculo rodeado de ojos, una iglesia, varias tumbas y otras imágenes menos claras, que incluían a un hombre penetrando a otro (ver anexo 2). “[La pintura] tenía un sentido de la proporción sorprendente”, recuerda Rebeca Araya75.
Martínez también ganó premios en los géneros de canción y poesía. Sus inquietudes artísticas llamaron la atención de los funcionarios del SENAME, quienes lo convirtieron en su “niño símbolo”. Si en la dureza de Puente Alto alguien tenía posibilidades de rehabilitación era él, casi no había dudas.
Gracias a estas actividades, Martínez empezó a relacionarse con la gente de la institución, sobre todo con Rebeca Araya y Claudia Moreno, una estudiante de Periodismo que hacía su práctica profesional.
Fue tanto el éxito de “Tu vida cuenta, cuenta tu vida”, que el popular diario La Cuarta auspició la producción de un disco que incluía canciones escritas por los internos. El compositor Mario Rojas estuvo a cargo de la producción, titulada “Canta con toda libertad”. Martínez compuso una balada, “Prisionero de la verdad”, que hablaba de su resignación por estar preso. Fue grabada por los cantantes Soledad Guerrero y Jorge Caraccioli. Cuando se lanzó el cassette, la suya era la primera canción del lado A.
Otros internos de Puente Alto se sumaron. El cantante Pedro Foncea interpretó “Chico Terry”, una cumbia-rap compuesta por el menor interno Omar González. El compositor Keko Yunge cantó “Quiero Ver el Sol”, escrita por el también interno Rodrigo Morales.
Los medios de comunicación destacaron los logros de Martínez, a quien rápidamente catalogaron como “un gran ejemplo de rehabilitación”. La revista Wikén de El Mercurio publicó su autorretrato y una entrevista. “Me gustaría dedicarme a pintar, salir adelante y comunicarme por medio de pocas palabras. Que la pintura hable por mí”, dijo a la publicación76.
También fue entrevistado por el programa Contacto, de Canal 13. Y por la revista Ya, también de El Mercurio. “Si nos hubieran tratado bien desde chicos, hubiéramos ido al colegio; del ciento por ciento, ni el veinte estaría aquí; no habría accidentes y tal vez nos llevaríamos bien con la sociedad”, dijo a la periodista en esa ocasión77.
Uno de los puntos de partida del Programa Nacional de Rehabilitación Conductual (PRONARC) era la evaluación psicológica de todos los internos. Los resultados de Martínez demostraron que tenía un coeficiente intelectual normal brillante, pero también rasgos de personalidad pre-psicopáticos. Según el diagnóstico, poseía características como falta de empatía con el otro y una tendencia a disfrutar con el dolor ajeno.
La sicóloga Gloria Gaete asegura que estos exámenes nunca fueron tomados en cuenta por el sistema. Tampoco llegaron a ser conocidos por la prensa cuando Roberto Martínez fue enarbolado como “símbolo de rehabilitación”. Por lo mismo, nadie reparó en detalles como su fría referencia a la violación de la ciudadana alemana, al ser consultado por la revista Wikén: “Fui el autor del hecho como forma de desahogo. Violar a la persona no fue mi intención y tampoco lo hice”78.
El siquiatra forense de la Universidad de Chile Carlos Téllez, no obstante, afirma que exámenes de este tipo no son concluyentes cuando se aplican a menores. “Antes de los 18 años uno trata de abstenerse de diagnosticar a alguien como sicópata, porque muchas veces quienes tienen estas características en la adolescencia temprana, después se normalizan”, explica este especialista, con más de 25 años de experiencia79.
Un día, “El Cabezón” llegó a la oficina de la sicóloga Gloria Gaete para mostrarle una encuesta que, según él, había hecho entre los internos. En ella concluía que el pasatiempo favorito de los jóvenes era jugar fútbol. La profesional inmediatamente sospechó que el sondeo era un invento, pero prefirió mirarlo en términos positivos: a su juicio, demostraba el interés de Roberto por participar en cualquier actividad que se le pusiera enfrente.
Martínez también fue un entusiasta participante en la obra de teatro presentada para la inauguración de una nueva dependencia en el penal. Dirigida por el profesor de teatro Nelson Rojas, la obra hablaba de la vida en la cárcel. Al acto asistieron el ministro de Justicia, Francisco Cumplido, el capellán de Gendarmería, sacerdote Nicolás Vial, y el entonces senador de Renovación Nacional y precandidato presidencial, Sebastián Piñera, quien llegó acompañado de su esposa, Cecilia Morel (ver anexos 3, 4, 5 y 6).
El evento fue transmitido en vivo por Extra Jóvenes, el popular programa juvenil del entonces Canal 11. Entre los periodistas que cubrieron la noticia estaba un joven con sweater con rombos de nombre Rafael Araneda, quien más tarde se convertiría en un cotizado animador de TV.
“El Cabezón” estuvo a cargo de uno de los discursos, donde hizo referencia a cómo la sociedad veía a los jóvenes como él: “Si ustedes van a ver a los chinos en China no les critican su vida, ustedes tratan de aprender de ellos porque son así, y si los chinos comen gatos o les parecen sucios, los chinos son chinos en China, y ustedes no entienden que nosotros somos chinos en este país, vivimos de otra manera, tienen que entenderlo” (anexo 7)80.
Durante todo el tiempo que permaneció en el centro penitenciario de Puente Alto, Martínez pensó que su padre lo iría a buscar. “El Loco Pato” recuerda que cuando llegaba el día del Padre o de la Madre su amigo se cortaba los brazos y se aislaba todavía más del resto.
Pese a que su padre nunca lo fue a ver, jamás perdió la esperanza. A sus compañeros de encierro les decía que era obvio que debía estar muy ocupado, pero que ya llegaría. Que cuando menos se lo imaginara se iba a aparecer.
Tiempo después, cuando “El Cabezón” salió de la cárcel, iba a menudo a visitar a su padre al negocio de relojes que tenía en Plaza de Armas. Todo indica que el hombre nunca le prestó una gran atención. De todos los momentos que se conocen de la vida de “El Cabezón”, uno de los pocos en que el relojero mostró inquietud por él fue cuando tenía cuatro años.
Cuando lo mandó a Reumén.
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“Estoy conociendo,
gente amistosa y amable,
gentil y amigable
por ellos voy ganando”Fragmento de un poema escrito por Roberto Martínez Vásquez el 26 de agosto de 1993, cuando tenía 17 años.
