Hace varios años, al encender la televisión a la hora del noticiero de la noche, me enfrenté por primera vez con la imagen de un apuesto militar, Miguel Krassnoff Martchenko. Vi a un hombre de un metro ochenta y cinco de estatura, vestido con tenida de parada, ostentando sus condecoraciones. Iba acompañado por su escolta, y por primera vez se presentaba ante los Tribunales citado por la jueza civil, Gloria Olivares, acusado de perpetrar los peores crímenes contra los derechos humanos. Era el año 1979. Las agrupaciones de detenidos-desaparecidos y ejecutados políticos, –pese a los refuerzos policiales–, no lograban dominar su ira y le gritaban “¡asesino, violador!” Él permanecía impertérrito y se retiraba airoso, pues ninguna prueba en su contra logró ser comprobada.
Esa fue la primera vez que tuve la oportunidad de ver a este imponente oficial. Pero durante estos últimos 29 años, Miguel Krassnoff Martchenko ha testificado infinidad de veces en causas de detenidos desaparecidos y cuando su abogado, –uno de los muchos que lo asesoran–, declara que un juez le concede la libertad en una querella, otro lo procesa por una causa diferente.
Hoy Krassnoff es un brigadier retirado que ha perdido la seguridad de antaño. Está cada vez más delgado, con el pelo algo ralo y canoso, y aunque mantiene parte de su compostura ya no se presenta en tenida de gala ni exhibe sus condecoraciones cuando es llamado a carearse con algún sobreviviente. Su escolta, esa guardia tan vistosa, también desapareció. Sin embargo, este hombre, acusado por familiares de centenares de víctimas torturadas, ejecutadas o detenidas-desaparecidas, de las cuales él fue responsable, continúa insistiendo ante los jueces que jamás torturó, violó o mandó matar a nadie.
La ministra Olivares opina: “A comienzos de la declaración Miguel Krassnoff logra actuar como un caballero, pero al precisarle las preguntas se pone nervioso y comienza a gritar. Aparentemente también a él le causan fatigas los interrogatorios de largas horas, pues interpuso un recurso de queja argumentando ‘sólo mi formación de hierro como soldado me permite soportar, día a día, el peso de esos careos’”.
El 23 de enero de 1977 el diario alemán Die Welt informó: “Es uno de los oficiales más temidos de la DINA por su intransigencia. Los que lo conocen informan que odia profundamente a los miembros de los partidos de izquierda, pues los responsabiliza de una manera especial de su propia humillación. Krassnoff es políticamente inculto, aunque en ocasiones se declara en contra de la burguesía y está convencido de que el régimen militar es completamente independiente de intereses económicos (...) Siempre está armado con dos pistolas, una Browning y una Colt 45 y en su auto guarda una ametralladora Aka. Muchos de los presos políticos describen su sonrisa despectiva ambigua”.
Según informan los Documentos Desclasificados de la CIA en Chile, Krassnoff es “antimarxista, ordenado, metódico en su trabajo, un oficial de acuerdo a los cánones de su institución. Me atrevo a afirmar que no robó en los allanamientos ni violó mujeres, pero dejó hacer a Osvaldo Romo y otros el trabajo sucio”.
Esos comentarios hacen llegar a la conclusión de que es un hombre de pocas palabras, pero dispuesto a mantener a sus fieles seguidores que todavía insisten en que él es un héroe, salvador de la patria, “prisionero por servir a Chile”, como lo determina una de sus admiradoras.
Pero regresemos a la trágica historia de los Krassnoff, que se remonta a los cosacos, mundo que los formó y del cual ellos siempre se sintieron orgullosos, sin permitir que ninguna otro credo o influencia social cambiara su forma de vivir o se mezclara con la sangre que para ellos es pura, única y superior.
La antigua historia del pueblo cosaco es controvertida y algunos historiadores la presentan en forma equivocada. No obstante lo anterior, se mantienen indiscutibles aquellas perspectivas que señalan que los cosacos constituyen un pueblo eslavo particular y específico, que ocupa una parte de territorios de Rusia junto con la prevaleciente nación rusa y los polacos dominados.
Los cosacos –que para algunos historiadores viven sus últimos vestigios de existencia reconocida– son, para Miguel Krassnoff, los lazos que lo unen a su pasado y que siguen vigentes, demasiado vigentes.
Varios filósofos nos indican que el ser humano, en nombre de sus creencias religiosas y con el fin de imponer su propio dios, es capaz de las más horrendas aberraciones y que estas no se deben a inclinaciones psicopáticas, sexualidad reprimida, infancias desgraciadas, o a la unión de todas esas situaciones, que hacen que la racionalidad sea descartada, la conducta deje de obedecer a cánones morales y se vea forzada a cometer actos fuera de toda humanidad.
Para desentrañar este fatal sino, que parece dominar el actuar inexplicable de Miguel Krassnoff Martchenko, comencé por averiguar la cuna de este alto y rubio oficial, tan diferente a nosotros, los latinos, con apellidos ilegibles y casi impronunciables: Krassnoff y Martchenko. Y después de largas y afanosas investigaciones sobre su origen comprendí que investigar sobre la etnia de la cual es originario, –hermandad, pueblo, la denominan otros– la de los cosacos, se tornaba imprescindible, pues sin duda la historia de los Krassnoff encierra tantos dramas y acumula tantos complejos resentimientos que la actitud posterior de este agente de la DINA parece más bien el producto de un destino al cual él se sintió consagrado: el vengador de un pasado del que no podía zafarse.
El término cosaco, según el diccionario de la Rae, tiene tres acepciones. La primera alude al habitante de varios distritos del sur de Rusia. La segunda al soldado ruso de caballería ligera. Y la tercera a persona de gran fuerza y resistencia física.
Para otras fuentes los cosacos provienen de las comunidades turcas y tártaras y la palabra significaría jinetes, guerreros libres y bandoleros.
Se trataría de un antiguo pueblo nómada, guerrero por excelencia y gran amante de la libertad establecido de forma permanente en las estepas del sur de lo que actualmente es Rusia y Ucrania, aproximadamente en el siglo X. Los cosacos fueron conocidos por su destreza militar y su confianza en sí mismos. El nombre deriva posiblemente de la palabra túrquica quzzaq, “aventurero”, “hombre libre”. Este término se menciona por primera vez en un documento ruteno que data de 1395.
Ubicados en una vasta región que se extiende desde los puestos avanzados de Moscovia hasta el mar Negro y desde los límites orientales de Polonia hasta las montañas del Cáucaso. Siervos fugitivos, criminales que huían de la acción de la justicia, desertores del Ejército, aventureros e infinidad de individuos deseosos de libertad se congregaron en esas estepas para construir sus stanitsas o poblados, celebrar reuniones en las que trataban asuntos de gobierno y elegir a sus hetmanes o atamanes. Profundamente religiosos, seguían los dictados del cristianismo ortodoxo. Formaban con otros colonos un Estado en armas, a cuyo nombre se añadía el de un río importante que los definía, denominándose cosacos del Don, del Grebeñ, del Terk, del Volga y del Laik.
Los cosacos del Don, por su número y por la importancia de sus acciones guerreras, se constituyeron muy pronto en una fuerza nada despreciable. Bajo Iván IV (“el terrible”), se llegó a un acuerdo que permitió establecer un estatuto especial a la comunidad cosaca del río Don (hacia 1570). Se trata de la primera “gramota” (especie de ley constitutiva). Estos estatutos garantizaban administración autónoma de las comunidades cosacas, actividades comerciales libres de impuesto, concesiones de tierra, títulos de nobleza para los líderes cosacos –todo esto y más– a cambio del servicio militar permanente, para velar por la defensa y seguridad interna y externa y resguardar las fronteras de Rusia de las invasiones enemigas.
En 1613, pese a la oposición de algunos líderes y príncipes rusos, los cosacos del Don se manifestaron abierta y enérgicamente a favor del representante de la familia Romanov para gobernar a Rusia –el joven Mijail Fiódorovich Románov.
Los cosacos deben parte de su fama a un rico folclore melodioso y a toda una serie de poéticas leyendas populares. Sin embargo, le han dado muy poca importancia a la escritura, a la cual sólo accedieron los de clase más elevada cuando se incorporaron a los regimientos del zar. Con sus resistentes y ágiles caballos realizaban amplias expediciones. Si escaseaban sus fuerzas, construían barreras de carros que defendían hasta morir.