Además de “niño símbolo”, Roberto Martínez Vásquez –también nombrado por sus cercanos como “José”– era el orgullo de quienes trabajaron en el SENAME en esa época. La periodista Rebeca Araya sentía un entrañable cariño por el joven, a lo que él correspondía mostrando respeto. Nunca la tuteaba y frente a ella usaba un lenguaje comedido.
Bajo su responsabilidad, la periodista empezó a gestionar su salida de la cárcel. Luego de varios intentos lo consiguió.
El día en que por fin lo soltaron, “El Cabezón” quedó solo en la puerta del penal, sin dinero para llamar por teléfono ni movilizarse. Eran pasadas las 19:00 horas y nadie lo había ido a buscar. La periodista del SENAME solo se enteró horas más tarde, cuando un teniente de Gendarmería le informó. Fue rápidamente a buscarlo. La profesional estaba indignada: si el muchacho cometía la torpeza de asaltar a alguien para conseguir dinero y tomar locomoción, nuevamente caería preso. Su personal preocupación por rehabilitarlo no habría valido de nada.
Pregunté: “¿Y nosotros como SENAME, qué responsabilidad tenemos si pasa eso?” Me respondieron: “ninguna, no es problema nuestro”.
Araya no logró dar esa noche con el paradero de Martínez.
A los tres días en libertad lo arrestaron por cometer un robo menor. Junto con su secretaria, la periodista fue a buscarlo y consiguió que lo liberaran. Martínez les dio las gracias. Araya no estaba para sentimentalismos. Lo retó a garabato limpio.
–Señorita Rebeca, no me trate así, no es femenino –retrucó con sorna “El Cabezón”81.
Roberto Martínez estaba nuevamente en libertad. Partía literalmente de cero. Necesitaba con urgencia que alguien le diera una mano. Araya no solo gestionó su salida. También lo llevó a vivir con ella los sábados y domingos, y durante la semana lo acogería en su casa la periodista Claudia Moreno, quien estaba haciendo su práctica en el SENAME.
Antes de entrar a la casa de cada una de ellas “El Cabezón” se sacaba las zapatillas y las dejaba afuera, al lado de la puerta. Era parte de los hábitos carcelarios aprendidos en Puente Alto. Al principio no le gustaba bañarse. Comía con la boca abierta, sin utilizar bien los cubiertos, y a la pareja de Rebeca le decía “macabeo” por lavar los platos y colaborar con los quehaceres hogareños. Para el muchacho esa no era una tarea de hombres.
–¡Chiiiiisss… cómo te tienen! –le lanzaba en tono sarcástico cuando lo veía fregando loza.
Durante el tiempo en que vivió con la encargada de comunicaciones del SENAME, su machismo y hábitos carcelarios fueron cambiando de a poco. Empezó a ayudar en el orden de la casa, aprendió a comer con la boca cerrada y a usar los cubiertos. Bañarse pasó a ser parte de su rutina. También se interesó en temas gastronómicos, especialmente en la enología. Conocer sobre los diferentes tipos de vinos y sus cosechas era su nuevo pasatiempo.
Martínez encontró un nuevo modelo a seguir en la pareja de Rebeca, un hombre de unos 40 años, conservador en su estilo de vida y que disfrutaba de la buena ropa. Al principio la relación entre ellos fue tirante; no concordaban en nada. Mientras Martínez lo consideraba un “mandoneado” por Rebeca, el hombre creía que estaba tratando con un delincuente sin vuelta.
Ni siquiera en el gusto por el cine llegaban a consenso. Martínez se jactaba que lo suyo eran las películas de directores de la talla de Stanley Kubrick y Alfred Hitchcock, como “El Resplandor” y “Los Pájaros”. Pero lejos sus predilectas eran las cintas de artes marciales protagonizadas por su actor favorito, Bruce Lee. La pareja de Rebeca prefería las comedias. Cada vez que iban a un videoclub para arrendar una cinta, discutían. Sin embargo, con el tiempo se tomaron cariño y confianza. Incluso disfrutaban de la vida familiar que tenían los fines de semana. Un día Martínez le pidió que le enseñara a hacer un nudo de corbata. Aprendió a hacer tres distintos. Después quiso copiarle la forma de vestir, usando las mismas camisas Oxford. A lo que nunca el hombre accedió fue a enseñarle a conducir. Estaba seguro que era parte de su alardeado plan para convertirse en un reputado ladrón de autos.
En la semana Martínez volvía a la casa de Claudia Moreno. Si por Rebeca Araya sentía respeto y admiración, con Claudia era sutilmente coqueto, aunque nunca con insinuaciones directas. Antes que en las mujeres, en su nueva vida estaba preocupado por aprender computación, “para poder robar cajeros automáticos”, decía, según relata Araya.
Cuando Araya impartía clases fuera del SENAME, él la iba a buscar. A veces incluso entraba a la sala como oyente. También leía sus textos de trabajo. Le criticaba la repetición de palabras, pero le gustaba su forma de redactar. El joven le decía que quería terminar la educación media con exámenes libres y hacer proyectos igual a los que ella escribía.
La vivienda de la periodista quedaba en la calle Chucre Manzur, en pleno barrio Bellavista, conocido por su bohemia y su cercanía con el cerro San Cristóbal. Los domingos el joven disfrutaba recorriendo el cerro por las tardes y haciendo sobremesa después del almuerzo. En esas largas conversaciones tomaba agua tónica –su bebida preferida– y fumaba cigarrillos Viceroy imitando modos elegantes.
Uno de sus temas favoritos era la política. Martínez se declaraba simpatizante de la derecha. Aunque se identificaba con la UDI, decía que su político favorito era Andrés Allamand, entonces una de las figuras en ascenso de Renovación Nacional, el principal partido opositor.
En eso disentía profundamente con Rebeca, quien se declaraba de izquierda.
–La vida no es como usted se la imagina, señorita Rebeca. Usted es muy confiada –le aconsejaba.
Roberto leía de todo. Hojeaba hasta lo que decían las cajas de fósforos. Todo le parecía importante y tenía muy buena memoria. La música era otra de sus pasiones. El grupo inglés de heavy metal Iron Maiden estaba entre sus bandas de culto.
Inevitablemente, Araya y Martínez generaron una relación de madre e hijo. Incluso, ella pensó en adoptarlo. Lo consultó con un amigo siquiatra, quien le hizo un diagnóstico lapidario.
Le dijo que el joven tenía rasgos psicopáticos severos.
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Rebeca Araya quería ayudarlo a que se integrara a la sociedad, que consiguiera un trabajo, que empezara a pensar en su futuro. Un deseo que la periodista ya le había planteado cuando aún estaba detenido en Puente Alto.
Martínez no era tan optimista.
–¿Sabe, doña Rebeca? –le dijo cierta vez–, ustedes llegaron a la cárcel y fue como si alguien arriba de una muralla bien alta nos hubiese tirado unas cuerdas para que subiéramos. Al final, algunos nos arriesgamos y lo hicimos. Pero cuando llegamos arriba cachamos que no había nada para nosotros al otro lado.
A pesar de este desaliento, la periodista insistió en apostar por su rehabilitación. Cuando ya estaba libre le propuso ganarse unos pesos como junior en la sección donde ella trabajaba en el SENAME. “El Cabezón” aceptó.
Las oficinas estaban ubicadas en la calle Pedro De Valdivia, a dos cuadras del Estadio Nacional, en plena comuna de Ñuñoa. El primer día que llegó, Roberto quedó impactado con el procesador de texto del computador de Elizabeth, la secretaria de Araya. La mujer aún no sabía cómo usarlo. Roberto decidió no ir a almorzar e investigar el programa. Cuando la periodista y su asistente volvieron de la colación, lo manejaba sin problemas82.
El muchacho era un muy buen observador. Reparaba en detalles que para el común de la gente eran imperceptibles. Un día le señaló a Rebeca que uno de los empleados tenía siempre las uñas sucias y mal cortadas. En otra ocasión, mientras Araya se encontraba ocupada con su trabajo, le hizo un análisis de cada uno de los dependientes: cómo eran, qué motivaciones tenían y qué opinaban acerca de ella. “Lo que yo me había demorado en descubrir en todo el tiempo que los conocía, él lo hizo en unos días. Y eso que algunos eran mis amigos”, recuerda la periodista83.
Con el tiempo, la relación de Martínez con los funcionarios del SENAME se fue estrechando. Además de las periodistas Rebeca Araya y Claudia Moreno, su círculo en la oficina lo integraban la secretaria Elizabeth, los sicólogos Gloria Gaete y Osvaldo Vásquez, y el profesor de filosofía Cristián Ponce. Con este último jugaba a practicar karate, intentando imitar los movimientos de su ídolo, Bruce Lee.
Sus nuevos amigos se reían cuando el muchacho los imitaba. Se asombraban por su agudeza y afán de superación. Estaban siempre pendientes de lo que hacía, para que no reincidiera en el delito. Una vez que ganó sus primeros sueldos, lo incentivaron a que sacara una libreta de ahorros para que juntara dinero y se comprara una cama. “José no era solo mi niñito: fue el niñito de nuestra oficina”, comenta Rebeca Araya.
Como nunca, Martínez se sentía feliz. Luego de su paso por la José María Caro, Reumén y la cárcel de Puente Alto, por primera vez sentía que lo trataban con afecto. Que importaba. En un escrito personal fechado el 26 de agosto de 1993, escribió:
“Estoy conociendo
gente amistosa y amable,
gentil y amigable,
Por ellos voy ganando.
Estoy conociendo,
la dicha del trabajo,
para mi destino un atajo,
mi vida contento.
Realmente no lo soñé
Encontrar tales respuestas
Jamás me lo imaginé
Se me están abriendo puertas
Estoy conociendo
la parte buena de mi vida
la que me entregará alegría
y me hará vivir contento”(ver original en anexo 8)
Pero el resto de los dependientes, aquellos que no integraban su círculo de nuevos amigos, nunca se acostumbró a tener a un ex presidiario cerca. “Justamente porque sabíamos que lo molestaban y agredían mucho, todos andábamos muy pendientes de él”, recuerda Araya.
A la hora de almuerzo, Araya y sus amigos comían en la misma mesa con él, no así los otros empleados. Cada vez que algo de valor se perdía, los que desconfiaban de Roberto lo señalaban como el seguro culpable. Al muchacho eso lo enojaba y entristecía.
–Por mi culpa se va a quedar sin pega. Usted no sabe lo que está haciendo conmigo, tiene que ser más cuidadosa –le dijo Martínez a su protectora, luego de que lo acusaran de robar una cartera.
Los rumores acerca de una posible relación sentimental entre ambos no tardaron en surgir. Cierta vez, a fines de febrero de 1994, la periodista tuvo que viajar por un motín que había estallado en un centro del SENAME en la Cuarta Región. Su primera reacción fue llevar a Roberto, para mantenerlo vigilado. Pero cuando se enteró de las habladurías prefirió dejarlo en Santiago.
–Tú te quedas acá a cargo de la Elizabeth y de la oficina. Me tienes que reportar e informar de todo lo que esté pasando –le dijo en su despedida.
Le prometió que a su regreso buscarían un lugar para que viviera de forma independiente, y que también averiguarían la manera de que siguiera completando sus estudios. Una vez terminada su enseñanza media, el muchacho se mostró muy interesado en tomar cursos de computación.
Martínez le regaló una pequeña foto de su infancia, para él una especie de talismán que llevaba siempre consigo en la planta de sus zapatillas. Era una imagen recortada donde aparece a los dos años, mirando a la cámara con el rostro triste y vestido de azul. Al reverso le escribió una dedicatoria con un lápiz pasta:
“Srta. Rebeca Araya:
Agradesco enormemente este cariño que siente por mi (sic).
Ahora siento que me a devuelto mi niñez y por ello le doy uno de mis pocos recuerdos de ella (sic).
Quien le quiere.
José”.(ver anexos 9 y 10)
Esa fue la última vez que se vieron.
Sin Rebeca Araya, el trabajo en la oficina se hizo menos grato para Roberto. Tanto, que acabó por cansarse de la hostilidad de los otros empleados. Un día simplemente decidió dejar botadas sus labores de junior y marcharse.
Sólo regresó a su lugar de trabajo el día en que se suponía que la periodista debía retornar del norte. Pero el guardia de la institución no lo dejó entrar. A raíz del motín, la profesional había retrasado su vuelta a Santiago y no le había avisado a Roberto. La discusión con el guardia subió de tono. Enojado, Martínez se marchó.