Durante sus incursiones por Polonia, Galicia y Ukrania en el siglo XIV se volvían incontrolables, incluso para sus comandantes, y los asaltos a los ghettos judíos allí residentes se multiplicaban. La envidia de los soldados cosacos a los comerciantes judíos incitaba siempre el ultra tradicional antisemitismo, debido a que los judíos, al igual que ellos, representaban una comunidad sin Estado en ciudades prósperas y sin identidad nacional.
El primer soberano que logró aglutinar realmente a los cosacos fue Pedro el Grande, a fines del siglo XVI y principios del XVII. Para imponer su poder y modernizar la Rusia campesina, el zar realizó profundas reformas y expediciones despiadadas en contra de todos los que se le opusieran. Logró disciplinarlos y formar con ellos una poderosa fuerza armada que entre caballería e infantes llegó a los 250 mil hombres. Su armamento consistía en un sable llamado schschka, una carabina sin bayoneta, además de la lanza y el puñal cosaco. Todos montaban sin espuelas y con un látigo llamado nagoica.
Con el paso del tiempo, y en particular durante las grandes campañas rusas del siglo xix (la campaña contra Napoleón Bonaparte), los cosacos terminarían siendo un poderoso brazo del ejército de la Casa Romanov (en cierto modo – fuerzas especiales de la época, donde todos los integrantes del mismo pertenecen a una misma comunidad étnica).
En el siglo xix una gran mayoría de cosacos se asentó en la región del Don, sin dejarse tentar por la inmigración del campo a las ciudades. Dado que con el paso del tiempo el río dejó de ser una región fronteriza, los cosacos se hicieron innecesarios como milicias campesinas y se convirtieron en soldados profesionales, que en su tiempo libre trabajaban la tierra. Sus huertos se hicieron famosos, los mejor cultivados y productivos, ejemplares en las vastas zonas agrícolas que, posteriormente, la invasión alemana destruyó para siempre. En su mayoría se aislaron del desarrollo social del comienzo de la era de la industrialización y de los posteriores vaivenes políticos de fines del siglo xix y principios del xx. Por ello, cuando no estaban en servicio, vivían como campesinos acomodados, en su mayoría analfabetos y aferrados a sus antiguas tradiciones.
Con el tiempo, el zar Alejandro II, asesinado por un revolucionario, y su hijo, Alejandro III, que lo sucedió, los utilizaron como una fuerza represiva la cual, cuando era necesario, disolvían con sus sables reuniones de sindicalistas y socialistas y golpeaban con látigos a manifestantes estudiantiles. La palabra “cosac” pasó a ser un insulto ruso. Los cosacos con una ideología conservadora campesina se convirtieron en los soldados de más confianza del zar. No obstante, ellos, muy experimentados en la ciencia bélica, no entendían nada de política ni diplomacia.
A pesar de la entrega de los cosacos al autoritarismo de los zares desde la época de Pedro el Grande, varias veces se sintieron traicionados por ellos. Por ejemplo, durante la guerra ruso-turca los cosacos conquistaron, a costa de tremendas pérdidas, la fortaleza de Plewna y las tropas rusas marcharon en un durísimo invierno por los Balcanes hacia Constantinopla. Pero Inglaterra logró, mediante un movimiento amenazador de su Marina, que el zar cediera y los cosacos se sintieron burlados: sus compañeros se habían desangrado, congelado y habían sido destrozados por granadas, y ahora los diplomáticos, con una indiferencia total por el sacrificio de tantos hombres, vendían su victoria. Piotr Krassnoff en su novela Desde el águila del zar hasta la bandera roja escribe: “¡Oh, qué odio hacia Inglaterra en los corazones rusos de esos días! Un judío inglés Beaconsfield, puso con sus gruesos dedos término al vuelo de nuestra águila al Bósforo y a los Dardanelos. ¡Un judío, entiendan, un judío! Nada más que un judío”.
El abuelo de Miguel Krassnoff, Piotr, nace el año 1869 en San Petersbur-go, hijo de un oficial de alto rango de los cosacos del Don. Es posible que por el poder de su familia haya recibido una educación más completa, pues se nota que, pese a sus convicciones, sus novelas están bien redactadas y son interesantes. La familia le trasmite los valores de todo cosaco sometido y admirador de Pedro el Grande: obediencia total al zar, representante del poder divino; combate a todo lo que perjudique al orden establecido, conservador y religioso; y entrega, hasta la muerte, por sus principios.
A fines de 1888, Piotr finaliza su educación en la Escuela Militar Pavel y entra al servicio de la guardia del zar.
En 1892 ingresa a la Academia del Estado Mayor del Ejército y un año después regresa al mismo regimiento. El año 1897 es el comandante del convoy, compuesto en su totalidad por cosacos, en la misión rusa en Abisinia. Entre 1899 y 1900, se desempeña como comandante de sotnia (escuadra cosaca, compuesta por cien hombres) en su regimiento. Fue enviado por el Ministerio de Defensa en septiembre de 1904 en misión de servicio al Lejano Oriente en labores de inteligencia a China, Japón, India y Manchuria. Antes, 1902, parte en comisión de servicio a Transcáucaso con la misma misión, específicamente en la frontera con Turquía y Persia.
Durante la guerra ruso-japonesa de 1904 asiste al frente de batalla como corresponsal de guerra del diario del Ejército.
En enero de 1905 una multitud de hambrientos y ex combatientes derrotados en la guerra contra Japón, encabezados por el pope Gapón, exige frente al palacio del zar mejores condiciones de vida. El zar manda a los cosacos a reprimir, produciéndose la famosa matanza de Enero Negro. Krassnoff se entera de este hecho fuera del país, pues regresa de China al año siguiente. No obstante, la monarquía zarista acusa el golpe y decide realizar una apertura política a base de una democracia parlamentaria, adquiriendo legalidad los partidos, y los sindicatos, y la prensa, su libertad de expresión. A pesar de la nueva orientación política, la crisis económica no logra aplacarse, pues no sólo se trata de entregar cierta cuota de poder a los civiles debido a las malas cosechas, sino también de mantener y preservar, agrícola y económicamente, al granero del mundo. Pero el zar no tuvo la capacidad de apreciar la gravedad de la situación.
La Primera Guerra Mundial comienza en agosto de 1914 y Rusia entra en el conflicto en noviembre. Piotr Krassnoff asume la primera división cosaca del Don. Durante los combates de los meses siguientes es herido gravemente en el estómago temiéndose por su vida, pero un tiempo después se recupera. El zar lo condecora y lo incorpora a la nobleza con el título de príncipe. Desde entonces Piotr será denominado su alteza, el príncipe.
El monarca, considerado un débil, se sintió sobrepasado por su situación familiar, pues su único heredero padecía una enfermedad genética incurable. Su sucesión corría peligro y la aparición de un monje, Rasputín, con ocultos poderes de sanación sobre su hijo, se transforma en el poder invisible detrás del zar que se siente cada vez más dominado y en manos de ese satánico personaje. El monje, cada día más poderoso, le impone al zar la suspensión de las libertades instauradas en 1912 y el regreso a una dictadura tan implacable como la de años anteriores. Rasputín pasa a ser el personaje más odiado, tanto por la aristocracia como por el pueblo. Una conspiración, en la que participa la nobleza junto a algunos cosacos liderados por Jousupov, lo elimina, a mediados de 1916, después de varios intentos fallidos, con la intención oculta de salvar el prestigio del zar.
Durante dieciocho meses, entre 1916 y 1917, la represión contra cualquier disidente, a cargo del general Piotr Krassnoff, jefe de la Seguridad Interior, se demostrará implacable.
No obstante, la rebelión contra el poder del zar comienza a extenderse y será difícil contener el descontento general dirigido por socialistas, anarquistas y nihilistas.
La entrada de Rusia a la Primera Guerra Mundial tuvo además en el frente de batalla fuertes reveses que elevaron el tono de la indignación popular. Esto se tradujo, en febrero de 1917, en una insurrección general exitosa que significó el fin de 400 años de monarquía y su sustitución por una república, a cargo del socialista Alexander Kerensky. Este, en una jugada política para congratularse con los cosacos, les restituyó sus territorios permitiéndoles administraciones autónomas.
Pero el gobierno provisional de Kerensky, a pesar de sobrevivir apenas nueve meses a diversos intentos para derrocarlo, es finalmente derribado en octubre de 1917, por un golpe de fuerza bolchevique encabezado por Lenin en San Petersburgo.