A los pocos días salió publicada en la prensa la noticia de un violento asalto que había dejado a un ejecutivo malherido, en uno de los sectores más acomodados de Santiago. Uno de los asaltantes había sido detenido luego de una persecución policial. El delincuente estaba a punto de cumplir 18 años.
Estando en La Serena, Rebeca abrió un diario y supo que se trataba de Roberto.
* * * * * *
Días después de abandonar su labor en el SENAME, Roberto había salido a tomar unas cervezas con dos amigos a un local de la calle Bandera, en el centro de Santiago. Ya no trabajaba en el SENAME y no había tenido noticias de Rebeca Araya. Fue en esa reunión que sus amigos le comentaron sobre una casa ubicada en el barrio de Lo Curro, en la comuna de Vitacura, donde según ellos era fácil robar. Entre el alcohol y los “monos” de pasta base, la decisión unánime fue actuar esa misma noche.
Era el 7 de marzo de 1994.
Para ese entonces Patricio Aylwin cumplía con sus últimos días como Presidente de la República y el país estaba en su máximo esplendor económico. Chile llevaba tres años consecutivos con un crecimiento sobre el 7% del PIB84. Los índices de pobreza se habían reducido de un 45% a fines de los 80’, a un 27,7% en 199485.
Roberto Martínez también cumplía una personalísima cuenta regresiva: estaba a poco más de un mes de cumplir 18 años. Si volvía a delinquir era muy probable que pasara a ser juzgado como adulto.
En el centro de Santiago, el grupo de amigos tomó un microbús y cruzó la ciudad para llegar a la casa ubicada en Vitacura. Era cerca de la una de la madrugada cuando avistaron su objetivo.
La vivienda pertenecía a un ex gerente del diario El Mercurio, quien a esa hora dormía junto a su esposa en el dormitorio. En el otro extremo de la casa descansaba la empleada doméstica y su pequeña hija. Sin mayor dificultad, los jóvenes saltaron la reja de acceso y atravesaron los 100 metros de jardín. Los perros del dueño de casa no ladraron. La casa estaba en completo silencio86.
Martínez tuvo que contorsionarse para entrar por la pequeña ventana abierta de uno de los baños. Ya en el interior, les abrió la puerta a sus amigos. Nadie se había percatado que tres extraños habían ingresado al inmueble.
La dueña de casa se despertó primero. Alertada por los ruidos, se levantó y fue a ver qué ocurría. Roberto la atrapó, pero no logró evitar que la mujer gritara. El esposo se despertó. Cuando el hombre se estaba levantando un desconocido le cayó encima y le clavó un cuchillo entre el cuello y el hombro. El agresor era Roberto Martínez.
Los cónyuges fueron reducidos y amarrados en la habitación matrimonial. Luego de una infructuosa búsqueda, “El Cabezón” optó por desatar a la mujer, para obligarla a recolectar sus objetos de valor para la banda. Bajo amenazas, la mujer le entregó un abrigo de visón, artículos de platería y el poco dinero en efectivo que había. Martínez guardó todo en una bolsa. Completamente drogado, subía y bajaba en intensidad su violencia, siempre ordenándole a la mujer qué hacer.
Luego de recorrer toda la casa, volvió a la habitación matrimonial, donde el esposo yacía sobre la cama, desangrándose.
Tranquilamente, Martínez hojeó un libro que había sobre uno de los veladores.
–Ah, tú estás leyendo a Stefan Zweig –le comentó al ex gerente de El Mercurio87.
Fallecido en 1942, Zweig es uno de los más grandes escritores europeos de la primera mitad del siglo XX; sus novelas y biografías históricas se han traducido a más de 50 idiomas. Sin embargo, su obra no era ampliamente conocida en Chile, mucho menos en los círculos en los que Martínez se movía.
Como era su costumbre, Roberto estaba alardeando.
Luego de revisar las repisas de libros que el matrimonio tenía en el dormitorio principal, Martínez siguió interactuando con sus víctimas. Con comentarios absolutamente fuera de lugar y que pretendían pasar por eruditos, el muchacho parecía disfrutar de su total control de las circunstancias, haciendo caso omiso a las súplicas de sus víctimas, una de las cuales estaba gravemente herida.
A diferencia de un asaltante común, que comete el delito y huye, Martínez parecía tener todo el tiempo del mundo. No seguía ningún patrón lógico. En un momento discurseaba sobre las injusticias sociales. En otro, encendía un cigarrillo y se servía licor del dueño de casa. Cuando siguió inspeccionando las demás habitaciones, encontró un revólver. Apuntó en la sien al hombre y se quedó en silencio. Estuvo mirándolo durante 15 minutos, sin ninguna expresión en el rostro.
Quince minutos apuntando, sin decir ni una palabra.
Luego de largo rato de intenso miedo, el desesperado hombre se armó de valor y lo desafío a que lo matara de una vez.
Solo entonces, satisfecho, el joven bajó el arma.
Entre los tres asaltantes hicieron un paquete con los objetos robados y tomaron las llaves del mejor auto que había en la casa, un Station Wagon. Martínez encendió el motor, pero como no sabía manejar, ni menos conocía un auto automático, no pudo moverlo. Se bajó, volvió a la casa y le preguntó al dueño cómo se ocupaba la reversa. Luego de escuchar la explicación, volvió al estacionamiento tratando de memorizar las instrucciones. Martínez se subió, encendió el motor y puso reversa. Los delincuentes se marcharon del lugar.
Habían pasado dos horas desde que Martínez había entrado por la ventana del baño.
Mientras los atacantes escapaban, la pareja buscaba la manera de liberarse. El dueño de casa –quien seguía amarrado de pies y manos– se tiró al suelo desde la cama y cruzó su hogar arrastrándose de espalda. Logró llegar al dormitorio de servicio, donde la empleada de la casa seguía durmiendo junto a su hija. Solo entonces la sirvienta se enteró que sus patrones acababan de vivir una pesadilla.
“El Cabezón” fue el único de los asaltantes que interactuó con sus víctimas. Ni el gerente de El Mercurio ni su mujer vieron a los otros dos sujetos. Recién se percataron de que eran más cuando notaron que en la cocina había varios platos y vasos sucios.
Los delincuentes querían reducir las especies rápidamente. Martínez se quedó con el auto y decidió viajar a Los Andes, para comprar droga. El trayecto lo hizo por un camino paralelo a la Ruta 5 Norte; sabía que Carabineros podía estar alertado del asalto. Pero su inexperiencia al volante lo traicionó. Antes de llegar a la altura de Til Til se volcó. Quedó ileso. Un hacendado del lugar trató de ayudarlo. Martínez lo apuntó con el mismo revólver con el que había amenazado a su víctima. Disparó a mansalva. El hombre cayó.
Roberto corrió hasta la carretera y tomó un bus en dirección al norte.
Milagrosamente, el hacendado quedó herido de levedad. No solo alertó a Carabineros. Además, puso a disposición de la policía su camioneta, mucho más rápida que la patrulla policial. A esas alturas, los efectivos tenían claro que perseguían a uno de los autores del asalto en Lo Curro. Un hombre peligroso, de rasgos sádicos.
Antes de llegar a Llay Llay, 90 kilómetros al norte de Santiago, los policías lograron interceptar el bus. Martínez iba en el último asiento. A pesar de que intentó disimular mirando por la ventana, fue inmediatamente reducido y apresado.
“El Cabezón” quedó detenido en el Centro de Detención Preventiva Santiago Sur, en Avenida Pedro Montt, el penal más antiguo y grande en funcionamiento por entonces en Chile, mejor conocido como la ex Penitenciaria88. Por su edad y la gravedad de sus delitos, no tenía ninguna posibilidad de volver a un centro de menores.
Pero para la periodista Rebeca Araya Roberto seguía siendo “su niñito”. A su regreso a Santiago se enteró de la hostilidad que el joven había recibido en la oficina durante su ausencia. Se sentía una estafadora: le había prometido a él y a varios otros niños que era posible rehabilitarse. Creía que Roberto iba tan bien encaminado. Hasta que en un momento crucial ella y la propia institución donde trabajaba, la misma que debía velar porque esa promesa de rehabilitación tuviera sustento, le habían cerrado las puertas.
Absolutamente desilusionada con el SENAME, decidió renunciar. “[Roberto] estaba a punto de cumplir la mayoría de edad, con lo que salía del régimen de menores y pasaba al de adultos. Yo sabía que si a los 18 entraba a la cárcel, ya no había nada que hacer. Habíamos perdido la pelea”, explicaría años después89.
Un par de veces se propuso ir a visitar a Roberto a la ex Penitenciaría. Incluso, estuvo largo rato con su vehículo estacionado en la puerta del penal, sin saber que hacer. Pero la culpa fue más grande. Nunca se atrevió a entrar90.
Quien no trepidó fue el ex gerente de El Mercurio. Para él y su familia, Martínez era un delincuente peligroso, el responsable de haber convertido un asalto a su casa en una de las peores pesadillas de su vida. El hombre siguió con el juicio hasta el final, participando en el reconocimiento y luego en un comparendo donde estuvo nuevamente frente a Martínez. Durante todo el proceso, el detenido negó los hechos.
Mientras Martínez estaba detenido en la ex Penitenciaría, esperando el resultado del proceso, conoció al padre Nicolás Vial, un sacerdote jesuita que desde 1992 ejercía como capellán de Gendarmería, cuya misión era guiar espiritualmente a los reclusos y ayudarlos a romper el círculo de la delincuencia91. El sacerdote, alto y de barba tupida, tenía 38 años y estaba empeñado en que la sociedad reconociera como seres humanos a los reclusos de las cárceles.
En su primer encuentro, Martínez le pidió que conversaran en privado. No quería confesarse, pero sí contar lo que le estaba pasando. Varios años después, el sacerdote recordaba perfectamente esa conversación: “Él sabía que tenía problemas, que poseía esta dificultad para vivir en comunidad, pero a la vez sentía que le faltaba la fuerza para salir adelante. No tenía apoyo para poder crecer: ni familia, ni institución, ni una amistad fuerte. Nada. Menos estando en la cárcel, ya que ahí en vez de ayudar a los jóvenes a salir adelante, lo único que hacen es aplastar y enterrar a tipos como él”92.
Al verlo tan desanimado, el padre Vial le ofreció su amistad, la cual Roberto aceptó.
Cada vez que lo iba a ver, el capellán y Martínez conversaban, especialmente de música. A Martínez le gustaba tocar guitarra. A instancias del sacerdote, empezó a participar en la pastoral de la ex Penitenciaría, donde cantaba canciones religiosas. El padre aprovechó su interés y un domingo lo llevó a misa. Pronto, Martínez se instaló en el coro de la iglesia junto a su guitarra. Vial notó que la música era una veta inexplorada en él. “Lástima no haberle descubierto antes esta faceta. Lo hubiésemos sabido llevar. Ahí falló el SENAME, que tampoco supo dar con sus problemas. Él pasó por el sistema y fracasó. El hecho de que haya estado en el SENAME antes de todos los delitos que cometió es porque el sistema nunca funcionó”, diría años después el religioso93.
En algún momento de su paso por la sección de menores de la cárcel de Puente Alto, Roberto Martínez había pensado en dedicarse a la pintura. Así al menos lo creyó en 1992, cuando obtuvo el primer lugar nacional en un concurso de esa categoría. O a la música, pues también obtuvo una mención en ese género y su canción fue grabada para una producción que salió a la venta. Lo mismo habían pensado Rodrigo Morales y Omar González, otros menores como él que estaban en ese recinto y que grabaron sus propios temas para la misma iniciativa.
Rodrigo Morales, el autor de la canción “Quiero ver el sol”, moriría en una balacera en 1997. Años después de dejar Puente Alto, Omar González, quien había escrito la cumbia-rap “Chico Terry”, caería preso por robo con intimidación en la cárcel de Colina II. Y Roberto Martínez, el que más despuntaba como promesa, ahora cumplía una condena de cinco años y un día en el penal de Colina I.
Varias cifras avalan que la sección de menores de Puente Alto y otros centros de reclusión para adolescentes marcaron a toda una generación de jóvenes infractores durante los 80’ y la primera mitad de los 90’. De acuerdo con un informe de la Comisión de Seguridad Ciudadana del Ministerio del Interior, el 30% de los procesados y el 62,3% de los condenados de edades entre 18 y 26 años había ingresado antes a la red del SENAME94.