El providencial rescate desde Petrogrado de Kerensky por parte de Krassnoff con sólo tres cuerpos de caballería y 700 cosacos demuestra un impecable operativo guerrero. Ante este acto insólito de valentía, Alexander Kerensky designa a Krassnoff para el cargo de comandante, lo que le permitirá formar un segundo gobierno que se declara franco opositor al de los bolcheviques. Krassnoff llama a los cosacos a liberar Petrogrado. El general creía que con sus tropas podría derrotar fácilmente a los civiles alzados en armas. Pero después de algunos éxitos iniciales, se topó con una gran resistencia armada y huelguista. No pudo reconquistar Petrogrado. La batalla contra la Armada Roja, dirigida por Trotsky, duró hasta 1920. Por ambos lados combatían cosacos, pero entre las filas de los blancos su participación era mayoritaria. Krassnoff soñaba con reconstruir el imperio de los zares. Luchará con ese propósito durante dos años. No obstante, luego de varios días de combates, no logra apoderarse de la ciudad de Petrogrado, pues se topa con una resistencia superior y decidida de obreros y campesinos, además de una huelga ferroviaria que lo inmoviliza. Perdida la batalla, Krassnoff es detenido.
Los historiadores narran que un Krassnoff derrotado es llevado ante León Trotsky, el general triunfante del Ejército Rojo. Durante el enfrentamiento verbal, el atamán1 Krassnoff le da su palabra a Trotsky de no volver a empuñar las armas contra los revolucionarios. Sin embargo, el general cosaco, en cuanto se siente libre, desconoce lo prometido y marcha hacia el sur a encabezar la resistencia contra los rojos comunistas.
Se sospecha que las versiones sobre esta liberación negociada no se han aclarado suficientemente, aunque cerca de una veintena de libros sobre la revolución rusa lo confirman, como también la conducta de Krassnoff durante el período posterior de luchador empedernido contra los rojos. Es necesario aclarar que no todos los cosacos se mostraron partidarios de los blancos y, aunque en minoría, varios combatieron a favor de los bolcheviques.
La descripción que hace Krassnoff de Trotsky en su libro Del águila del zar a la bandera roja, escrito en el exilio en Francia, demuestra que lo conoció personalmente como un judío-comunista que será siempre para él despreciable: “Un pequeño y flaco hombrecito con nariz encorvada, que mira con desprecio a la multitud, deformado, con piernas chuecas”, señala.
Se comprende también que la palabra entregada a este ser repudiable para Krassnoff, no tendrá ninguna validez.
La caída y posterior asesinato de los Romanoff en julio de 1918, emparentados con la mayoría de las monarquías europeas, acarrea la respuesta militar y el bloqueo económico contra este gobierno usurpador bolchevique que osaba asesinar a los zares y proclamar una república revolucionaria. Para Krassnoff esto implicó una gran ayuda para su causa en pertrechos bélicos y boicot comercial. Con la cooperación de los alemanes y de los ingleses Krassnoff formó un poderoso ejército de 50 mil hombres que ahuyenta a las tropas rojas.
Piotr Nikolaevich Krasnov regresa a la región cosaca del Don, donde poco después del levantamiento cosaco fue elegido y nombrado por la comunidad regional como atamán del Ejército Cosaco del Don. Poco más tarde, inicia la lucha armada abierta en contra de los bolcheviques.
Al respecto, Trotsky, generalísimo del Ejército Rojo y Primer Ministro, opina: “El general Krassnoff, un monárquico nombrado jefe del tercer cuerpo de caballería, no tardó en hacer una tentativa para convertirse en vasallo del Kaiser, no obstante no avanzó en el período conveniente para derrotarnos, pues Krassnoff se encontraba enfermo, padeciendo de un ataque de malaria y no tenía su energía habitual”.2
Trotsky hace entonces repartir volantes en el frente de batalla que denuncian a Krassnoff.
“Este general traidor concluirá su vergonzosa aventura en un fiasco. Prometió a sus amos extranjeros terminar en breve plazo con el poder soviético y ha recibido de ellos, por su trabajo de Caín, las monedas de plata. Millares de oficiales inexperimentados y sin madurez política han creído en un comienzo en las bellas frases de Krassnoff sobre el patriotismo y la salvación del país y los que lo han seguido se han transformado en gendarmes con cuya ayuda mantiene obediente a los cosacos y campesinos movilizados. Los cosacos perecen; los campesinos movilizados y a menudo medios desnudos perecen; los oficiales engañados perecen. Ahora han comprendido que están en un callejón sin salida dispuestos a abandonar el campo pestilente de Krassnoff y, considerándose culpables, volver a la Rusia Soviética. Por tanto, en nombre del poder supremo de la República Soviética declaro: Cada oficial que a la cabeza de su unidad venga voluntariamente hacia nosotros será absuelto si prueba con su trabajo estar dispuesto a servir honradamente al pueblo. ¡Abajo el traidor Krassnoff que ha engañado a los cosacos trabajadores, y que ha engañado a tantos antiguos generales!”.3
Entre ambos bandos se implanta el terror: el mismo Krassnoff lideraba ejecuciones masivas y los bolcheviques replicaban de la misma forma.
En una última embestida los rojos vencen definitivamente a los blancos y Krassnoff se ve obligado a huir con su familia a Batum, en el Mar Negro, donde permanece durante tres años, dedicando gran parte del día a escribir la primera parte de su libro Desde el águila del zar hasta la bandera roja. Los restantes combatientes cosacos, alrededor de 30 mil, son embarcados en barcos ingleses y franceses.
En 1923 se exilia en Francia, donde asume la consejería de asuntos cosacos del gran duque Nicolás, hermano del zar, y además dedica gran parte del día a concluir su libro. Esta novela trata de la lucha del bien contra el mal, de lo bello contra lo feo. No existen matices. Sus adversarios son pequeños, feos y enfermizos. El héroe de esta novela, Sascha Slabin, tiene los rasgos de Piotr Krassnoff: un oficial ruso que vive la caída del imperio zarista. “Sascha es noble, joven y delgado, la imagen de un joven dios, sin temor y consagrado por entero al emperador y la patria”. La novela comienza en el imperio zarista: “Al llegar el zar, sale reluciente el sol. Se hizo el milagro, el Ungido del Señor, el Zar, aparece en todo su esplendor y majestuosidad, fabulosamente hermoso en su noble corcel”.
Otro cuadro es el de la zarina: “Un gran ramo de flores de mujeres bonitas y niñas jóvenes bajo sombrillas multicolores”.
Sin embargo, para los cosacos las mujeres tienen, y siempre los tuvieron, roles claramente establecidos en la sociedad: coser, zurcir y esperar el regreso del marido. Las figuras femeninas positivas son esposas y madres devotas, “… no tienen cabezas, sino cabecitas que se amoldan al pecho de los hombres”.
Para Krassnoff la relación entre hombre y mujer termina siempre en catástrofe excepto, desde luego, el amor asexuado entre madre e hijo. Uno de sus protagonistas “… está encantado de su regimiento, de lo gallardo y bellos de sus tropas, despreciando a las mujeres de su entorno, amando sólo a su madre y a la zarina”.
En su novela describe a las mujeres que “… al abandonar la castidad y la pureza o cometen adulterio o son putas cien por ciento. La sexualidad es abismantemente demoníaca, la noche de bodas es el paso al infierno. Dejó para mí asco y horror”. También describe a la caballería cosaca: “ella no pertenece a la masa oscura de la infantería, ella tiene regimientos propios y son los mejores soldados, ellos atacan cuando la infantería mucho más numerosa, retrocede”.
Y luego exclama en una parte del libro: “¡No puedo imaginarme otra vida que la del militar!”
Su percepción de los hombres es radicalmente exagerada. “Mis gallardos soldados son bellos, con caras rebosantes de salud... Uno de ellos es un bonito joven con cuerpo esbelto como una niña”. Un joven oficial tiene “… facciones tan delicadas y lindas que podría pensarse en una niña disfrazada”. Los soldados, sin duda, “… están enamorados de su general”.
Esta novela tuvo bastante éxito y fue muy comentada, sólo en Alemania se vendieron cien mil ejemplares y fue también traducida al español. En esos años Europa vivía intensamente la pérdida del imperio de los zares de Rusia y cualquier tema que tratara de esa revolución y la llegada triunfante de los bolcheviques al poder era de sumo interés.