Según el sacerdote Rafael Ramírez, quien en 2009 llevaba varios años como capellán de Colina I y II, muchos de los presos con los que se encuentra a diario en ambas cárceles pasaron por lo mismo. “Roberto Martínez es un símbolo de toda una realidad que existe en Chile hace harto tiempo”, acota95.
“El caso de Roberto es la consecuencia de una política criminal que se aplicó durante esa época, que consideraba a los niños como un problema de seguridad ciudadana”, afirma por su parte la ex directora del SENAME Oriana Sanzi96.
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El mismo año que Roberto Martínez comenzó a ser procesado como adulto, entró en vigencia una legislación que pretendía terminar con la presencia de menores de 16 años en los recintos penitenciarios, por ser inimputables. Si bien esta iniciativa era un gran avance en el ámbito de los derechos de los menores de edad en conflicto con la justicia, al menos para él era demasiado tarde.
La iniciativa comenzó a gestarse bajo la administración del nuevo gobernante, el democratacristiano Eduardo Frei Ruiz-Tagle, quien asumió en marzo de 1994. Recién designada, su ministra de justicia, la también democratacristiana Soledad Alvear, fue testigo de la realidad de los menores en las cárceles. “La primera vez fue en una cárcel en Concepción, cuando en la sala de los gendarmes había dos niñas pequeñas, de seis u ocho años. Fue brutal y me causó una impresión enorme. Después, vi una situación similar con otra chiquitita”, señala97.
Con estos antecedentes, en su primer año el gobierno de Frei desarrolló un proyecto de ley para erradicar a los menores de los centros a cargo de Gendarmería. Con esta nueva normativa, los recintos penitenciarios no podían recibirlos, ni los jueces derivarlos a esos lugares. Los adolescentes debían ir a centros especializados, exclusivos para ellos. La idea era terminar con la escuela de la delincuencia.
El proyecto fue aprobado por el Congreso y promulgado ese mismo año. Pero la nueva legislación requería de importantes inversiones en infraestructura y personal: debían crearse los centros especializados. En caso de que esto no fuera posible, era fundamental tener espacios segmentados. La idea era no contaminar a los menores sin compromiso delictual. “No es lo mismo que un niño esté en un hogar por maltrato infantil, o porque lo encontraron vagando, que por haber infringido la ley”, comenta Soledad Alvear98.
Pero dicha erradicación nunca funcionó como estaba planeada. En 1994, los niños que se encontraban en la cárcel de Puente Alto fueron llevados a la ex Penitenciaría de Santiago, para luego ser trasladados al Centro de Orientación Femenina (COF). Todo esto, mientras se esperaba que estuviera listo Tiempo Joven, el centro que debía recibir definitivamente a los menores en el sector sur de la capital.
Tiempo Joven se inauguró a comienzos de 1995. Partió bajo la dirección del profesor Sergio Ávalos, el mismo profesional que durante años estuvo dedicado a rescatar menores de las cárceles a través del Hogar de Cristo. La idea original de Ávalos era llevar a Tiempo Joven a muchachos que nunca hubiesen pasado por cárceles de adultos, para hacer más viable su rehabilitación y evitar la contaminación con los antiguos. “Pero al final nos trajeron a todos”, recuerda Ávalos99.
Los hechos le darían la razón, cuando el mal comportamiento de algunos internos obligó a los jueces a devolver a las cárceles a todos los mayores de 16 años declarados con discernimiento, que en la mayoría de los casos eran los con mayor compromiso delictual.
A pesar de que la iniciativa no fue completamente eficaz, tras la promulgación de la Ley de Erradicación de Menores el número de niños dentro de las cárceles disminuyó ostensiblemente. Antes de su creación, había cerca de seis mil jóvenes en recintos de Gendarmería. Al año siguiente, 1995, el número bajó a 2.459, pero en 2001 volvió a subir a 4.008 menores. Sin embargo, para marzo de 2005 eran solo 37 los adolescentes recluidos en la cárcel de Puente Alto100.
Recién en junio de 2007, bajo la administración de la Presidenta Michelle Bachelet, comenzaría a regir en Chile la nueva Ley de Responsabilidad Penal Juvenil, con la cual los adolescentes mayores de 14 años se transformaron en responsables judicialmente de su comportamiento. Desde ese momento, ya no sería un juez el que definiría si los menores tienen o no discernimiento, ya que la incógnita vendría dilucidada de antemano por la ley. Sin embargo, sobre ellos se aplicarían penas diferentes a las aplicables a los adultos, tales como la libertad asistida, el servicio comunitario y la reclusión en recintos cerrados y semi-cerrados.
La entrada en vigencia de la Ley de Responsabilidad Penal Juvenil acabó con los resabios del sistema tutelar de menores contenido en la Ley de Menores de 1928, el cuerpo legal que, salvo un par de modificaciones, regía desde hacía 80 años en Chile. El sistema tutelar daba el mismo tratamiento a los niños que inflingían la ley y a los que se encontraban en situación irregular o de abandono. En buena parte gracias a sus deficiencias, individuos como Roberto Martínez habían emprendido en los centros del SENAME su camino sin retorno a la delincuencia.
A dos años de la promulgación de la nueva normativa, sin embargo, en los noticiarios y las portadas de los diarios seguían apareciendo menores cometiendo delitos y con prontuarios cada vez más abultados. Incluso, su edad era cada vez menor. Un ejemplo fue el mediático caso de Cristóbal, el menor de solo 10 años conocido por la prensa como “El Cisarro”. En julio de 2009 Cristóbal fue detenido junto a otros menores a bordo de un auto robado en la comuna de Peñalolén. No era la primera vez que lo capturaban ni que acaparaba la atención mediática: en octubre de 2008 se había hecho conocido como uno de los delincuentes más pequeños del país, tras protagonizar dos violentos asaltos en el sector oriente de la capital. Para mediados de 2009 su prontuario contemplaba más de 15 delitos.
Mientras las autoridades del gobierno de Michelle Bachelet analizaban cómo solucionar el problema de los menores infractores, el senador RN Alberto Espina, experto en la materia, señalaba que el problema no estaba en la nueva legislación, sino que en los medios para ponerla en práctica. “La infraestructura es absolutamente insuficiente, inhóspita y agresiva. No hay agua caliente ni calefacción, hasta los colchones están mojados. Es una cosa inconcebible, y todo esto a pesar de que cuando esta ley se promulgó, el gobierno prometió en dos oportunidades que estarían todos los recursos y condiciones para que funcionara adecuadamente. Tanto en el gobierno de Ricardo Lagos, como en el de Michelle Bachelet, hay un incumplimiento flagrante a los compromisos asumidos para el funcionamiento de esta ley”, afirma el parlamentario101.
A causa del bullado caso del “Cisarro”, a principios de agosto de 2009, el ministro de justicia Carlos Maldonado anunció que el Servicio Nacional de Menores (SENAME), sería dividido. “El proyecto contempla la creación de dos nuevos servicios, un Servicio Nacional de Derechos de niños y niñas adolescentes y un Servicio de Responsabilidad Penal adolescente que reemplazarían a lo que hoy hace el SENAME”, anunció el ministro102.
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Roberto Martínez estuvo dos años, entre 1994 y 1996, en la ex Penitenciaría de Santiago a la espera de su condena por el robo con violencia que cometió en la casa de Lo Curro. La pena fue de cinco años de presidio menor en su grado máximo.
Era la primera vez que recibía una sentencia como adulto. Sería también la última.
Tras recibir el fallo, fue trasladado para cumplir su sentencia al penal de Colina I, 30 kilómetros al norte de Santiago.
Colina I y el penal de máxima seguridad, Colina II, estaban separadas solo por unos metros. En comparación con este último, el recinto al que llegó Martínez era una cárcel relativamente tranquila y poco conflictiva. Tenía espacios amplios, con una superficie total de 21,3 hectáreas. Había un patio central y seis torres para los internos pintadas color crema. Desde fines de 1995 Colina I contaba con un sector laboral, donde los reclusos podían desarrollar alguna actividad productiva remunerada103.
Los internos que trabajaban vivían en las dos primeras torres. Las otras cuatro construcciones eran destinadas a la población penal general, usualmente en la lista de espera para algún cupo entre los privilegiados. La rivalidad entre quienes habían conseguido el beneficio y los que esperaban era palpable. No obstante, los roces raramente alcanzaban la violencia de Colina II, el recinto vecino, donde llegaban los internos castigados, altamente conflictivos, sin posibilidad de beneficios.
Colina I era lo más cercano a una cárcel modelo, la “joyita” de Gendarmería. Para ese entonces, era la única unidad de tratamiento en la Región Metropolitana con posibilidades de intervención psicosocial por parte de especialistas, para romper el compromiso delictual de los internos. Entre su población, que para 2009 llegaba a 1.300 hombres, incluso se permitía que los reos con buena conducta trabajaran en negocios propios.
Colina I tenía cancha de fútbol, gimnasio y hasta una granja de animales. Los fines de semana a menudo el ambiente era invadido por el olor a asado, cuando familiares y amigos visitaban y compartían con los internos en el patio central, donde se ubicaban tiendas improvisadas, cubiertas con sábanas y plásticos. Muy cerca de las carpas había una pequeña piscina de cemento, y a unos metros una virgen con pequeñas bancas que simulaban un altar.
Los reos recibían una comida aceptable. Luego de ducharse a las 7:00 de la mañana y presentarse en la cuenta, eran desencerrados a las 10:00 para tomar desayuno: tres panes diarios con acompañamiento, más té o café. El almuerzo era autoservicio.
Otra ventaja eran las visitas conyugales, que se realizaban en las torres.
Para los internos con buena conducta llegar a Colina I era un premio. Los mismos reos decían que, comparado con su vecina, Colina I era una “taza de leche”.
Martínez aprovechó rápidamente esas ventajas. Ingresó a talleres de guitarra y literatura. También, se encontró con viejos conocidos de Puente Alto.
Pero Colina I seguía siendo una cárcel, con reglas y jerarquías no escritas. Las mismas reglas y jerarquías de Puente Alto, pero ahora en un penal de adultos. “El Cabezón” ya no estaba en condiciones de ejercer el liderazgo de antaño.
Apenas llegó, Roberto Martínez lo hizo en calidad de “perkin”.
“Me tocaba hacer aseo y lavado de ropa. No me dejaban cocinar, aunque tampoco me gustaba. Sufrí agresiones sexuales […] todos abusaban de mí”, señalaría años después el propio Martínez104.
“Para los demás (Martínez) era un ‘perkin’. De repente tenía que lavar platos o ropa. Aunque él se portaba bien frente al resto y acataba las normas, esto le generó un resentimiento profundo y un odio solapado que guardó durante todo su encierro”, sostiene Jorge Aguilera, sicólogo de Colina I, quien lo conoció en ese penal105.
Como muchos internos, el recién llegado buscó refugió en la comunidad cristiana de reclusos. Con sus fieles podía dejar de estar a la defensiva y disfrutar de actividades como entonar canciones religiosas y tocar la guitarra. Más que por religiosidad, Martínez se acercó a ellos buscando protección. A cambio, él puso su empeño con la guitarra. Así lo sostiene el recluso Patricio González, un hombre alto y moreno, que ubicaba a “El Cabezón” de su paso por la ex Penitenciaría. En ese recinto, ambos habían compartido como feligreses de la pastoral cristiana.
Cuando se reencontró con Martínez en Colina I, González llevaba más de ocho años preso y era coordinador general de la pastoral penitenciaria. Dueño de un liderazgo innato que infundía respeto entre sus pares, se transformó en amigo y protector de Martínez. Un “perkin” difícilmente podía defenderse por sí solo. Si empuñaba un arma blanca lo más probable era que fuera molido a palos, la mejor manera de maltratarlo sin redimirlo de su estatus. “A los ‘perkins’ no los acuchillan, porque una cuchillada los convierte en ‘choros’”, enfatiza González106.
A Martínez tampoco le gustaba pelear. Debido a su mediana estatura y contextura delgada, era muy probable que perdiera el duelo.
“Roberto colaboraba harto, me ayudaba a poner las sillas cuando yo organizaba misas y, además, cantaba conmigo. Yo siempre ando con una guitarra, pero no sé tocarla y él lo hacía. Cantaba súper bien”, recuerda González107.
Un rasgo mantuvo de sus tiempos en Puente Alto: no hablaba mucho y trataba de no ahondar en temas personales, ni siquiera con sus más cercanos. Según González, prefería conversar “de la vida”, aunque “se notaba que lo había pasado muy mal, era una persona triste”.