Mientras tanto, los ideales de la victoriosa revolución rusa comienzan a extenderse por Europa. Cae la monarquía austro-húngara, se expanden los movimientos sociales y Rusia pasa a denominarse Unión Soviética y a consolidarse internacionalmente. Stalin, tras la muerte de Lenin, asume la dirección total y Trotsky debe partir al exilio.
A fines de 1933, después de la llegada al poder de Hitler en elecciones democráticas, Krassnoff y familia se mudan a Berlín y él ocupa el puesto de jefe de la oficina central, una especie de gobierno cosaco en el exilio. En ese período, Krassnoff no desaprovecha la oportunidad de adaptarse a las estructuras de poder del Estado de Hitler, tratando de demostrar que los cosacos no son simplemente rusos, sino arios. No obstante, el führer no aprecia a estos guerreros –pese a sus famosas hazañas bélicas– pues para él no saben más que combatir a caballo, animales que para él son despreciables. A pesar de ello, los apoya y financia.
Krassnoff, acompañado de su ministerio en el exilio, recorre varios países. Sus hijos reciben educación en colegios alemanes y participan de las S.S. A pesar de esos viajes, Piotr Krassnoff se da tiempo para continuar escribiendo. El Imperio en cadenas, que tiene el formato de un ensayo lleno de agresiones anti-semitas y El odio eterno, novela que trata de la frustración de un viejo cosaco que apalea a su hijo, porque este elige ser ingeniero y no oficial.
Durante ese mismo período (mientras escribe), el general Piotr dirige también una radio cuyas audiciones están dirigidas al pueblo ruso exhortándolo a desobedecer a las autoridades comunistas. Los nazis le facilitan, además, campos de entrenamiento y tiro. El hijo, Semjom, después de sus estudios en Alemania, se hace cargo de la oficina de los exiliados cosacos en París y allí conoce y se casa con Dhyna Martchenko Chipanoff, una cosaca. A la fiesta de boda asisten no sólo la familia, sino sus antiguos camaradas cosacos y autoridades en destierro del régimen zarista.
Durante esos años Piotr y su hijo Semjom se dedican durante sus viajes a reclutar a los cosacos dispersos por Europa para integrarlos en un futuro ejército de liberación contra los comunistas.
En la madrugada del 22 de junio de 1941, Alemania inicia la operación Barbarroja, nombre en clave que designaba la invasión de la Unión Soviética, rompiendo el pacto de no agresión entre Stalin y Hitler, suscrito en septiembre de 1939, también conocido como Pacto Ribbentrop-Mólotov. En ese pacto Alemania y la URSS pasaron a administrar en conjunto Polonia y Finlandia. Al romperse el acuerdo, ambos países quedan totalmente bajo el dominio alemán. Por otra parte, la tregua engañosa entre estos países le permite a Stalin aprovisionarse de armas y prepararse para contener la futura invasión nazi que presentía muy próxima.
Para los alemanes la finalidad de esta guerra era hacerse cargo de los campos petrolíferos del Cáucaso y de los graneros de Ucrania, considerados el granero del mundo; del 30% de las reservas mundiales mineras; y de la ciudad de Leningrado, centro de la industria militar soviética.
Ciento cuarenta y seis divisiones alemanas apoyadas por otras catorce alianzas italianas, húngaras, búlgaras, cosacas y eslovacas, es decir, seis millones de hombres en armas avanzan por territorio soviético cuyo primer objetivo es Ucrania y enseguida Leningrado, Moscú y Rostov del Don. El avance alemán en sus comienzos es fulgurante.
Pero, pese al entusiasmo con que los cosacos se presentan de voluntarios en esta guerra invasora y forman un ejército de miles de hombres entrenados y dispuestos a morir, los alemanes nunca les permitieron usar sus mismos uniformes, propios –según la Alemania nazi– de verdaderos arios y no de esta etnia de cuyos orígenes poco se sabía.
En el frente del este, Alemania consigue sus mayores progresos en las estaciones más benignas del año. La sorprendente parálisis inicial del Ejército Rojo favoreció el avance de las divisiones alemanas en primavera y verano. Miles de soldados soviéticos fueron apresados y la población civil, en especial los judíos, fueron objeto de masacres indiscriminadas.
El escritor Jonathan Littell en su libro Las benévolas relata en primera persona la experiencia de un oficial alemán que se ve obligado a masacrar familias enteras de judíos. Su descripción es tan fría y amoral que creo es pertinente narrarla, pues algo explica, –si es que existe explicación– sobre el automatismo e indiferencia con que este obediente miembro de las S.S. cumple órdenes, libre de toda contrición.
“Un letrero explicaba la condena de tres mil ciento cincuenta víctimas pues eran judíos ukranianos. Yo no participaba en las ejecuciones, no mandaba al pelotón, pero eso no cambiaba gran cosa pues debía asistir regularmente, ayudaba a prepararlas y en seguida emitía mis observaciones. ¿Y si me hubiesen puesto a cargo de las ráfagas de fuego, de cavar los hoyos, de alistar a los condenados y haber gritado “¡fuego!”, no lo habría hecho igual? Después de la primera orden se tiraba un tiro de gracia por judío. Pero a veces eso no era suficiente y un hombre debía descender a la fosa para ultimarlos; los gritos repercutían entre las charlas y el clamor de la multitud que llenaba el lugar, bebía cerveza y se pasaba cigarrillos. Unos días después llegó una orden directa de nuestro Führer, Adolf Hitler. El general Blobel a cargo de nuestro regimiento se dirigió a nosotros: Nosotros somos nacional-socialistas y SS y obedeceremos. Comprendan: en Alemania, la cuestión judía fue resuelta sin excesos, pero cuando conquistamos Polonia heredamos tres millones de judíos extras y ahora en este país inmenso en que llevamos a cabo una guerra sin misericordia contra las hordas stalinianas debemos tomar medidas radicales para asegurar nuestra seguridad. Las ejecuciones contra los hombres judíos deben de aquí para adelante abarcar a toda la familia, no habrá excepciones. Hemos ejecutado a los hombres, ¿pero quién alimentará ahora a las mujeres y niños? Dejarlos morir de hambre es propio de los métodos bolcheviques, ultimarlos a todos es más humano, ¿comprenden? Y esta guerra hay que ganarla y rápidamente. Varios de nosotros lo miramos incrédulo y otros daban vuelta su sortija de matrimonio sin pronunciar palabra. Todos cumpliríamos la orden, lo sabíamos.”4
Los alemanes habían planificado llegar a Moscú en cinco semanas y todavía no caía ni Kiev ni Leningrado. La resistencia soviética era mayor de la esperada y este obstáculo desbarataba los planes de la rápida ocupación de Moscú. Esta contraofensiva y los primeros rigores del gélido invierno ruso obligaron a Hitler a detener el avance.
Pero volvamos al comienzo del ataque alemán a la Unión Soviética. Los cosacos exiliados se sumaron a las fuerzas de ocupación con Krassnoff a la cabeza. Estaban imbuidos de odio contra esos bolcheviques que ocupaban su país y su deber era combatir hasta aniquilarlos para recobrar la Rusia de los zares. Sin embargo, la disciplina prusiana miraba muy en menos a esta tropa de cosacos que, pese a su gallardía y valor, bebían, bailaban y cantaban en exceso y eran ajenos a los reglamentos rígidos del ejército germano. Desde el comienzo de las batallas los informes de los alemanes en contra de la indisciplina cosaca eran constantes, quienes no estaban dispuestos a obedecer órdenes que les parecían absurdas. Lo importante era ganar territorios, aunque su desazón era inmensa cuando sus hermanos cosacos, esos que habían permanecido en Rusia, su tierra, se demostraban totalmente partidarios de los rojos-comunistas que combatían contra ellos. No lograban comprenderlos y es posible que eso constituyera su mayor decepción.
Las victoriosas tropas alemanas a cargo del generalísimo Friedrich Paulus, el ejército que precedía a los cosacos del general Andrej Wlassow, secundados por una columna de cosacos exiliados a cuya cabeza iba Piotr Krassnoff, llegan a las inmediaciones de Stalingrado después de cruentas luchas.
El general Wlassow, comandante de la división de los cosacos, no tiene especial simpatía por ellos y su indisciplinada conducta. En cambio, Helmut von Pannwitz, el otro general, los aprecia y pide tenerlos bajo su control, pues desde niño siente una admiración romántica por los cosacos y en el transcurso de la lucha se identifica con ellos hasta la total entrega personal. Pannwitz les promete su libertad y los cosacos lo adoran. Tanto que en marzo de 1945 lo eligen como “cosaco de honor”, siendo la primera y única vez en que un no cosaco recibe esa distinción.