* * * * * *
En Colina I Martínez tenía buena conducta. Su amigo Patricio González le aconsejó postular al beneficio de la actividad laboral. Pero antes debía competir con otros internos. Fue aceptado como aprendiz de carpintero mueblista. En adelante, comenzó a ser conocido como “El Serrucho”.
–¡Roberto Martínez al taller de muebles! ¡Se llama a Roberto Martínez Vásquez al taller de muebles!
Por los altoparlantes del penal comenzaron a repetir su nombre. Buscaban a “El Serrucho” para que iniciara su jornada como mueblista. Pero no había respuesta. Martínez se había escondido bajo unas frazadas. Siempre hacía lo mismo. A menudo sus propios compañeros lo delataban y Martínez debía ejercer una costumbre que nunca le había gustado mucho: trabajar. “Era bueno para esconderse el Roberto”, recuerda un gendarme que lo conoció en Colina I.
En el área laboral la música siempre estaba prendida y acompañaba el sonido de las máquinas. También había un penetrante olor a barniz y a madera, el material más trabajado por los internos. Otros materiales eran el aluminio, para confeccionar marcos para ventanales, y posteriormente el cobre, que se utilizaría años después para la fabricación de tejas. Un par de empresas privadas entregaban a los presos un sueldo base con licencia e imposiciones. También había microempresarios que anunciaban sus talleres con coloridos letreros. Era lo más parecido a una vida en libertad dentro del mundo penitenciario.
Cuando no se escondía, a Martínez parecía gustarle su labor como aprendiz de mueblista. Antes de entrar al sector laboral, Patricio González había formado un grupo de reclusos para enseñarle a trabajar ese material. González era el administrador y el encargado de conseguir los recursos. “Roberto aprendía con nosotros; le gustaban más las cosas artesanales, como hacer cofres y cosas bien bonitas”, señala. Fiel a su afán por romper moldes, para “El Serrucho” era muy importante crear artefactos originales.
Poco a poco, la nueva actividad fue llenando sus días. Si sobraba madera seguía trabajando los fines de semana. Como nadie lo visitaba, mataba el tiempo creando artesanías para él mismo. La única persona externa que seguía interesada en su caso era el capellán de Gendarmería, el sacerdote Nicolás Vial, quien de cuando en cuando se aparecía para darle compañía.
Gracias a su experiencia junto a González, cuando llegó al área laboral Martínez sabía trabajar la madera. Lo que había partido como una invitación de su compañero de prisión, se convirtió en un oficio por el cual recibiría un sueldo. Además, cumplió tareas de “mozo”, como se llama a los reos de buen comportamiento que se dedican a mandados. Su labor era limpiar las torres y el sector laboral.
Una vez más, “El Serrucho” se comportaba como un preso ejemplar, adecuándose a las normas y evitando problemas. Durante sus tres años en Colina I, además de la guitarra tocaba batería con un grupo evangélico. González sostiene que se desahogaba y se sentía feliz con esas cosas. “Acá en la cárcel hay hartas lucecitas que tratan de brillar, aunque sus propios compañeros busquen extinguirlas. Roberto era una de ellas”, cuenta.
El sicólogo Jorge Aguilera, quien por entonces trabajaba en Colina I, afirma que Martínez calzaba bien con su definición de “interno intramuros”, el tipo de recluso que se adapta bien al régimen penitenciario, sin rebelarse ni intentar forzarlo. “Roberto obedecía y participaba en actividades culturales y recreativas”, afirma108.
Si con los otros reos en general hablaba poco o nada, con los funcionarios de la cárcel Martínez era sociable y locuaz. Una actitud que ya había exhibido en Puente Alto y que reflejaba no solo su narcisismo, sino también el sesgo utilitario que imprimía en sus relaciones: se trataba de los mismos funcionarios que evaluaban a los internos a la hora de conceder beneficios. A menudo iba a la oficina del psicólogo para hablarle de religión, arte, cine y cultura. Miraba directo a los ojos y pensaba cada palabra que decía. Para cualquier tema que se le planteara tenía una opinión.
Cuando ya llevaba la mitad de la condena, gracias a su buena conducta tuvo derecho a pedir el beneficio de la salida dominical. Sin embargo, el Consejo Técnico de la unidad, encargado de evaluar los progresos de los reclusos, nunca se la otorgó. “No se la dimos por características de personalidad. El informe consignaba algún trastorno”, dice Aguilera109.
A pesar de que lo recuerda como “perkin”, el sicólogo del penal señala que “El Serrucho” se llevaba bien con sus compañeros. Lo mismo dice Patricio González, su mejor amigo en ese tiempo: “Haber conocido a Roberto fue un agrado. Había pasado por cosas muy malas, no tenía familia, pero era un hombre bueno”.
González sabía perfectamente cómo entenderse con Martínez. Para él, su protegido era un “privado”, como los reclusos llaman a los compañeros de celda que se guardan todo. “No demuestran sus falencias y siempre hay silencio cuando les preguntas cómo se sienten. El ‘privado’ es muy pa’ adentro. Les cuesta dar afecto. Por eso, cuando lo hacen, lo entregan por completo”, asevera este entrevistado.
Si bien su amigo hacía todo por protegerlo, otros internos siguieron humillándolo. Ante cada hostilidad Martínez respondía guardándose sus emociones, tratando de pasar lo más inadvertido posible. “Eso le fue creando un resentimiento y rencor”, sostiene el sicólogo Aguilera. De tanto acumularse, cierto día ese rencor acabó por estallar. En 1999, junto a Patricio González y otros internos, participó de un motín. Los revoltosos quemaron uno de los galpones del área laboral. La rebelión tuvo su castigo: todos sus instigadores, incluido Roberto Martínez, fueron trasladados al temido penal vecino de Colina II.
En el nuevo recinto las condiciones eran muy diferentes. No había área laboral, el autoservicio del almuerzo cambió por un fondo común y las visitas familiares del fin de semana se redujeron. Probablemente este último punto no influyó mucho en su vida. Salvo el padre Nicolás Vial, nadie iba a visitarlo.
Uno de sus pocos consuelos era que su amigo Patricio González estaba con él. Con cancionero en mano, González siguió cantando, mientras “El Serrucho” tocaba la guitarra.
Martínez estuvo dos años más en Colina II, hasta que cumplió su condena por el ataque a Lo Curro. Quedó en libertad en julio de 2001, cuando tenía 25 años y un anhelo que declaraba a sus más cercanos: reinsertarse en la sociedad a través de un trabajo110.