Sin embargo, Hitler tiene otros planes para el general von Pannwitz y los cosacos: retirarlos de Rusia y trasladarlos a Yugoslavia para que combatan contra los partisanos de Tito. Para Hitler era importante neutralizar este foco de rebelión a cargo de un líder indefinible y nacionalista como se demostraba Tito y darle apoyo al Presidente de Croacia y títere de los nazis, Mihailovic. Los cosacos llegan como refuerzo junto a algunas tropas alemanas en la tarea de persecución contra Tito y sus partidarios.
Mientras tanto, en noviembre, el general Paulus había conquistado casi toda la ciudad de Stalingrado5 y había obligado a las fuerzas soviéticas a retirarse hacia el río Volga después de feroces combates casa por casa. Pero el 19 del mismo mes, el ejército soviético lanzó un fortísimo contraataque para romper el frente por norte y sur, que acabó cercando a los alemanes. Hitler ordenó no abandonar la plaza y prohibió la rendición. El general Paulus y sus soldados resistieron un asedio de siete semanas. Pero el 2 de febrero de 1943, exhaustos, consumidos por el frío, las enfermedades y el hambre, los restos del ejército alemán, con Paulus a la cabeza, se rindieron al mariscal Zhukov. El Ejército Rojo hizo prisionero a más de 90 mil alemanes, que emprendieron un penoso camino hacia los campos de concentración de Siberia. La derrota de Stalingrado marcó el inició del ocaso alemán.
Piotr Karassnoff narra que al llegar a Croacia el general Pannwitz lo invita a visitar su campamento con sus tropas. “Los croatas me reciben entusiasmados y en la noche me paseo de fogata en fogata saludando. El clero en su conjunto participa y un grupo de trompetas toca la marcha cosaca de guardia. Los cosacos hacen el saludo de Hitler mientras Pannwitz prefiere el saludo tradicional”.
Se comprende entonces que en ese momento expresara su disgusto con el saludo nazi, pues, como se comprobó más adelante, el general Pannwitz estuvo involucrado, –aunque no participara directamente–, en el atentado fallido contra Hitler en julio de 1944.
“Más tarde –continúa en sus escritos el general Piotr– comimos un buey asado, bebimos agua ardiente y tocamos el himno del zar. En esos instantes sentí que nuestra raza, la de los valerosos cosacos debía entregarse con fuerza y coraje a aniquilar estos focos de resistencia contra los principios nazis.”
Según el historiador alemán Dieter Maier ese fue el último desfile que celebraron los cosacos. “La última fuerza armada de caballería de la historia mundial que celebra en Croacia su parada con una pompa inusitada para un ejército que con los pertrechos que poseía para combatir se demostraría totalmente ineficaz”.
Poco pudieron disfrutar estos guerreros cosacos de su vida familiar, pues la contienda contra los partisanos se tornaba cada vez más fiera y no les daba tregua a los combatientes. Aunque permanentemente los alemanes les mandaban pertrechos militares y víveres, los cosacos se sintieron excluidos por el Tercer Reich, considerando que no estaban en las líneas esenciales de combate.
Jasper Ridley, el historiador de la conocida biografía Tito, relata: “Los cosacos participaron en la guerra contra los partisanos hasta 1945 y los cosacos se demostraron cada vez más experimentados en ahumar los cuerpos de los partisanos, pues eran amarrados a un almiar y quemados brutalmente sin ser interrogados previamente, lo que demuestra su extrema crueldad con los caídos”.6
Según este mismo historiador, en febrero de 1945, Tito ordenó que tres divisiones de partisanos atacaran a las tropas de Mihailovic, lo que significó la rendición final de los alemanes y cosacos que los combatían y el comienzo de la era del poder de Tito en una Yugoslavia unida.
En 1945, Tito, en un discurso inolvidable desde Belgrado, comunicó por radio a la nación: “Hoy, 9 de mayo, exactamente cuarenta y nueve meses y tres días después del ataque fascista contra Yugoslavia, la fuerza agresora más poderosa de Europa, Alemania, ha capitulado”.
Pese a que el atamán dio la orden de retirarse, algunos cosacos se integraron al derrotado ejército monárquico yugoslavo, internándose en las frondosas montañas para continuar ataques sorpresivos guerrilleros contra el gobierno socialista de Tito.
Pocos meses antes de la inminente derrota, los cosacos fueron enviados, disfrazados con uniforme alemán, a Italia, junto a sus familiares, quienes los habían acompañado durante toda su estadía en Yugoslavia, con el fin de cubrir la retirada del ejército germano hacia su patria. Krassnoff cumple, a medias, su cometido por las dificultades que ofrecía un país como Italia, en plena anarquía, carente de disciplina y gobernantes. Pero, al llegar a las cercanías de Venecia, Piotr Krassnoff decide ocupar el pueblo de Tolmezzo con la idea de instalarse allí y hacerse cargo de una especie de comunidad regida por él, donde constituiría un gobierno cosaco en el exilio.
Tolmezzo, comuna italiana de la región de Venecia, pertenece a la provincia de Udine. Los cosacos utilizaron un palacio para las reuniones del Consejo que los gobernaba, con el general Piotr a la cabeza con todos los poderes propios de un atamán. Allí debatían asuntos de Estado, otorgaban títulos y medallas nobiliarias, diseñaban banderas, escudos y postales y daban a las calles y pueblos nombres rusos. Los cosacos se repartieron los campos vecinos y elaboraron un plan de agricultura para los años siguientes. Crearon una escuela para los niños, dirigida por el nieto Nicolaj, y fundaron una orquesta, coro y un grupo de baile. Desgraciadamente –pese a su afán– esa patria idílica sólo duraría unos meses.
Piotr, el príncipe, portaba espada y fusil y se desplazaba en una limosina negra escoltado por 24 cosacos que iban delante de él, ataviado con su chaqueta azul oscura con galones de oro y dos filas de brillantes botones. Detrás del vehículo iban otros 24 cosacos.
Krassnoff comprende, pese a sus intenciones de fundar un pequeño feudo propio de los cosacos, que los reveses de la guerra indicaban que los aliados pronto se harían cargo de todo el país y que esta utopía era sólo una quimera. Las noticias sobre la guerra eran cada día más pesimistas, así también el avance de los aliados haciéndose cargo del país inminentemente. El general Piotr decidió entonces que debía hablar con los vencedores para negociar una rendición honrosa. Se dirigió, por lo tanto, a Padua con el fin de dialogar con el mariscal de campo inglés, Harold Alexander, pues para él los ingleses eran dentro de todas sus discrepancias pasadas los más de fiar y serían siempre contrarios a los ideales de la Unión Soviética.
Según la historiadora Olga Ulianova, “los cosacos especulaban que después de la derrota alemana ellos podrían pelear junto a los aliados de Occidente contra la Unión Soviética, y esta idea peregrina es la que los llevó a ofrecerse como participantes en una lucha futura”. Es decir, el general Piotr olvidó en ese instante que los grandes héroes de esa guerra eran los soviéticos y se adelantó con su habitual ceguera anticomunista. Era una absurda estrategia atemporal que los decenios posteriores tendrían muy presentes cuando el mundo se dividiera en dos bloques irreconciliables.
Así pues, el mariscal británico Alexander acepta la rendición de los cosacos y les pide que se dirijan al norte de Austria, ahora bajo control inglés.
A fines de abril de 1945 Krassnoff, ahora un hombre de 75 años con problemas para caminar y ver, encabeza la columna en una limosina todavía franqueada por 48 caballos, en la que guarda correspondencia de su gobierno de exilio, los programas políticos y documentos personales. Poco después el coche se averió y debió ser tirado por un camión de transporte. Entre 20 y 40 mil cosacos con sus familias atravesaban los Alpes, algunos a caballo, otros en carretas tiradas por bueyes, otros a pie bajo una persistente lluvia de nieve. Y cada cierto tiempo había enfrentamientos con los partisanos italianos que tornaban todavía más difícil la marcha. Muchos niños y ancianos no resistieron esta travesía y murieron en el trayecto.
En su novela El odio eterno, una mezcla de documento y novela, Krassnoff describe esa larga travesía por los Alpes hasta llegar a Austria. “Yo no me imaginé que terminaría así. Nosotros perdimos la guerra, Excelencia, dice el ayudante. Sí, la perdimos”, responde Krasssnoff. Los cosacos, descritos por él como rocas, estaban totalmente agotados y desesperados, muertos de frío y hambrientos y algunos de ellos habían botado sus armas para seguir marchando.
Nada supieron estos abatidos fugitivos que Mussolini, el duce, sería ahorcado el 29 de abril y que al día siguiente el temible y todopoderoso führer se suicidaría. El afán de sobrevivir de esas andrajosas tropas era demasiado apremiante para desviar su atención a otros temas.
En la madrugada del 3 de mayo, luego de siete días de marcha, los cosacos vieron por primera vez las montañas austríacas. En ese momento Austria, que había sido anexada a Alemania, estaba ocupada por el Reino Unido, Estados Unidos, Francia y la Unión Soviética. La recuperación de la soberanía de Austria se produciría recién en 1955.
Ahora los cosacos debían negociar su rendición con los ingleses a cargo de esa zona. El nieto mayor de Krassnoff, Nicolaj, de alrededor de 17 años, y uno de sus generales cosacos, fueron con la bandera blanca, a parlamentar su capitulación. No sabían qué hacer con los cosacos, pero los trataron amablemente, sin compromisos. Su decisión fue enviarlos el 7 de mayo –el mismo día en que Alemania se rindió a los aliados–, al valle del río Drau, con el compromiso de que no serían entregados a los soviéticos. ¿Cuántos eran? Algunos historiadores calculan que 50 mil, sin contar a los familiares. Acompañándolos iban el mariscal von Pannwitz, el general Schkuro, el general Domanov y el sultán Guirey Klytch, jefe de cuatro mil caucasianos.
Durante esa noche se celebró el convenio entre los cosacos e ingleses, bebiendo y comiendo desenfrenadamente. En esa celebración los cosacos demostraron su agradecimiento a los ingleses, no sólo con brindis, sino realizando arriesgadas acrobacias a caballo y cantando sus melancólicas canciones. En los días posteriores se trasladaron a Drau y comenzaron a trabajar la tierra para las nuevas siembras.
Drau era un valle de Austria, donde nuevamente los cosacos regresarían a su vida de campesinos junto a sus familias. Sin embargo, nunca dejaron a un lado sus ejercicios de guerra y de jinetes excelsos, pues tras esa corta y aparente calma el viejo atamán Piotr se preparaba para combatir a sus enemigos de siempre: los rojos comunistas sin ley ni Dios.
Poco a poco los cosacos regresaban a su vida campesina de antaño, en que se mezclaban ejercicios guerreros y ceremonias religiosas que precedían sus fiestas de danzas y canciones. Sin embargo, esta aparente vida idílica sufrió un trastorno, pues, sorpresivamente, los ingleses confiscaron sus caballos y anunciaron que todos pasaban a ser prisioneros de guerra.
Un alarmado Krassnoff le escribe una misiva desesperada al mariscal Alexander, de quien no recibe respuesta. El pánico cunde y varias familias de cosacos huyen hacia el interior del país. Nada puede hacer el general, su desgarro por la falta de cumplimiento de la palabra de los ingleses, que para él eran los más honestos de los aliados, lo deja sumergido en una profunda depresión e ira.
Lo que ignoraba el viejo general es que esta traición era producto del tratado de Yalta, realizado meses antes, que estipulaba que entre la URSS y EEUU, se edificaría un nuevo orden internacional, a base de esferas de influencia. A EEUU le correspondería Europa Occidental y América Latina; los soviéticos, por su parte, se adjudicaban la Europa del este. Ese es el motivo por el cual fueron devueltos a su país de origen todos los rusos que habían participado luchando contra la URSS. En las décadas posteriores este pacto sufriría resquebrajamientos, debido a la Guerra Fría. Estudios recientes señalan que el tratado de Yalta sólo favoreció a Stalin.
La tierra concedida a los cosacos para sus siembras había sido cercada. No podían moverse libremente y su situación de detenidos sin futuro los tenía sumergidos en un gran desaliento. Sin embargo, nunca sospecharon el drama que se avecinaba.
En febrero de 1945, los ingleses tenían ante sí la delicada tarea de traspasar los cosacos a los soviéticos, sin que ofrecieran resistencia. Es posible que Krassnoff recordara entonces como él había traicionado la confianza de Trotski, pero se trataba allí de un rojo indeseable. Con los ingleses era diferente, ellos eran los grandes y poderosos caballeros, por lo que confió totalmente en la palabra de honor suscrita por ellos.
Para efectuar la orden, los británicos recurrieron a un truco de guerra. Comenzaron desarmando a los cosacos y separaron después a los oficiales de la tropa, invitándolos a una conferencia con el mariscal de campo Alexander. Los cosacos sospecharon, pues hubiera sido más fácil traer a una sola persona hacia ellos que dos mil en dirección opuesta, pero los ingleses prometieron que los oficiales volverían esa misma noche. Se aseguraron de que Krassnoff recibiera la convocatoria oportunamente y este se imaginó que la invitación era una respuesta de su carta al mariscal Alexander, comandante de la VII Armada británica, de la V Armada norteamericana y la máxima autoridad militar en la región de Austria.
Según cuenta su nieto Nicolaj, muchos años después, en Rusia oculta, un libro que escribió en su exilio, “él abrazó y besó a su esposa Lydia y la tranquilizó: ‘Volveré entre las seis y las ocho de la noche’”. Krassnoff y algunos altos oficiales partieron seguidos por mil 500 cosacos en un convoy de camiones. Los británicos habían planeado dejar a los oficiales en un campamento en Spittal y entregarlos a los soviéticos al día siguiente en Judenburg, zona ocupada por estos. La alambrada y fuerte vigilancia del campamento agudizó el presentimiento de los cosacos. Pero Krassnoff aconsejó no caer en alarmismo. A su nieto le comentó, poniéndole la mano en el hombro: “Pues bien, todo se aclarará hoy en la conferencia y las cosas tomarán forma. ¿No es cierto, Nikolaj?”. Los cosacos poco después escucharon enfurecidos que serían extraditados. En ese momento cundió el pánico y muchas mujeres con sus hijos se tiraron al impetuoso río Drau. Familias enteras se suicidaron. Un cementerio y una pequeña capilla son hasta hoy día testigos de este desigual combate.
Krassnoff, aparentemente un poco culpable con todo lo sucedido, les contestó: “Tráiganme una silla, pues no puedo permanecer mucho de pie” y pidió pluma y papel y redactó en francés una petición al rey de Inglaterra, al mariscal de campo Alexander, al Papa, a la Cruz Roja Internacional y al rey de Yugoslavia, –ya en ese tiempo un rey sin imperio–, expresando su inquietud ante la arbitraria orden de los ingleses. Su nieto bosqueja en su libro de recuerdos esas cartas que nunca llegarían a sus destinatarios. En ellas, el viejo general explicaba la culpa e inocencia de los rusos: “Entregar a los cosacos al Ejército Rojo tendrá para ellos consecuencias terribles, ellos combatieron bajo la bandera alemana y el gobierno soviético los ha amenazado con el exterminio total como pueblo”. Y agrega: “aquellos que hirieron ‘mandamientos divinos y humanos’ deben ser juzgados por un tribunal militar. Yo mismo me ofrezco para el primer interrogatorio y si fuera condenado, aceptaría el veredicto”. Esta vez tampoco recibió respuesta.
Es poco realista imaginarse que estas cartas, si eran trasmitidas por un oficial británico, tuvieran influencia en los acontecimientos de los siguientes días. Los discursos y peticiones de Krassnoff y del mariscal alemán eran gestos desesperados, una estrategia tranquilizadora para los cosacos, de los cuales muchos podrían haberse salvado con una táctica más hábil o una animación de huir. Pero la orden de repatriación de los cosacos venía del ministro de Relaciones Exteriores, sir Anthony Eden, y del propio Winston Churchill.
Durante la noche en Spittal se suicidaron algunos oficiales mientras que otros debatían sobre qué hacer. Se acusaban mutuamente y buscaban traidores en sus propias filas. Krassnoff permanecía sentado junto a la única mesa, “el mentón apoyado sobre el puño de su bastón y su poderosa y silenciosa figura resaltaba a través de la ventana”, recuerda el nieto. Al día siguiente, el 29 de mayo, los cosacos celebraron una misa, siguiendo los consejos de los sacerdotes ortodoxos del rango de los oficiales rezagados. “Orábamos en el campo, orábamos sin pausa, sin cesar. Estábamos convencidos de que los ingleses no tocarían a personas rezando y todos confiaban en esta misa poderosa que los unía como un tronco, pero ellos determinaron terminar la misa y la represión y fuerza bruta se hizo sentir, golpes de culata de fusil, garrotes y bayonetas, por más que nosotros nos negáramos a subir a los camiones”.
Nikolaj, hijo de Piotr Krassnoff y tío de Miguel, trató de acercarse al camión en el cual suponía iba su progenitor, pero un soldado se le plantó delante con su bayoneta y Nikolaj, prefiriendo la muerte a la extradición, se echó sobre la bayoneta. El soldado lo golpeó con la culata hasta tal punto que perdió el conocimiento y lo arrastró hasta el camión. También fue arrastrado Wladimir Martchenko, abuelo materno del futuro Miguel.
El general Krassnoff observaba esta situación desde la ventana de una cabaña –posiblemente el primer acto de resistencia pasiva después de finalizar la guerra. Cuando lo iban a sacar, los cosacos lo impidieron y ellos mismos lo sacaron por la ventana y lo pusieron en el primer vagón del convoy al lado del chofer. Krassnoff se persignó y su nieto lo escuchó susurrar: “Señor, acorta nuestro sufrimiento”.
En Judenburg se encontraba la línea de demarcación entre la parte ocupada británica y la soviética de Austria. Allí los cosacos fueron entregados al Ejército Rojo. El acuerdo de Yalta, de febrero de 1945, se cumplía: los presos de guerra, ciudadanos de los Estados aliados, debían ser devueltos a sus respectivas patrias.
–¿Está el general Krassnoff en su grupo? –preguntó un oficial soviético.
–Yo soy el general Piotr Krassnoff.
–Por favor, síganos, usted, sus hijos y nieto –ordenó el oficial.
Los Krassnoff y otros generales fueron llevados al taller de una ex fábrica de acero de Judenburg. Allí el general Piotr se encontró, hondamente emocionado, con el general alemán von Panwitz, quien todavía vestía el tschako caucásico (gorro de soldado). A él lo separaron de sus hombres y fue entregado a los soviéticos después de haberse negado a huir.
En las afueras de la fábrica grupos de cosacos fueron fusilados y otros enviados a un campo de trabajo de la URSS. Finalmente, a los Krassnoff y algunos altos oficiales los embarcaron en avión a Moscú.
El cuatro de junio de 1945 aterrizó el avión en Moscú y Piotr Krassnoff fue separado momentáneamente de su hijo mayor Nicolaj y de su nieto. De su hijo Semjom nunca más tuvo noticias. Piotr fue trasladado en un auto cerrado a la famosa prisión del servicio secreto Lubjanka.
En su libro Rusia oculta, Nicolaj, el nieto, da testimonio de lo que fue ese largo calvario de maltratos y trabajos forzados. “Fui llevado a una celda parecida a una cabina telefónica. Era tan baja que sólo podía estar agachado o sentado con las rodillas dobladas. Un bombillo producía una luz cegadora y un calor sofocante. Aunque ningún ruido penetraba a esta cabina aislada, de vez en cuando se escuchaban gritos desgarradores, sin saber si provenían de un parlante o de una celda vecina. Perdí el sentido del tiempo. Después comprendí que estaba sometido a los cuatro métodos de tortura sin huellas visibles, practicado por el aparato represivo soviético: silencio, carencia de oxígeno, aislamiento y destrucción del sentido del tiempo. En algún momento fui llevado, durante ese aislamiento, por largos corredores a un examen médico y más tarde al sótano. Al instante recordé lo escrito por mi abuelo sobre el sótano de las prisiones en la Tscheka: el rugido de los motores, los disparos y las salpicaduras de sangre y sesos en los muros. Pero aquí estaba todo limpio, los muros blancos y silenciosos. El personal de la Lubjanka sólo cuchicheaba y hablaba lo mínimo con los presos. Los guardias me llevaron a una pieza vacía, me revisaron la ropa y el cuerpo y con la pura mano trataron de sacarme un diente de oro. Me ordenaron agacharme y metieron su dedo en el ano en busca de algo escondido”.
Después fue trasladado a uno de los pisos superiores, donde se reencontró con su abuelo. Ambos fueron llevados a una gran sala en la que el oficial interrogador les advirtió: “Ya llegará su hora para convertirse en abono, pero primero, el más joven, hará algo en beneficio de su patria: cortar un camino de leña, trabajar en la fosa con la cintura en el agua. Trabajará, de eso se preocupará el hambre”.
Y Nicolaj continúa diciendo: “Ese mismo día fui llevado a la sala de baño y el guardia me dice: el atamán Krassnoff va a ser lavado, el viejito pidió que usted lo lave. El viejo Krassnoff llega con uniforme, hombreras y condecoraciones, yo lo ayudo a desvestirse y lavo sus cicatrices con un sentimiento de pudor y ternura. Logramos hablar a través del ruido de las duchas sin ser escuchados por los micrófonos escondidos. Mi abuelo me dice: Tú, mi niño, quedarás vivo, tú eres joven y sano. Mi corazón me dice que te encontrarás con la familia. Yo, en cambio, tengo mis dos pies en la tumba. Aunque no me maten, moriré. Mi hora llegará pronto, aun sin la ayuda del verdugo. Si tú sobrevives debes cumplir con mi legado. Describe las cosas como son, no exageres. Trata de recordar todo, abre bien tus ojos, usa tu cabeza como agenda, como cámara, esto es importante. El mundo debe saber lo que ocurre y lo que ocurrirá, donde el engaño y la traición han sido la norma. Al despedirse me bendice y me señala: respeta siempre el nombre de los Krassnoff, no los deshonres nunca.
Mientras permanecíamos en la ducha los guardias habían saqueado las condecoraciones conferidas por el zar a mi abuelo y aun los botones de su uniforme. Fue la última vez que lo vi, al desaparecer de mi vista me hizo una señal de despedida alzando la mano mientras con la otra se afirmaba en su bastón. Comprendí, desde entonces, que yo sería el custodio de este pasado con la obligación de darlo a conocer, no sólo a los sobrevivientes sino al mundo en general”.
Nilolaj cumplió el mandato de su abuelo, a pesar de las largas y terribles penurias a las que fue sometido en los campos de concentración de Siberia, publicando, después de diez interminables años de trabajos forzados, el libro de denuncia Rusia oculta.
Pero mucho antes, en 1945, Nicolaj es embarcado en un tren de transporte. En su libro describe los horrores padecidos. “Los guardias juntaban sesenta hombres en el vagón, aunque el espacio daba sólo para cuarenta. Al subir a los vagones, cada preso era golpeado por un guardia con el martillo en la cabeza. A cada lado del carro había tres pisos de tabla, en donde debíamos dormir. En el centro había un horno con cuatro leños y en el piso un pequeño hoyo que servía de retrete. Los soldados vociferaban, los perros amaestrados ladraban y no había nada que comer. Al tercer día recibimos 650 gramos de azúcar, un pedazo de arenque y un pan. Finalmente llegamos al pueblo siberiano de Mariinsk, donde luego de marchar dos kilómetros por una calle larga y nevada nos tiraron a lo que sería nuestro lugar de reclusión.
Pero fue el año 1951 cuando pasé los peores años, cuando nos trasladaron al fondo de Siberia al pueblo de Taischet. Los prisioneros eran descargados en el desierto y allí debían construir, generalmente utilizando sólo sus manos, cavidades en las tierras para su propio alojamiento y de allí la construcción de una línea férrea que llegaría hasta el Pacífico. En invierno debo trabajar en la tala de árboles bajo la helada y nieve; cuando hay deshielo, en el fondo del barro y en verano con una nube de mosquitos. Continuamente sufríamos vejaciones. Recuerdo especialmente cuando un sargento sádico entró precipitadamente a nuestra barraca y nos obligó a salir a las zanjas que habíamos levantado como letrina y nos puso con la cabeza en la zanja y gritó: ‘Abajo con los fascistas y oren a su Dios. ¡Atención, foco y ametralladoras en las torres apunten, fuego a esos traidores a la patria!’ Después de esta macabra broma, riéndose a carcajadas nos gritó: ‘Regresen a las barracas, en marcha, cerdos fascistas’. Como fruto de esto dos prisioneros murieron de un ataque al corazón”.
Cuenta también Nicolaj que tras la muerte de Stalin en 1953 el tratamiento inhumano contra los prisioneros comenzó a aflojarse y a mediados de ese año fue conducido a Omsk, más al sur, donde tuvo que trabajar en una construcción de una refinería de petróleo. “Y el último año de mi pena la cumplo en las cuencas carboníferas de Karaganda obteniendo mi libertad en diciembre de 1955”.
Se sabe que Nicolaj abandonó la Unión Soviética rumbo a Suecia a la casa de una prima, y allí fue cuando se enteró de que su esposa vivía en Argentina y su madre en Estados Unidos. Durante su estadía en Suecia, Nicolaj escribió Rusia oculta desde una perspectiva propia, sin matices y con un notorio anticomunismo. También demuestra su desprecio a Hitler, pero nunca cuestiona su participación en las filas alemanas.. “Peleamos por una idea, la idea de una Rusia anticomunista”. Acusa asimismo a los ingleses de traición.
El libro fue editado en 1957 por una pequeña editorial de Nueva York, primero en ruso y después en inglés y alemán. Al terminar su obra, Nicolaj trabaja como leñador para juntar dinero y comprarse un pasaje para reencontrarse con su mujer después de once años de ausencia. Llegó a Buenos Aires en diciembre de 1956. Algunos dicen que su mujer se había casado con otro, pues lo creía muerto desde hacía años; otras versiones aseguran que ambos se reconciliaron y que el matrimonio trabajó arduamente para poder traer a la madre junto a él.
El día del lanzamiento de la edición en español de Rusia oculta, Nicolaj fue encontrado muerto. Al hacerse la autopsia, cuenta un periódico, se llegó a la conclusión de que había sido envenenado. Pero el crimen nunca fue aclarado.
El rastro del abuelo Piotr y del padre del futuro oficial Miguel, Semjon, se pierden para siempre entre los vericuetos de los edificios de la policía política soviética, la mwd, antecesora de la kgb. No obstante, el joven Nicolaj logra inesperadamente, antes de la definitiva separación con su padre, verse brevemente con él, el 24 de octubre de 1945, cuando él aguardaba su sentencia judicial. Recuerda Nicolaj: “Había adelgazado hasta los huesos y la presión moral contra él lo había dejado aniquilado, no obstante había resistido. Se dirigió a mí, su hijo, con voz solemne: ‘Tú nunca tendrás que avergonzarte de tu padre, pues jamás doblegaré mi nuca ante esos cerdos. No reconocí nada, no incriminé a nadie’”.
Cuenta también que en los interrogatorios el viejo Piotr Krassnoff siempre asumió que si debían culpar a alguien, debía ser a él. Le contó que su tío Semjon, padre de Miguel, quien sería destinado a la dina, mostró gran valentía. A pesar de que durante las semanas siguientes los dos siguieron viéndose en forma esporádica, a fines de noviembre sus contactos se perdieron para siempre. Condenado a la pena capital, se ignora si el general Piotr murió en la horca o por fusilamiento, aunque la mayoría de los historiadores especulan que sería la horca por la importancia del gran atamán. Se cree que si fueron ejecuciones, se llevaron a cabo en enero de 1947 en Moscú, en la cárcel de Lefortovo. Otros indican que fueron ahorcados en una gran ceremonia en la plaza de Moscú.
Lo cierto es que hasta el día de hoy no se sabe en qué lugar reposan los cuerpos de los Krassnoff. Increíble paradoja: el abuelo, el padre y el tío del oficial Krassnoff pertenecen a la familia de los detenidos-desaparecidos.
Los cosacos, engañados por una primavera esperanzadora y sin vislumbrar la traición que se cierne tras ellos, se establecen en el tranquilo valle del río Drau, en mayo de 1945, con el fin de construir una nueva comunidad que esperan perdurará mucho tiempo. En ese periodo que Nicolaj describe como aquel en el que “el sol deja caer sus rayos, abejas zumban, pájaros gorjean y las tierras se ven verde esmeralda”, Miguel será procreado. Pero la felicidad de la pareja formada por el hijo mayor de Piotr, Semjon y Dhyna Martchenko, durará poco.
Cuando los cosacos se dan cuenta de que serán inevitablemente entregados a los soviéticos, en un acto de generosidad, facilitan la huida de sus mujeres e hijas, aunque varias prefirieron suicidarse tirándose a las tormentosas aguas del río Drau. Entre las que huyeron estuvo el grupo de mujeres de los Krassnoff y la madre de Dhyna. Se sabe que el niño Miguel nació en Lintz, Austria, y que, gracias a la protección brindada por el gobierno chileno, recibió, junto a su madre Dhyna y a su abuela materna, María Chipanoff, el estatus de refugiados. El niño Miguel fue bautizado en la parroquia ortodoxa de San Nicolás de Lintz por el pope Timofei.
En Chile, durante los últimos años de la guerra mundial, gobernaron dos mandatarios radicales, Juan Antonio Ríos (1942-1946) y Alfredo Duhalde.
A pesar de que Chile mantuvo hasta 1943 una neutralidad activa frente a los países en pugna, a fines de ese año, producto de la presión norteamericana, le declara la guerra al eje formado por Alemania, Italia y Japón, a pesar de la presencia en Chile de empresas alemanas, una gran colonia y de su notoria influencia militar y cultural.
Producto de la admiración que despertaba el pueblo alemán entre los chilenos, estos mandatarios –pese a la presión política y económica de los Estados Unidos– no cedieron a la coacción y dieron orden a sus embajadores de que prestaran ayuda y cooperaran con los vencidos, otorgándoles franquicias especiales para instalarse en el país. A esta política, según consignan los archivos reservados del Ministerio de Relaciones Exteriores, se le llamó de “Puertas Abiertas”. El embajador chileno en Berlín, Tobías Barros Ortiz, quien gozaba de buenas relaciones con los jerarcas nazis, abandonó su cargo en octubre de 1944, dejando por un año acéfala la embajada, siendo subrogado por Manuel Cruchaga Ossa, a la sazón, cónsul general, quien firmó la visa de los pasaportes de ingreso a Chile de los cosacos.
En 1945 el gobierno chileno, presidido por Juan Antonio Ríos, otorga un estatuto especial para todos los refugiados de Europa del este, que les permite el ingreso a territorio chileno. El Estado, por intermedio del embajador de Chile en Italia, Manuel Bianchi, negoció con la zona ocupada norteamericana en Austria la obtención de los respectivos salvoconductos. Muchos de estos asilados fueron alojados en gimnasios que alquiló la embajada chilena en Austria. Más de tres mil personas gozaron de este tratamiento.
El siguiente Presidente, Gabriel González Videla, también de filiación radical, continuará con esa política, ahora dirigida hacia el mundo de los que huyen del bloque socialista. Este vuelco contra los comunistas del otrora incondicional partidario del bloque socialista, pese que a ellos debía su triunfo, sorprendió a sus incondicionales partidarios. Pero, González Videla, ya plenamente de acuerdo con la política de Estados Unidos desde junio de 1947 y en plena persecución de los comunistas chilenos –producto de la Guerra Fría– recibe con honores militares a más de cuatro mil de estos asilados. Incluso son enviados dos barcos para trasladar a los refugiados, el Toltén y el Llanquihue, que arriban con su carga entre fines de 1947 y comienzos de 1948.
Muchos de estos emigrantes son contratados por empresarios. Al poco tiempo, y con una medida que causa polémica, la mayoría obtiene la nacionalidad chilena. Se dice que muchos provenían de la URSS y varios del mundo cosaco. Según informes recientemente develados, esta gestión fue producto de un pacto entre los Presidentes Harry Truman y Gabriel González Videla, como una medida de contención al comunismo mundial.

El general Piotr Krassnoff, “atamán” para los cosacos, abuelo de Miguel, en plena gloria firmando un decreto.

El atamán poco antes de emprender el combate contra la Armada Roja dirigido por Trotsky. Foto de la versión en alemán de Del águila de los zares a la badera roja.

El general alemán Helmut von Pannwitz recibe con un abrazo en Croacia al reconocido atamán Piotr Krassnoff.


Dibujos del libro Rusia Oculta, de Nicolaj, nieto de Piotr Krassnoff, que describen el uniforme de los presos políticos y los trabajos forzados en Siberia.

“El atamán no claudica”. Monumento en honor de Piotr Krassnoff levantado recientemente en la ciudad de Rostov del Don.